Terror

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La segunda víctima » Capítulo III

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Capítulo III

El agente que hacía la ronda, Louis Skulberger, fue el que la descubrió. Había estado haciendo la comprobación de siempre, alrededor de las dos, revisando las puertas de los almacenes para asegurarse de que todo estaba cerrado, supongo.

Miró en nuestro sendero y vio que el coche no estaba, entonces descubrió la puerta lateral abierta, ligeramente sólo unas cuantas pulgadas. De modo que volvió sobre sus pasos, la abrió y tocó el timbre. Nadie contestó.

Entonces entró en la habitación, encendió la luz y descubrió a Tracy tirada en el suelo. Había sido estrangulada con una especie de cuerda y todavía estaba caliente.

No había señales de lucha, ni tampoco huellas dactilares. Quienquiera que fuese el asesino debió entrar por la ventana literal y permanecer allí en la oscuridad, esperando.

Claro que todo esto no lo descubrí enseguida. Lo ignoré durante varias horas y en ese tiempo lo pasé bastante mal.

El tipo calvo era el sargento Kroke. Su ayudante se llamaba Summers.

Les hablé del baile.

—Eso sería sobre las once, ¿no? —preguntó Kroke.

—Sí, pero después salimos.

—¿Salimos? ¿Quién?

—Mi chica y yo.

¿Cómo sé llama?

Dudé.

—¿Estoy obligado a dar su nombre? Quiero decir, sargento, que sus padres no saben que estuvo en el baile… ni en una taberna. No me gustaría ponerla en un aprieto.

—Sus problemas no serán nada comparados con los que tendrás tú, muchacho, a menos que puedas probar tus pasos.

—Espere un momento —dije—. ¿No creerá que he tenido algo que ver en esto, verdad? Tracy era la única familia que yo tenía, y… —estaba empezando a encontrarme molesto, así que me interrumpí.

Kroke no pareció notarlo.

—Éso déjalo para el D. A.[1] —dijo—. Ahora, ¿qué me dices de la chica?

—No se preocupe por la chica —repuse—. Si quiere usted una coartada, todavía puedo dársela sin complicarla a ella. Fuimos a un sitio en las afueras de Newton después del baile. Un lugar llamado «Billy’s». El camarero lo recordará, y también Herb Phelps.

—¿Quién es él? —Kroke estaba tomando nota de todo esto, arriba en el locutorio.

—Un amigo mío. Puede preguntarle. Vive en Fairmont, 225 Fairmont.

—Está bien. Fuiste a «Billy’s» después del baile. ¿Cuándo saliste de allí?

—Sobre las doce menos cuarto, supongo.

—¿Y después qué?

Ahí estaba el escollo. «¿Y después qué?». De las doce menos cuarto hasta casi las tres. En algún momento durante ese tiempo habían asesinado a Tracy. Y mi coartada no se extendía a tanto.

No podía abarcar a tanto a menos que comprometiese a Ann. Y sabía lo que ocurriría si lo hacía. Su nombre en los periódicos, los comentarios de todas las rameras ricas de los alrededores del lago: «Dicen que estuvo hablando con él en su casa hasta casi las tres de la mañana. ¡Esto es algo fuerte!».

No, no debía hacerlo. Además, en realidad, no podían sospechar de mí. No tenía sentido. Nada tenía sentido. ¿Por qué querría alguien matar a Tracy? Kroke me había dicho ya que nadie tocó la caja fuerte ni el dinero, y nada parecía faltar del almacén. Nada de la mercancía, eso es…

—¡Espere usa momento! —exclamé.

Kroke levantó la vista.

—¿Dónde está Kali? —le pregunté.

—¿Kali?

—La estatua.

—¿De qué estás hablando?

Le conté lo que había sucedido aquella tarde, cómo Tracy me había enseñado la figurilla haciéndome prometer que mantendría la boca cerrada. Y le hablé de la recompensa de mil dólares y del asunto de la figura robada. Todo esto también lo anotó y después llamó a Summers.

Summers me hizo describir la estatua; entonces lo envió a buscarla.

—En otras palabras —dijo Kroke—, ¿crees que alguien más conocía la existencia de esta estatua y fue a buscar para pedir la recompensa o puede que para venderla en algún sitio por más dinero?

—¿Qué otra cosa podía ser? Mi tía no tenía enemigos. Tal como yo lo veo, quienquiera que la robó no esperaba volver a ver a Tracy, y cuando reapareció, se asustó y…

—No hay rastro de ninguna estatua de esa clase por parte alguna —dijo Summers desde la escalera.

—Ya ve usted —dije—. Yo tenía razón. Eso lo demuestra.

El sargento Kroke encendió un cigarrillo.

—Eso no demuestra nada, muchacho —dijo—. Tú lo sabes.

—Pero es la verdad. Mire, ¿no puede usted descubrir dónde estuvo Tracy ayer por la tarde y por la noche? Entonces averiguará usted algo de la estatua e incluso puede que también encuentre al asesino.

—Seguro —dijo Kroke—. Lo investigaremos. Todo lo investigaremos. ¿Tenía costumbre tu tía de negociar con objetos robados?

—Ella nunca hizo semejante cosa en su vida.

—Pero acabas de decirnos que esa Kali no era mercancía limpia. Habla con sentido, muchacho.

—No estoy diciendo tonterías.

Pero yo sabía que no era verdad. Mientras más pensaba en el asunto, más tonto me parecía.

—Si realmente quieres ser sensato —dijo Kroke—, puedes decirnos lo que hiciste entre las doce menos cuarto y las tres de la mañana. Danos el nombre de la chica.

Sacudí la cabeza.

—Está bien, muchacho, lo haremos por el camino más difícil. —Se puso en pie y aplastó su cigarrillo en el cenicero—. Pero puede que cambies de parecer después que veas al D. A. mañana.

—¿Me van a encerrar? —pregunté.

Kroke se encogió de hombros.

—¿Qué otra cosa puedo hacer? Míralo desde mi punto de vista por un momento. Desde el punto de vista del D. A. —Se volvió a sentar y me miró fijamente—. Un muchacho que vive con su tía que tiene un buen negocio. Es dueña de un coche nuevo y tiene bastante dinero en el banco. Supongamos que ella muere, ¿quién se beneficiaría?

Intenté agarrarlo por el cuello. Estaba sentado completamente relajado, pero antes de que mi brazo se moviera, ya lo había sujetado. La expresión de su rostro no cambió.

—Es fácil, muchacho. Yo no estoy acusándote, sólo estoy conjeturando. Suponiendo, tal como lo hará el D. A.

—¿Cree usted que maté a Tracy por su dinero?

—Claro que no. Nadie sería tan tonto, ni pensar que podrías escapar con él.

—De modo que usted admite que yo no desearía matarla.

—No, por su dinero no podías planear matarla. Pero la mayoría de los asesinatos no se planean.

—¿Qué quiere usted decir?

—¿Prometes no exaltarte si te lo digo?

—Prometido. Continúe. No me importa. —Y en realidad no me importaba, porque ya todo había dejado de importarme.

—Bien, puede que ese muchacho se llevase bien con su tía, puede que se peleasen a menudo, ¿quién sabe? Claro que trataremos de averiguarlo. Pero tú sabes cómo son los muchachos. Les gustan las cosas agradables: Dinero, coches grandes y pasarlo bien. ¿No es cierto?

—Sí.

—Y también sabes cómo son los parientes viejos, las tías solteras por ejemplo. Tienen buena voluntad, pero puede que sean demasiado severas, demasiado exigentes.

—Tracy no era así en absoluto —dije—. Precisamente me dio veinte dólares para que saliera esa noche.

—¿Lo hizo?

—¿No me cree usted?

—No estoy aquí ahora para creer nada, muchacho. Como ya te he dicho, son sólo suposiciones. Y voy a seguir suponiendo que tu tía no te dio los veinte dólares. Que quizá ni te prestó el coche, o que no sabía que lo tenías. Voy a suponer que el motivo por el que ella salió esa noche fue por ir a buscarte, y que cuando regresó tú acababas de llegar. Voy a suponer que estuviste bebiendo; admites que fuiste a una taberna ¿verdad?

—Pero allí tomamos una copa nada más.

—Esta es mi historia. Tú puedes contar la tuya al D. A. —Kroke encendió otro cigarrillo—. Regresaste y tu tía llegó. Estaba furiosa. Te echó en cara el haber dispuesto del coche, de haberle robado el dinero de la caja registradora, o de su bolso, o de donde quiera que lo tomases. Te acusó de haber bebido. Y entonces discutiste, lo mismo que has discutido conmigo esta noche. No me engañas en absoluto con esas gafas, muchacho. Tienes temperamento. Y así es como siempre suceden las cosas.

—¿Qué cosas?

—Te he dicho que la mayoría de asesinatos no se planean. El temperamento lo hace todo. Hay lucha, y alguien pierde el dominio de sí mismo, toma un rifle, o un cuchillo, o un palo, y todo termina en un momento.

—Pero yo no podía hacer una cosa como ésa. —Di una patada—. ¡No podía!

Kroke apagó su cigarrillo y sacudió la cabeza.

—Mírate, muchacho —dijo—. Tienes la respiración agitada, los ojos enrojecidos, estás sentado con los puños apretados dispuesto a saltar. Dices que no podrías hacer una cosa semejante ¿eh? Ahora me hubieras matado sólo por lo que te he dicho. ¿No es verdad?

Me callé porque era cierto. Había deseado matarlo.

—Así fue como te sentiste cuando ella te acusó esa noche. Y algo que dijo, puede que te amenazara, te hizo saltar. No había ningún rifle, ni cuchillo, ni palo a mano. Pero sí un trozo de cuerda, la cogiste y con ella le sujetaste el cuello y después… eso fue todo.

—Tu primer impulso fue correr. Corriste con el coche. Huiste con tanta prisa que olvidaste tomar algún dinero. Y no tenías dónde ir. No había ningún sitio donde pudieras ir sin dinero. Regresaste con la esperanza de escapar. Y aquí nos encontraste. Ahora, recuerda que sólo estoy suponiendo.

Yo lo recordaba perfectamente, pero seguía con ganas de matarlo.

—Te viste obligado a inventar una especie de coartada. Lo de la chica no sirve, porque debiste llevarla a su casa sobre las doce. Te quedaste al descubierto hasta que decidiste inventar esa absurda historia del ídolo robado. Mira, muchacho, estamos en la era atómica. La gente ya no va por ahí robando estatuas de diosas chinas.

—Hindú —corregí.

—No importa. Mi consejo es que cuentes la verdad. No engañarías ni a un niño de doce años, y menos a doce hombres de un jurado.

—No habrá ningún jurado —aseguré—, porque la historia es verdad. Había un ídolo en la tienda y usted se enterará cuando lo investigue.

—¿Es eso todo lo que tienes que decir?

—Lo siento —dije—. Pero yo no la maté, y le he dicho la verdad.

—Vamos, entonces.

Bajamos las escaleras. Summers y los otros estaban todavía trabajando. Yo no miré, no quería mirar.

Entonces Kroke me llevó al otro lado de la ciudad y me encerraron. Dijeron muchas cosas e hicieron muchas más, pero nada fue importante. Lo único importante fue que, finalmente, me metieron en una celda y me encontré solo en la oscuridad, y pude hacer lo que deseaba.

No me avergüenzo por ello. Lloré por Tracy.

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