Terror

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La tercera víctima » Capítulo XV

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Capítulo XV

No sé cuánto tiempo tardé en encontrar la llave de la luz. Probablemente no fue más de dos minutos, pero me parecieron siglos.

El cuchillo estaba a mis pies. Lo recogí y lo miré y después lo volví a soltar. Podía haberme cortado el cuello, pero no me podía ayudar a abrir la puerta.

Tenía que encontrar otra cosa.

Hallé un mazo en la cámara de congelación y un largo afilador de acero. Empleé el afilador como palanca, introduciéndolo en la madera alrededor de la cerradura y golpeándolo con el mazo.

La madera era dura, pero saltaba en lascas. Continué trabajando frenéticamente hasta que todo se desprendió. Entonces escudriñé en el agujero.

Mientras tanto no dejaba de preguntarme si Ghopal me habría seguido, y si sabía dónde me esperaba Parvati.

De ser así, volvería allí.

Sólo podía rogar porque mantuviese la puerta cerrada hasta la llegada de Kroke. Puede que ya se hubiera presentado, pero la suerte de ella no podía depender de eso.

Cuando conseguí abrir la puerta, tomé el mazo conmigo. Ghopal tenía un cordón y también una pistola. Yo debía de saberlo; yo era el tonto que se la había devuelto. El mazo no me serviría de mucho, peto me sentía mejor llevándolo en la mano mientras corría.

Era ya anochecido y las calles estaban casi desiertas. No había mucha gente que me viera correr con un mazo en la mano. Ni tampoco que viera a Ghopal, si él había pasado por allí.

Doblé la esquina y vi la tienda un poco más adelante. El coche de Parvati seguía aparcado en la curva. Busqué con la mirada el Plymouth de Kroke, o un coche patrulla, pero ninguno estaba a la vista.

Corrí más aprisa, avancé por el sendero y traté de abrir la puerta. Estaba cerrada, y toqué el timbre.

Silencio.

Llamé otra vez.

—Abre —grité—. ¡De prisa!

En la escalera se oyeron débilmente unos pasos. El sonido de unos tacones altos. Entonces su rostro apareció en el cristal.

—Oh, Jay, ¡eres tú!

Abrió la puerta.

—¿Estás bien?

—Sí.

—¿Qué hay de Kroke? ¿No lo llamaste?

—Debe estar en camino. El señor Summers dijo que regresaría de Reed Center de un momento a otro. Le dije donde nos encontraría.

—Está bien. Estaba preocupado.

—Yo también estaba preocupada, Jay. ¿Qué ocurrió?

Miró el mazo. Lo solté sobre la mesa de la trastienda y le conté lo sucedido.

Parvati asintió y respiró hondo.

—Lo sé —dijo—. Lo presentía… sólo que no podía estar segura de que estuvieras a salvo.

—¿Qué quieres decir?

—Jay, sube. Tengo que enseñarte algo.

La seguí al piso, a la cocina. Incluso antes de verlo, adiviné que debía de encontrarse allí.

Y allí estaba sobre la mesa, desde donde me miraba. Era la estatua de Kali.

Me volví en redondo y sujeté a Parvati por los dos hombros.

—¿Dónde está él? —jadeé—. ¿Dónde se esconde? Os habíais puesto de acuerdo, ¿verdad?

—No, Jay, me haces daño…

Por un momento supe lo que debe sentir un asesino, un estrangulador. Miré mis manos y después la solté. Tomé a Kali y agité la asquerosa imagen.

—¿Estuvo aquí, verdad? —pregunté.

Ella asintió.

—Sí. Estuvo aquí. Pero ahora se ha marchado.

—¿Otra vez le dejaste marchar? Después de todo esto…

—Por favor, Jay. Ven conmigo.

Me condujo a la habitación que daba a la calle, y entonces comprendí lo que quería decir.

Ghopal Singh estaba allí, y se había marchado.

Sabía que estaba allí, porque lo podía ver en el canapé.

Y sabía que se había marchado, porque podía ver el agujero de la bala en el centro de la frente.

Los tres lo mirábamos fijamente. Los ojos de Parvati enormemente abiertos, los míos asombrados, y los ojos de Kali sin ver.

Ya no importaba cómo le mirásemos. Ghopal Singh estaba muerto.

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