Terror

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La segunda víctima » Capítulo IV

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Capítulo IV

Empezaba a clarear cuando me quedé dormido, y oscureciendo cuando me desperté.

Nadie me había molestado en todo el día, ningún guardián, ningún sargento Kroke, ningún fiscal de distrito. Estaba empezando a preguntarme, cuando las luces se encendieron en el vestíbulo y se acercó un guardia.

Se detuvo delante de mi celda y abrió la puerta.

—¿Has descansado bien? —preguntó.

—Sí; ¿cuándo comemos?

—Cuando quieras.

—¿Quiere usted decir que lo puedo pedir ahora?

—Puedes pedirlo cuando quieras. Vas a salir.

—¿Estoy libre?

—Eso creo. Pell desea verte primero un momento.

—¿Quién es Pell?

—El fiscal del distrito. Vamos.

Le seguí al vestíbulo y subimos las escaleras donde nos esperaban el señor Pell y el sargento Kroke. Pell me estrechó la mano y el sargento asintió.

—El guardia dice que me dejan ustedes libre —dije.

—Es cierto, señor Thomas. Sólo hay una formalidad, claro. Queremos que mañana por la mañana se presente usted a testificar en la encuesta.

Asentí, como si supiera de qué se trataba.

—Lamentamos mucho haberle causado tantas molestias —dijo el señor Pell—. Pero usted comprende que en circunstancias como éstas hay que tomar todas las precauciones. Se lo expliqué todo a la señora Colton.

—¿La señora Colton?

—Está fuera, esperándole. Ahora, si me perdona, aquí el sargento le dará instrucciones.

Pell salió y el sargento Kroke escogió un cigarrillo. Lo encendió y se sentó observándome.

—¿Cómo se enteró ella? —le pregunté.

—Supongo que lo leyó en el periódico. El Bulletin sale a las tres, pero hoy lo lanzaron un poco temprano, a causa de la gran noticia.

—¿Gran noticia, eh?

—Toma, léelo tú mismo.

Sacó de su bolsillo un periódico doblado y me lo entregó. Leí toda la historia. Según el cronista se me había detenido por sospechoso, por no haber dado una explicación satisfactoria de mis pasos.

Pero me interesó mucho más lo que el periódico decía sobre la vida de Tracy y de la forma en que murió. Estaba claro que había sido estrangulada; estrangulada con un cordón. Parecía ser el trabajo de un experto, de un profesional del crimen. Quien escribió sobre el crimen también debió de pensar lo mismo, porque se había extendido en lo que le conté al sargento Kroke referente a la estatua robada y la recompensa.

Cuando terminé, Kroke se acercó y tomó el periódico de mis manos.

—Lo que el fiscal ha dicho también va por mí —dijo—. Siento lo de la noche pasada. Te hice pasar un mal rato.

—Ése es su trabajo, ¿no? —dije—. ¿Pero qué le hizo cambiar a usted de opinión, aparte de la señora Colton?

—Lo leerás en los periódicos de mañana —contestó Kroke—. Pero yo te lo voy a decir ahora. Esa absurda historia tuya acerca de la estatua robada ha resultado cierta. Hace cosa de media hora tuvimos una llamada de Reed Center. Por supuesto, se habían enterado de la historia e hicieron algunas averiguaciones. Parece ser que hubo otro asesinato hace unas tres semanas. Estrangulamiento por el mismo sistema. ¿Has oído hablar de Stuart Athelny?

—¿El que dirige Athelny Mills?

—Solía dirigirlo. Ahora se ha retirado. Bueno, tiene un museo privado en su casa. Asesinaron a su guarda nocturno. Asesinado por alguien que robó una estatua como la que has descrito.

Kroke apagó su cigarrillo.

—¿En la era atómica? —pregunté.

—No me lo recuerdes más, muchacho. Te dije que lo sentía y es cierto. Lo siento mucho. Lo siento por ti y también ahora, por mí. Porque hasta hoy estaba empezando a creer que se trataba de un caso de lo más simple. Y ahora… —se encogió de hombros.

—¿Qué hay de la encuesta?

—Nada. Se te citará para mañana a las diez. Te llevaremos a Morgan Brothers, el depósito de la funeraria. El abogado de su tía, Arbrot, se ha encargado de todas las diligencias. Hablará contigo más tarde. A fin de cuentas, todo lo que tienes que hacer es declarar que hablaste con tu tía ayer por la tarde y decirle al juez todo lo que puedas recordar sobre lo que ella y tú dijisteis. Después sobre el baile y tu regreso a casa. Eso es todo. Probablemente emitirán un veredicto de homicidio por persona o personas desconocidas, y a partir de aquí es donde nosotros tenemos que entrar en acción, ¡el cielo nos ayude! A menos que obtengamos algo más concreto esta noche.

—¿Ha descubierto dónde fue Tracy ayer por la tarde y por la noche?

—Todavía no, pero seguimos trabajando en esto. Créeme, puede servir de gran ayuda. Y puede que Athelny tenga alguna pista para nosotros. Vendrá esta noche desde Reed Center e imagino que querrá verte. ¿Estarás en casa?

—No me alejaré —prometí—. No me ausentaré hasta que detengan al asesino. Tampoco estoy resentido ya por lo de anoche. Quiero cooperar con ustedes.

—Así debe ser, muchacho. Lo mejor que puedes hacer ahora es seguir las instrucciones. Habla con Athelny esta noche y con el juez mañana. Entonces veremos dónde estamos.

Abrió la puerta.

—Ven y recoge tus cosas.

Bajé, firmé y tomé mi cartera y mis llaves. Entonces me dejaron salir y me encaminé a la sala de visita donde estaba Ann.

Ella se adelantó y durante un momento creí que iba a rodearme con sus brazos, pero me dio la mano, nos la estrechamos como una pareja de extraños que se encuentran por vez primera y bajamos las escaleras.

Su coche era grande y me condujo a casa a toda prisa. Yo no sentía interés por el trayecto, sólo me interesaba lo que ella tenía que decir.

—Eres un condenado tonto —fue lo primero que dijo.

—Pero, Ann…

—No importa. ¿Creíste que ibas a manchar mi nombre, o algo así? Como un héroe que prefiere verse envuelto en un asesinato antes que comprometer la reputación de una mujer. Supongo que no has leído la declaración en el caso de mi divorcio.

—¿Ni siquiera vas a permitirme que te dé las gracias? —pregunté.

—¿Gracias por qué? Escucha, mi caballeroso compañero, ¿durante cuánto tiempo crees que hubieras podido mantener mi nombre fuera de todo esto si tenías que presentarte a juicio? Nos vieron juntos en el baile. Los policías seguirían esa pista y se imaginarían muchas cosas. Quizá cosas peores, investigando en los bares, moteles y sitios por el estilo. Así que cuando leí los periódicos, vine enseguida. No es más que por sentido común, Jay. Retiro lo que te dije ayer. Después de todo eres todavía un niño.

Detuvo el coche delante de la tienda. Por supuesto, estaba a oscuras, pero yo tenía las llaves.

—¿Vas a entrar? Tengo que cambiarme y después saldré para comer algo.

—Lo siento. Tengo una cita.

—Oh —exclamé.

Se volvió hacia mí. No pude ver su rostro.

—Jay, lo siento, por ser como soy. Ya sabes lo que quiero decir. Tú sí mereces que te dé las gracias por pensar en mí antes que en ti en una ocasión como ésta. No hubiera servido de nada, pero sé por qué lo intentaste. Fue… muy bonito por tu parte, Jay.

No pronuncié palabra.

—Y también quiero decirte que lo siento mucho por tu tía. Puedo imaginarme cómo te sientes. —Dudó un momento—. ¿Tienes idea de quién puede…?

—No —dije—. Ninguna.

—Ese ídolo, esa Kali. ¿Sabes algo que no contaras a la policía?

—En absoluto. ¿Por qué?

—Porque tengo un amigo que… oh, déjalo. Te lo diré en otra ocasión.

—¿En qué otra ocasión?

—Dentro de unos días. Los dos vamos a estar muy ocupados durante algún tiempo y puede que quizá sea mejor que no se nos vea juntos hasta… ya sabes.

—Seguro. Lo sé. Buenas noches.

—Te llamaré.

—De acuerdo.

Y eso fue todo.

Era extraño encontrarme en la tienda y subir las escaleras completamente solo. La cocina estaba en orden, pero no comí allí. No podía. Tomé una ducha y me afeité, me cambié de ropa y volví a salir.

El Caddy seguía en el garaje, pero lo dejé allí. Por alguna razón no deseaba tomarlo tan pronto. Caminé cerca de una milla hasta los alrededores del colegio antes de entrar en un restaurante para comer. Podía haber ido a la sala de té que hay en el mismo bloque, pero allí habría gente conocida. Preferí comer en otro sitio y regresé sobre las siete y media. Apenas había subido la escalera cuando sonó el timbre.

Abrí desde arriba y el sargento Kroke subió seguido de un hombre grueso. Supuse que debía tratarse de Athelny y así era en efecto.

Nos estrechamos las manos y lo miré de arriba abajo. Tenía una cara rojiza y el pelo blanco como la nieve, pero no parecía viejo. Era el tipo de pelo blanco que se ve en las personas que han envejecido prematuramente; era suave y rizado como el algodón de la barba de Santa Claus.

No hubo nada suave en su apretón de manos, ni tampoco en sus ojos ni en su voz.

—He sentido mucho lo de su tía. Ahora, si no le importa, me gustaría hacerle algunas preguntas acerca del ídolo.

—Como usted quiera. Siéntense.

Se sentaron y no esperé que me preguntara. Conté al viejo Athelny todo lo que sabía. Describí la estatua con detalle, tan bien como podía recordarla.

—No hay ninguna duda —dijo Athelny cuando terminé—. Ésa es desde luego, mi Kali.

Kroke fumaba de nuevo.

—¿Está usted completamente seguro? —preguntó el sargento—. Quiero decir si no puede haber más de una. Se ven gran cantidad de esas cosas, Budas y demás.

—No como Kali. —Athelny se pasó una mano por el pelo—. Sólo he visto tres de ellas en mi vida, y he pasado nueve años en la India.

—Allí fue donde la consiguió, ¿no?

—Sí. Justo después de la guerra. Me marché con una compañía en el año 42, ya usted sabe. Íbamos en barco a las bases. Kali proviene de las ruinas del templo cerca de Khaligut, no lejos de Calcuta. Es el original del retablo y he hecho comprobar su autenticidad.

—¿Cuál es su valor?

—¿Se refiere usted para un ladrón ordinario? Nada. Sólo una fea pieza de bronce. Hablando en términos arqueológicos, no tiene precio. No hay un solo museo en todo el país que no quisiera obtener una cosa así.

—¿Cree usted que quizás algún coleccionista le tuviera puesto el ojo?

—El ojo, sí. Las manos, no. Esta estatua de Kali es demasiado rara, demasiado antigua, para que nadie se arriesgue abiertamente. Después de todo se han publicado catálogos de mi colección; todo el mundo sabe que Kali es de mi propiedad.

Kroke asintió.

—¿Qué me dice de otra clase de ladrón? —preguntó—. Usted dice que había ofrecido esa recompensa.

—Sí, mil dólares. El periódico de Reed Center publicó la historia la semana pasada. —Athelny me miró—. Su tía sabía esto, ¿verdad? Y había pensado ponerse en contacto conmigo para el dinero de la recompensa, ¿no?

—Eso es lo que ella dijo, señor Athelny. Tracy sabía perfectamente que era robada. Pero no me explicó cómo lo sabía, ni dónde la consiguió.

—Hummm —alargó su gruñido—. Dígame, ¿tuvo su tía alguna vez una colección propia, como pasatiempo?

—No, que yo sepa. Tenía unas cuantas piezas de Sèvres que había encontrado y que no estaban en venta, pero nada más.

—Nada más que usted sepa. A pesar de todo, eso no la excluye. Ya he tropezado otras veces con ladrones de objetos antiguos.

—Escúcheme, señor Athelny —protesté—, si quiere usted decir lo que creo haber comprendido, mejor será que lo olvide. Mi tía nunca habría robado su estatua, y por supuesto que no iba a estrangular a un vigilante. Y si lo hizo… ¿quién la estranguló a ella? Yo no soy ningún detective, pero está bastante claro para mí que los dos asesinatos los cometió la misma persona.

Al principio creí, por el aspecto de su rostro, que estaba furioso conmigo. Después me di cuenta de que no estaba enfadado. Tenía miedo. Su rostro rojizo había palidecido, y se pasó la mano por el pelo.

Kroke lo notó también.

—¿Se le ha ocurrido algo? —preguntó.

—No… nada —dijo Athelny. Pero habló demasiado aprisa.

—Está bien. —Kroke se echó haca atrás—. ¿Qué nos queda entonces? Usted no cree que se trate de un coleccionista, y tampoco que sea un ladrón vulgar. ¿Quién más puede desear la estatua con tal pasión hasta llegar a matar por ella?

Athelny no respondió, pero volvió a pasarse la mano por el pelo.

—Es posible que yo pueda ayudarle un poco, señor Athelny —dijo Kroke—. Esto de ser detective le lleva a uno a veces a unos lugares muy extraños. Por ejemplo, hace sólo unas horas estuve en la Biblioteca Pública. Me senté en la sala de lectura y estuve documentándome un poco sobre Kali. ¿Debo continuar o he sido bastante claro?

—Es suficiente. —Athelny se echó hacia delante—. Pero si leyó usted algo, debió usted descubrir que todo aquello terminó. Sleeman acabó con todo en 1830, hace ya bastantes años. Nunca se volvió a repetir bajo el mandato británico. El culto quedó exterminado y los templos se convirtieron en ruinas. Esta estatua proviene de las ruinas.

—Pero lo mismo el vigilante que Tracy Edwards fueron estrangulados. ¿Qué le sugiere eso?

—Coincidencia. O sentido práctico. Después de todo, es un método rápido y certero, y también tranquilo.

—Pero también es burdo —dijo Kroke—. A menos que el trabajo sea hecho por un experto. Un experto que sepa de anatomía, que sepa dónde debe presionar. Y yo le aseguro que estos asesinatos fueron obra de un experto.

—¡Le digo que es imposible! —Athelny habló fuerte, y tuve la idea de que lo hacía más para convencerse a sí mismo que para convencer a Kroke—. Todos están muertos y enterrados desde hace más de un siglo. A menos que se trate de un maniático con un repulsivo sentido del humor, con el propósito de asustarnos a todos…

Le interrumpí.

—¿Le importaría ponerme al corriente de lo que estén hablando? —pregunté.

Kroke me miró y asintió.

—He aquí lo que he descubierto esta tarde sobre tu amiga Kali. Kali, alias Deva, alias Durga, alias Chandi, alias Bhowanee, alias una docena más de largos nombres hindúes, fue una damita bastante importante, como esposa de Siva el Destructor, uno de los Tres Grandes de su religión. Y ella tuvo bastantes seguidores.

—¿Quiere usted decir adoradores?

—Eso es, adoradores. Pero hicieron algo más que adorar. Hicieron sacrificios. El culto se llamaba Thugee o Thuggee. De ahí viene nuestra palabra «thug»[2]. ¿Has oído alguna vez hablar de los thugs, muchacho?

Algo me pareció recordar.

—¿No eran los estranguladores?

—Ahora ya lo sabes. Eran estranguladores profesionales. Era su modo de adorar a la Madre Oscura, como la llamaban. Nunca derramaban sangre, sólo estrangulaban con un nudo corredizo. Deambulaban por la India en grupos, de todas partes, desde veinte hasta doscientos. Pasaban por mercaderes, viajantes o peregrinos religiosos. Todo el mundo recorría las carreteras en aquellos tiempos en dirección a los templos, y gustaban de caminar en grandes grupos para protegerse contra los ladrones. Las bandas de thugs avanzaban hasta encontrar otro grupo descansando junto a la carretera, y entonces se unían y continuaban juntos. Y así seguían durante varios días e incluso varias semanas. Todos muy amigos, compartiendo la comida, haciendo las guardias por turnos. De súbito, una noche se daba una señal en el campamento. Los burkas y los Kuboolas entraban en acción.

Miró a Athelny que asintió despacio.

—Como ves, era un culto religioso verdaderamente desarrollado; aquellas gentes vivían sólo para adorar a su diosa, pasándose sus rituales de padres a hijos a través de las generaciones. Para llegar a ser un thug, un joven tenía que empezar como explorador, y aprendía a seleccionar víctimas de las caravanas. Entonces se le enviaba con un hombre más viejo que le enseñaba a matar, a estrangular en silencio como un experto. Recibía lecciones regularmente durante años. Luego se convertía en kuboola, un novicio, y viajaba con las grandes caravanas y observaba. Después de esto se graduaba para shumshea, que es como una clase intermedia. Era el ayudante.

Por la forma en que Athelny asentía, comprendí que todo esto lo conocía. Y empezaba yo a comprender el motivo de su miedo.

—Ya puedes imaginarte la escena, muchacho. La caída de la noche en una carretera de algún lugar de la India, la entrada de la noche en aquel país, hace unos ciento veinticinco años. Sin aviones, sin coches, sin electricidad, sin policía organizada. Sólo pequeñas caravanas que viajan hasta el atardecer, y después acampan alrededor del fuego, durmiendo en carretas o al aire libre.

—Los thugs se han infiltrado, y forman parte de la caravana. Se han hecho amigos de todos, han compartido la comida, incluso han cortejado a las mujeres. Una docena de ellos se encuentran en las cumbres de las colinas, vigilando para que no se acerquen los ladrones. En realidad vigilaban para asegurarse que nadie vendrá a perturbarlos.

—Los dirigentes, los jefes bhortutes, están sentados rodeando el fuego después de la comida. Se pasan el vino y la cerveza. El fuego es pequeño, y varias filas de viajeros se sientan alrededor. Sólo que esta noche, la fila más cercana al fuego está compuesta por los shumsheas, los ayudantes. Y la más alejada, por los burkas, los verdaderos asesinos. Los inocentes miembros de la caravana se encuentran encerrados en el centro.

—Entonces llega la señal. Puede que en forma de un ruido, o que se trate de una palabra en ramasi, la lengua secreta con la que los thugs se dan a conocer unos a otros en los caminos. Fuere lo que fuere, sólo necesitan un momento para lo que ocurre después.

—Los ayudantes, o sujetadores de manos, aguantan los brazos y manos de sus víctimas. Y detrás de cada cabeza, se levanta un burka con un cordón que ha sacado de su cinturón o ropaje. No se oye ni un ruido. No hay nunca un solo ruido cuando los phansigars son diestros. En un instante todos los miembros de la caravana han muerto. Los burkas recogen los cuerpos y los novicios abren las tumbas, enterrando los cadáveres bajo el polvo de las encrucijadas del camino.

Kroke tomó otro cigarrillo.

—Suena a pesadilla, ¿verdad? Pero es cierto todo lo que he dicho. Los thugs mataron a cientos de miles, quizá millones, antes de que se sospechase de ellos y la policía militar los exterminase.

—Pero fueron exterminados —dijo Athelny—. Eso también es verdad y es algo muy importante. Thuggee ha muerto. No hay más thugs.

—Los nombres no tienen importancia —le dijo Kroke—. Puede que no se llame a sí mismo un thug, nuestro asesino. Pero actúa como uno de ellos y mata por Kali. —De repente avanzó el cuerpo y sujetó a Athelny por un brazo—. ¿Qué hace usted con eso? —preguntó.

Miré las manos de Athelny. Sujetaba un trozo de hilo, un hilo largo que había arrancado de la manga de su chaqueta. Sentado allí, escuchando la historia de Kroke, había estado jugando con él.

¿Jugando? No era eso exactamente. Era sólo un trozo de hilo, pero las manos de Athelny lo habían convertido, con suma pericia, en una perfecta miniatura del nudo corredizo de un ahorcado.

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