Terror

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La segunda víctima » Capítulo VIII

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Capítulo VIII

—Tanto gusto —dijo el Nizam—. Es usted un joven al que tenía muchas ganas de conocer. —Sonrió—. De hecho, cuando Ann mencionó que le conocía, insistí en que le invitase. ¿Puedo ofrecerle un combinado?

Le estreché la mano, asentí sonriendo y traté de evitar devanarme los sesos. Golpeándome en la mandíbula no hubiera conseguido mejor efecto.

Todo ahora estaba confuso. ¡Quería conocerme, dijo! ¡Y se dirigía a Ann llamándola por su nombre! ¡Y por encima de todo eso, no tenía el aspecto de un Nizam!

Oh, he visto fotografías de los jefes pakistaníes, y no es que esperase encontrar un viejo hindú con un turbante dorado y un batín, pero este hombre bajo y calvo con aspecto de hombre de negocios no tenía nada de oriental, nada de un potentado del Este. Mientras más lo miraba, más lo escuchaba, más extraño me sentía. No parecía ser oriundo de la India, yo hubiera dicho que procedía de Miami Beach.

Después de beber y charlar sobre temas que apenas recuerdo, fuimos a comer. Ann tenía una mujer en la cocina que se ocupó del servicio. Durante la cena obtuve respuesta a una de mis preguntas.

Ella y el Nizam empezaron a hablar de Francia, y salió a relucir que se habían conocido en Cannes, dos veranos antes. Entonces, todavía estaba casada con Henry Colton, y éste había entrado en contacto con el Nizam por cuestiones de negocios. Sobreentendí que habían pasado mucho tiempo juntos, y algo de la presente cordialidad del Nizam me hizo sospechar que ellos dos habían estado juntos mucho más, incluso sin Henry. Particularmente sin Henry.

Esto me puso sobre ascuas.

Ann debió notarlo.

—¿Qué sucede, Jay? —dijo cuando servían la carne—. Pareces cansado.

—Es que no lo entiendo —dije.

—¿De qué se trata?

—El Nizam ha dicho que deseaba conocerme. Anoche intenté acercarme a él y casi me matan por ello.

—¿De verdad? —El Nizam se echó hacia delante—. No comprendo.

Le conté mi visita al hotel y lo del gran hindú con su cuchillo. Frunció el ceño.

—Ranji Dass —murmuró—. Es tan impulsivo. Debo amonestarle. —Relajó los músculos faciales y el ceño se convirtió en una sonrisa—. Permítame presentarle mis excusas por el celo de mis criados, señor Thomas. Se sienten inclinados a llevar hasta el extremo su natural lealtad. He intentado inculcarles la necesidad de refrenarse, particularmente cuando viajamos al extranjero.

—Está bien —dije—. Lo comprendo. Pero resulta divertido, el que ambos deseásemos conocernos.

—Sí. —El Nizam volvió a fruncir el ceño—. Y me siento realmente extrañado de que Ranji Dass no me dijese nada de su visita y no me diera su nombre. Aunque entonces no habría sabido de quién se trataba, pues fue durante la cena cuando el señor Athelny discutió lo de los asesinatos, y entonces comprendí que debía hablar con usted.

—Por lo mismo quería verle —dije—. Y también lo desea el sargento Kroke.

—Voy a tener mañana una entrevista con la policía —me dijo el Nizam—. Aunque comprendo que sea necesario, si acepté fue sólo con la condición de que no se produjese ninguna publicidad.

—Puede usted confiar en Kroke —afirmé—. ¿Verdad, Ann?

—Por supuesto, Jay. Me pregunto si serías tan amable de contar al Nizam lo que ha ocurrido. Esto naturalmente, si no te molesta.

—Al contrario, lo haré con gusto.

Mientras terminábamos la carne y tomábamos el café le conté la historia. No me cupo ninguna duda de que estaba interesado, particularmente cuando le mencioné haber visto el ídolo. Me hizo describirlo con detalle.

—Es cierto —aprobó—. Es la Kali de Khaligut.

—Iba a preguntárselo —dije—. ¿No cree que todo este asunto puede estar relacionado con el Thuggee?

Athelny había cambiado de color cuando sintió miedo. El Nizam apenas si tenía fuerzas para sujetar la boquilla. Su mano temblaba de tal forma que el gran topacio de su anillo lanzaba destellos ante mis ojos.

—Thuggee. ¿Quién le ha enseñado esa palabra?

Entonces, le hablé sobre el sargento Kroke y Athelny y el resto de la historia.

—¿Qué me dice de todos sus criados? —pregunté—. ¿Está usted seguro que ninguno de ellos es thug?

El Nizam retiró su silla de la mesa.

—¿Café? —preguntó Ann.

Él ni siquiera la miró. Se levantó y caminó hacia la ventana.

—No hay thugs —dijo—. El culto a Kali ha desaparecido.

—También el vigilante y Tracy han desaparecido. —Me acerqué a él—. Mire, esto no es la India. Dos personas han muerto. Una de ellas era mi tía. Quiero descubrir quién la mató, y lo mismo la policía. Le vuelvo a preguntar: ¿está usted seguro de que ninguno de sus criados es thug?

Se volvió y me miró fijamente. Era bajito, regordete, calvo, y en su persona no había nada de impresionante. Nuestros ojos se encontraron durante un momento y tuve la impresión de estar mirando una cobra.

—No estoy acostumbrado a que se me hable de esta manera, señor Thomas —dijo. El tono de su voz era tranquilo, pero tampoco las serpientes silban muy fuerte.

De repente cambiaron sus ojos y su voz, y volvió a ser un hombre asustado.

—Lo siento. Es sólo que lo que usted dice me afecta grandemente. Grandemente.

Regresamos junto a la mesa donde Ann estaba sirviendo el café como si nada hubiera sucedido. Nos sentamos, como dos hombres civilizados que discuten un culto al asesinato.

—No, señor Thomas, le aseguro que nadie de mi gente es phansigar. Se les ha seleccionado cuidadosamente por su lealtad y su discreción.

—¿Qué hay de ese hombre del que antes me has estado hablando? —preguntó Ann inocentemente—. El que trató de matarte en Nueva York.

El topacio volvió a hacer guiños y la mano que sujetaba el café empezó a temblar.

—Él fue una excepción —dijo brevemente—. No era más que un patham y un mosler. Trató de disparar sobre mí. Pero no era un thug, sino simplemente un rebelde. Los thugs no emplean ningún arma o, mejor dicho, no empleaban ningún arma, a excepción del cordón del estrangulador. El derramamiento de sangre estaba prohibido, como también lo estaba la matanza de un sudra, un fakir o una mujer. A propósito, señor Thomas, esto demuestra que no había ningún thug complicado en la muerte de su tía.

—¿Qué motivos tenía ese hombre para disparar sobre usted?

El Nizam se encogió de hombros.

—Desgraciadamente, eso nunca se sabrá. Mis otros criados lo pusieron bajo su custodia para entregarlo a las autoridades. Fue en mi departamento del hotel, y cuando se dirigían a la puerta intentó escapar por la escalera de incendios saltando por la ventana. Calculó mal su salto apresurado y cayó a la callé. Mi suite estaba en el piso veinticinco.

—¡Qué horrible! —dijo Ann haciendo un gesto—. ¿No podríamos cambiar ya de tema?

—Primero me gustaría hacerle una pregunta más —dije—. Es acerca de esa estatua de Kali. Dice usted que proviene del templo de Khaligut. ¿Qué clase de lugar es?

—Ahora no son más que ruinas. Pero fue un templo muy importante en otros tiempos.

Mientras hablaba el Nizam, tenía la mirada perdida en el aire y yo me pregunté qué estaría viendo.

—El templo de Khaligut, donde Kali se sentaba sobre el altar, era el santuario secreto de todo el que se inclinaba ante la Madre Oscura del Crimen. Desierto, aparentemente en ruinas, con nada visible en la superficie salvo las estatuas de Ganesha y Hanuman, la verdadera vida del templo estaba en las criptas subterráneas. Allí, en Kali-Puja, la noche más oscura de noviembre, los adoradores se reunían para el sacrificio de las tres cabras. Allí se hacía recuento de los asesinatos delante de la diosa, y se planeaba la próxima redada. Oh, puede que le parezca a usted una leyenda sin fundamento, señor Thomas, pero para mí y mucha gente tiene un significado realista. Chowander, el primer Nizam bajo la raj británica, y mi bisabuelo, fueron asesinados por un thug.

—¿Por qué?

—Porque se atrevieron a invadir las bóvedas ocultas del templo y a cambiar el sitio de Kali por otro en palacio. Mi antepasado trató de ayudar a los ingleses en el exterminio de los phansigars y éstos lo sentenciaron a muerte. Entonces la estatua de Kali volvió al templo. Mi abuelo la volvió a llevar a palacio, y allí siguió hasta hace pocos años, cuando unos ladrones la robaron y se la vendieron a ese Athelny.

—¿Sabía el señor Athelny que era un objeto robado?

—No se lo puedo decir. Él me aseguró anoche, que no lo sabía, y que si recuperaba a Kali me la devolvería. Estoy seguro que no dijo la verdad.

—¿Usted cree?

Ann abrió la boca para decir algo, pero la volvió a cerrar. Los ojos del Nizam relampaguearon.

—Es la segunda vez en esta noche que parece usted dudar de mis palabras, señor Thomas. ¿Puedo preguntarle el significado de su pregunta?

—Su primo Ghopal cuenta una historia diferente. Anoche cuando fue a buscar al profesor Cheyney antes de ir a su casa, dijo que fue usted mismo quien vendió la estatua a Athelny y que después hizo correr la voz, por todo el reino, de que había sido robada del palacio.

El Nizam asintió.

—Temo que mi primo Ghopal no me tiene simpatía. Es un joven celoso, pero también está mal informado. Permítame asegurarle que yo nunca vendería a Kali. Los ídolos son un símbolo de soberanía en mi país. Sin ellos, se supone que un gobernante no tiene autoridad, que está abandonado de los dioses. Por eso es tan importante que recupere a Kali y la devuelva a palacio. Es un símbolo político. Si cae en manos enemigas, la pueden emplear contra mí.

—Una pregunta más —insistí—. Si usted muere, ¿quién es su sucesor?

—¿Quién tomará mi puesto como Nizam? Ghopal, por supuesto. Algún día él tendrá el mando.

—Pues tuve la impresión de que él se está impacientando —dije.

Mm puso su mano en mi brazo.

—Jay, ¿no querrás decir que Ghopal es responsable de…?

—Todavía no quiero decir nada. Sólo estoy intentando reunir las piezas.

La mujer entró.

—¿Desea algo más, señora Colton? —preguntó.

—No, María. Sé que está usted ansiosa por marcharse. Puede irse y vuelva por la mañana para hacer la limpieza.

—Gracias, señora Colton.

Se marchó. Ann suspiró y dijo:

—Incluso es difícil encontrar asistentas por horas en estos días. No tienen idea.

—Debías venir a Chandra —propuso el Nizam—. En palacio tengo más de cincuenta criados y hay otro equipo completo en Cannes, si recuerdas…

—Lo recuerdo —Ann sonrió—. ¿Tienes todavía el yate?

—Claro. Me gustaría persuadirte para hacer un crucero este invierno. Tengo planeado hacerlo por el Mediterráneo, después de cruzar el Canal y continuar viajando lentamente hacia el Sur.

—Me gustaría, pero me es imposible. —Ann se levantó—. ¿Pasamos a la otra habitación? Llevad vuestras tazas de café; tomaremos un poco de coñac.

Tomamos el coñac en la habitación del bar. Nos sentamos frente a la ventana mirando la oscuridad exterior. Muy cerca de allí el agua se movía lamiendo la playa del lago. Podía oírse el tranquilo murmullo de las olas, y el lejano sonido de los pájaros en el bosque. Los ruidos eran familiares, y los había escuchado miles de veces antes, pero abora no me gustaban.

Todo estaba oscuro y distorsionado. Una mujer muerta con la lengua hinchada, una estatua sangrienta, un príncipe indio, asesinos… ¿Qué tenía que ver todo esto con mi vida? Hasta el lunes, la mujer muerta había sido mi tía Tracy. La estatua, sólo una curiosidad grotesca. El Nizam un hombre de otro mundo. Y los asesinos personajes de novela.

Ahora eran realidades. Y las antiguas realidades se tornaban de repente amenazadoras, decepcionantes. La noche ya no era una amiga; era el manto del asesino. Nada era lo que parecía ser.

El Nizam no ayudaba a mejorarlo.

—Se diría que compartimos un mismo problema. Usted busca a los asesinos de su tía. Yo busco al que puede matarme. La estatua de Kali es el eslabón. —Levantó su copa de coñac cuando Ann se le acercó para volver a llenarla—. Dígame, ¿qué sabe usted de este hombre Cheyney?

—Pues no mucho, en realidad. Sólo he estado con él una vez, ayer. Era un buen amigo de mi tía. Y es buen amigo de Ghopal y Parvati.

—Por eso se lo pregunto. Desea una donación para su colegio. Pero me pregunto si es eso todo lo que busca.

—Él también vio la estatua.

—Lo sé. Me lo dijo anoche. Me dijo más de lo que cree. Su amigo el profesor Cheyney estuvo en nuestro país hace algunos años. Aprendió un poco, entonces.

—Yo no sabía que hubiera visitado la India —dije—. Claro que Athelny pasó unos años allí, ¿verdad?

—Sí. —Miré a través de la ventana mientras el Nizam hablaba. Miré y traté de escuchar algo por encima del sonido de su voz—. Ya ve usted, mi joven amigo, que no es todo tan simple como parece ser a simple vista. Ghopal y Parvati pueden tener un motivo para eliminarme. Pero también lo tiene el señor Athelny. Un nuevo gobernante en Chandra podría muy bien ser amigo del señor Athelny, lo suficientemente amigo para permitirle industrializar el país y explotarlo. Una vez me hizo una oferta que rehusé… y no creo que lo haya olvidado, ni que haya abandonado por completo sus ambiciones.

Asentí, mirando todavía a través de la ventana. ¿Qué era lo que yo pretendía ver?

—Pero ahora, el profesor Cheyney, ¿dónde encaja en el rompecabezas? ¿Qué puede querer?

—Creo que estás exagerando las cosas —interrumpió Ann—. Claro que toda esta conversación sobre matanzas y asesinatos incitan a divagar así y no te culpo por ello, pero no hay ninguna razón para pensar que toda persona que encuentras está deseando matarte. Estoy inclinada a creer que los periódicos tienen razón. Esos asesinatos no fueron el trabajo de una misma persona… —Se interrumpió—. Jay, ¿dónde vas?

—Se está haciendo tarde —dije—. Estoy terriblemente cansado. Si me disculpan, me gustaría volver a casa.

El Nizam se levantó.

—Lo siento —murmuró—. He tenido muy poco tacto obligándole a discutir estas cosas horribles. Por favor, perdóneme.

—Oh, no es eso. Estoy realmente cansado. —Sonreí y levanté una mano—. Espero verle otra vez.

—Estaré en el hotel hasta el lunes —dijo el Nizam—. Por favor considérese en libertad de visitarme. Le aseguro que la próxima vez tendrá usted una acogida más cordial.

—Gracias —repuse y me volví hacia Ann—. Y gracias por la cena y por todo. —Dudé—. ¿Puedo llamarte mañana?

—Hazlo, por favor. Déjame acompañarte a la puerta.

Cruzamos juntos el cuarto de estar.

—Jay —me dijo en voz baja—, ¿estás seguro de que te encuentras bien? Tienes un aspecto tan raro.

—Claro que me encuentro bien —le afirmé—. Y gracias por presentarme al Nizam.

—¿Has obtenido algo que pueda ayudarte?

—Quizás. —Hice una pausa—. ¿Es esa la única razón por la que lo invitaste?

Ella respiró hondo. Levantó una mano y por un momento creí que iba a golpearme en la cara. Después la dejó caer y volvió la cabeza hacia mí.

—No tienes derecho a preguntármelo —murmuró.

—Supongo que no —le apreté una mano—. Buenas noches, Ann. —Y salí.

Salí y eché a andar por el sendero de piedra, con la cabeza vuelta por encima de mi hombro hasta que vi la silueta de Ann que regresaba a la otra habitación.

Entonces abandoné el sendero y empecé a rodear los árboles a mi derecha, volviendo junto a la casa después de dar un rodeo. Daba mi espalda al lago y me encontraba ahora frente a las ventanas de la habitación donde habíamos estado sentados.

La oscuridad me protegía. Podía ver el interior, pero nadie podía ver el exterior. El Nizam estaba de pie junto al bar y Ann servía más coñac. Sus labios se movían.

No hice nada por escuchar, y tampoco estaba allí para espiarlos a ninguno de los dos. Estaba buscando a alguien de pie por la parte exterior de la ventana, una imagen que casi estuve seguro de haber visto cuando el Nizam me hablaba.

Bien, me había confundido. No había visto ni oído a nadie ni nada. Eran sólo los nervios. Aquella conversación sobre crímenes me había impresionado. Puede que realmente estuviese demasiado cansado y necesitase un buen descanso.

Rodeé la casa cuidadosamente, aproximándome al sendero por el otro lado.

Entonces la sombra me encontró.

Estuvo a punto de alcanzarme el cuello, pero me volví justo a tiempo. La sombra jadeó y se tambaleó agitando con fuerza algo que brilló débilmente en medio de la oscuridad.

Reconocí la silueta de una pistola cuando la culata se elevaba para golpearme. Me lancé al corazón de la sombra justo en el momento en que caía la pistola, y pude percibir el pequeño silbido de su descenso al pasar junto a mi oreja.

Ahora también oí unas palpitaciones, y me llegó el olor acre del sudor, el rancio perfume del miedo.

La sombra me volvió a atacar y di un paso atrás. Al girar golpeé con todas mis fuerzas y noté que había acertado.

No soy un boxeador, sólo fue un golpe afortunado. De la garganta de la sombra brotó un gruñido y la pistola se deslizó al suelo.

Sujeté la sombra al caer y me pareció sólida. Lo sacudí por los hombros.

—Vamos —susurré—. Apartémonos de aquí. ¡Vamos!

Una cabeza se inclinó al levantar el cuerpo inerte. Me embolsillé la pistola y arrastré la sombra por el césped hasta el Caddy. La empujé al asiento delantero junto a mí y arranqué.

Todo aquello había sucedido en cosa de dos minutos. Pasó otro minuto antes de que se dijese nada.

La sombra se atragantó y jadeó.

Me dirigí a un camino lateral cerca de Point y detuve el auto. Llevaba la pistola en la mano cuando me volví hacia él para que pudiera verla.

—Está bien —dije—. ¿Qué historia es ésta, Ghopal?

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