Terror

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La segunda víctima » Capítulo VI

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Capítulo VI

Ghopal Singh resultó una sorpresa. Tendría más o menos mi edad y complexión, con los iguales ojos y pelo oscuros, y su piel tenía también el mismo color que la mía después de un verano al sol.

Si Ghopal fue una sorpresa para mí, Parvati fue un choque. Oh, era morena y delgada, con el pelo negro y los grandes ojos oscuros que yo me figuraba, pero iba peinada con un gran moño y se vestía con uno de esos trajes de noche dorados, de hombros descubiertos, y unos guantes largos, como esas modelos de «mírame no me toques» que se ven en Vogue, sólo que ella no era huesuda, ni sin formas, y no tenía aspecto de ser tan intocable. No es que hablase mucho, pues Ghopal llevaba la mayor parte de la conversación, pero tenía una forma especial de mirar a uno con aquellos grandes ojos oscuros que…

Por el momento traté de concentrarme en lo que estiba diciendo el profesor Cheyney. Nos había presentado. El profesor les estaba informando quién era yo y lo que Kroke deseaba.

—Estoy seguro que cooperarán ustedes respondiendo a sus preguntas —dijo. Después se volvió a Kroke—. Pero debo pedirle que sea usted lo más breve posible, si no le importa. Debemos salir para Reed Center enseguida si queremos llegar a tiempo.

—Por supuesto.

Kroke se volvió hacia los hermanos.

—El profesor Cheyney nos ha dicho que estaban ustedes aquí la otra noche, cuando estaba la señorita Edwards.

—Efectivamente, sargento. —Ghopal no tenía acento, peto me di cuenta de que su inglés era demasiado perfecto, y no el que se emplea en la conversación.

—¿Alguno de ustedes había visto a la señorita Edwards con anterioridad?

—No, que yo sepa.

—Yo sí —dijo Parvati con voz suave—. El año pasado por Navidad, entré en su tienda para comprar un regalo para la dueña de la casa donde vivimos. Pero ella no me recordó la otra noche.

—Ya. —Kroke no parecía muy interesado en las preguntas ni en las respuestas—. ¿Conoce alguno de ustedes a Stuart Athelny?

—¿El hombre de cuyo museo robaron a Kali? —preguntó Ghopal. Al asentir Kroke, él continuó—: No, pero Parvati y yo habíamos visitado su colección.

—¿Cuándo fue eso?

—Oh, hace muchos meses. A principios de primavera. Y allí vimos a Kali.

—¿La reconocieron ustedes?

—Por supuesto. La vi cuando era un niño, en palacio. Eso es cierto, ¿verdad, Parvati?

—Sí. Estaba en la alcoba, junto a la sala de los banquetes.

Kroke volvió a tomar uno de sus finos cigarrillos.

—¿Se criaron ustedes en un palacio?

—En el palacio de nuestro primo, el Nizam.

—El Nizam… ¿qué clase de hombre es?

Ghopal miró a Parvati pero no dijo nada.

—Quiero decir si está… bien, civilizado.

—El Nizam es un caballero muy culto —dijo Ghopal despacio—. Se educó en este país, creo que en la universidad de Wisconsin.

—¡No me diga! —Kroke pareció sorprendido—. Y supongo que en su palacio tendrá todas las comodidades modernas.

—Sí. El Nizam también pilota su propio avión —añadió Parvati—. Es como usted dice, moderno y está completamente civilizado.

—Y a pesar de eso poseía a Kali.

—En efecto. En su palacio hay estatuas de todos los dioses y diosas. Es su deber rendirles culto. En privado, por supuesto, él tiene otras creencias.

—Es curioso —dijo Kroke con el ceño fruncido—. Usted dice que solían ver esta estatua en el palacio, cuando eran niños. Pero el señor Athelny dice que la compró a unos nativos, que la tomaron de las ruinas del templo de Khaligut.

—¡Athelny miente! —dijo Ghopal en tono fuerte—. ¡Fue robada!

—¿Es cierto eso? ¿Tiene alguna idea de quién lo hizo?

—El mismo Nizam la robo —declaró Ghopal.

—Pero él era ya su dueño, ¿no?

—Nadie es dueño de los dioses. Es obligación del Nizam rendir culto y proteger las sagradas imágenes, pero él se burla de la religión de su gente. Ha vuelto la espalda al camino de la justicia y al sendero de la verdad. Cuando yo era un niño recuerdo haber visto a sus agentes ir a la raj británica y ofrecer los fabulosos tesoros de los templos a aquellos que pagasen en oro. Siempre se decía que habían sido robados, pero yo sé la verdad. Los agentes actuaban para el Nizam, y la gente no lo sabía, pues él se lamentaba con piadoso horror ante cada nueva pérdida. Después, durante la guerra, cuando llegaron los americanos, continuó con sus manejos. Robaba las estatuas, arrendaba las tierras, forzaba las sudras de labor y se embolsaba los beneficios. Sus manos apestan de corrupción y de sangre. Ha traicionado a los dioses y éstos, inmisericordes, le castigarán.

El profesor Cheyney palmeó el hombro de Ghopal.

—Estas palabra son muy fuertes, hijo —comentó—. Pero estoy seguro que al sargento Kroke no le interesan tus ideas políticas…

—¿Palabras? —Ghopal casi temblaba—. Cuando yo regrese a Chandra se convertirán en hechos. Los días de mi primo en el trono están contados, y…

—En realidad, debemos marcharnos ya —dijo Cheyney—. Lo siento, sargento. Podemos continuar esta discusión mañana si tiene usted más preguntas que hacer.

—Creo que eso es todo —respondió Kroke—. Al menos que alguno de ustedes tenga otra información.

—Lo siento —dijo Parvati. Me miró—. Era su tía una mujer tan agradable.

—Gracias —dije.

—¿Listos? —Cheyney estaba junto a la puerta—. Póngase en contacto conmigo, sargento, si cree que puedo ayudarle.

—Por supuesto. Y gracias.

Kroke y yo los seguimos a través del vestíbulo, bajamos los escalones del porche, y Cheyney echó la llave a la puerta.

Ghopal se instaló detrás del volante de un gran Lincoln negro, y su hermana y Cheyney se reunieron con él.

El sargento y yo los estuvimos mirando mientras se alejaban.

—Algo es algo —comenté.

—Sí. —Kroke dio a su viejo Plymouth una mirada de asco—. Bien, ¿qué me dices de todo esto?

—Que ahora parece como si existiese un motivo justificado para robar la estatua —repuse—. Cualquiera que supiera que el Nizam la deseaba podía imaginar que valía mucho más que una recompensa de mil dólares.

—Bueno, los tres lo sabían. ¿Cuál es tu candidato?

—Ghopal odia al Nizam. Pudo robarla, pero no creo que lo hiciera. Tampoco creo que su hermana sea capaz de estrangular a nadie.

—Te sorprenderías —me dijo Kroke—. El trabajo de un experto requiere nervio, no fuerza. ¿Y qué me dices del profesor?

—Habla demasiado. Pero Tracy confiaba en él. —Entramos en el Plymouth y nos alejamos—. ¿Qué cree usted? —pregunté.

—No lo sé todavía. Es necesario hacer algunas comprobaciones más.

—¿Va usted a ver al Nizam? Me parece que es muy importante. Debe haber traído gente con él, criados y demás. Puede que uno de ellos sea un thug.

—Ya no quedan thugs. Pero no te preocupes, iremos a visitar al Nizam y a su comitiva, tan pronto como podamos.

Kroke me dejó en la esquina cerca de la tienda. Compré un periódico, entré y me puse a leer lo que decía de mí y de mi liberación. Se había publicado la coartada que Ann me proporcionaba, pero sin hacer muchos comentarios. Me alegré de esto, pero no tanto por el motivo, ya que en cambio se extendían en el relato del estrangulamiento. Un reportero había ido también a la biblioteca pública, y junto a los hechos acaecidos había también un comentario sobre los thugs, y los phansigars. También habían entrevistado a Athelny en Reed Center, y asociaban los dos asesinatos. En la segunda página publicaban su relato y una fotografía da la estatua.

En la página tercera habla aún otra historia: la referente a la recepción que Athelny daba al Nizam de Chandra. Algo muy importante, ya que hasta el gobernador estaba invitado y toda persona sobresaliente parecía que iba a asistir.

Bien, ¿y por qué no? Yo no era nadie en particular y no tenía invitación, pero deseaba ir. Merecía la pena intentarlo.

Me afeité de nuevo, me vestí de azul y salí a buscar el automóvil. Eran más de las seis y tenía cuarenta minutos de viaje por delante, pero lo hice en treinta.

El Park Elms es el mayor hotel de Reed Center. Me acerqué a la mesa del recepcionista y le pregunté dónde se celebraba la reunión.

—En el piso noveno. Sólo con invitación.

—Gracias. —Y me alejé.

—No empieza hasta las nueve, ya sabe. La cena del Nizam acaba de empezar.

—Oh, sí. ¿Dónde es eso?

—Planta novena. Tiene ocupado lodo el piso. —El empleado me miraba fijamente ahora—. ¿Es usted reportero?

—No.

—Bien, recuerde que no se admite a nadie sin la invitación.

—Por supuesto.

Me di la vuelta y me alejé para volver a entrar por una puerta lateral. Apreté el botón del ascensor. Empezamos a subir.

—¿Qué piso, por favor? —dijo el operador.

—Nueve.

—Lo siento, señor. Tengo que ver su invitación.

—¿Invitación para qué?

—La planta novena está reservada exclusivamente para el Nizam de Chandra.

—¿Desde cuándo? —pregunté—. ¿No está Charley Thompson en su antigua habitación?

—¿Quién, señor?

—Charley Thompson. Viaja para Allis-Chalmers como representante de aperos de labranza, y viene por aquí una vez al mes siempre por estos días. Su habitación es la 909.

—Será mejor que lo compruebe en la recepción.

El ascensor volvió a descender y me encontré de nuevo en el vestíbulo.

Entonces me encaminé a otro elevador.

—¿Piso, por favor?

—Diez.

Aparentemente podía dirigirme allí. Salí y esperé que se cerrase la puerta del ascensor; entonces caminé hasta encontrar la señal de salida y las escaleras. Bajé los escalones de dos en dos y empujé con fuerza la puerta que conducía a la planta novena.

Alguien empujó por el otro lado. Yo volví a empujar.

Se abrió la puerta de golpe y casi salí despedido.

—Perdón, señor.

No había duda, el gran hombre barbudo era un hindú. Tenía la piel marrón oscuro y llevaba un turbante carmesí y unos pendientes.

—¿Tiene usted la invitación?

Olía a perfume, y su voz era suave. Le dirigí una amplia sonrisa.

—Bueno, en realidad no la tengo. Pero creo que el Nizam desea verme.

—Su excelencia está a la mesa. ¿Su nombre?

—Jay Thomas.

—Le hablaré más tarde, sar. Quizá se pueda arreglar una cita.

—Pero yo deseo verlo ahora. Es importante.

—¿Es usted periodista?

Era la segunda vez que aquella noche me confundían con un reportero. Tendría que deshacerme de mis gafas de gruesa montura; nadie parecía llevarlas, a excepción de los reporteros.

—No. Pero vengo a hablar de Kali, de la estatua.

—Se lo diré más tarde.

Traté de escabullirme por su lado y tuve una rápida visión del vestíbulo que había más allá. Los invitados iban llegando en un ascensor, y dos ayudantes más comprobaban sus invitaciones. Una gran cantidad de caprichosos atuendos, y un traje verde y la gloria dorada de su pelo…

—¡Ann! —grité—. ¡Ann!

Ella no me oyó y ni me vio. Me encontraba otra vez en las escaleras, con el enorme hindú justo a mis espaldas.

Su voz seguía siendo suave, y todavía me llegaba el olor de su perfume, pero ya no lo encontraba tan amable. Y tenía motivos.

—Vamos —dijo—. Váyase rápido.

Eché otra mirada al «motivo» y me marché. El motivo era de un pie de largo, curvo y afilado, y se dirigía justo a mis costillas. Como dudase un momento, se movió.

Bajé los escalones de tres en tres.

—¡Buenas noches, sar! —gritó el hindú detrás de mí.

—Sí —murmuré. Estaba mirando la solapa izquierda de mi chaqueta. El cuchillo había abierto un gran desgarrón. Puede que el enorme hindú no tuviera nada que ver con la muerte de Tracy, pero había descubierto una cosa.

El Nizam había traído consigo a sus asesinos.

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