Terror

Terror


Capitulo 25

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25

Cuando Nancy Chee llamó a la puerta del lanai para advertir a David de que se preparaba una invasión, David se puso furioso.

—¿Periodistas de la televisión? ¿Gente de la prensa? —bufó—. ¿Quién le dio a esa gente nuestra dirección? ¡No quiero que molesten a Stephen!

Ni ella tampoco, explicó Nancy Chee; la policía no había dicho nada a la prensa acerca de Stephen. Probablemente había sido algún empleado de las líneas aéreas, o quizás alguno de sus compañeros de vuelo…, Chindler no era un nombre muy común, y nadie le había dicho al muchacho que mantuviera en secreto su identidad.

—Ninguno de nosotros desea que molesten al chico —dijo enérgicamente, incluyendo a Stephen en el «nosotros», aunque nadie le había preguntado nada al muchacho.

Tal vez Stephen les hubiera sorprendido. Ya lo había hecho simplemente al no derramar ninguna lágrima y, por todo lo que podían decir, mostrar hasta entonces un completo aplomo respecto a la situación. Cuando fue llevado a casa de David mencionó que, si no había nada apremiante, no le importaría adquirir un poco del bronceado típico hawaiano; así que se había cambiado a unos tejanos cortos de deshilachados bordes y se había tumbado al sol en el patio trasero de David. Cuando se le hablaba, respondía atento y educado. Cuando no se le decía nada, permanecía tendido con los ojos cerrados, como cualquier turista de Waikiki.

A David le preocupaba que el muchacho pareciera tan tranquilo. No dejó de dar vueltas a su alrededor, pensando en qué cosas podía ofrecerle. Stephen había declinado jugar al ajedrez, no mostraba deseos de ver la televisión, lo único que pedía era que fuese avisado tan pronto como David o Nancy Chee supieran algo. David inventó de mala gana excusas para traerle coca colas o bolsas de patatas chips aromatizadas de las más diversas maneras, extraídas del almacén particular de Kushi; cada vez, Stephen le había dado educadamente las gracias y había vuelto a su bronceado.

Pero ahora tendría que interrumpir sus baños de sol. No podían seguir en la casa, David estaba seguro de ello; pero, ¿dónde podían ir?

Fue idea de Nancy llevarle al parque Volcano. Los ojos del muchacho brillaron.

—Mamá dijo que era estupendo —declaró, y sacó de su bolsa una camiseta de Madonna y se la puso para el viaje.

Así que condujeron por el sendero que ascendía por el gran cráter, en sentido contrario a las manecillas del reloj, desde el hotel donde (nadie lo mencionó) Lono había robado el coche con el que él y Rachel escaparon. Conducía Nancy Chee. David se inclinaba hacia delante en el atestado asiento de atrás para ofrecer sus comentarios, salió con Stephen para contemplar el balcón panorámico desde donde el enorme cráter se extendía ante ellos. El muchacho tomó fotos con una pequeña cámara, escuchó fascinado lo que decía David, y sólo hizo preguntas que David se sintió feliz de contestar. Por ejemplo, no preguntó nada acerca del Tubo de Lava Thurston cuando pasaron sin detenerse junto a los carteles que lo anunciaban. Quizá no los vio. O quizá sabía por qué no se detenían.

Hicieron un alto en el punto que dominaba la cima de la caldera del Kilauea, llamada Halemaumau. David y el muchacho dejaron a Nancy en el coche, con la radio; y cuando David pronunció el nombre de la caldera, observó que el muchacho se envaraba.

—No es el MauMau de los africanos —dijo rápidamente David—. Es sólo un viejo nombre hawaiano que suena igual.

El muchacho asintió, pensativo, tomando fotos del constante vapor volcánico. Tosió cuando le llegó una vaharada sulfurosa y alzó la vista hacia David.

—¿Es aquí donde llevaron a mi madre? —preguntó.

—No —dijo David a regañadientes—. Al menos, creo que no. El único lugar donde estamos seguros que fue se halla más lejos, fuera de la carretera.

—Donde no habría nadie a su alrededor por la noche si gritaba pidiendo ayuda —comentó el muchacho.

—No.

—Pero si él robó un coche en ese hotel, entonces ella hubiera podido aprovechar aquel momento para hacer ruido, ¿no?

—Bien, cabría pensar que sí —admitió David—. Por supuesto, no lo sabemos. Puede que tuviera un cuchillo en su garganta o… —David se tragó el resto. Las palabras que salían de su boca no parecían tranquilizadoras, por mucho que intentara lo contrario.

El muchacho miraba ausentemente a través del visor de su cámara.

—Mamá decía… —empezó. David aguardó, tenso. Pero cuando el muchacho terminó, sólo dijo—. Mamá decía que había dos tipos de lava, pahoehoe y aa. ¿Cuál es cuál?

Agradecido, David empezó a explicárselo. El muchacho tenía buen oído y una mente rápida…, incluso había pronunciado correctamente los nombres. Estaba enfrascado ya en una detallada descripción de la plana y lodosa pahoehoe y la pulverulenta aa, parecida más bien a ceniza, cuando Nancy Chee se les acercó para sugerirles que siguieran adelante porque parecían hallarse en una zona radiofónica muerta y estaba teniendo dificultades en captar la señal de la jefatura.

En el coche, David sintió una especie de alivio, como si hubiera escapado de algo. Bien, así había sido. Había escapado de una escena potencialmente emocional, posiblemente incluso lacrimosa, con el muchacho, cuando al final Stephen se abriera y derramara todos sus sentimientos acerca de los apuros por los que estaba pasando su madre…

¿Pero no era eso exactamente lo que él deseaba animar?

Y, sin embargo, no fue una experiencia desagradable, en absoluto desagradable, mostrarle a Stephen Chindler los alrededores del volcán. Después de aquella pregunta, no volvieron a referirse a las circunstancias que los habían traído hasta allí. Stephen salió con David, haciendo cliquetear rápidamente su máquina cuando alcanzaron el Sendero de la Devastación, e intentó conseguir una foto de los pequeños matorrales verdes que apenas empezaban a intentar abrirse camino hacia la vida por entre la endurecida lava que aún brillaba roja y líquida unos pocos metros más abajo. Aquí y allá brotaban pequeñas columnas de vapor; el olor a azufre era fuerte.

—Espere a que mi amiga vea estas fotos —dijo Stephen, sonriendo—. ¡Harán que sus diapositivas del parque de Yellowstone parezcan descoloridas!

Cuando David y el muchacho salieron del coche, la sargento Chee se quedó atrás trasteando con la radio. Cuando estaban todos juntos, Nancy Chee era tan buena oyente como Stephen. Mientras se acercaban al observatorio del Servicio de Vigilancia Geodésica y de Costas de los Estados Unidos, David les habló de su aprendizaje con uno de sus sismólogos, y de cómo aquello había cambiado su vida.

—Era un hombre maravilloso —dijo David—. ¿Sabes algo de sismología, Stephen?

—Realmente no —admitió Stephen, y Nancy Chee asintió de una forma rápida para animarle.

—Bien —dijo David, complacido—, bajo la superficie hay enormes bolsas de magma fundido. Piensa en ellas como en depósitos de almacenamiento de roca fundida, con los más grandes quizás a medio kilómetro de profundidad. Se llenan a medida que el magma se infiltra en ellos desde el núcleo de la Tierra. Puedes decir que están allí, a veces incluso sin ayuda de instrumentos, sólo a simple vista, porque hacen que la superficie se hinche hacia arriba, casi como un globo. Normalmente, el cambio es demasiado pequeño para apreciarlo sin recurrir a cuidadosas mediciones, pero puedes detectar su presencia con los sismógrafos. Es casi como si apoyaras un estetoscopio en la barriga de alguien. Puedes seguir el curso de lo que ha comido por los sonidos que produce mientras se mueve. Primero está ahí en el estómago, luego en el duodeno, luego en el intestino delgado…

El muchacho parecía casi alegre.

—Y pronto entrará en erupción, ¿correcto? —sonrió.

David le devolvió la sonrisa.

—Es un poco más complicado que eso —dijo—. El magma no fluye bajo tierra a través de tuberías. No hay tuberías. Se infiltra por las grietas, o a veces ni siquiera hay grietas, es sólo que la masa de magma está un poco más caliente que la materia que la rodea, así que se eleva mientras la otra desciende… Tendrás que perdonar a un viejo profesor —se disculpó—. Es una enfermedad ocupacional.

—El padre de mi amiga es también así —dijo alegremente Stephen—. Y me gusta cuando me explica cosas.

—A mí también me gusta, doctor Yanami —dijo Nancy Chee, y estacionó el coche en el aparcamiento para visitantes junto al observatorio vulcanológico para que David y el muchacho pudieran salir. Estaba inmediatamente detrás de ellos. Seguía teniendo problemas por la radio, así que desapareció dentro del edificio en busca de un teléfono mientras David y el muchacho caminaban hacia el borde de la caldera y miraban hacia abajo.

—Esto es el farallón Uwekahuna —dijo David a Stephen—. Mis antepasados acostumbraban a arrojarle sacrificios aquí a Pele, la diosa del volcán. A veces arrojaban seres humanos.

—Vaya —dijo David, impresionado. Luego señaló las latas de coca cola y los envoltorios de hamburguesas esparcidos por la empinada ladera—. Quizá todavía sigan haciéndolo —sonrió.

—Sólo que ahora los vigilantes tienen que bajar a recuperarlos —le devolvió David la sonrisa. Sin pensarlo, apoyó un brazo en torno a los hombros del muchacho, y Stephen aceptó el gesto. Riendo juntos, caminaron a lo largo del borde del cráter.

Era realmente un muchacho agradable, se dijo David, exactamente lo que había esperado de un hijo de Rachel. Si el padre había sido alguien con quien resultaba difícil convivir…, bien, no importaba quién o qué hubiera sido el padre, era Rachel quien había educado al muchacho, y el resultado era un hijo del que podía sentirse orgullosa. Pensó en las claras intenciones de Kushi. Era una lástima que, después de todo, no resultaran en nada. Rachel era una mujer sensible y por supuesto no era ninguna niña, pero David no podía convencerse a sí mismo de que pudiera llegar a sentir interés por un hombre de su edad. El simple pensamiento era ridículo. Sin embargo, se admitió David, si por cualquier azar ella no se echaba a reír ante los avances que él pudiera hacer, aquello sería buena señal…

Tardíamente, David se dio cuenta de que Nancy Chee les estaba llamando, mientras avanzaba apresuradamente desde el observatorio hacia su pequeño Datsun. La mujer parecía casi alterada. Al principio David no pudo comprender sus palabras.

Finalmente lo consiguió.

—¿Los terroristas? —repitió—. ¿En el Mauna Kea? ¿Mi abuela? —Y entonces las palabras se ordenaron hasta adquirir sentido—. ¡Dios mío! —exclamó—. Stephen, sube al coche. ¡Será mejor que vayamos allá inmediatamente!

El peso de David hizo que los amortiguadores del pequeño coche golpearan fondo mientras cruzaban dando botes el cartel de aviso y empezaban a subir la montaña.

—Hubiéramos necesitado un coche con tracción en las cuatro ruedas —se inquietó Nancy—. Quizá debiéramos aguardar a que lleguen los coches de refuerzo…

Pero no esperó ninguna respuesta, ni tampoco la deseaba; ninguno de ellos tenía intención de aguardar. Probablemente, se dijo a sí misma, los coches de la policía iban ya muy por delante de ellos en aquellos momentos, aunque era preocupante que hubiera perdido de nuevo el contacto por radio. De todos modos, cuando estuvieran más arriba, ya no tendrían ningún problema…

Al menos, se corrigió a sí misma, con la radio.

Stephen había mirado con la boca abierta el cartel al lado de la carretera, amenazando con terribles condiciones y serias consecuencias al viajero que se aventurara más allá de él.

—Es como en El mago de Oz —se maravilló—. Nada de comida, nada de lavabos, no se puede dar la vuelta… Realmente no nos quieren ahí arriba, ¿verdad?

Realmente no. El pequeño coche tampoco deseaba demasiado estar allí; saltaba duramente por la estrecha carretera de grava, cuya resbaladiza superficie hacía que el abismo a un lado, no protegido por ningún parapeto, pareciera aún más peligroso de lo que era. Nancy no respondió al muchacho, pero echó una rápida mirada a David Yanami. El hombre tampoco respondió. Estaba inclinado a un lado del pequeño coche, con el cuello doblado para mirar hacia arriba, al pico que brillaba a la luz del sol, aunque las partes inferiores de la isla empezaban ya a sumirse en las sombras.

Nancy Chee se dio cuenta de que David Yanami estaba más tenso de lo que ella le había visto nunca. ¿Temeroso de lo que pudieran encontrar ahí arriba? ¿Preocupado por la ascensión por aquella traidora carretera? ¿Inquieto por el muchacho que iba con ellos? Más que cualquiera de aquellas cosas, pensó. Era Rachel quien estaba en sus pensamientos, no sólo con la preocupación natural de un anfitrión hacia una invitada y amiga, sino más bien con el ansioso miedo de… ¿un amante? ¿Era eso posible? Cuando mirabas más allá de los nevados cabellos y cejas, David Yanami era sin lugar a dudas un fósil, pero aun así, la diferencia de edad era…, era tanto, pensó Nancy, como sus propias expectativas de vida.

Aquéllos eran unos pensamientos interesantes, y mucho más agradables que cualquiera de los otros que atestaban su mente, pero Nancy Chee no tenía tiempo en aquellos momentos para ensoñaciones. El coche requería tanta atención como le podía dedicar. Botaron por un tramo en zigzag, con las poco compactadas rocas y ceniza volcánica deslizándose al azar bajo sus ruedas. La carretera era, en el mejor de los casos, algo improvisado. La grava, en ocasiones, era más bien piedras de buen tamaño, y de tanto en tanto se tropezaban con un pedrusco de más de un palmo que Nancy tenía que esquivar con un giro de volante…, con el corazón en la boca, ya que cada giro les hacía deslizar hacia la ladera de la colina. «Ladera» significaba en este caso una empinada ladera, a veces una caída casi en vertical de más de cien metros. Y sin ningún parapeto.

Cuando el serpenteo de la carretera ocultó el pico de su vista, David Yanami apartó los ojos de la ventanilla y parpadeó a los otros dos ocupantes del vehículo. Pareció darse cuenta de que ambos estaban nerviosos. Sonrió con aquella sonrisa quimérica suya y empezó su conferencia.

—Esta carretera —anunció— solía ser mucho peor, si pueden llegar a creerlo. Cuando yo era un muchacho…

Y empezó a contar una larga historia acerca de su condición de miembro de la Federación Astronómica Waimea, un pomposo nombre para una docena de muchachos inexpertos con su laboriosamente pulido reflector de tres pulgadas, que habían subido hasta la mitad de aquella montaña para observar las estrellas. Y otras cosas.

—A veces —dijo David— las llamábamos B&C, ballenas y chicas, porque si llegábamos arriba antes del anochecer lo utilizábamos para observar el océano y las chicas que tomaban el sol en las playas…

No dejó de hablar durante todo el camino de subida. Nancy Chee se lo agradeció; ayudaba a impedir que pensaran demasiado en lo que podían encontrar. Mantenía abierta su ventanilla, esperando (o temiendo) oír algo desde arriba…, una ráfaga de disparos, quizá, cuando llegaran los coches de la policía. Pero por supuesto no se produjo nada. La distancia y el viento hacían imposible oír ninguna cosa, aunque hubiera habido algo que oír.

Stephen observaba curiosamente a David mientras éste hablaba, pero parecía estar contento de dejarle hacer lo que evidentemente estaba intentando hacer. De tanto en tanto el muchacho miraba curioso por la ventanilla. Nancy casi podía leer lo que pensaba mientras Stephen reconocía, por primera vez, la nieve al otro lado del estrecho barranco como cortado por un cuchillo —¡nieve en Hawai!—, y luego miraba hacia abajo con naciente comprensión hacia la blancura que llenaba otro barranco y que no era nieve en absoluto, sino una nube. La parte superior de una nube. ¡Vista desde arriba!

—Ya casi hemos llegado —dijo David Yanami, captando la preocupación del muchacho—. En la cima hay cuatro o cinco telescopios realmente grandes con sus domos…, ópticos, infrarrojos, todo tipo de instrumentos…

El «casi hemos llegado» era optimista, pero lo cierto era que estaban muy arriba de la montaña. A tres mil trescientos metros el aire era claramente más frío, y una de las nubes que flotaba en torno a la montaña pasó sobre ellos, convirtiéndose en una miserable, gris, opaca tormenta de gotas que caían inclinadas. Nancy Chee se dio cuenta de pronto que no había pensado en llamar por radio para hacerles saber que estaba allí; pero ya era demasiado tarde ahora para pensar en ello, porque el Datsun ocupaba sus dos manos y toda su atención. Su motor jadeaba penosamente. Ya no le quedaba energía. Después de todo, estaba privado de un cuarenta por ciento de su oxígeno, a más de tres kilómetros por encima del nivel del suelo, y parecía como si el carburador se estuviera ahogando…

Y entonces llegaron.

La carretera se hizo más amplia. Allá delante, más arriba, se alzaba un domo redondo y blanco, medio oscurecido por el paso de una nube. Había un segundo domo detrás del primero, apenas visible a través de los limpiaparabrisas; eso era todo lo lejos que Nancy podía ver.

De los coches de la policía que esperaban encontrar no había ninguna huella.

Mientras David Yanami salía trabajosamente del coche se dio cuenta de que la mujer policía, aún al volante, se llevaba el micrófono de la radio a los labios. No aguardó a oír lo que decía. Salió del coche y avanzó con paso firme a través de la arenosa cellisca hacia el domo más cercano, con Stephen pegado a sus talones.

David no se había permitido pensar en lo que podían encontrar en el pico del Mauna Kea, pero ninguna de las imágenes que habían destellado en su mente había tenido nada que ver con la realidad. No había coches de la policía. No había terroristas armados a la vista. No había nada. Ni nadie. Ningún signo de que alguien hubiera estado nunca allí, excepto un par de vehículos aparcados, apenas visibles a través de la cellisca, con nadie en sus inmediaciones.

Incluso en aquel momento David se dio cuenta de una incongruencia, había una luz encendida sobre la puerta en la base del domo del observatorio más cercano. ¡Una luz! Una de las razones fundamentales de situar telescopios en las remotas montañas era mantenerlos alejados de cualquier tipo de luz; incluso Palomar estaba siendo envenenado por las luces de las gasolineras y hamburgueserías que trepaban por la ladera de la montaña. Era lógico tener una luz encendida sobre cualquier puerta del mundo…, excepto la puerta de un observatorio astronómico.

Lo cual decía algo acerca del tipo de clima que podía esperarse allí de tanto en tanto. Una luz así no había sido prevista para ser utilizada por la noche.

Tampoco significaba que el domo estuviera ocupado. La puerta estaba cerrada con llave. No había timbre. David aporreó la puerta tan fuerte como pudo, sin obtener ninguna respuesta…, sin apenas oír el sonido de sus propios golpes por encima del viento huracanado. Ahora soplaba de forma irregular, y la cellisca se estaba fundiendo dentro del cuello de su chaqueta, y el sol poniente empezaba a abrirse camino a través de los límites de la moviente nube.

Tenían que estar en alguna parte. Era imposible que nadie hubiera abandonado la cumbre sin pasar a su lado en su camino de descenso…, casi imposible que nadie hubiera podido pasar junto a ellos, en aquella estrecha y traidora carretera. David dijo bruscamente al muchacho:

—¡Probaremos el siguiente domo! —E iba a echar a correr hacia él, cuando se dio cuenta de que el muchacho estaba tironeando de su manga.

—¡No! —exclamó Stephen, señalando—. ¡La sargento Chee nos dice que volvamos!

Aunque el sol había empezado a brillar desde una esquina del cielo, la cellisca seguía cayendo desde la otra. Su helada humedad casi les cegó mientras corrían de vuelta al coche. Nancy Chee estaba inclinada hacia fuera y gritaba:

—¡No se supone que debamos estar aquí! ¡La policía de la ciudad ha recibido órdenes de volver para que un equipo de expertos de la Marina pueda llegar primero!

—¡Expertos! —bufó David—. ¿Entrenados para qué?

—¡Es una orden! —dijo Nancy Chee—. ¡Suban! Tenemos que bajar, al menos hasta ese lugar más ancho en la última curva…

—¡Demonios —dijo David—, es a mi abuela a quien tienen aquí!

—¡Y está mi madre! —añadió Stephen.

—Pero no podemos quedarnos aquí —empezó a decir Nancy Chee.

Y, de hecho, no podían. Algo golpeó-rebotó en la capota del Datsun.

Chee reaccionó de inmediato. Puso la marcha atrás y retrocedió a gran velocidad detrás del domo más cercano. David y Stephen echaron a correr tras ella. Les hizo un gesto de que se agacharan, y al instante siguiente estaba fuera del vehículo, rápida y eficiente, con su .38 de reglamento ya en la mano, agachada detrás de la capota del coche, mirando cautelosamente por encima de ella. Los otros dos siguieron su ejemplo…

Y aguardaron.

En la puerta del próximo domo, abierta sólo una rendija, mirando más allá de la enorme masa del terrorista Kanaloa, Kushi vio desaparecer el coche. Rodeaba con su brazo a Rachel. Era interesante, pensó aprobadoramente, que la pequeña mujer haole no estuviera temblando de miedo. Había razones más que suficientes para estar asustada, de acuerdo. No sólo para Rachel, sino para la propia Kushi y para la gente en el otro coche. Sin mencionar al hombre con la herida de bala en el hombro —¿Plitt?, algo así—, que parecía tener algo que ver con la radio sobre la que Kanaloa había estado sudando y maldiciendo, hasta que se tomó un poco de tiempo libre para intentar matar a su nieto. Ella había llegado a la puerta demasiado tarde para hacer nada al respecto, pero evidentemente el hombre había fallado de todos modos.

En el rápido atisbo que lanzó a través de la estrecha abertura y la cada vez menos densa cellisca, estuvo segura de haber reconocido a David. Estuvo casi segura también de que la mujer era la policía, incluso casi segura del hijo de Rachel. Todos ellos eran valientes por haber subido hasta allí, pensó. Eso merecía su aprobación. ¿Pero por qué no habían acudido con cincuenta policías con armas de fuego rápido?

El enorme terrorista se volvió en la puerta para enfrentarse a ella, con su Uzi apuntando a su vientre.

—Me mentiste —gruñó, como el ronroneo de un gran felino—. ¡Les dijiste que nos estabas siguiendo!

Kushi soltó a Rachel y la apartó suavemente de ella; no servía de nada implicarla en aquello.

—Estás loco, Kanaloa —observó. No brotó como un insulto. Era simplemente la afirmación de una convicción.

El hombre la miró, ojo contra ojo. Luego se volvió cuando la otra mujer haole, la que tenía el loco atrevimiento de hacerse llamar «Pele», exclamó:

—¿Qué vamos a hacer ahora, Kanaloa?

Kanaloa la miró de pies a cabeza.

—Quítate esa estúpida cosa de la cabeza —ronroneó. Meg Barnhart alzó las manos hacia la peluca rubia que llevaba ladeada sobre la cabeza y la arrojó al suelo.

Puesto que la crisis ya no parecía inmediata, Kushi tendió de nuevo la mano hacia Rachel. Era una lástima, pensó, que todos los terroristas tuvieran armas. Con las manos desnudas, hubiera estado dispuesta a correr el riesgo de una pelea. Podía perder, por supuesto, uno a uno contra Kanaloa. Pero seguro que le haría bastante daño en el proceso. Sin duda Rachel podría hacerse cargo de la puta continental e, incluso con su hombro herido, el hombre llamado Plitt quizá pudiera ocuparse de su bisnieto Lono… Kushi suspiró ruidosamente. No le gustaba pensar en su bisnieto Lono. Incluso él tenía un arma ahora, una pequeña pistola extranjera de algún tipo, y aunque le devolvió desvergonzadamente la mirada cuando le miró directamente, también pudo ver que sus ojos estaban nublados y preocupados cuando creía que nadie le veía.

—Lo que haremos —dijo la profunda voz de Kanaloa— es matarles. Lono tomará la Uzi y dará la vuelta al domo por la izquierda. Yo iré por la derecha y atraeré el fuego de la mujer. Cualquiera de los dos que oiga disparar primero correrá dando la vuelta y la sorprenderá por detrás. ¿Comprendido?

Lono clavó los ojos en los de él. Dijo claramente:

—Eso es un error. Vamos a ser atacados, Kanaloa. Los necesitamos como rehenes.

—Pero ya tenemos seis rehenes —dijo tranquilamente Kanaloa.

Lono pareció sorprendido por unos instantes. Miró hacia los cuerpos de la parte de atrás, el otro especialista en radio y los dos guardias de seguridad que habían estado con él cuando los terroristas entraron en tromba en el domo.

—Tres de ellos están muertos —señaló.

—Pero nadie lo sabe excepto nosotros —sonrió Kanaloa, cambiando negligentemente de postura mientras sujetaba la Uzi entre sus manos, como si estuviera acunando a un niño.

—No funcionará —dijo testarudamente Lono.

—Lo hará. Creo que sólo la mujer tiene un arma.

—¡Crees!

—Oh, sí —dijo el gigante—. Lo creo. También creo que no deseas matar a tu tío, pero no tienes otra elección.

—¡Hazlo, Lono! —exclamó la mujer, Pele. El muchacho, sin embargo, seguía vacilando—. ¡Hazlo ahora, antes de que suba alguien más!

Lono la miró. Su rostro era como madera tallada, duro, drenado de toda emoción. Fueran cuales fuesen sus pensamientos, su expresión no mostraba ninguna. Miró a su bisabuela con la misma inexpresividad total, luego a Rachel.

Después, ante la sorpresa de Kushi, se inclinó para besar a Rachel en los labios. Se volvió a Kanaloa.

—Sólo mataremos a la mujer policía —dijo de forma definitiva; tomó la Uzi del gigante y salió al atardecer.

Pele dijo nerviosamente:

—Dale tiempo para llegar hasta detrás de ella.

Kanaloa le lanzó una mirada de desdén, pero todo lo que dijo fue:

—Dame la carabina. —La tomó y se dirigió a la puerta, comprobando el desarrollo de la acción.

Y Kushi, con un profundo y silencioso suspiro, soltó de nuevo a Rachel.

Reclinado contra la pared del cubículo de entrada, Plitt, el radiotelegrafista herido, se sujetaba el hombro en silencio; pero sus ojos lo habían estado observando todo. Kushi le miró, luego miró a Pele. No pudo decir si el hombre la había comprendido o no; pero más allá de Kanaloa, a través del umbral, había visto a alguien observando imprudentemente desde detrás del domo del telescopio franco-canadiense. Tenía que haber sido la chica de uniforme. Kanaloa miraría hacia allá en cualquier momento…, a menos que ella se lo impidiera.

—Hey, Kanaloa —dijo en tono conversativo, avanzando hacia él—. Tu radio —hum— me suena a fracaso.

Kanaloa miró hacia la abandonada radio, silbando débilmente por sí misma, tal como él la había dejado. Luego, comprendiendo, empezó a volverse de nuevo hacia la puerta.

Kushi avanzó.

Kushi no estaba más acostumbrada que un elefante a moverse rápido, y por las mismas razones. Pero, como un elefante, cuando quería apresurarse podía ser realmente rápida. Kanaloa era grande. Kushi era, en todo caso, cinco o seis kilos más grande que él. No hizo ningún intento de golpearle. Simplemente tendió sus enormes brazos hacia los hombros de él y se abalanzó. Perdido el equilibrio, el hombre cayó de espaldas, con todo el peso de la mujer aplastándole, intentando en el último minuto volverse hacia ella.

No fracasó del todo. El arma giró.

Kushi sintió, con sorpresa y casi con regocijo, el proyectil del .44 penetrar en su cuerpo. ¡Vaya broma! ¡Todos aquellos años, y sólo morías si alguien te disparaba a la barriga!

Oyó un grito dentro del domo…, el hombre, Plitt haciéndole sin duda algo a la mujer, Pele; y otros dos disparos le dijeron que no había tenido éxito. Aquello era una lástima. También era una lástima que, debajo de ella, Kanaloa estuviera forcejeando por librarse de su peso. Estaba sin aliento, pero era lo bastante voluminoso y fuerte como para acabar librándose. Kushi hizo su trabajo más difícil. Con las fuerzas que aún le quedaban alzó su rodilla, duramente, contra sus ingles del otro. El hombre dejó escapar un gruñido de dolor; pero la ventaja no estaba del lado de Kushi. Sintió que algo se desgarraba en su interior con el esfuerzo, y el repentino y agónico borbollón de sangre. Fuera, vio a su bisnieto, Lono, volverse asombrado y luego, tardíamente, volverse de nuevo para enfrentarse a otro peligro.

Era demasiado tarde.

Dos jeeps de la Marina con tracción a las cuatro ruedas penetraron rugiendo en el aparcamiento. Seis hombres salieron de cada uno de ellos y se dispersaron. Incluso antes de que el primero hubiera salido del vehículo alguien había disparado ya, y Lono se derrumbó en medio de una granizada de balas, con el pecho destrozado.

Kushi suspiró desde lo más profundo de sus pulmones…, casi un gemido; y el dolor no procedía sólo de la desgarrada carne del interior de su cuerpo.

Vio a los hombres avanzar corriendo hacia el domo donde se hallaban, y detrás de ellos a su nieto y al hijo de Rachel y a la mujer policía corriendo también hacia ella; y entonces su visión se enturbió.

Cuando se aclaró de nuevo, David estaba inclinado sobre ella.

—¡David! —dijo con voz fuerte—. Cuida de Rach y del chico de Rach, ¿eh?

Pareció sorprendido, luego casi azarado. Pero lo que más parecía era preocupado.

—No hables ahora, Kushi —suplicó—. Todo irá bien. Traeremos médicos, te llevaremos al hospital…

—No es cierto, David —le riñó suavemente, y lo empujó un poco hacia atrás para poder ver mejor. Dos de los hombres de los jeeps estaban arrastrando al cojeante Kanaloa hasta el extremo del aparcamiento, las armas preparadas, mientras otro arrastraba tras él a la mujer terrorista haole. Aquello era muy extraño, pensó Kushi.

Y, más extraño aún, el resto de los hombres de los vehículos de la Marina estaban de píe, atentos, formando una fila, con las armas preparadas. Cuando los hombres se apartaron de los terroristas, todos los demás abrieron fuego a la vez.

Los dos terroristas estaban muertos antes de golpear el suelo.

—¿Por qué han hecho eso? —croó Kushi, incrédula.

Y entonces se sintió más incrédula aún, cuando vio que el pelotón se volvía hacia ellos. Sus armas apuntaban ahora a David, a Stephen, a la mujer policía, incluso a Rachel y a ella misma.

—Esto es una locura —gimió Kushi, sintiendo que se le oprimía el corazón.

Pero ya no era su problema. Los hombres no dispararon. Simplemente se mantuvieron allí de pie, aguardando, algunos de ellos alzando la vista hacia un distante ruido.

Con sus últimos asomos de visión, Kushi vio algo que aleteaba por entre las ahora dispersas nubes hacia la cima de la montaña, agitándose peligrosamente en las violentas corrientes que rodeaban el pico. Podía ser un helicóptero…, o podía ser algo distinto.

—Dales una buena patada a todos en el trasero, Pele —ordenó Kushi, pero no pudo aguardar para ver si su deseo se cumplía.

Sintió un repentino y definitivo borbollón de sangre, y alzó los ojos hacia su nieto. Adiós, David, buen chico, dijo…, o creyó decir. Adiós, Rach, Stephen. Adiós, Lono. Lástima que te torcieras, pero ahora ya es demasiado tarde para ti…

Y luego incluso fue demasiado tarde para Kushi, definitivamente.

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