Terror

Terror


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No intentes huir

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En su ensayo Lo bello y lo siniestro, Eugenio Trías sostiene que lo siniestro es condición y límite de lo bello: «debe estar presente bajo forma de ausencia, debe estar velado, no puede ser desvelado». Si algo caracteriza al relato de terror es, justamente, la transgresión parcial de esta ley. Para que el terror tenga lugar, sea efectivo, lo oculto debe salir a la superficie, emerger. La cuestión es que, cuando se manifiesta, no lo hace a los gritos, sino susurrando perversamente en el oído de alguien. Se revela a medias, ante un solo personaje o unos pocos que, lejos de ser privilegiados por ser destinatarios de cierto conocimiento escondido, son víctimas. Corroborar la sospecha de que algo inquietante tiene lugar, buscar su origen, conduce al infierno. Entender se paga con el cuerpo, con la vida.

La amenaza latente estalla dentro del texto. Y los protagonistas lo saben o, por lo menos, intuyen esta amenaza implícita. Son, parodiando a Pirandello, personajes en busca de lo oculto, atraídos misteriosamente por lo siniestro, dispuestos a desenterrar lo que sea. Perciben por dónde va el peligro y hacia allí se dirigen como los insectos, atraídos por la luz de una lámpara. Una fuerza irrefrenable, que viene de otro lado —no se sabe de dónde, no se da explicaciones—, los succiona sin remedio. Dicen lo que no deben y preguntan cuando deberían callar, hacen lo que no corresponde y se acercan cuando tendrían que huir. Piensan «mejor no», pero aun así van. La «trama arácnida» en la que caen hace que siempre, sin excepción, sea tarde para las frases «no debí haber entrado» o «mejor no hubiera venido».

¿A qué obedece este despliegue narrativo? ¿Qué objetivo persigue? Como en espejo, si el lector llega hasta la última página, hará el mismo recorrido de la víctima, se convertirá en testigo y, a la vez, en cómplice de la trampa. Porque ya sabemos con lo que nos encontraremos: historias en las que alguien es cazado, en las que lo siniestro, bajo alguna de sus formas y con distinta intensidad, sale a la superficie y se hace visible. El vértigo por el que atraviesan los personajes será el timón de la lectura, y el texto permanecerá, paradójicamente, horripilante y bello. No es casual que en todos los cuentos de esta antología lo siniestro sea un ingrediente imprescindible y que varios de ellos hagan referencia, a la vez, a la belleza, a lo estético.

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Se ha escrito poca teoría sobre el género de terror, mucho menos de la que se produjo sobre el fantástico —con el que coincide cuando lo sobrenatural está presente— y el policial, en el que hay también víctimas, crímenes, crueldad, suspenso. Sin embargo, es uno de los géneros más exigentes y canónicos. En la medida en que estas historias no cuenten con ciertos ingredientes imprescindibles, no lograrán producir ninguno de los efectos esperados en el lector o en aquel que escucha.

El género de terror modeló su forma gracias a una larga tradición no sólo escrita, sino también oral, de origen popular, y se reactualiza incorporando ciertos reajustes temáticos y técnicos, de acuerdo con las diversas épocas y lugares donde se produce. Basta recordar los relatos de diferentes pueblos y las leyendas urbanas sobre fantasmas y aparecidos, las almas en pena que hacen algún reclamo, las casas embrujadas, los enterrados vivos, los angelitos y también los niños malditos, los poseídos por el diablo, los pactos de sangre, los juegos en los que los muertos se comunican con los vivos.

Las historias de terror se alimentan sobre la propia naturaleza del miedo: siempre es menor la fuerza de las víctimas que la potencia de aquello que deben enfrentar. Hay una desproporción evidente entre la capacidad del personaje y el desafío externo que se le impone. Posiblemente porque, como señaló Freud en su ensayo Lo siniestro, «la ficción dispone de muchos medios para provocar efectos siniestros que no existen en la vida real».

A la disparidad de fuerzas, se suman la soledad, el silencio y la oscuridad: tres factores que, según Freud, están vincu­lados directamente con la angustia infantil. (Y asegura que esa angustia nunca se extingue del todo.) El silencio, la imposibilidad de compartir con otro el padecimiento y el aislamiento son núcleos importantes del canon de la narrativa de terror. Ese «silencio inhumano» del que habla uno de estos cuentos. La mudez que acompaña al pánico, mientras el otro sigue en lo suyo, no sospecha y, cuando se le advierte, no cree. Va por otro camino, se distrae con otra cosa, vive una realidad diferente. Si acaso aparece, lo hace a destiempo: cuando el miedo de la futura víctima resulta ilusorio y fastidioso, incomprensible, o cuando el suplicio ya ha tenido lugar.

La víctima padece sola, se interroga sola. En cuanto alguien la elige, todo conduce a apartarla. El proceso de aislamiento comienza a funcionar de a poco, hasta que el horror se hace presente. Y si los afectados son varios, no hay margen para las alianzas, ni para la confabulación.

Entendimiento y concreción del terror son inseparables. Ningún personaje de estos trece relatos, una vez que comprende dónde se ha metido, logra escaparse, huir. Ni por mucho que corra. Aunque no todos los finales conducen a la muerte, las escenas de padecimiento físico o de trauma psicológico son inevitables. Si se salvan, el miedo y el recuerdo de lo ocurrido los perseguirán mientras vivan. Y este detalle aparece en la letra, se explicita.

La posibilidad de pedir ayuda no se concreta. Es una acción siempre postergada, una ilusión que calma. Lo mismo ocurre con los posibles recursos para defenderse: no sirve tener armas guardadas en algún cajón, cuchillos, ser fuerte, ni contar con alguna otra capacidad para enfrentar aquello que amenaza. De nada vale intuir, tener información, conocer. Por el contrario, ésa es la señal anterior a la catástrofe, lo que suele acercar al fin. Tal vez, como se señala en uno de estos cuentos, las víctimas tienen una «rajadura, esa debilidad esencial, por donde el susurro puede entrar».

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La crueldad aparece abrochada al dolor físico y al trauma psicológico, a la muerte concreta o al miedo a la muerte. No hay espacio para la ternura ni para la compasión. El «sujeto maligno», los sentimientos oscuros lo tiñen todo. Otra vez se vuelve a la horda, y resurgen las marcas de la bestialidad. Hay una memoria milenaria que se reactiva. Lovecraft recuerda que el terror es «tan antiguo como el pensamiento y el habla humanos».

No hay tercero al que apelar. No hay representantes del orden ni ninguna ley que se imponga. Nadie que cuide, que rescate. Ningún conjuro pone a salvo. Las llaves y los cerrojos no cumplen su función: todas las puertas y las ventanas pueden ser abiertas. No hay atajos ni refugios. Tras la simulada quietud inicial, emerge la «encerrona trágica». Adviene el triunfo de lo irracional, de lo instintivo. O del más allá. Sólo hay víctima y victimario, y el enfrentamiento es desparejo. Puro desorden y derroche tanático. El mal es aquí estrella principal, imposible disputarle protagonismo. La razón queda afuera.

Fernando Ulloa habló de «la malignidad de lo siniestro», lo relacionó con lo oculto deliberadamente, con lo secreto. Donde hay terror, hay maldad e impunidad. ¿Cómo luchar entonces, fuera de la fe y si no hay ley, contra las fuerzas del mal? En estos relatos, parece una empresa imposible. La narración suele finalizar cuando el crimen o la tortura acaban de cometerse o están a punto de ocurrir, y ya nada puede hacerse. Y en aquellas historias en las que el terror planificado recibe castigo, ese castigo es también terrorífico.

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Algunos de los autores de estos trece cuentos han incorporado en sus historias lo sobrenatural: ceremonias con cadáveres, vampiros, exorcistas y sanadores, muertos que resucitan, mujeres escalofriantes, esperpentos, seres del inframundo. Otros enraizaron el terror en la realidad cotidiana y reconocible, con la inclusión de torturas, asesinatos por venganza, explotación de niños y rituales satánicos. Y todo resulta posible, no hay aquí lugar para la inocencia; hasta un bebé puede ser amenazante, peligroso. En otros, la deriva de la mente se impone sobre todo lo demás, y se traspasa las fronteras entre dos mundos, para quedarse en la vereda de lo irreal o en el más allá de la locura.

No podían faltar los murmullos, los gritos, los golpes, las maldiciones, los rasguños, los colmillos afilados, los mordiscos, el llanto, el sudor, los temblores, el frío, la sangre, las pesadillas, el delirio, las ojeras, la palidez, las pieles horrendas. Ni los ataúdes, los cementerios, los violadores de tumbas, la morgue, la oscuridad, la luna llena, los instrumentos medievales de tortura, el cilicio y el látigo, las hojas de afeitar. Lo atroz y la desgracia tatuada en la frente. Cuando el terror irrumpe, lo arrastra todo, porque hay alguien que ha planificado minuciosamente lo que va a suceder. Los pocos protagonistas que logran escapar acusan el golpe, la marca traumática. Y ya no quieren regresar ni recordar.

Como en las pesadillas, una vez traspasado el umbral de cada título, el dispositivo del horror ya se ha activado. Es imposible detenerlo.

GRACIELA GLIEMMO

Buenos Aires, septiembre de 2012

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