Terror

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«SIGA A TODA COSTA»

DISCURSO CON MOTIVO DE LA CONCESIÓN DEL PREMIO M100 MEDIA SANSSOUCI A CHARLIE HEBDO

 

Bonsoir, Monsieur Biard, buenas noches, señoras y señores.

 

El 2 de noviembre de 2011, la sede de la revista Charlie Hebdo es pasto de las llamas. Un par de días antes había publicado una caricatura del profeta Mahoma en portada. La editorial arde, mobiliario y equipos quedan destruidos y hackean la página web de la revista. Aparece allí, entre otros textos: «Que la cólera de Dios caiga sobre vosotros.» Junto al escrito hay una foto de la mezquita de La Meca.

 

Apenas cuatro años más tarde, el 7 de enero de 2015, a las once y media aproximadamente, dos hombres enmascarados entran violentamente en el recinto de la editorial. En la sala de conferencias se reúnen periodistas, dibujantes y un invitado, sobre la mesa hay un pastel, alguien cumple años. Los autores del atentado matan a once personas. En su huida por París, los asesinos disparan al rostro a un policía que yace en el suelo y le causan la muerte. Un tercer islamista acaba después con cinco personas más, entre ellas, unos clientes de un supermercado judío de París.

Los hombres, hijos de inmigrantes argelinos, habían sido instruidos por Al Qaeda en Yemen. Y, de hecho, un dirigente de esta organización terrorista asume unos días más tarde la responsabilidad por el atentado.

Se trataba del atentado terrorista más brutal perpetrado en Francia desde 1961. Diecisiete seres humanos fueron asesinados. Un baño de sangre por un par de dibujos.

Hoy este premio honra a los muertos. Y honra a los supervivientes. Todo el mundo hubiera entendido que los periodistas y artistas no hubiesen seguido. Que usted y sus compañeros lo hayan hecho a pesar de todo, estimado señor Biard, que todavía exista Charlie Hebdo es un «pese a todo». Pese al asesinato de sus amigos, pese al duelo por ellos, pese a las condiciones en que deben trabajar en la actualidad. Por ello merece usted todos los premios y por ello me inclino ante usted.

 

En la polémica posterior al asesinato del 7 de enero, casi todos los periódicos alemanes citaban un ensayo del año 1919 del escritor Kurt Tucholsky. En él, Tucholsky planteaba la pregunta «¿Qué le está permitido a la sátira?», para contestarse a sí mismo de inmediato: «Todo.» Los periodistas culturales compusieron sus textos, gran parte de los redactores jefes escribieron un editorial y casi todos daban la razón a Tucholsky. La solidaridad puede entenderse, pero, de hecho, Tucholsky se refería a algo muy diferente.

Escribió esas frases en un tiempo totalmente distinto. Se había perdido la Primera Guerra Mundial, el emperador acababa de poner pies en polvorosa y la sociedad se había desmoronado. Como muchos otros, Tucholsky tenía sus esperanzas puestas en la democracia. Luchaba por ella como escritor y ensayista, y por eso le daba igual si las autoridades consentían sus textos. Algo que no hacían con demasiada frecuencia. Artistas como George Grosz y Karl Arnold también fueron procesados en esa época. Lo que Tucholsky quería decir era que la sátira puede permitírselo todo «a sí misma», que los artistas son los idealistas decepcionados que arremeten contra la realidad.

Él sólo vivió los comienzos del régimen de Hitler. Cuando escribió el texto todavía no existía la revista nazi Der Stürmer. Si hubiera conocido sus horribles caricaturas sobre los judíos, seguro que habría redactado esas frases de forma muy distinta.

 

Señoras y señores, las caricaturas pueden ser arte y la libertad del arte está hoy en día garantizada por nuestras constituciones. Pero es extremadamente complicado comprender qué es en realidad el arte. En 1917, Marcel Duchamp instaló en París un urinario sobre un pedestal y dijo que era arte porque él lo declaraba como tal. Tiempo después, Kurt Schwitters y Joseph Beuys afirmaron que cualquier persona es un artista y que todo es arte. Si eso fuera cierto, y si también fuera cierto que el arte es totalmente libre, cualquiera podría hacerlo todo. Sería el fin de nuestra sociedad. «En rigor, “el arte” no existe. Sólo existen los artistas», dijo Ernst Gombrich, uno de los historiadores del arte más significativos del siglo XX. Es una frase inteligente. Pues siempre se trata de «quién» dibuja y de «quién» escribe. El arte es precisamente lo que hacen los artistas.

Dejando a un lado lo dicho, la pregunta de hasta dónde les está permitido llegar a la sátira y a la caricatura ya no debería ni plantearse en una revista satírica. La sátira vive de exceder límites. Si éstos no existen, tampoco existe la sátira. Si todo está permitido, ya no se la necesita. La sátira debe ser mordaz, criticar y provocar, debe herir y ofender. Si no hace daño a nadie, no significa nada. Así pues, a los artistas debería darles igual si lo que hacen está permitido. Y hoy debe darles igual porque no tienen que temer más por su vida, pues en una sociedad ilustrada la discusión sobre los límites del arte, de la sátira y de la caricatura se desarrolla ante los tribunales. Ésta es tal vez la auténtica libertad del arte.

Y ésa fue también la historia de Chalie Hebdo hasta los atentados. En el periódico Le Monde apareció hace un par de meses un texto con este título: «Charlie Hebdo: veintidós años de procesos.» En efecto, la publicación ha sido demandada por casi todos los que podían demandarla: todas las organizaciones religiosas posibles, políticos y periodistas. Sólo la Iglesia católica ya ha iniciado catorce pleitos contra Charlie Hebdo, y ha perdido todos y cada uno de ellos. La revista sigue así una larga tradición.

 

El 14 de noviembre de 1831 se celebró en París un famoso juicio a causa de una caricatura. El acusado era Charles Philipon, por aquel entonces de treinta y un años de edad y editor de varias revistas satíricas. Philipon era propietario de la editorial y la litografía más importantes de París, era republicano y se sentía decepcionado y asqueado ante la ambición de poder del rey Luis Felipe I, quien debería ser en realidad un rey para los ciudadanos. En uno de sus periódicos apareció, sin que la censura se percatase inicialmente, una caricatura del rey en la que cubría con yeso los ideales de la revolución. Philipon fue acusado por ofender al monarca. Heinrich Heine escribió por aquel entonces sobre el proceso. En la sala del tribunal, Philipon argumentó primero que él no había atacado a la persona del rey, sino al «poder político abstracto», y que eso estaba permitido. Los jueces negaron con la cabeza. Entonces Philipon dijo que en la acusación se vulneraba la libertad de opinión y de prensa garantizada desde 1830. Se equivocaba. La Carta de 1830 —así como la Constitución, por otra parte— excluía la libertad de opinión cuando se trataba del rey. Philipon no tiró la toalla. Explicó a los jueces que si uno pretendía reconocer a toda costa al rey en un dibujo, lo podía reconocer en cualquiera. Y por esa razón cualquiera que dibujase algo debía ser acusado de ofender a su majestad.

Los jueces se quedaron mirando al acusado sin entender. Y lo que entonces hizo Philipon fue brillante. Cogió una hoja y dibujó el rostro del rey Luis Felipe, un hombre gordo con rasgos blandos y papada. Y luego manipuló ese rostro en tres esbozos que se alejaban cada vez más del primero hasta que sólo quedó la forma de la cabeza del rey. Y era la silueta de una pera. Así pues, Philipon dibujó una pera y no a un rey.

Naturalmente, lo condenaron pese a todo —a veces ocurre también con defensas espléndidas—, pero Philipon publicó el alegato y los dibujos en las revistas satíricas La Caricature y Le Charivari, y el caso tuvo una repercusión enorme. A partir de entonces todo el mundo llamó al rey «la Pera», y a cualquiera que quisiese criticar la odiada Monarquía de Julio y al rey le bastaba con pintar una pera.

 

Hoy en día no se juzga a nadie por dibujar a reyes o cancilleres como si fuesen frutas. La revista satírica alemana Titanic fue la primera en aplicar el mismo concepto a Helmut Kohl [Birne, «pera»] en 1982. En 1983 apareció un libro de Pit Knorr, autor y cofundador de Titanic,con ilustraciones de Hans Traxler. Llevaba el título de Birne. Das Buch zum Kanzler. Eine Fibel für das junge Gemüse und die sauberen Früchtchen in diesem unseren Lande. [Peras. El libro sobre el canciller. Un abecedario para frutas que todavía están verdes y otras demasiado maduras en este nuestro país.] En 1987 la Junge Union adoptó esa imagen, y hubo incluso pegatinas de peras en la campaña electoral, y tal vez sea éste, en efecto, el trato más inteligente que se puede dar a la sátira. Helmut Kohl, quien tuvo que aguantar más ofensas que cualquiera de nosotros, nunca demandó al Titanic, aunque seguramente habría ganado algunas de las causas.

Hace un par de días, el periódico del partido de gobierno griego, Syriza, mostraba una caricatura de Wolfgang Schäuble. El título de la ilustración era La negociación ha comenzado. Schäuble aparecía con el uniforme nazi. En los bocadillos se decía, respectivamente: «Insistimos en hacer jabón con vuestra grasa» y «Sólo discutiremos acerca del abono producido con vuestras cenizas». Era sin lugar a dudas una sátira. El portavoz de Schäuble estaba visiblemente furioso. Pero dijo que se trataba de la libertad de expresión. En el último número de Charlie Hebdo se representaba con el mismo uniforme a Angela Merkel. Señalaba a los doblegados griegos el camino a la cámara de gas: «Meteos dentro, allí se liquidarán todas vuestras deudas.» Y la portada actual muestra a un niño refugiado ahogado en la playa, y en el fondo un anuncio de McDonald’s reza: «Dos menús infantiles por el precio de uno.» Estoy seguro: la solidaridad pronto pasará y la proclama de «la sátira es libre» no tardará en olvidarse. Ayer mismo un gran medio de información alemán escribía: «Charlie Hebdo pierde simpatizantes.»

 

Señoras y señores, cualquier personaje público, y muchas personas de esta sala lo son, está a merced de la crítica. Ésta puede herir y ofender a cualquiera. A veces consiste en la burla y el escarnio, a veces es malintencionada y vulgar, a veces banal y tonta, y por desgracia a veces es justa e inteligente. Nos indigna, escribimos cartas, nos quejamos en todas partes y en último término quizá interponemos una demanda ante el juzgado. Pero incluso si va más lejos de lo permitido, no asesinamos a nuestros críticos y una vez que nos hemos calmado sabemos que debe existir, incluso aunque no podamos soportarla.

¿Se aplica otro criterio cuando se trata de comunidades religiosas? No lo creo. Para mí resulta inconcebible que la blasfemia todavía hoy pueda castigarse en especial medida. ¿Por qué la religión tiene que estar más protegida ante las ofensas que, por ejemplo, la orientación sexual, el color de la piel o la nacionalidad? Creo en el espíritu libre y moderado de nuestra Constitución, en su tolerancia soberana y en su amable concepción del ser humano. Y por eso estoy convencido de que las religiones, como todas las demás ideas, tienen que estar expuestas a la crítica. Esto es válido sobre todo cuando los actos de violencia se justifican con la religión.

 

Lo esencial, señoras y señores, lo esencial es, sin embargo, algo distinto. Los Estados modernos aparecieron porque los seres humanos renunciaron a tomarse la justicia por su mano. Transfirieron su rabia y necesidad de venganza al Estado, entregaron las armas. Sólo el Estado podía castigar, sólo él podía llevar a cabo procesos que todos reconocen. Desde el gran sociólogo del pasado siglo, Max Weber, se aplica el concepto de «monopolio de la violencia por parte del Estado», pero los precedentes en sí son, por supuesto, mucho más antiguos. Es el acuerdo entre los ciudadanos y su Estado, la base de nuestra convivencia: nosotros renunciamos a la violencia y, a cambio, se nos garantizan procedimientos regulados como es debido. Nunca fue fácil, se ha tardado siglos en llegar hasta aquí. La historia de este acuerdo es la historia de la evolución hasta el ordenamiento jurídico moderno, y sólo a través de éste llegamos a ser quienes somos.

 

Por eso el atentado terrorista no puede compararse con el asesinato de una esposa a manos de su marido o con el atraco a un banco. Aquél no fue una infracción del ordenamiento jurídico, sino un ataque contra el ordenamiento jurídico. En los periódicos, en la televisión y en internet discutimos a partir de la Constitución, mientras que el único objetivo de los terroristas consiste en hacerla pedazos. Nuestra declaración de que «la sátira es libre» resulta ingenua y desvalida ante la realidad del terror. Hablamos de los límites sutilmente definidos de unos dibujos a lápiz, mientras que los islamistas no se cansan de asesinar. Sus crímenes sangrientos no son intervenciones en un debate y sus víctimas no son cómplices de tomarse la justicia por su mano tanto si lo que hicieron estaba prohibido como si no.

 

¿Y qué consecuencias extraemos de todo ello?

 

Sigo estando convencido de que la democracia ilustrada también debe tratar a terroristas, a personas que quieren destruir nuestra sociedad, sólo con los recursos del derecho. Sólo mediante él se demuestra la capacidad de defenderse y la veracidad del Estado de Derecho. Furibundos, sedientos de venganza, siempre corremos el riesgo de olvidarnos de ello. Guantánamo es un ejemplo horrible de ello.

 

Pero también existe lo otro, lo más difícil de entender y lo menos evidente. Todavía recordarán que los representantes de los gobiernos de casi todos los países libres declararon tras el atentado que éste no había sido sólo un delito contra la vida, sino también un «ataque a la libertad de expresión y de prensa». Así lo dijo, por ejemplo, Angela Merkel. Sí, así fue seguramente como se planeó; pero, en realidad, lo que más fortaleció el acto terrorista fue la libertad de expresión. Por toda Francia y Europa, en Ámsterdam, Berlín, Bruselas, Lisboa, Londres, Madrid, Milán, Roma y Viena, la gente salió a la calle tras el atentado. El 11 de enero de 2015 se congregaron en París un millón y medio de personas, más de tres millones setecientas mil en el país. Un comentarista dijo que desde la Revolución francesa nunca se había manifestado tanta gente en Francia por un asunto. Muchos llevaban pancartas en las que se leía «Je suis Charlie». Lloraban a los muertos y se manifestaban por el derecho a la libertad de expresión. No creo que nunca haya habido tanto consenso por un derecho fundamental.

Es comprensible que, tras los atentados, algunos colaboradores de Charlie Hebdo dejaran la redacción. Y que en la actualidad otros periodistas no se atrevan a expresarse con libertad acerca del islam es espantoso. Tal vez premios como éste sirvan para darles ánimos.

 

Pero la verdad más profunda es: no son los terroristas quienes destruyen nuestra democracia. Ellos no pueden. Sólo nosotros mismos, señoras y señores, podemos poner en grave peligro nuestros valores. Sólo nosotros, los demócratas, podemos dañar la democracia. Y eso es algo que sucede con rapidez. Los populistas tienen seguidores, los políticos exigen leyes más duras, los servicios secretos concentran todavía más poder. Por todas partes, los partidos hablan de la «amenazadora islamización de Europa», se sienten «respaldados» por el atentado de París. Se exige un registro de datos de personas que se salgan de la pauta, una vigilancia más intensa de internet. Éste es el auténtico efecto del terrorismo; es indirecto y por eso peligroso.

 

Hace unas semanas estaba en el aeropuerto de Zúrich, detrás de una señora muy elegante, de unos noventa años. Parecía un poco confusa y superada por la situación. Estaban revisando su equipaje de mano, tenía que descalzarse, la cachearon, era evidente lo desagradable que le resultaba todo eso. En su bolso llevaba una botellita de perfume. El encargado de seguridad dijo que tenía que meterla en una bolsa de plástico. Naturalmente, la anciana no llevaba ninguna. El funcionario quería quitarle el frasco y luego pasó algo que pocas veces se ve. Otros pasajeros empezaron a protestar, se calentaron los ánimos y al final el empleado devolvió con gesto vacilante el perfume a la señora. Los terroristas, señoras y señores, ya casi han ganado. Tenemos que ser prudentes.

 

Es absurdo creer que el Estado se encuentra indefenso ante el terror. Pero ahora no nos sirven ni los gritos de guerra ni las acciones ciegas de rabia. A la larga, sólo la sensatez, sólo la Constitución, sólo el Estado de Derecho nos protegerán. Si traicionamos las reglas de las que nos hemos provisto, perderemos. Anders Breivik asesinó el 22 de julio de 2011, en Noruega, a setenta y siete seres humanos, treinta y dos de ellos niños y adolescentes, por motivos pseudopolíticos totalmente delirantes. Pero después no se establecieron en Noruega nuevas leyes de seguridad ni se pusieron escáneres corporales a la entrada de las escuelas y los campamentos de verano. El primer ministro Stoltenberg hizo lo contrario. En los funerales celebrados en la catedral de Oslo, dijo: «No renunciaremos a nuestros valores. Nuestra respuesta es: más democracia, más apertura, más humanidad. Enseñaremos al mundo que la democracia se hace más fuerte cuando se la amenaza.» En aquel momento, las frases de Stoltenberg me afectaron mucho y todavía me conmueven hoy. Son el núcleo del que debemos ocuparnos. Tenemos que oponernos a los fanáticos precisamente con lo que más temen y odian: nuestra tolerancia, nuestro concepto del ser humano, nuestra libertad y nuestro derecho.

 

Tucholsky murió en 1935. Erich Kästner dijo de él más tarde que había sido el «pequeño y regordete berlinés» que pretendía «detener una gran catástrofe con su máquina de escribir». Pero ¿saben, estimadas damas y caballeros, lo que realmente lo impulsaba, al igual que a su modelo Heinrich Heine y luego a Stefan Zweig, Elias Canetti, Thomas Mann y tantos otros, a criticar a su país? No era maldad, odio o afán de destruir. Era lo contrario. Para decirlo en unas pocas palabras, hoy en día tal vez demasiado grandilocuentes: era su profundo amor a la libertad, a la maravillosa riqueza de la vida. O, de una forma más actual: su convencimiento de que sólo deberíamos vivir en una sociedad ilustrada, diversificada y libre.

Hace poco vi parte del desfile del Christopher Street Day. Un hombre negro, alto, increíblemente guapo, bailaba en la calle. Iba desnudo salvo por unos calzoncillos muy ceñidos y llevaba unas alas blancas de ángel en la espalda. Los transeúntes se lo quedaban mirando. Al borde de la calle también había un árabe bajito con su esposa y su hijo, no debía de medir más de metro sesenta. Con barba cerrada, algo encorvado. El bailarín se acercó al árabe: esto se va a poner feo, pensé. Se plantó delante de él, se inclinó, le cogió el rostro con las dos manos y le dio un beso en la boca. El árabe se sonrojó primero, luego se mostró contento y rió para sí.

 

No vivimos en un mundo perfecto, pero es mejor que el de los siglos anteriores. Y necesitamos en él a Charlie Hebdo, lo necesitamos, Monsieur Biard. Su revista es insolente y frívola, exasperante y, una y otra vez, insoportable. Supera con frecuencia los límites de lo permitido. Pero eso es también la expresión y materialización de nuestra libertad, es parte del mundo que se ha creado a través de tantos siglos de dura lucha, opresión y dolor. Nadie que todavía esté en sus cabales querrá retroceder a la época anterior a la Ilustración, y la advertencia de Benjamin Franklin tiene en la actualidad más validez que en su tiempo: «Quien abandona la libertad para ganar seguridad, acabará perdiendo las dos.»

 

Estimado Monsieur Biard, se lo pedimos, siga usted con Charlie Hebdo. Siga usted a toda costa, siga haciendo lo mismo y hágalo durante todo el tiempo que sea posible.

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