Terror

Terror


Capitulo 19

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Debido a que se esperaba la llegada de dos jumbos en el plazo de media hora, las normalmente relajadas regulaciones de tráfico en el aeropuerto fueron temporalmente reforzadas. Eso no significaba que no pudiera aparcar su coche junto al bordillo como deseaba. Significaba tan sólo que no tenía que perderlo de vista, así como estar preparado para retroceder hasta él si el policía de tráfico del aeropuerto se acercaba demasiado. Se aventuró hasta tan lejos como el mostrador de servicio a los pasajeros de la United, y regresó inmediatamente a Kushi, que aguardaba en el coche.

—El vuelo lleva veinte minutos de retraso —informó—. Si te quedas en el coche, iré dentro a localizar al muchacho cuando llegue.

—De acuerdo —dijo amablemente su abuela—. Sólo que lo haremos al revés. Tú quédate aquí. Yo encontraré al muchacho wiki-wiki.

—Ni siquiera sabes cuál es su aspecto —objetó David.

—¡Huh! Sé reconocer a cualquier muchacho, David. No huhu…, aprovecharé también para ir a los hermosos y brillantes lavabos.

Con una mirada de sublime confianza dirigida a su nieto, Kushi se abrió camino entre la gente que aguardaba. David se retiró debajo de la marquesina, fuera del sol. No se sorprendió al ver que en vez de girar a la izquierda, hacia los servicios de señoras, su abuela giraba a la derecha, hacia la cafetería del aeropuerto. Se sorprendió menos todavía cuando vio el pequeño coche de la sargento Nancy Chee detenerse a una discreta distancia del suyo.

La mujer policía no hizo ningún esfuerzo por pasar desapercibida. Cuando vio acercarse a David, salió del coche y se dirigió hacia él.

—Si está usted aquí —sonrió David—, supongo que habrá alguna otra persona vigilando nuestra casa.

Ella no eludió el tema.

—Sí.

Él asintió.

—Supongo que me alegro —observó. Luego, frunciendo el ceño—. He estado pensando en lo que dijo. ¿Está realmente Rachel Chindler poniéndose del lado de los terroristas?

—Es una posibilidad, doctor Yanami.

—Pero es tan… extraño —dijo él, buscando la palabra que mejor definiera su posición ultrajada, y fracasando en encontrarla. Luego respondió a su propia pregunta implícita—: Supongo que vivimos extraños tiempos. Todo el mundo se vuelve loco y malvado.

—No todo el mundo, doctor Yanami. —La pequeña sargento de la policía alzó la vista para mirarle con cálida aprobación—. Usted y su abuela son realmente gentiles ocupándose del muchacho. Quiero decirle que relevaré al otro oficial cuando vuelvan a casa, a fin de que me tenga al extremo de la calle si me necesita. Pero todavía no quiero enfrentar al muchacho con la policía.

—Supongo que no tiene usted noticias. —Pero David no necesitaba una respuesta; ciertamente, si hubiera habido algo, ella se lo hubiera dicho de inmediato. Suspiró y miró a su alrededor. Vio a su abuela regresando de la cafetería a la puerta. Estaba mordisqueando un Good Humor, con un segundo preparado en su mano izquierda, aún en su envoltorio de papel.

—No creo que ninguno de nosotros debamos culpar a la señora Chindler —dijo de pronto la sargento—. Dudo que ninguno de nosotros sepamos lo que haríamos exactamente en su situación.

—¡Yo no la culpo de nada! De nada en absoluto —declaró David sinceramente—. Es una buena persona, sargento Chee. Y no dudo de ése, ¿cómo lo llama usted?, síndrome de Estocolmo. Tiene sentido. Con tantas cosas horribles que ocurren en el mundo, todos tenemos que admitir que de alguna manera nos convertimos en cómplices del mal.

—No usted, doctor Yanami —dijo la mujer muy seriamente, luego miró más allá de él—. Creo que ya están saliendo. Volveré a mi coche y les seguiré hasta su casa. Vaya con cuidado… —Se detuvo y le sonrió—. ¿No es estúpido? Ni siquiera sé de qué tiene que tener cuidado.

¿Qué le dices a un muchacho cuya madre ha sido secuestrada por unos trastornados asesinos? ¿Especialmente cuando uno de los asesinos es tu propio sobrino? Pero cuando el muchacho cruzó la puerta y entró en el cálido sol hawaiano, parpadeando, con un maletín de vuelo de lona con un dibujo de Jorgito, Jaimito y Juanito, los sobrinos del pato Donald, practicando el surf en la costa norte de Oahu, David no tuvo que preocuparse de lo que tenía que decir. Kushi le tomó la delantera. Ella tampoco dijo nada, al principio. Simplemente abrazó al muchacho con sus brazos gruesos como muslos, lo soltó para palmearle la espalda y lo condujo hasta el coche que aguardaba.

—¡Tú, David! —ordenó—. Nos vamos, wiki-wiki, ¡El muchacho —hum—, el muchacho está muerto de hambre de la comida del avión, así que vamos a darle algo bueno de comer en casa!

El muchacho estrechó la mano de David y subió obediente al coche. Parecía mucho más joven de lo que David había esperado…, o quizá simplemente David había olvidado cuál era el aspecto de un muchacho de dieciocho años. Stephen Chindler llevaba un fino bigote, y esto hacía que pareciera más joven aún. No era un bigote que un hombre maduro se permitiera exhibir. David se preocupó por aquel bigote. Era el tipo de cosa que cierto tipo de quinceañeros inseguros se dejaba crecer para aparentar que era mayor; ¿se relajaría una persona así bajo la enorme presencia matronal de Kushi?

No necesitaba preocuparse. Colina arriba hacia Volcano, Kushi se inclinó hacia delante, asomando la cabeza de escarlata pelo entre David al volante y el muchacho a su lado, mirando excitado por la ventanilla.

—¿Habías visto alguna vez antes a una dama hawaiana como yo? —le preguntó.

—Creo que no —dijo el muchacho—. Quizás en la tele. En «Hawai Cinco Cero», y cosas así.

—Nosotros somos muy —hum— grandes —concedió Kushi—. Pero también somos muy buena gente, como tu madre. ¿Estás preocupado por ella?

—Sí —dijo el muchacho.

—¡Claro que estás preocupado! Estarías loco si no lo estuvieras, Stephen. Pero no —hum—, no te preocupes demasiado, ¿sabes? Todo el mundo está haciendo todo lo que puede, ¿sabes? Ahora mira. Ahí arriba, al frente, cuando giremos, está el Kilauea. Es un volcán, el lugar donde vive Pele…, una diosa muy fuerte, muy mala si se enfada contigo.

—Me gustaría poder ver una erupción —dijo pensativamente el muchacho.

—¡Ni lo sueñes! Puede ser muy malo si el Kilauea entra en erupción. Pareces muy buen chico —anunció con un cambio de tono—. ¿Tienes alguna novia?

—Hum, bueno…, seguro.

—Naturalmente que tienes alguna novia —admitió Kushi—. Es una buena cosa tener novia, casarse, tener niños… Haz eso, Stephen, no seas —hum—, no seas como ese tonto niño grande que tienes a tu lado, David. ¡Debería haberse casado, tener un hijo como tú!

—Kushi —dijo calmadamente su nieto—, creo que Stephen quiere preguntarte algo.

—¡Pregunta! ¿Qué?

—Bien —dijo el muchacho—, sólo estaba pensando… ¿Dijo usted que eran hawaianos?

—¡Apuesta a que sí, hawaianos! ¿Por qué no?

—Sólo que pensé que parecían más bien, esto, japoneses.

—¡Los japoneses son buenos hawaianos! —declaró Kushi—. ¿Sabes? —hum—, hace muchos cientos de años, un barco japonés naufragó en Maui. No sabías eso, ¿verdad? El capitán se llamaba Naluiki-a-Manu. El capitán tenía una hermana llamada Neleike, y Neleike se casó con un jefe hawaiano llamado Wakalana. Y cuando se casaron el capitán le dio a Wakalana un cuchillo de hierro, el primer cuchillo de hierro que existió nunca en Hawai.

—Se refiere a una espada —dijo David, inclinando el cuello más allá de la vieja dama para sonreírle a Stephen.

—Tú cállate, David —regañó Kushi—. Stephen sabe que un cuchillo de hierro es una espada. De todos modos, eso demuestra que ha habido sangre japonesa en la familia real hawaiana, siempre, desde entonces.

—Sin embargo, nuestra propia sangre japonesa no llegó hasta mucho más tarde —sonrió David, y giró hacia el camino de acceso a la casa—. Ya hemos llegado, Stephen. Tu habitación está preparada.

—Gracias, señor —dijo Stephen, un paso por delante de David cuando ambos fueron a tomar su bolsa de Disney World del maletero, educado, ansioso, como podía esperar uno de cualquier joven en su primer viaje a las Islas…

¡Y qué falso era eso! Su tranquila calma de joven adulto no podía ser realmente tan tranquila. Cuando Kushi se hubo retirado a la cocina, empujada por su inquebrantable intención de alimentar wiki-wiki a su nuevo polluelo para que no muriera de inanición, David llevó al muchacho fuera al lanai.

—Stephen —dijo—, lamento que no nos conozcamos algo mejor, porque estoy seguro de que todo esto resulta difícil para ti. En una ocasión como ésta. Entre desconocidos.

—Es usted muy amable —dijo educadamente el muchacho.

—Deseamos serlo. Finjamos un poco, Stephen. Supongamos que somos familia vuestra y que nos conoces de toda la vida.

—De acuerdo, señor.

David sintió un ramalazo de irritación, la reprimió rápidamente. Luego se lo pensó mejor y la dejó aflorar un poco.

—No seamos tan educados —ordenó—. Éstos son malos tiempos. Tu madre está en un serio problema. Ha sido secuestrada; ya lleva fuera dos noches, y nadie tiene la menor idea de dónde buscarla. La policía está trabajando tan duro como puede, pero no la han encontrado. Y la peor parte —inspiró profundamente—, lo que me cuesta más afrontar, es que la persona que la secuestró es probablemente mi propio sobrino.

Respecto a esto, al menos, David tenía razón. Fue la peor parte, sí. Las reacciones del hijo de Rachel pasaron de una desconcertada incomprensión al shock, a la furia, a lo más parecido a las lágrimas que puede permitirse exhibir un muchacho de dieciocho años. Pero Stephen Chindler no era un niño que se desmoronara. Las cosas podían ser abrumadoramente malas, pero no iba a permitirse ser abrumado. Escuchó. Hizo preguntas. Se sentó al borde de la silla de mimbre y mantuvo los ojos intensamente clavados en David mientras David le hablaba de Lono y del Maui MauMau y de todos los demás jóvenes grupos revolucionarios, en todos sus variados tonos de violencia.

Rachel se hubiera sentido orgullosa de su hijo.

David, inclinado hacia él mientras hablaba, apoyó su gran mano en el hombro del muchacho y sintió orgullo. Si sólo Lono hubiera sido tan brillante, tan preocupado, tan firme como Stephen Chindler…

Pero, pensó David, lo más terrible era que Lono lo era. Era todas aquellas cosas; el desastre residía en que en alguna parte en su joven vida había hallado una bifurcación en el camino, y había arrastrado su idealismo y su valor por un sendero que conducía al secuestro y al asesinato.

Kushi salió con una lata de cerveza abierta para cada uno de ellos en sus grandes manos, escuchó por un segundo, luego regresó a la cocina. El muchacho murmuró un educado gracias sin apartar los ojos de David. No se perdió nada. Cuando David hizo una momentánea pausa, Stephen dijo:

—Hay una cosa que no comprendo acerca de mi madre. ¿Tuvo realmente la posibilidad de pedir ayuda? ¿Y no lo hizo? ¿Por qué?

David agitó la cabeza.

—Me gustaría saberlo. La policía tiene una especie de teoría…, la llaman el «síndrome de Estocolmo». Parece que a veces los rehenes, las víctimas de los terroristas, incluso la gente que ha sido robada o violada…, se descubre tomando partido a favor de la gente que le ha hecho daño. —Le habló al muchacho de cómo Rachel no había identificado al terrorista en la rueda de identificación, y todo lo que podía recordar de la explicación del teniente.

El muchacho lo absorbió todo, luego miró suplicante a David. Parecía más joven que nunca, el velloso bigote completamente fuera de lugar en aquel joven rostro.

—Mi madre no haría nada malo —dijo de un modo definitivo.

—No —admitió David—, no lo haría. Pero a veces es difícil decir qué cosa está mal y qué está bien. Es…, es casi lo mismo con mi sobrino, Lono. Él tampoco haría nada que creyera que estaba mal…, pero, oh, Stephen, ¡lo que puede equivocarse la gente haciendo algo que cree que está bien!

El muchacho asintió, desconcertado ante los irreconciliables dilemas del mundo. David le dejó meditar en ellos, bebiendo a pequeños sorbos la cerveza que se había calentado y disipado en su mano.

—Bien —dijo al fin, con la idea de llevar de vuelta la conversación a un nivel práctico—, lo que vamos a hacer es quedarnos aquí hasta…

No tuvo oportunidad de terminar la frase, porque oyó a su abuela gritar desde la cocina:

—¡David, Stephen! ¡Venid aquí wiki-wiki, mirad! —No era propio de Kushi excitarse por nada. David se puso rápidamente en pie. Stephen fue aún más rápido; cuando David llegó a la cocina el muchacho ya iba por delante de él, y estaba de pie junto a su abuela, parada delante del televisor de la cocina. El volumen estaba muy alto:

—… extraño comunicado recibido del grupo que se hace llamar el Maui MauMau, que parece amenazar la vida de la visitante a la isla Rachel Chindler, tal como fue leído hace unos momentos frente a la playa en…

—¿Rachel? —preguntó David, y el muchacho hizo eco:

—¿Mi madre?

—¡Escuchad! —tronó Kushi, mientras el locutor seguía hablando:

—… la improvisada rueda de prensa que le fue ordenada, dijo la señorita Farrell, por teléfono. Ésta es la nota tal como fue leída por la señorita Farrell hace unos minutos.

La voz del locutor se detuvo, y la televisión captó la voz de la joven mujer negra con un breve bikini, de pie en lo que parecía ser la palanca de la piscina de un hotel de Waikiki, leyendo nerviosa un trozo de papel. La calidad del sonido fluctuaba en el viento, pero cada palabra era audible:

—La mujer haole Rachel Chindler ha sido juzgada por un tribunal del Pueblo Kamehameha por participar en el linchamiento de hawaianos inocentes. Ha sido sentenciada a muerte. El tribunal ha suspendido la sentencia, sin embargo, y liberará a la mujer sin que haya sufrido ningún daño, bajo ciertas condiciones. Los usurpadores americanos deben admitir su culpabilidad en la expropiación y usurpación de Hawai de sus legítimos propietarios. Debe aceptarse el mantenimiento de conversaciones significativas con representantes del movimiento de liberación del pueblo hawaiano para establecer un calendario para la completa retirada de todas las fuerzas restrictivas americanas de las islas. Como prueba de buena fe, todos los prisioneros políticos en el reino de Hawai deberán ser liberados, y se les proporcionará transporte hasta un destino polinesio de su elección. Si son llevadas a cabo esas medidas, la mujer haole, Rachel Chindler, será liberada. En caso contrario, la sentencia será ejecutada mañana.

—Dios mío —jadeó David, mientras el locutor, con aspecto grave, volvía a ocupar su lugar ante la cámara.

—Esto es todo lo que tenemos por ahora —dijo—. Les mantendremos inmediatamente informados de todo lo que ocurra.

Detalles completos a las seis. Reanudamos ahora nuestra programación habitual.

Mientras la reposición de la tarde de M*A*S*H volvía a la pantalla, David lanzó una atormentada mirada a Stephen, de pie, rígido, rodeado por el enorme brazo de Kushi. Entonces David se dirigió a la puerta delantera y la abrió. Se volvió hacia el extremo de la calle, formó bocina con las manos delante de su boca y gritó:

—¡Sargento Chee! ¡Venga, por favor!

No hubo la menor duda de que la sargento le oyó —todo el mundo en aquella manzana de Volcano le oyó—, pero no respondió de inmediato. Estaba intensamente inclinada hacia delante. David la vio alzar un micrófono hasta sus labios, hablar, escuchar, hablar de nuevo. Sólo entonces abrió la portezuela y avanzó hacia él.

Mientras cruzaba los guijarros del patio delantero de su vecino, el acceso de rabia de David se vio amortiguado por las lágrimas que pugnaban por brotar de sus ojos.

—¡Han amenazado con matarla! —exclamó.

—Acabo de oír el informe por la radio —dijo ella—. Lo siento terriblemente, doctor Yanami.

David mantuvo abierta la puerta para ella.

—Entre —dijo ásperamente—. Si aparece mi sobrino, podrá verlo con la misma facilidad desde dentro de la casa.

—¡No incordies a la muchacha de uniforme! —ordenó su abuela. Empujó a Stephen al sofá de la sala de estar e indicó— Sentado todo el mundo. Cuéntenos qué ocurre.

La sargento se sentó, rígida, en el borde de una silla.

—No sé más de lo que han oído ustedes. ¿Stephen? Estamos haciendo todo lo que podemos, pero…

El muchacho se soltó suavemente del brazo de Kushi.

—Lo sé —dijo.

—¿De qué se trata exactamente? —preguntó David—. ¿Están ustedes arrestando a todos los miembros de las organizaciones pro liberación de Hawai?

—Todos los que podemos encontrar…, casi todos —se corrigió amargamente—. No es fácil. Hay media docena de organizaciones distintas…, no sólo el Maui MauMau y el Kamehameha Korps y la Orden de Menuhene; hay clubs sociales que hablan a veces sobre nacionalismo hawaiano, pero principalmente juegan entre ellos al béisbol con pelota blanda. Y los que queremos son los más difíciles de encontrar…, saben quiénes son, aunque nosotros no, y no nos lo ponen fácil. Los atraparemos, doctor Yanami. Pero no hay tantos policías como eso en las islas. No podemos estar en todas partes a la vez. Y…

Se detuvo.

—¿Y qué? —urgió David.

—Nos han dicho que dejemos en paz a algunos de ellos —dijo la mujer, reluctante—. La sección Oahu de los Kamehamehas…, no deben ser molestados.

—¿Por qué? —ladró David.

—No sé por qué.

—¿Pero puede hacer alguna suposición? Hágala.

—No sé nada —dijo ella, contra su voluntad—. Puede que algunas personas piensen que esa gente en particular son infiltrados…, gente del FBI quizás, o de la inteligencia militar. Eso no es información oficial, por supuesto…, pero —añadió seriamente—, si es cierta, significa que puede que consigamos descubrir algo.

Kushi se puso en pie y se dirigió a la cocina.

—Hasta ahora no han hecho mucho —declaró por encima del hombro. La sargento no respondió. No era una afirmación discutible.

David dijo:

—Si están ustedes tan atareados, ¿por qué pierden su tiempo vigilándonos?

—Yo me presenté voluntaria para ello, doctor Yanami.

—¡No sólo usted! Siempre hay un coche al final de la manzana…, si no es usted, es otro policía. —Kushi volvió con dos latas de cerveza en cada mano y se quedó de pie escuchando mientras las abría y las iba tendiendo a los demás—. Esta mañana —siguió David— había un Datsun allá donde usted aparca siempre. Luego, cuando fui al supermercado antes de ir a recoger a Stephen, había un camper azul al extremo de la calle; fue detrás de mí todo el camino hasta Hilo, y mientras volvía miré por el espejo retrovisor. Aparcó de nuevo en el mismo lugar.

Nancy Chee agitó la cabeza.

—No éramos nosotros —dijo positivamente.

—¿Entonces quién? ¿Los terroristas?

—Lo dudo, doctor Yanami —dijo ella, evasivamente.

—Lo duda porque sabe malditamente bien que eran otros. ¿El FBI? No me gusta ser seguido de esta forma.

—Le hace poner tan nervioso que lo olvida todo —corroboró su abuela—. No trajo la sal, no trajo los Baco-Bits. Tome —añadió, ofreciéndole a la sargento una de las cervezas.

Nancy Chee agitó negativamente la cabeza.

—Lo siento —repitió, quizá refiriéndose a que no podía tomar cerveza estando de servicio, o a que no podía hacer nada respecto al FBI. Y, desde el sillón, el olvidado hijo de la rehén dijo:

—¿Matarán a mi madre, sargento Chee?

La pregunta flotó entre ellos por un momento. David observó atentamente el rostro de la sargento. Vio fruncirse la lisa piel en torno a sus ojos, no con una sonrisa; vio su boca abrirse para responder, luego cerrarse de nuevo, seguramente intentando asegurarse de que su voz estaba bajo control. No era una pregunta a la que deseara responder, eso estaba claro.

Lo más sorprendente para David fue que su abuela suspiró y se dio la vuelta.

—Voy a coger el coche —anunció—. Iré a buscar la sal que olvidaste, David. —¡Pero eso era tan impropio de Kushi! Había pocas dudas, pensó, de que no era precisamente la sal lo que la interesaba; pero su abuela no era una mujer que temiera oír la verdad, por mala que fuese.

Si ése era el caso, tanto Nancy como Kushi se lo ahorraron por el momento. En el instante en que se volvía, Kushi miró hacia la cocina y se inmovilizó. El olvidado televisor había dejado de mostrar a Radar O'Reilly poniendo al paso el caballo del coronel, porque había aparecido un letrero azul y naranja que decía Boletín. Los cuatro se apiñaron al instante en la puerta de la cocina, mirando la pantalla.

El locutor estaba hablando con la joven negra que había leído el mensaje de los terroristas. Alguien le había proporcionado una blusa color ciruela, de modo que ya no parecía tanto una página extraída del Playboy. Su expresión era seria, incluso asustada, mientras escuchaba al locutor recapitular brevemente el mensaje que había leído. David apoyó un brazo en el hombro de Stephen, de una forma torpe pero reconfortante; el muchacho no apartaba los ojos de la pantalla.

—El mensaje —estaba diciendo el locutor— fue leído por Eloise Farrell, una visitante de Waikiki, que está ahora aquí conmigo. Señorita Farrell, según tengo entendido, estaba usted en su habitación cuando recibió una llamada telefónica. ¿Puede contarnos qué le dijeron?

La voz de la joven era ronca y estaba evidentemente nerviosa, pero habló claramente.

—Era una voz de hombre, muy como de negocios, ¿sabe?

—¿Podría reconocer la voz?

—Oh, no. Me dijo que yo no le conocía. Me dijo que necesitaba contratar a una modelo para un trabajo de una hora. Yo soy bailarina, no modelo, pero dijo que me pagaría doscientos dólares, y que podía acudir sin necesidad de cambiarme de ropa. Bien, supongo que debía saber que acababa de subir de la piscina en traje de baño, ¿sabe?

—¿Le dijo cuál era el trabajo?

—Me dijo que recibiría instrucciones.

Bueno, pensé, ¿sabe?, debe tratarse de uno de esos tipos raros, pero no sonaba como uno de ellos. Dijo que había preparado una conferencia de prensa. Todo lo que yo tenía que hacer era volver a la piscina. Dijo que allí habría periodistas con cámaras, y que yo simplemente tenía que leer una declaración de un minuto ante ellos. En realidad, sonaba interesante.

—¿Vio alguna vez al hombre?

—Oh, no. No. A menos que fuera uno de los que estaban en torno a la piscina, claro. Había mucha gente, supongo que debido a las cámaras de televisión y todo eso. De todos modos, al cabo de un minuto algo se deslizaba por debajo de mi puerta. Miré, y ahí estaba aquel sobre en el suelo. Así que lo abrí. En él había doscientos dólares en billetes, y un permiso de conducir…

—¿Un permiso de conducir?

—Era el de la señora, supongo. De todos modos, al dorso había escrito algo…

El locutor bajó un instante la vista.

—«Por favor, ayúdenme». Y estaba firmado Rachel Chindler. ¿Es eso?

—Sí. Y había una nota, y otro sobre. La nota decía que debía bajar a la piscina y subirme al trampolín, y entonces abrir el otro sobre que había dentro y simplemente leerles a los periodistas lo que decía en él.

—¿Es eso lo que usted hizo?

Eloise Farrell dudó.

—Bien, cuando vi los equipos de televisión me puse un poco nerviosa. Así que lo abrí primero, cuando aún no sabía subido al trampolín, creo.

—¿Y luego hizo tal como le ordenaban las instrucciones?

—Bueno, no sabía qué otra cosa hacer. Yo también estaba asustada. No creí que fuera a haber un secuestro allí, ¿sabe?

El locutor abrió la boca para proseguir la entrevista, luego se llevó una mano al oído.

—Creo que la policía desea hacerle algunas preguntas más, señorita Farrell, así que será mejor que la deje marchar. Gracias por estar con nosotros.

La muchacha se humedeció los labios con la lengua y asintió, mientras el periodista se volvía de cara a la cámara y decía:

—Eso es lo que hemos averiguado aquí en la piscina acerca del secuestro y la amenaza contra la señora Rachel Chindler. Volvemos ahora a nuestra programación habitual. Tendrán otros boletines a medida que se produzcan más acontecimientos, y todos los detalles en las noticias de las seis.

El cuadro inmóvil junto a la puerta se deshizo. Nadie se había movido hasta entonces. Nadie había parecido ni siquiera respirar mientras miraban, hasta que David fue a bajar el sonido y Kushi exhaló un largo y suave suspiro. Nancy Chee se agitó.

—¿Puedo utilizar su teléfono? —preguntó, y desapareció tan pronto como David hizo un gesto hacia el teléfono en el vestíbulo.

—Stephen —aventuró David—, sé que las cosas parecen estar bastante mal, pero no pierdas la esperanza.

El muchacho se lo pensó antes de responder.

—¿Sabe? —dijo—, viniendo aquí en el avión, no dejé de preguntarme durante todo el tiempo si la policía no me estaría haciendo venir en realidad solo para identificar el cuerpo de mi madre, y que simplemente no habían querido decírmelo. Yo…, quiero tener esperanza. Pero…

No terminó.

Kushi musitó para sí misma durante un minuto, luego preguntó:

—¿Quieres otra cerveza, Stephen? —El muchacho negó con la cabeza—. ¡Entonces come! —ordenó—. Te he preparado un espléndido plato de cerdo frío, alubias cocidas calientes, mucha fruta…, todo está en la mesa. ¡Vamos, adelante!

Stephen sabía reconocer una voz autoritaria cuando la oía. Siguió a Kushi a la mesa, preparada ya en un rincón, mientras las alubias burbujeaban suavemente en un pote sobre el fogón. Había una papaya partida por la mitad en una bandeja, y zanahorias crudas cortadas a rodajas y apio en otra. Kushi sacó leche de la nevera y ordenó a su nieto que pusiera las alubias en un plato, y Stephen hizo todo lo que se le indicaba hasta que volvió Nancy Chee.

—¿Alguna noticia? —preguntó David.

La sargento dudó.

—Realmente no —dijo—. Los expertos se están dedicando a la carta y al sobre, y están intentando rastrear a la persona que se los entregó a la señorita Farrell. Lo único…

—¿Sí? —animó David.

—Bien —dijo la mujer—, lo que me sorprende es que todo eso es tan profesional. No sé si se habrá dado usted cuenta de ello, pero quien envió el mensaje sabía mucho acerca de cómo funcionan los medios de comunicación. Los mantuvo en vilo, de modo que pudieran conseguir la parte más importante de lo que ellos llaman un «buen mordisco»…, casi medio minuto de tiempo de antena. Llamaron a las emisoras de televisión y a los periódicos, y los tenían esperando en la piscina cuando apareció la señorita Farrell. Y —miró su reloj—, observe la hora. Es la mejor hora para difundir una noticia y conseguir la máxima audiencia. Y en lo que a televisión se refiere, la noticia seguirá en el aire hasta el último noticiario de la noche. —Miró insegura a David—. ¿Entiende lo que quiero decir?

—Nuestros chicos se han vuelto mucho más listos —ofreció David.

—O bien están recibiendo alguna ayuda muy especializada. Ayuda técnica.

Kushi musitó algo para sí misma y susurró:

—Kanaloa.

—Bien, él también —concedió Nancy Chee—. Fue piloto de helicóptero en las Fuerzas Aéreas en su tiempo, y dudo que hubieran podido efectuar el secuestro sin él, pero me refiero a ayuda exterior. Alguien ha tenido que poner diez mil dólares sobre la mesa para sacarlo de la cárcel…, ¿dónde los obtuvieron? Y la forma en que han preparado toda esta representación con la señorita Farrell.

—Entonces, ¿quién? —preguntó Kushi.

—Hubo un informe —dijo lentamente la sargento— de que había alguna persona del Weather Underground en las Islas hace un mes. Y eso me asusta. Ya es bastante malo cuando cada pequeño grupo terrorista actúa por su cuenta…, pero si empiezan a trabajar juntos… —Agitó la cabeza—. De todos modos —dijo—, estamos haciendo todo lo que podemos. —Miró a Stephen Chindler, que masticaba lentamente, escuchando cada palabra—. Haremos todo lo posible por encontrar a tu madre.

—¿Sargento Chee? —preguntó el muchacho—. ¿Qué hay acerca de esas peticiones? ¿Se las concederán?

—No lo creo, Stephen.

El muchacho dejó su tenedor en el plato.

—Yo tampoco lo creo —dijo—. Y apuesto a que los secuestradores tampoco se lo creen. ¿Cree usted que mi madre aún está viva?

Por un momento los únicos sonidos en la habitación fueron el susurro del televisor y el débil musitar de Kushi. Luego la vieja y voluminosa mujer se puso en pie.

—Las cosas están bastante difíciles, Stephen —dijo solemnemente—. Pero debes esperar que todo se resuelva de la mejor manera posible. Voy a ir a buscar la sal que olvidó David.

Aunque Kushi se consideraba una buena conductora, su nieto no era de la misma opinión. Una medida de lo preocupado que se sentía David fue que le tendió las llaves del coche sin protestar. Mientras giraba hacia la calle, Kushi vio el camper azul aguardando junto a la acera, y no se sorprendió al ver que se ponía en marcha tras ella. Musitó pensativamente para sí, luego condujo directamente hacia el centro comercial. No condujo aprisa. Fue meticulosa deteniéndose ante los semáforos tan pronto como el color cambiaba a ámbar, y se ganó uno o dos bocinazos de otros conductores. Era tan fácil de seguir como podía serlo cualquier mujer vieja.

El centro comercial ocupaba toda una manzana, un núcleo de tiendas rodeado por un amplio espacio de aparcamiento. Entró por la parte del gran hotel de la colina y avanzó lentamente por el aparcamiento, deteniéndose unos momentos delante de cada espacio libre como si dudara de dejar allí el coche o no, luego siguiendo adelante. Por el espejo retrovisor podía ver al camper siguiéndola, a una respetable distancia. Cuando hubo dado la mitad de la vuelta al centro comercial, aceleró bruscamente, salió del aparcamiento y cruzó la calle en la cresta de la siguiente avalancha de tráfico, producida por el cambio del semáforo. Giró velozmente otra esquina, se metió en el aparcamiento del hotel, y estacionó diestramente en el espacio contiguo a una gran camioneta de reparto.

Musitando para sí misma, Kushi observó al vehículo azul aparecer por la esquina del centro comercial. Dudó, luego retrocedió haciendo chirriar los neumáticos por el camino por donde había venido. Tan pronto como estuvo fuera de su vista, Kushi salió de su escondite y condujo en dirección opuesta. Musitaba contenta. Todas aquellas horas viendo «Hawai Cinco Cero» no habían sido malgastadas.

Su primera parada fue el templo budista, en una calle residencial a unas pocas manzanas de distancia. No era un lugar que Kushi visitara a menudo. En veinte años había estado allí solamente para asistir a los funerales tras la muerte de algunos viejos amigos y parientes —no volvería a estar allí, muy probablemente, hasta el suyo propio, cuando ocurriera—, pero había un monje casi tan viejo como ella. En cierto sentido era un pariente también, o al menos sus respectivas madres así lo habían creído, hacía mucho tiempo.

Se sentó bajo la gran figura del Redentor. Una mano de la estatua estaba alzada, la obra abierta en su regazo…, diciendo, pretendían los chistosos, con una mano: «Espera un minuto», y con la otra: «¡Primero paga!». Kushi no pagó. En una mezcla de kanaka y japonés, medio envuelta en inglés, preguntó por su bisnieto.

El viejo agitó ligeramente la cabeza. Estaba sonriendo. ¿Cómo podía él saber algo de un muchacho de veinte años? ¿Un muchacho, además, que pertenecía al Maui MauMau? ¿Acaso Kushi no sabía que al Maui MauMau le gustaban menos los budistas que los haoles? Por supuesto que lo sabía, respondió ella, impaciente, pero los padres y familiares de esos muchachos estaban preocupados por ellos. ¿No había hablado alguna vez cualquiera de ellos con él? ¿Por dónde andaban los chicos? ¿Había algún nombre que él pudiera facilitarle?

Reluctante, el viejo rebuscó en su memoria. Había una comuna hippie donde habían vivido algunos de ellos. Había una chica joven que había sido metida en la cárcel por venta de drogas, aunque las drogas, pensaba su abuela, era lo menos grave en lo que estaba metida. Había dos chicos en la asistencia social, sin empleo porque le habían dado una paliza a su patrón tras una disputa sobre los derechos hawaianos.

Era una parca cosecha, pero mejor que nada. Cuando Kushi se levantó para irse, el monje adelantó una mano para detenerla.

—¿Por qué hablan de Hawai? —preguntó—. ¿Quién es hawaiano hoy?

—Vuelve a dormirte, viejo —dijo Kushi suavemente, porque ésa era, por supuesto, la única respuesta que podía darle. ¿Quién era hawaiano? No muchos. Ciertamente, no su bisnieto Lono. Como máximo, una octava parte de su sangre era hawaiana, y eso concediéndole el beneficio de la duda respecto a un abuelo desconocido por parte de su padre.

La propia Kushi era exactamente una cuarta parte genéticamente hawaiana. El resto era japonés. De hecho, la rama japonesa en Kushi retrocedía hasta la primera llegada de los japoneses a Hawai —al menos si uno descontaba el semilegendario barco del capitán con el cuchillo de hierro— en 1868, cuando fue importado el primer cargamento de trabajadores japoneses para los campos de caña de azúcar por los plantadores. Conocía a aquellos antepasados por su nombre. Uno de ellos, Shinko Yamayashi, había dejado embarazada a su abuela, la hija del luna hawaiano, el capataz de la plantación. La muchacha había quedado embarazada antes, y volvería a quedarse después, pero aquél fue su único hijo medio japonés, la madre de Kushi.

En 1886 un nuevo trabajador japonés, Hideo Shiroma, se casó con la hija…, quizá pensando que podría convertirse en luna cuando el abuelo de la muchacha muriera. No tuvo esa suerte. Un portugués consiguió el trabajo. Pero tuvieron siete hijos. El tercero fue una niña, Kushi.

Kushi afirmaba, y a veces incluso lo creía, que recordaba haber visto a la reina Liliuokalani y al rey Kalakaua. Había al menos una posibilidad de que fuera cierto, si ambos personajes habían visitado las partes correctas de la Gran Isla en el momento correcto. Kushi nació en la época de la predestinada rebelión de la Camisa Roja en 1889; tenía dos años cuando el rey Kalakaua murió de un ataque al corazón en San Francisco y dejó tambaleante la monarquía; tenía cuatro cuando la hermana de Kalakaua, la reina Liliuokalani, la remató abdicando bajo los cañones del U.S.S. Boston. Pero Kushi había vivido en los días en que Hawai era una nación independiente, gobernada por su antigua estirpe de reyes.

Eso era incuestionable. También era incuestionable que no deseaba la vuelta de aquella tortuosa, arbitraria y bebedora gente. Como tampoco lo deseaba nadie más de entre sus conocidos…, excepto, parecía, aquel estúpido de su biznieto, Lono.

¡Cómo se merecería, pensó hoscamente, conseguir lo que deseaba!

La dirección más próxima era la «comuna hippie», cerca de la playa pública justo al oeste de la bahía de Hilo.

Ya no parecía ser exactamente una comuna. La información del viejo monje estaba desfasada, quizás en varios años. Pero Kushi aparcó el coche y se dirigió a pie hacia la más cercana de las tres destartaladas casas. Había carteles de «Propiedad condenada» en los sucios patios, sin limpiar desde hacía años, pero las casas todavía parecían habitadas. Un niño pequeño con el culo al aire jugaba entre viejas piezas de coche y máquinas de lavar rotas. Cuando Kushi se inclinó voluminosamente para hablar con él, el niño alzó la vista aterrado ante la vieja de cabello rojizo, y una voz femenina gritó:

—¡Hey, usted! ¡Deje tranquilo al chico!

Kushi se alzó de nuevo y caminó hacia la mujer. Era delgada y beligerante, segura tras una puerta mosquitera con la aldaba puesta.

—Estoy buscando a mi bisnieto Albert, lo llaman Lono —dijo educadamente—. Creo que acostumbraba a vivir aquí.

—Nunca he oído hablar de él.

—No soy de la policía —declaró Kushi, indignada—. Puede decírmelo con toda libertad.

La mujer la miró burlonamente. Luego dejó de mirarla, simplemente porque ya no estaba allí. Una sombra gravitó tras ella y la empujó a un lado. Era un hombre tan voluminoso como Kushi, de tez cetrina, obeso. Llevaba unos pantalones de tela gruesa, que parecían casi un taparrabo, sujetos justo debajo de la barriga, y nada encima excepto media hectárea o así de desnuda piel color jarabe de arce. Estudió a Kushi, evaluándola.

—No, no es usted de la policía —dijo—, pero no sabemos nada.

Kushi suspiró y rebuscó en su bolso de paja. Lo que extrajo de él fue un billete de veinte dólares.

—Hable en serio —dijo con voz dura—. No hago huhu para nadie, pero necesito saberlo.

Cuando Kushi se marchó, el gigante seguía de pie en el destartalado porche, estudiándola, y ella había adquirido un par de direcciones más.

Kushi musitó desanimada para sí misma, sentada tras el volante, mientras avanzaba lentamente hacia el cruce. Había algún problema en su vientre, y se preguntó, por primera vez, si no se estaría volviendo demasiado vieja para este tipo de cosas.

Si era así, no había nada que pudiera hacer al respecto. En vez de encaminarse directamente hacia la siguiente dirección, giró hacia Banyan Orive, estacionó el coche en el aparcamiento de un hotel, y cruzó con paso firme el vestíbulo hacia los servicios de señoras. Aquéllas eran las penalizaciones de ciento veinte kilos de carne en constante metabolismo.

Cuando salía se le ocurrió una idea. Rebuscó unas monedas en su bolso e hizo una llamada telefónica. No llamó a David, porque no quería discutir con él. Llamó a la jefatura de policía.

—Tengo un mensaje para la sargento Nancy Chee —le dijo al agente de servicio—. Escriba, por favor. Nancy Chee debe decirle a David Yanami que no se preocupe por Kushi, está visitando a unos viejos amigos. ¿De acuerdo? ¡Gracias! —Y colgó antes de que al otro lado pudieran hacerle alguna pregunta.

No deseaba que David le dijera lo que aquella mordisqueante vocecilla interior ya le había dicho, que no servía de nada intentar hallar a Lono por sí misma. Era un asunto personal. Quería intentar tratar con él cara a cara.

Kushi había escuchado intensamente cuando la sargento había dicho que Lono no podía haber estado en el avión secuestrado. Pero el sargento no había dicho que el muchacho no pudiera haber estado en Kamuela para ayudar a los secuestradores a escapar, y en consecuencia era cómplice de un asesinato en masa.

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