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ACTO SEGUNDO

Las partes interesadas, salvo el juez, están sentadas o de pie en sus sitios. El agente judicial se acerca al borde del escenario.

 

AGENTE JUDICIAL

Se ruega a todos los participantes en el juicio que vuelvan a la sala. Va a reanudarse la vista oral.

 

El juez entra en la sala, los presentes se ponen en pie.

 

JUEZ

Por favor, tomen asiento.

 

Todos se sientan.

 

JUEZ

Señora fiscal, por favor, exponga sus conclusiones.

 

FISCAL

(Se pone en pie.)

Honorables miembros del jurado, señoras y señores, no me andaré con rodeos: el acusado no es un criminal. Sus actos están lejos de aquellos que solemos investigar en un tribunal. No ha matado ni a su esposa ni al amante de ésta, no ha amenazado a nadie, tampoco ha engañado ni robado. Todo lo contrario. Según las normas del civismo, Lars Koch ha llevado hasta el momento una vida intachable, no ha cometido ningún error; así pues, no se le puede hacer la más mínima objeción. No hay nada que reprocharle. Y debo admitir que su honestidad y la seriedad de sus reflexiones me han impresionado. Lars Koch no es un acusado que trata de justificar lo que ha hecho por su infancia, un trastorno psíquico o cualquier otra explicación. Es sumamente inteligente, sensato, un hombre capacitado para distinguir lo que está bien de lo que está mal. Incluso es posible que mejor que la mayoría de la gente. Todo lo que Lars Koch hizo, lo hizo con plena conciencia y suma lucidez. Estaba convencido de que era lo correcto. Y todavía lo está.

Honorables señoras y señores del jurado, sí, el abogado defensor tiene razón. De hecho, en este caso, todo gira únicamente en torno a una cuestión: ¿debemos matar a inocentes para salvar a otros inocentes? ¿Se trata de una cuestión de cantidades? ¿Se pueden compensar unas vidas con otras si cuando con la muerte de una persona pueden salvarse cuatrocientas?

Es posible que de forma espontánea todos hiciéramos exactamente lo mismo que el acusado. Nos parecería lo correcto. A lo mejor no estamos del todo seguros y debemos hacer un esfuerzo. Pero lo sopesamos, igual que en otros ámbitos de nuestra vida. Preguntamos a nuestra conciencia. Y entonces creemos que actuamos de forma sensata y honesta, de acuerdo con lo que sabemos y con nuestra forma de entender las cosas. Aprobamos el comportamiento de Lars Koch. De esta manera podríamos dar por concluido el proceso y declarar inocente al acusado.

Pero, ya lo han oído, la Constitución espera otra cosa de nosotros. Los jueces del Tribunal Constitucional Federal lo han formulado de este modo: no se puede compensar una vida con otra vida. Nunca, ni siquiera en el caso de tratarse de muchas personas. Es desconcertante. Y debemos al acusado y a las víctimas una seria reflexión al respecto.

¿Según qué criterios decidimos si el acusado podía o no podía matar? En realidad, decidimos según nuestra conciencia, según nuestra moral, según nuestro sentido común. Aunque hay otras pautas para ello: el anterior ministro de Defensa se refirió a una «emergencia supralegal». Algunos juristas lo denominan «derecho natural».

Sin embargo, señoras y señores del jurado, poco nos importa la denominación. Siempre se alude a lo mismo: debemos tomar decisiones a partir de conceptos que están por encima de la ley, que son más grandes que la ley, conceptos, pues, que reemplazan la ley. La pregunta sería: ¿es razonable? Sé que cada uno de ustedes cree que puede confiar en su moral, en su conciencia. Pero eso es un error.

En 1951, el filósofo del derecho Hans Welzel describió el llamado «caso del guardagujas»: en un escarpado tramo de montaña se suelta un vagón de mercancías que desciende a toda velocidad por el valle hacia una pequeña estación. Ahí se encuentra en ese momento un tren de pasajeros. Si el vagón de mercancías llega hasta allí matará a cientos de personas. Imagínense, por favor, que son ustedes el guardagujas. Tienen la posibilidad de cambiar la aguja y desviar el vagón de mercancías a una vía secundaria. El problema radica en que en la vía secundaria hay cinco trabajadores reparando los raíles. Si desvían ustedes el vagón matarán a cinco trabajadores, pero salvarán a cien. ¿Qué harían ustedes? ¿Accederían a matar a los cinco trabajadores?

De hecho, la mayoría de las personas desviarían el vagón. Y nosotros también, tras una breve reflexión, consideraríamos correcto actuar de ese modo.

Pero si variamos ligeramente el escenario, el problema se vuelve mucho más complejo. La estadounidense Judith Thomson, filósofa del derecho, propuso en 1976 añadir una variante a este ejemplo: el vagón de mercancías sigue precipitándose ladera abajo, pero ahora no hay ninguna aguja que cambiar. Se hallan ustedes en un puente como espectadores y observan lo que ocurre. A su lado se encuentra un señor muy grueso. Si se cayera del puente, aterrizaría sobre la vía. Si bien moriría atropellado, su cuerpo bloquearía el vagón. No pueden ustedes limitarse a empujar hacia abajo al hombre, es demasiado gordo y fornido. Deberían matarlo primero, por ejemplo, con un cuchillo, y entonces podrían, en efecto, lanzarlo abajo. ¿Qué harían ustedes en este caso, honorables damas y caballeros del jurado?

Sí, la mayoría de las personas se negarían a matar a ese hombre. Pero ¿qué es lo que ha cambiado en realidad? De hecho, sólo un elemento: en este caso deberíamos realizar nosotros mismos la acción. Deberíamos matar a esa persona «con nuestras propias manos». No podemos. Pese a que las situaciones apenas se diferencian, todo en nuestra mente ha cambiado. En el primer ejemplo estamos dispuestos a matar a cinco personas, pero ahora no nos parece factible aniquilar a una sola. De repente nos resulta imposible tomar la decisión correcta. Honorables miembros del jurado, debemos pues aceptar que no existe la certeza en cuestiones morales.

Cometemos errores, los repetimos siempre, forma parte de nuestra naturaleza: no podemos remediarlo. Moral, conciencia, sentido común, derecho natural, emergencia supralegal, cualquiera de estos conceptos es vulnerable, varía según las circunstancias, y forma parte de su naturaleza que no podamos estar seguros de qué proceder es hoy el correcto y si nuestras reflexiones seguirán siendo igual de válidas mañana.

Así pues, precisamos de algo más digno de confianza que nuestras convicciones espontáneas. Algo a lo que recurrir en cualquier momento y a lo que podamos atenernos. Algo que nos ilumine en el caos, una pauta que también sea válida en las situaciones más difíciles. Necesitamos «principios».

Nosotros mismos, honorables señoras y señores del jurado, nos hemos provisto de estos principios. Son nuestra Constitución. Hemos decidido definir cada caso particular basándonos en ésta. Todo caso se mide y se verifica según ésta. Según la Constitución… Y no según nuestra conciencia, no según nuestra moral y en absoluto según otro poder más elevado. Derecho y moral deben estar estrictamente separados entre sí.

Nos ha costado mucho tiempo entenderlo: precisamente eso es la esencia del Estado de Derecho. Todos ustedes saben el precio tan alto que hemos pagado por adquirir este conocimiento. Pero lo que es ley es obligatorio para todos. Una verdadera ley, que corresponde a la Constitución y que nuestro Parlamento promulgó en un complicado procedimiento democrático. Y por eso las leyes son válidas, incluso si a algunos nos parecen inmorales y erróneas. Sólo tenemos la posibilidad de revocarlas. ¿Y los criterios morales? Poco importa lo acertados que nos parezcan: no obligan a nadie. Lo hacen única y exclusivamente las leyes. Y es más: un criterio «moralmente correcto» nunca debe situarse por encima de la Constitución. Esto es así en cualquier caso en un Estado de Derecho que funciona democráticamente.

Pero ustedes también saben que la Constitución prevé un derecho de resistencia. Puede darse el caso de que existan leyes que lleven a cometer una injusticia tan insoportable que su aplicación atentaría contra la dignidad humana. Pero, honorables miembros del jurado, esto no puede aplicarse al caso de Lars Koch: no se trataba de matar a un tirano. Nuestra Constitución es también un conjunto de principios que debe prevalecer siempre sobre la moral, la conciencia y cualquier otra idea. Y el principio más elevado de esta Constitución es la dignidad humana.

Nuestra Ley Fundamental empieza con la frase: «La dignidad del ser humano es inviolable.» No está al principio por casualidad. Esta frase es la declaración más importante de la Constitución. Este primer artículo posee una «garantía de perpetuidad», es decir, no puede cambiarse mientras esté vigente la Ley Fundamental. Pero ¿qué es la dignidad? El Tribunal Constitucional dice que «dignidad» significa que un ser humano nunca debe convertirse en mero objeto del proceder estatal. «Un mero objeto del proceder estatal», ¿qué es esto? La idea se remonta a Kant. El ser humano, dijo Kant, puede promulgar sus propias leyes y actuar según las mismas, lo que lo diferencia de todos los demás seres. Reconoce el mundo, puede reflexionar sobre sí mismo. Por eso es sujeto y no, como una piedra, un mero objeto. Todo ser humano posee esta dignidad. Pero si se decide por un ser humano sin que él pueda ejercer su influencia, es decir, cuando se decide sin tenerlo a él en cuenta, se lo cosifica. Y dicho esto queda claro: el Estado no puede jamás compensar una vida con otra. Ni tampoco con cien ni con mil vidas. Cada individuo en particular, también cada uno de ustedes, señoras y señores del jurado, posee esa dignidad. Los seres humanos no son objetos. La vida no se mide por cantidades, no es un mercado.

¿Es ésta una idea propia de académicos y filósofos? ¿Una pretensión de los magistrados del Constitucional, que sentencian alejados de las fatigas de nuestra vida cotidiana? No, al contrario. Ya ven ustedes en el caso de Lars Koch las consecuencias que puede tener una decisión contra la dignidad del ser humano. Piensen en los militares que están en el Centro Nacional de Seguridad en el Espacio Aéreo. Si todos se hubiesen comportado de acuerdo con la Constitución, no se habría llegado a esta situación. El estadio se habría evacuado y nadie se habría visto amenazado. Honorables miembros del jurado, a ustedes les corresponde dejar claro que no van a tolerar algo así. Ustedes no quieren atentar contra la Constitución tal como solicitó el anterior ministro de Defensa.

Naturalmente, cuando Lars Koch derribó el avión de Lufthansa, el estadio estaba lleno. Él no es culpable de que otros violen la Constitución. Pero a él le incumbe lo que la acusación privada ha planteado en este proceso: ¿habrían podido reducir al terrorista los pasajeros? ¿Habrían podido derribar la puerta de la cabina del piloto? ¿Hasta dónde llegaron? ¿Habrían tenido tiempo suficiente de lograrlo? No lo sabemos. ¿Habría actuado al final el piloto de otro modo? Tenía ante los ojos su muerte y la de toda esa gente. ¿Por qué no iba a elevar el avión en el último momento para salvar la vida de las personas que estaban en el estadio? No lo sabemos. ¿Podría haber arrancado el copiloto en el último segundo el arma de las manos del terrorista? ¿Podría haber terminado este asunto bien? Tampoco lo sabemos. ¿Y por qué no lo sabemos? Porque el acusado tomó una decisión. Él decidió por su cuenta y riesgo que los pasajeros debían morir. Nadie le había dado esa orden, al contrario. Sabía que se rebelaba contra las órdenes recibidas, contra nuestras leyes, contra la Constitución y contra nuestro Tribunal. Lars Koch había sido instruido para tomar las decisiones correctas en las circunstancias más complejas. Antes de ese día, ya había reflexionado cientos de veces sobre qué haría llegado el caso. Y por eso debe asumir ahora las consecuencias. Lars Koch, honorables señoras y señores del jurado, no es un héroe. Ha matado. En sus manos, los seres humanos se han convertido en meros objetos. Les ha negado cualquier oportunidad de decidir… Los ha privado de dignidad.

Es horrible… La Constitución nos exige mucho, a veces más de lo que creemos ser capaces de soportar. Pero es más inteligente que nosotros, más inteligente que nuestros sentimientos, que nuestra ira y nuestro miedo. Sólo si la respetamos, si respetamos sus principios, si respetamos la dignidad del ser humano siempre y en todo lugar, sobreviviremos a los tiempos del terror como una sociedad libre.

Es cierto: nos amenazan por todos lados, nuestro Estado se encuentra expuesto a los mayores peligros y el mundo que nos rodea amenaza con desmoronarse. Pero es en esta situación cuando más debemos confiar en los principios del Estado de Derecho. Con el derecho sucede lo mismo que con la amistad: no vale para nada si sólo existe cuando las cosas van bien.

El acusado les ha dicho que era correcto matar a unas pocas personas para poder así salvar a muchas. Pero precisamente eso sería lo correcto cuando las cosas van bien; cuando van mal, en las épocas malas, difíciles y sombrías, tenemos que tomar decisiones de otro modo. No. Si absuelven a Lars Koch, declararán que la dignidad del ser humano y nuestra Constitución carecen de valor. Señoras y señores del jurado, estoy segura de que no quieren vivir en un mundo así.

De ahí que solicite que el acusado sea condenado por cada uno de los ciento sesenta y cuatro asesinatos de los que se le acusa.

 

JUEZ

Muchas gracias, señora fiscal.

Señor abogado, ¿precisa usted de algo más de tiempo para prepararse?

 

ABOGADO DEFENSOR

No.

 

JUEZ

Bien, entonces escucharemos su alegato.

 

ABOGADO DEFENSOR

(Se pone en pie.)

Señoras y señores del jurado, ¿han prestado atención a las palabras de la fiscal? ¿Han comprendido lo que ha dicho? Quiere que condenen a Lars Koch por un «principio». Así es, justamente eso es lo que ha dicho, deben encarcelarlo de por vida por un principio. Por un principio debían morir setenta mil personas. Me da igual cómo se llame ese principio, si se llama «constitución», «dignidad del ser humano» o lo que sea. Yo sólo puedo decir: gracias a Dios, Lars Koch no se guió por principios, sino sólo por aquello que era correcto. En realidad, mi defensa podría finalizar aquí.

Pero está bien, hagamos como la fiscal y reflexionemos un rato acerca de si tiene algún sentido atenerse a los principios. Fue precisamente el Immanuel Kant de la fiscal quien escribió un pequeño artículo sobre los principios. Corría el año 1797. El texto se titulaba «Sobre un presunto derecho de mentir por filantropía». ¿Y saben lo que afirmaba Kant en él? Voy a decírselo: ante su puerta hay un asesino con un hacha. Un amigo suyo acaba de escapar de ese hombre y se ha refugiado en su casa. El hombre le dice que quiere matar a su amigo y le pregunta si sabe dónde está. Según Kant, señoras y señores del jurado, en una situación así, ustedes no deben mentir porque no deben mentir «jamás». Deberían decir: «Claro, querido asesino, está ahí, sentado en el sofá, mirando el partido por la televisión. Que pase un buen rato.»

No es broma. Kant lo pide de verdad. Y la fiscal les solicita lo mismo: que pongan un principio por encima del caso particular, que pongan los principios por encima de la vida. Los principios pueden ser sensatos y tal vez también sean acertados en la mayoría de los casos. Pero atenerse a ellos en estas circunstancias… ¿no les parece una insensatez? Yo, en cualquier caso, siempre mentiría al asesino, prefiero salvar a mi amigo.

Sin embargo, honorables miembros del jurado, éste es el punto central de este proceso. ¿Es correcto anteponer el principio de la dignidad del ser humano a la salvación de vidas humanas? Mediten, por favor, al respecto. Reflexionen durante un momento y vean las cosas como son. El señor Koch salvó a setenta mil personas. Para ello tuvo que matar a ciento sesenta y cuatro. Eso es todo. ¿Es horrible? Sí, es espeluznante, terrible, espantoso. Pero ¿había otra alternativa? No. Lars Koch sopesó la situación y tomó la decisión correcta. Cualquiera que en cierta medida esté en su sano juicio, puede y debe verlo de este modo y así lo verá, pues ningún principio del mundo ha de ser más importante que la salvación de setenta mil personas. Y no se hable más.

A lo mejor, tras el alegato de la fiscal, se sienten ustedes incómodos si ahora obedecen a lo que les dicta su conciencia y no a los principios que sean. Lo admito, las decisiones que conciernen a la conciencia son complicadas, pero también posibles.

Observémoslo por partes. Primero tienen que saber que los jueces del Tribunal Constitucional Federal han tomado exclusivamente una resolución sobre si la Ley de Seguridad Aérea es conforme o no a la Constitución. Los jueces no han aclarado de manera explícita la cuestión de si un soldado incurriría en sanción al derribar un avión. Es importante que lo sepan, ya que son ustedes quienes van a juzgarlo ahora. Tal vez la misma ley haya sido inconstitucional, pero si Lars Koch debe ser castigado es otra cuestión a todas luces distinta.

Voy a intentar aclararles cuál es el problema real. Los jueces y nuestra Constitución consideran que el valor de la vida humana es infinitamente grande. Si esto es así, una vida no se compensa con otra vida; por el simple hecho de que el infinito no se puede calcular. Por lo que una vida vale tanto como cien mil vidas.

Este criterio en sí ya me parece cuestionable y que va en contra del sentido común. Y siempre ha habido tribunales que han resuelto que era de justicia optar por el llamado mal menor. En 1841, el barco William Brown se hundió después de chocar con un iceberg. Los botes salvavidas no podían transportar a todos los supervivientes; se habrían hundido y habría muerto todo el mundo. Alexander Holmes, un simple marinero, tiró por la borda a catorce o dieciséis personas, nunca se precisó con exactitud. A su regreso en Filadelfia, Holmes fue llevado ante un tribunal por haber actuado de ese modo. El tribunal lo condenó, aunque el castigo fue muy leve. Los jueces reconocieron el imperativo de que un mal menor es preferible a uno mayor. Holmes había salvado la vida de la mayor parte de los pasajeros.

O piensen ustedes en el caso que tuvo que resolver un tribunal inglés en el año 2000. Unos hermanos siameses habían crecido unidos desde su nacimiento. Los médicos dijeron que, en esa situación, pronto morirían ambos, por lo que querían separarlos. Sin embargo, la separación suponía la muerte segura de uno de los niños. Los padres se oponían. El caso fue a juicio. El Tribunal de Apelación se decidió por el niño más fuerte y permitió que se matara al más débil. También esto, señoras y señores del jurado, no es más que compensar una vida con otra. El juez Brooke, responsable del caso, puso como ejemplo en su argumentación un avión sin piloto que amenazaba con caer sobre una ciudad debido a la falta de combustible. Decidió que la justicia permitía matar a los pasajeros que ya iban a morir. ¿Y por qué? De nuevo se trata del «mal menor».

El vicepresidente de Estados Unidos, Dick Cheney, explicó pocos días después del 11 de septiembre de 2001 que habría sido lícito abatir los aviones. ¿Por qué? Era el mal menor.

Señoras y señores, miembros del jurado, admito que esta idea de optar por el mal menor es más propia del ámbito judicial inglés y estadounidense. Pero, y de eso se trata, es una idea sensata. Podemos hablar largo y tendido sobre los conceptos de «dignidad del ser humano» y «espíritu de la Constitución». Pero el mundo no es ni mucho menos un seminario para estudiantes de Derecho. En realidad, ahora estamos expuestos a mayores amenazas que antes. Aunque cada día vemos las imágenes, no nos creemos que puedan afectarnos. Hemos desterrado la muerte de nuestra vida, pensamos que todo sigue igual de tranquilo. Casi parece como si nunca fuéramos a morir. Pero estamos amenazados, nuestra sociedad, nuestra libertad, nuestra forma de vida. Los terroristas han expresado miles de veces su objetivo: quieren destruirnos. ¿Y qué hacemos nosotros? ¿Tenemos algo con lo que contrarrestarlos? Lars Koch ya se lo ha explicado. Piensen en el autor de un atentado, un loco, un hombre que, a causa de una ideología abstrusa o porque es un fanático religioso, quiere matar. Toda su aspiración tiene por objeto la muerte y la aniquilación. Si ese individuo lee la resolución de nuestros jueces de Karlsruhe, del Tribunal Constitucional, ¿qué conclusiones extraerá? ¿Pensará, «ah, sí, la dignidad del ser humano, tienen razón, mejor lo dejo»? El terrorista seguirá el camino que el Tribunal Constitucional Federal le ha facilitado. Secuestrará un avión que a ser posible esté ocupado por muchos inocentes. Esto le garantiza que nuestro refinado Estado de Derecho no le haga nada. El Tribunal Constitucional Federal se ha rendido. No lo hagan ustedes, señoras y señores del jurado. Condenar a Lars Koch no protege nuestras vidas, sino a nuestros enemigos: a los terroristas y sus atentados más que nuestras vidas.

Honorables miembros del jurado, si condenan hoy a Lars Koch, si ponen un principio constitucional cuestionable por encima de este caso particular, estarán diciendo con ello que no debemos defendernos de los terroristas. Tal vez tenga razón la fiscal, tal vez cosifiquemos de este modo a los pasajeros y tal vez les estemos arrebatando su dignidad. Pero debemos comprender que estamos en guerra. No es algo que hayamos escogido, pero no podemos cambiarlo. Y no hay guerras sin víctimas, incluso si hoy en día nadie quiere darse por enterado. Por eso solicito la absolución.

 

JUEZ

Señor Koch, usted es el acusado y por tanto tiene derecho a la última palabra, que el jurado debe escuchar. ¿Desea añadir algo más en su defensa?

 

ACUSADO

(Se levanta.)

Suscribo los argumentos de mi abogado defensor. Ya está todo dicho.

 

JUEZ

Señoras y señores, han escuchado la declaración del acusado y de los testigos y los alegatos de la fiscal y del abogado defensor. Consideren las últimas palabras del acusado para su deliberación. Ahora les corresponde sólo a ustedes dictar una sentencia justa. No se dejen influir por la simpatía o antipatía que les suscitan el abogado defensor o la fiscal. Juzguen exclusivamente según lo que ustedes consideren correcto. Ya conocen los argumentos de ambas partes, me refiero a que la fiscal y la defensa han explicado con suficiente claridad sus posiciones. Tienen ustedes que decidirse.

En Roma, en el año 155 antes de Cristo, el filósofo griego Carnéades pronunció dos discursos en dos días consecutivos. El primer día justificó de forma brillante una plétora de tesis legales; el segundo día las refutó con la misma brillantez. Los oyentes se quedaron perplejos. De ese modo, Carnéades sólo confirmó que la verdad no es una cuestión de argumentos.

Desde el punto de vista jurídico deben saber lo siguiente para tomar su decisión: no cabe la menor duda de que el acusado cometió el acto. Tampoco lo ha negado el abogado defensor. Deliberarán, pues, acerca de si el acusado debía contravenir las obligaciones impuestas por el Tribunal Constitucional Federal y la Constitución. Ése es el meollo de la cuestión. Puede ser que algunos de ustedes se inclinen por condenarlo, pero que, en vista de las circunstancias especiales del caso, no deseen que tenga que cumplir una pena de prisión. Nosotros, como jueces, no tenemos la posibilidad de condenar primero a un acusado porque ha actuado de forma equivocada e indultarlo luego. De ello son responsables otras instancias.

Yo comunicaré de inmediato el veredicto que ustedes emitan. Así pues, son ustedes los únicos que determinarán el resultado de este proceso.

Sé que es una decisión difícil, pero estoy seguro de que ustedes serán capaces de juzgar correctamente el caso de Lars Koch.

 

El juez abandona el scenario.

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