Terror

Terror


Capitulo 21

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Antes que se hiciera de día Lono hizo que Rachel le acompañara hasta el aparcamiento del hotel Volcano, donde robó un coche. Cuando el sol estaba alto ya habían bajado de la montaña y se hallaban en la zona de chalets encima de Hilo. No aparcaron allí. Lono estacionó el coche a más de un kilómetro de distancia del lugar a donde se dirigían, y caminaron juntos bajo el sol matutino, cogidos del brazo. Como una pareja de amantes. Como, de hecho, el tipo de amantes que eran. Amantes con la historia inmediata de una intimidad física que no se veía reflejada en el calor de los ojos o la ternura de la expresión.

—Míreme —ordenó Lono mientras caminaban—. Mantenga sus ojos fijos en mí. —Rachel obedeció como en sueños, sintiendo que le dolía el cuerpo y que su mente estaba drogada por falta de sueño. Caminaron con los brazos en las cinturas, con los rostros vueltos el uno hacia el otro. De este modo ningún transeúnte podía ver claramente sus caras.

El cuchillo en la mano de Lono quedaba oculto por el brazo de Rachel.

Rachel sabía que estaba allí. A veces, cuando trastabillaba ligeramente al andar, sentía la pequeña punzada, muy cerca de su pecho.

—Me está haciendo daño —indicó tras la segunda o tercera vez—. No necesita hacer esto. No voy a echar a correr.

Pero él mantuvo tercamente el cuchillo donde estaba. Rachel no volvió a hacer ninguna objeción. No tenía intención de objetar, ni de eso ni de ninguna otra cosa. Rachel Chindler había abandonado todo pensamiento de acción independiente. Haría lo que Lono le dijera que debía hacer. No tenía ningún otro plan. La desconcertó saber que así eran las cosas. Pero eso no era malo. Le proporcionaba algo en lo que pensar, mientras caminaban subiendo la cuesta, pasado una 7-Eleven y una gasolinera, lo bastante altos ahora por encima de la ciudad de Hilo como para poder ver el cálido Pacífico a la luz matutina, hasta una calle sin salida rodeada de chalets.

Cuando entraron en el camino de acceso a uno de ellos, aún mirándose cara a cara, Rachel cedió al rompecabezas aún por resolver. La curiosidad se agitó en ella. Estuvo a punto de volver la cabeza para mirar la casa a la que se acercaban, pero Lono se lo impidió.

—Quieta —ordenó, mirando con el rabillo del ojo a uno y otro lado, para ver si estaban siendo observados—. Ahora suba estos escalones. Así. Ahora yo llamaré al timbre. Ahora aguardaremos…

No aguardaron mucho tiempo. La puerta se abrió casi de inmediato. La mujer que la abrió no perdió el tiempo en darles la bienvenida. Les hizo pasar dentro, lanzó una última ojeada a la calle, cerró la puerta y corrió los cerrojos interiores.

—¿Os ha visto alguien? —preguntó.

—Docenas de personas nos han visto, Pele —dijo Lono—. pero no creo que ninguna de ellas nos recuerde. ¿Tienes algo de comer, por el amor de Dios?

—En la cocina —dijo la mujer. Metió una mano en el bolsillo de su delantal, extrajo un pequeño revólver, no mayor que un juguete, y cuando estuvo segura de que Rachel lo había visto volvió a guardarlo. Estudió el rostro de Rachel. Rachel le Devolvió la mirada hasta que la mujer dijo:

—¿Sabes quién soy?

—Sí —dijo Rachel—. Estaba en la fiesta de David. Es usted la bibliotecaria que teje alfombras. Creo que su nombre es Meg Barnhart. Sólo que —añadió— su pelo era más oscuro y entonces lo llevaba peinado hacia atrás, mientras que ahora es rubio y rizado. Supongo que lleva una peluca.

—Correcto —dijo la mujer, mirándose a sí misma en un espejo de la pared—. Entonces también reconociste a Ku, ¿verdad?

—Si es el hombre al que vi anteayer —dijo Rachel—, sí. Pero luego la policía no pudo encontrarlo. Dijeron que se llamaba Oscar Mariguchi.

—Eres buena con los rostros, Rachel —dijo la mujer—. Es una lástima.

Rachel no halló nada que decir ante aquello. Miró a su alrededor. Era una hermosa casa, pensó, al menos, digamos, para una pareja anciana que quisiera calentar sus últimos días al sol de Hawai. No parecía adecuada para un grupo revolucionario radical. La sala de estar tenía un techo catedralicio y un tapiz de paño trenzado en la pared. Había una chimenea…, a gas y con troncos cerámicos, pero hermosa pese a todo. No había moqueta, sino unas cuantas alfombras debajo de los sillones y el sofá. Parecía tan elegante y tranquilizadora como la propia Meg Barnhart, si se prescindía de la peluca rubia.

Y si se prescindía de la pistola.

Lono se había detenido a medio camino de la cocina y las observaba.

—¿Y bien? —preguntó.

—Oh —dijo la mujer—. Quieres hablar. Entonces lleva a la señora Chindler arriba, y mientras tanto yo te prepararé los bocadillos.

Rachel pensó que no le importaría comerse ella también un bocadillo. Sin embargo nadie le ofreció ninguno, y su pasividad se extendió lo suficiente como para superar su hambre. La habitación de arriba donde le condujo Lono tenía el aspecto de la sala de música de alguien, desordenada e incompleta, como si ese alguien se hubiera visto interrumpido en el proceso de mudarse. Había unos gigantescos altavoces en las paredes, pero no se veía ningún tocadiscos. Las ventanas tenían doble cristal —algo increíble en el suave clima de Hawai—, y había estanterías con discos a lo largo de toda una pared. Chaikovski y Stravinski y Del Tredici y John Cage se mezclaban con Corelli y Mozart y Palestrina, y a otro nivel estaban Kiss y Michael Jackson y los Grateful Dead. La palabra que acudió a la mente de Rachel fue «ecléctico», en lo que a gustos del propietario se refería. En cuanto a las provisiones para la comodidad de él o de ella, la palabra podía ser más bien «inadecuado». No había ninguna superficie plana donde echarse, ningún diván o cama; ni siquiera había un sillón confortable, sólo una silla tipo cocina, de respaldo recto.

—Siéntese —ordenó Lono, y cuando Rachel obedeció, notó que él sujetaba sus manos y las echaba hacia atrás, más bien bruscamente, y ataba en torno a ellas algo lo bastante apretado como para que le doliera.

Lono retrocedió unos pasos y contempló a su atada cautiva.

—Si quiere gritar —dijo—, nadie se lo impedirá, pero nadie la oirá tampoco. Esta habitación está insonorizada.

—No iba a gritar —dijo ella sinceramente. En realidad, la idea ni siquiera se le había ocurrido.

La miró sorprendido por unos instantes. Luego se encogió de hombros y se volvió.

—Lo siento —dijo por encima del hombro, mientras cerraba la puerta.

Un instante después le oyó cerrarla por fuera.

Aunque no había dormido más de diez minutos seguidos en la complicada noche anterior, Rachel no tenía sueño. Permaneció sentada envaradamente en la silla de recto respaldo, contemplando la pared llena de discos y la ventana. Tanteó la cuerda en torno a sus muñecas, más por curiosidad que por deseo de liberarse de ella. Parecía segura, y retorcerla se convertía en un inmediato dolor.

Por otra parte, nada de lo demás era muy confortable tampoco. Le dolían las articulaciones. Probablemente a causa de la noche en el húmedo tubo de lava; probablemente por las prostaglandinas que se derramaban por todo su cuerpo. Intentó contar mentalmente para ver cuánto le faltaba para la regla. Era difícil recordarlo. Tampoco era muy agradable hacerlo. Pensar en cuándo tenía que venirle la regla era como pensar en si iba a quedarse embarazada o no, lo cual a su vez era preocuparse demasiado por su futuro. Y había decidido renunciar a eso. Lo que ocurriera tendría que ocurrir, y su única emoción al respecto era de irritación por tener que aguardar a que pasara. Fuera lo que fuese.

Mientras permanecía sentada en la silla de recto respaldo, su mente se desgajó de todo lo amenazador…, es decir, de casi todo lo que la rodeaba.

Al cabo de una hora o así, la puerta se abrió y apareció Meg Barnhart, aún con la peluca rubia.

—Probablemente necesitarás orinar —dijo educadamente, desatando las manos de Rachel. Tan pronto como sus manos quedaron libres dio un paso atrás, alerta. Rachel se frotó las muñecas para restablecer la circulación, y observó con interés que ahora la mujer llevaba un arma larga colgada al hombro por una correa en vez de la pistola en su bolsillo. Rachel —que no sabía nada de armas largas excepto lo que iba aprendiendo de un terrorista a otro— tuvo la impresión de que se trataba del tipo de arma de tiro rápido que habían llevado los soldados americanos en Vietnam. Barnhart esperó consideradamente en la puerta, con los ojos alertas, mientras Rachel hacía sus necesidades.

—¿Tienes hambre, cariño? —preguntó entonces—. Será mejor que comas mientras aún tienes la oportunidad. —Y escoltó a Rachel hasta la cocina.

Barnhart no le preparó la comida. Se limitó a permanecer también en la puerta, ofreciendo directrices y sugerencias. Había huevos en la nevera, y también mantequilla. La sartén estaba debajo de la fregadera. Había pan en el cajón del pan, tostadas sobre la encimera, platos en el armario. Cuchillos en…

Pero entonces Barnhart se lo pensó mejor. No le ofreció a Rachel utilizar el cajón de los cubiertos, sino que lo abrió ella y sacó solamente un tenedor y un cuchillo pequeño para la mantequilla.

Cuando hubo comido los huevos revueltos y las tostadas, Rachel lavó y guardó obedientemente los platos, y fue escoltada de vuelta a la sala de música…, con un pequeño desvío cuando recordó decirle a Meg Barnhart que parecía que su regla estaba a punto de empezar. Así que cuando estuvo de vuelta en su silla lo hizo con una caja de Tampax a sus pies…, y las manos de nuevo atadas a su espalda. Realmente, pensó para sí misma, casi divertida, ¿qué se supone que puedo hacer con ellos en esta situación?

Era casi un consuelo darse cuenta de que los terroristas no eran sobrenaturalmente prescientes en anticipar todos los detalles.

Ser un rehén nunca era divertido. En el avión secuestrado al menos había tenido compañía. No para hablar con ella, no; nadie se había atrevido a entablar una conversación. No con la esperanza de que algunas de las víctimas que la acompañaban sacara milagrosamente una metralleta escondida, abatiera a sus captores y los liberara…, por supuesto, nada de eso. Pero al menos había alguien con quien compartir la miseria y el miedo…

Por otra parte, se dijo a sí misma para ser honesta, al menos en la situación actual no tenía que preocuparse por nadie excepto por ella. Ninguna otra persona resultaría perjudicada por lo que pudiera ocurrirle a ella.

Pero eso no era cierto.

Alguien saldría perjudicado. Stephen.

Fue solo entonces cuando Rachel se echó a llorar.

Cuando el sol se puso, la sala de música quedó completamente a oscuras, excepto el débil resplandor amarillento de las luces de fuera. De tanto en tanto habían pasado coches arriba y abajo durante el día, y Rachel había oído voces en la planta baja. Fue incapaz de decir de quiénes eran aquellas voces, ni lo que decían; pero en ocasiones habían sido fuertes.

Cuando la puerta se abrió inesperadamente se sintió por un momento asustada. Las voces habían sonado furiosas hacía tan sólo unos instantes. Pero sólo era Lono. No parecía alterado ni peligroso. Tenía exactamente el aspecto del joven atractivo que había sido en la fiesta de David, hacía eones de ello. Se había bañado y afeitado, observó aprobadoramente Rachel, aunque la oscuridad debajo de sus ojos sugería que no había dormido. Mientras se inclinaba para desatarle las manos la miró casi con una sonrisa, pero cuando ella se la devolvió instintivamente, la sonrisa de él se desvaneció.

—Coma —dijo, indicando la bandeja que había dejado en el suelo, y se retiró a la puerta para vigilarla mientras lo hacía—. No quiero hablar —dijo claramente cuando ella ofreció una observación; y se mantuvo firme en ello.

La comida era bastante buena. Había una rodaja de papaya fresca en la bandeja, junto con carne picada, pequeñas patatas hervidas y ensalada. Rachel pudo usar de nuevo el baño, esta vez incluso para ducharse, lavar su ropa interior y colgarla para que se secara. Lono no la llevó de vuelta a la sala de música. La condujo a un dormitorio, una habitación empapelada de forma atractiva, con unas cortinas doradas cubriendo las ventanas y una cama doble, cuidadosamente preparada. La habitación era un poco demasiado pequeña para aquella cama, observó Rachel, así que había sido colocada contra la pared; sólo podía subirse a ella por un lado, e indudablemente era un engorro hacerla.

—Dormiremos aquí —dijo Lono, haciendo un gesto a Rachel para que subiera primero. Ella obedeció sin hablar, quitándose la ropa y metiéndose desnuda. Observó al muchacho desvestirse y deslizarse a su lado, tan desnudo como ella…, luego saltar bruscamente fuera de nuevo, porque había olvidado atarle las manos. Cuando lo hubo hecho volvió a meterse, de nuevo sin hablar.

Rachel se preguntó si iba a venirle la regla durante la noche, y pensó azarada en el follón que iba a armar en las sábanas si ocurría aquello. Luego se preguntó, puesto que aún no había empezado, si Lono iba a hacerle el amor de nuevo. No lo hizo. No la tocó en la gran cama, aunque pudo oír como su respiración se iba haciendo progresivamente regular y profunda, y tan pacífica que la arrastró con lentitud hasta el sueño.

Despertó cuando aún era oscuro.

Estaba echada de cara a la pared y, en su sueño, Lono había pasado un brazo por encima de ella, sujetando su vientre, mientras una de sus rodillas se clavaba entre sus piernas. No era cómodo para ella, pero pensó que si se movía le despertaría. Permaneció tendida inmóvil, escuchándole respirar, sintiendo el calor de su cuerpo contra el de ella. Había un agradable aroma a cuerpo masculino y jabón. Permaneció tan quieta como le fue posible durante lo que debió ser muy bien una hora. La ventana de la habitación estaba abierta y protegida por fuera con una mosquitera, y un agradable aroma floral penetraba por ella junto con la cálida brisa. Después de todo, pensó Rachel, estaba en Hawai. Intentó recordar lo que había sido Hawai para ella antes de que se convirtiera en una pesadilla, el museo de ballenas en Lahaina, el U.S.S. Arizona volcado con su tripulación muerta aún sepultada en su interior, el tejado del hotel donde McGarrett saludaba a la audiencia televisiva de «Cinco Cero», el jengibre en flor que siempre la hacía estornudar, los atardeceres que casi la hacían llorar, el pescado, las frutas frescas, los cócteles para turistas con sus pequeñas sombrillas de papel o sus pequeñas orquídeas flotantes…

Y luego, al final, el horror.

Todo aquello parecía muy remoto, y en absoluto importante ya.

Rachel se sintió completamente en paz. Se dio cuenta que la presión que había empezado a sentir en el extremo inferior de su columna era el pene de Lono…, el muchacho tenía una erección en pleno sueño. Recordó cómo había sido tenerlo dentro de ella, y se preguntó si él había pensado que el hacer el amor con ella había significado algo especial o importante. Se preguntó si harían el amor de nuevo, quizá cuando él despertara, si tenía otras de aquellas involuntarias erecciones nocturnas. Luego se preguntó si volvería a hacer alguna vez el amor con alguien. Pero eso condujo a preguntarse si seguiría con vida el tiempo suficiente como para que eso fuera importante, y ese pensamiento alteró su tranquilidad. De modo que volvió a dormirse.

A media mañana del día siguiente Rachel estaba de vuelta a la sala de música, de nuevo vestida, sola, sin haber hecho el amor…, y no atada. En realidad fue ella misma quien se desató; poco después de que fuera dejada a solas allí se dio cuenta de que le había empezado la regla; así que trabajó pacientemente con los nudos hasta que consiguió liberarse y pudo ponerse un Tampax.

Rachel paseó por la habitación, deseando que hubieran dejado un tocadiscos en ella. ¡Todos aquellos discos, y nada con lo que hacer que brotara de ellos la música! No había libros en la habitación y, aunque intentó leer las fundas de los discos para distraerse, de hecho no eran nada divertidas.

Mirar fuera no era mucho más interesante. No había mucho que ver. La ventana de la habitación estaba cerrada y asegurada. De todos modos era una ventana de persiana, y aunque lo hubiera intentado no hubiera podido deslizarse por ella. No parecía (pensó académicamente, para pasar el tiempo) que fuera posible abrirla, y luego romper el panel exterior, ni siquiera para gritar pidiendo ayuda (cosa que de todos modos no tenía intención de hacer). Así que, como medio de escapar o de pedir ayuda, era totalmente inutilizable.

De modo que la utilizó para entretenerse, a falta de nada más. Podía ver la calle al otro lado, pero no había mucho que ver en ella. El chalet se hallaba al extremo de una calle sin salida. No pasaba ningún coche que no tuviera nada que hacer allí. En más de dos horas de observación hubo menos de media docena de vehículos…, una camioneta de la compañía telefónica, el cartero con su pequeño scooter, una moto que se detuvo al otro lado sólo el tiempo suficiente para que una chica apareciera de un portal y se montara detrás. Rachel contempló casi con envidia cómo se alejaban. No había montado en moto desde que Stephen era pequeño y ella acababa de divorciarse y había empezado a salir en serio por primera vez con un ejecutivo de publicidad que pasaba los fines de semana haciendo moto-cross. No era un mal hombre, reflexionó. Lo había dejado cuando su abogado le indicó que si seguía yendo en moto podía perder fácilmente la custodia del niño si el juez consideraba que era un poco descuidada con la seguridad de Stephen. Aquél fue el primer hombre al que dejó. Luego hubo otros, incluidos algunos que realmente habían parecido prometedores durante un tiempo…, dos que eran apuestos, uno inteligente, uno amable y considerado. Por desgracia, ninguno de ellos había reunido dos de las cualidades que ella más apreciaba, así que ninguno de ellos había durado demasiado tiempo.

Ahora parecía que nunca se presentaría la ocasión.

Era curioso, reflexionó, que si ahora iba a morir, su último amante había sido un muchacho asesino que apenas tenía la mitad de su edad. Hubiera podido ser al revés. Hubiera podido ser un gentil profesor universitario oriental con dos veces su edad, o casi. Y si eso hubiera ocurrido —si hubiera respondido al tímido interés que David Yanami había mostrado—, bien, entonces ella quizá no hubiera estado en la oficina de Frank Morford aquella mañana, y Lono no hubiera podido llevársela en aquella camioneta. De hecho, quizá ahora no gravitara sobre ella ninguna sentencia de muerte. Complacida con los nuevos temas en que pensar, dejó que su mente inventara permutaciones y consecuencias. Entonces, pensó, quizá le hubiera confiado a David que había reconocido realmente al terrorista al que llamaban Kanaloa. Tal vez entonces hubieran vuelto a la jefatura de policía para comunicarlo; quizás hubiera testificado ante el tribunal y lo hubiera visto juzgado y condenado.

Y nada de esto hubiera ocurrido…

Pero todo esto, pensó, había ocurrido, así que quizá todo estaba predestinado de este modo. No era un pensamiento aterrador. Casi la tranquilizó.

Lo que la aterrorizó fue cuando oyó otro coche entrar en la calle sin salida y miró por la ventana. Conducía un hombre joven, alguien desconocido para ella. A su lado iba una mujer, voluminosa, con un brillante pelo rubio, un sombrero de ala caída y una chillona blusa roja. Apenas podía ver al conductor y la pasajera, debido al ángulo. Pero luego, justo cuando el coche se detuvo delante del edificio, la pasajera alzó la vista, y no era una pasajera; aquellos ojos eran inconfundibles; la peluca y el relleno en los pechos no podían disimular el hecho de que Kanaloa en persona acababa de entrar de nuevo en su vida.

Cuando Lono acudió a buscarla, media hora más tarde, no hizo ninguna referencia a sus manos desatadas, a menos que otra de aquellas semisonrisas suyas fuera una referencia. Fue llevada escaleras abajo hasta la cocina.

—Siéntate —dijo Meg Barnhart, señalando una silla junto a la mesa, donde alguien le había dejado un plato de bocadillos y un vaso de leche. Lono se dirigió a la ventana y miró fuera, fumando pensativo un cigarrillo. Del joven que conducía el coche no había el menor rastro, pero su pasajero estaba allí. Ya no llevaba la peluca. Ni el traje de mujer. Sólo Kanaloa, en su propia personalidad.

Se puso en pie y avanzó hacia ella. Rachel dejó de comer cuando se detuvo a su lado, dominándola con su estatura…, para mirarla de pies a cabeza y adelantar luego una mano para tocar su rostro. No fue un gesto amable. No había ningún contexto sexual en él. Era como si uno de los compradores del mercado de pescado en Hilo metiera los dedos en las agallas de un atún, para asegurarse de que era lo bastante fresco para sus clientes sushi.

Se apartó de ella y la estudió pensativo unos instantes.

—¿Por qué no me identificaste? —preguntó de pronto, el órgano que era su voz resonando tan profundo y remoto como siempre.

La única respuesta que Rachel pudo ofrecer sinceramente fue:

—No lo sé.

Aquello pareció satisfacer a Kanaloa. Miró a Lono y asintió con la cabeza, como si diera su conformidad a algo previamente discutido, y dejó que Meg Barnhart se hiciera cargo del asunto.

—Rachel —dijo ésta amablemente—, en caso de que no salgas de ésta, debes saber que ninguno de nosotros siente ningún rencor hacia ti. —Hizo una pausa, casi como si deseara que ella le diera las gracias. Rachel se limitó a devolverle la mirada, masticando—. Preferiríamos no tener que matarte —aclaró la mujer.

Rachel pensó de nuevo que esperaban alguna respuesta de ella, pero todo lo que pudo hacer fue asentir.

—Déjame explicarte lo que estamos haciendo —dijo Meg Barnhart, con los educados y precisos tonos de cualquier bibliotecaria explicando por qué algunos libros podían ser cedidos en préstamo y otros no…, pero ésa era una forma errónea de pensar en ella, se advirtió Rachel. Delante suyo no tenía a una bibliotecaria llamada Meg Barnhart, que tejía alfombras para los turistas; tenía a una asesina llamada Pele—. Estamos intentando impedir un crimen contra la humanidad por parte de la élite fascista en el poder —dijo Pele.

Rachel bebió el resto de su leche para disimular lo que podría parecer como regocijo. Qué palabras más arcaicas y formales utilizaba aquella gente, pensó desprendidamente. Objetivamente. Sí, y aquella otra cualidad que había parecido dominar su comportamiento durante los últimos días, pasivamente.

Pero entonces, mientras la mujer seguía hablando, Rachel ya no pudo sentirse pasiva. El cambio hormigueó dolorosamente en todo su cuerpo, como una mano dormida volviendo a la vida.

—¿Una bomba-H? —susurró—. ¿Lista para hacer estallar todo el mundo?

—No, no —dijo Pele, impaciente como una bibliotecaria que tiene que volver a explicarlo todo de nuevo—, no hacerlo estallar, sólo congelarlo. Congelar una buena parte de él…, ¿no lo recuerdas? Tú misma viste la simulación por ordenador; le hablaste a Lono de ello.

—Pero eso no fue una bomba. Creí que se trataba de la simulación de la erupción de un volcán.

—La erupción de un volcán y la explosión de una bomba —retumbó Kanaloa con voz pausada—, y no era ninguna simulación.

—Así que eso es lo que intentamos impedir —dijo Pele—. ¿Comprendes lo que te estamos diciendo?

Débilmente:

—Oh, sí, creo que sí.

—¿Tienes alguna pregunta que hacer?

—No. Bueno, sí —se corrigió Rachel, pensando en todo aquello—. No han sabido nada de ese Proyecto Vulcano hasta ahora, ¿verdad? Pero fue en diciembre pasado cuando mataron a toda aquella gente en el avión.

Pele frunció severamente el ceño; la bibliotecaria había atrapado a un quinceañero con un libro debajo de la chaqueta.

—No comprendes nada, Rachel —dijo secamente—. La lucha contra los militaristas fascistas no empezó ayer. Se arrastra desde siempre. Esto es simplemente otra manifestación.

—Y una infernalmente grande —dijo con suavidad Kanaloa, pareciendo gozar con sus palabras—. Sigue con ello, Pele.

—Estoy aguardando —dijo ésta— a que Rachel responda a lo que acabo de decir.

Hubo un sonido procedente de Kanaloa. No fue exactamente un gruñido. Fue más bien como el ronroneo de un enorme felino predador. Lono se volvió de la ventana para mirar. Meg Barnhart alzó aprensivamente la vista.

—Estás perdiendo el tiempo —retumbó Kanaloa. Barnhart asintió casi apreciativamente, como si le diera las gracias por alguna sugerencia constructiva. El hombre volvió a situarse de pie al lado de Rachel—. Pequeña puta haole —dijo con voz agradable—, ¿quieres hacer un trato? En estos momentos eres una propiedad intercambiable. Hemos ofrecido negociar tu vida a cambio de algo que deseamos. —Rachel retrocedió ligeramente, pero él prosiguió—. Si aceptan nuestras demandas, te devolveremos a ellos…, es un trato justo, con beneficio para ambas partes. Pero —añadió, con su suave voz como un órgano—, si no aceptan lo que pedimos, entonces deberemos matarte. Tu muerte será también una especie de beneficio para nosotros. Demostrará que hablamos en serio, así que la próxima vez quizá no resulte tan difícil tratar con ellos.

Qué pedantes eran cuando decidían serlo, pensó Rachel mientras aguardaba a oír el «trato». Pero se limitó a asentir, animando al otro a que siguiera.

—Es una especie de activo por cobrar —explicó el hombre—. Tu muerte, quiero decir. Pero también puede ser un activo realizable para nosotros.

Hizo una pausa, expectante. Intentando hacer lo que al parecer se esperaba de ella, Rachel se aventuró a preguntar:

—¿Cómo puedo convertirme en eso?

—Uniéndote a nosotros —ronroneó Kanaloa.

Rachel miró a su alrededor para ver si estaban bromeando. No lo parecía.

—Ustedes matan a la gente —señaló.

—Por la causa de la justicia revoluc… —empezó Pele, pero Kanaloa la cortó en seco.

—Sí, lo hacemos —admitió.

Rachel agitó la cabeza.

—Yo no podría matar a nadie —dijo.

Desde la ventana, Lono dijo:

—¿Ni siquiera para salvar su propia vida? —Rachel se dio cuenta de que su voz temblaba. Evidentemente, aquello no resultaba fácil para él.

Dijo, como disculpándose pero con firmeza:

—No participaré en la muerte de nadie, no importa en qué circunstancias.

—¡Rachel! —exclamó el muchacho—. ¿Y su hijo? Está aquí, ¿sabe? Dijeron por la televisión que lo traían. ¿Quiere que él tenga que identificar su cuerpo en alguna cuneta?

—Cállate —dijo suavemente Kanaloa, estudiando el rostro de Rachel. Rachel casi le dio las gracias; la repentina puñalada del pensamiento de su hijo había superado todo a lo que estaba preparada. ¿Stephen, aquí? La imagen que Lono había sugerido pasó como fuego por su mente, pero agitó la cabeza.

Kanaloa volvió los ojos hacia el muchacho.

—¿Esto es lo que pensaste que podía ser nuestra Tania? —preguntó. Parecía haber crecido de tamaño, y Lono avanzó una mano hacia él, la palma por delante, como si quisiera protegerse. Pero todo lo que dijo, obstinadamente, fue:

—Lo que está haciendo el gobierno es algo terrible, señora Chindler. ¿No quiere ayudar a impedir que ocurra, cuando eso significa a la vez que podrá seguir viviendo?

—No deseo participar en ninguna cosa terrible —dijo ella tristemente, y añadió—. Y todos ustedes son terribles.

Aquél fue el final de la participación de Rachel en la conversación.

Los demás siguieron hablando como si ella ya no estuviera allí.

—Ku debería haber vuelto ya —dijo Pele, haciendo planes—. Es él quien deberá realizar la operación.

—No en esa cosa suya —dijo despectivamente Kanaloa—. No dispone del vehículo necesario. Tendremos que tomar tu Rambler. ¿Qué hay acerca del enlace por radio?

Rachel se estremeció, dándose cuenta de lo rápidamente que había sido decidido su futuro. Apenas oyó la siguiente parte:

—Lo mejor —dijo juiciosamente Pele— sería que nosotros tres subiéramos a la montaña y empezáramos.

—¿Y si ya está conectado a la bomba-H? —preguntó Lono. Su voz seguía siendo temblorosa, y evitaba mirar a Rachel.

—No creo que lo hayan hecho todavía, pero en cualquier caso… —Los ojos de Pele brillaron, pero agitó la cabeza—. No, al menos habremos volado su detonador. ¡Eso debería sentar bien en las noticias de la televisión! Podemos alertar a los media, hacer que vuelen cerca para tomar fotos…

—Hablas como una estúpida —observó suavemente Kanaloa—. No conocemos los códigos de los detonadores.

—¡Dijiste que podíamos averiguarlos por el método de tanteo!

—Puedo hacerlo. Pero no en cinco minutos. Puede tomar una hora o más, y si se lo decimos a la prensa, entonces los tendremos a ellos volando sobre nosotros también. ¿Y entonces qué, estúpida?

—¡Tenemos armas! ¡Podemos retenerles si vienen!

—Estúpida, estúpida —suspiró la voz como un órgano—. No. No podemos utilizar la cobertura de los media esta vez. Simplemente tendremos que hacerlo nosotros. Llama a Ku y asegúrate de que está en camino; será mejor que empecemos a movernos.

Mientras Pele se dirigía al teléfono, el hombre miró con aire divertido a Rachel.

—¿Sigues todo esto? —preguntó.

—¿Cómo saben ustedes tanto del asunto? —preguntó ella a su vez, osadamente.

Kanaloa se la quedó mirando, con un cierto aprecio en sus ojos.

—Hay un tipo ruso que el Kamehameha Korps rescató para los federales. Son uña y carne con la CIA, pero no todos ellos son soplones. Hay uno que aún sigue informándonos. ¿Has cambiado de opinión?

Ella agitó negativamente la cabeza, y Kanaloa apartó de su mente a la cautiva y sus estúpidas preguntas.

—¿Cuál es tu problema? —preguntó, mirando a Lono.

El muchacho dijo firmemente, aún sin mirar a Rachel:

—Estás llevando mal todo esto, Kanaloa.

—¿Oh? —El ronroneo fue más profundo y hosco.

—No funcionará —dijo firmemente Lono—. Si estamos arriba en la montaña durante una hora, alguien nos verá. Alguien de uno de los telescopios. Algún hombre de reparaciones o alguien que venga a comprobar los circuitos o algo así; hay gente subiendo y bajando constantemente por la carretera. Incluso turistas.

Sonó el teléfono. Kanaloa frunció el ceño y miró interrogativamente a Pele, que se limitó a encogerse de hombros para decir que el número al que acababa de llamar estaba comunicando, y que justo en aquel momento iba a intentarlo de nuevo.

Mientras cogía el auricular para responder, Kanaloa se volvió de nuevo a Lono.

—Podría ser así, sí —dijo, y pensó durante un momento—. De acuerdo. Conservaremos viva a la wahine y la llevaremos con nosotros a la montaña; puede servirnos si tenemos necesidad de algún billete de salida.

Lono agitó negativamente la cabeza.

—Sigue siendo un error —dijo, testarudo—. No a la luz del día. Deberíamos esperar al menos a que se hiciera de noche, y entonces…

No dijo qué «y entonces». Pele había colgado el teléfono con un golpe fuerte y seco.

—¿Qué ocurre? —preguntó Kanaloa.

—Era Hiña —dijo Pele—. Dice que han detenido a Ku y a Akea en una redada, y dice que hay coches yendo a su casa en estos momentos.

—Está perdida —dijo Kanaloa con voz definitiva.

—Estamos perdidos —dijo Pele—. Hiña me conoce, y conoce este lugar. Hablará.

—No más discusiones —ordenó Kanaloa, con voz suave y alegre—. Subiremos ahora a la montaña, y esta mujer…

Hizo una pausa, mirando pensativo a Rachel. Luego asintió con la cabeza.

—Nos la llevaremos —decidió.

No fue hasta después de que los cuatro estuvieron dentro de un coche, con Lono al volante, que Rachel se dio cuenta de lo cerca que había estado de ser dejada atrás en aquel chalet encima de Hilo, la última de las víctimas de los secuestradores asesinos.

Y, allá donde la carretera particular de los chalets entraba en las calles de la ciudad, había un pequeño Toyota aparcado junto a la acera. Kushi estaba sentada al volante, eterna e inamovible, observando.

El nombre de Meg Barnhart había surgido, inesperada pero terriblemente definitivo, de uno de los muchachos cuyo nombre le había dado el monje budista. La casa había parecido bastante inocente cuando se atrevió a echarle una ojeada desde el patio trasero de una casa vecina…, esperando que alguno de los propietarios saliera a preguntarle qué hacía allí, dispuesta a engatusarle con su flujo de verborrea. Pero entonces había visto el coche con la voluminosa rubia en su interior, y se necesitaba más que una peluca y un falso sujetador relleno para ocultar a Kanaloa a sus ojos.

Cuando vio el coche con Lono al volante, puso en marcha el Toyota y lo siguió. Condujo cuidadosa y confiadamente hacia Hilo, giró a la izquierda pasada la biblioteca, entró en Saddle Road. Unos kilómetros más allá, con el otro coche apenas a la vista muy por delante del suyo, vio que giraba a la derecha.

Era la carretera que conducía a la cima del Mauna Kea.

Kushi detuvo el coche junto a la acera y aguardó unos instantes. No fue hasta que vio el distante reflejo de un destello del sol en una ventanilla, cuando el coche de los secuestradores giró hacia una carretera de grava que ascendía por la ladera de la enorme montaña, que estuvo segura de saber dónde iban.

Desde aquel punto no había otra elección.

Condujo rápidamente hasta una cabina en la gasolinera justo al otro lado de la carretera de acceso, hizo una llamada, y luego inició la lenta y difícil ascensión de la montaña.

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