Terror

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La segunda víctima » Capítulo V

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Capítulo V

Nada en claro se sacó de aquello. El viejo Athelny no aceptó el confesar que se había dedicado a estrangular gente para apoderarse de una estatua que ya le pertenecía.

Todo lo que ocurrió fue que se sintió enloquecido. Kroke tuvo que calmarlo diciéndole que se mantuviera en contacto con él y haciéndole prometer que vendría a echar una mirada a cualquier sospechoso que apareciese.

Entonces se marcharon dejándome solo.

Había aprendido un algo esta noche, algo acerca de los thugs, y un poco sobre el sargento Kroke. Francamente, antes de esta tarde no me había producido ninguna impresión, pues no parecía ser muy inteligente, ni una teoría brillante, nada en absoluto, excepto el modo en que había ido tras la historia sobre Thuggee, la había aprendido de memoria y la había empleado.

Pensándolo bien, me di cuenta del motivo por el que contó esa historia. Estaba alerta a mis reacciones y también a las reacciones de Athelny. Por eso se lanzó sobre Athelny cuando vio que sus manos habían estado elaborando el hilo. Quizá pensó que asustándolo podría sacarle algo. Un viejo truco.

Pero no le había servido.

Me fui a la cama después de un rato, y me pareció extraño encontrarme solo en la casa. ¿Solo? Empecé a hacer conjeturas.

Sentí miedo. Por lo tanto me levanté y bajé a comprobar si las puertas y ventanas estaban bien cerradas. ¿Quién podía atacarme? Después de todo, Tracy había muerto la noche anterior, había muerto en la oscuridad. Y puede que el asesino estuviera loco, y que regresase.

Permanecí largo tiempo echado en la cama, casi esperando oír un ruido. Incluso me dejé las gafas puestas a oscuras, por si algo sucedía. Pero no se produjo ningún ruido, y finalmente me despojé de las gafas y me dormí.

No fue un sueño profundo ni me sentí descansado al despertar. Pero al menos había pasado la noche, estaba libre y en mi propia cama, lo cual ya era mucho.

Justo después del desayuno tuve una llamada telefónica de August Arbrot, el abogado de Tracy. Me habló de los arreglos que había hecho con vistas al funeral para el día siguiente, y también, de la encuesta, que entonces me vería y podríamos hablar.

Le di las gracias y me encaminé a prepararme el desayuno. Fue una comida bastante triste, solo en la cocina.

La encuesta fue también bastante triste. Kroke vino a buscarme en un coche celular y nos dirigimos al depósito de la funeraria. Me imaginé que estaría nervioso y que pasaría un mal rato cuando el coronel me interrogase, pero no hubo nada de eso. Parecía aburrido, y también los miembros del jurado y los policías. Las preguntas no duraron más de cinco minutos, y no se llamó a ningún otro testigo. Esto significaba que Kroke no tenía ninguna pista. Supongo que por eso me sentía tan triste.

August Arbrot estaba allí. Después del veredicto, que fue exactamente tal como Kroke había dicho, fui a hablar con él. Almorzamos juntos en la ciudad, y charlamos del negocio y de todo. Tracy no había dejado ningún testamento, pero no tenía más pariente que yo. Todo hacía suponer que el negocio pasarla a mí, al menos cuando cumpliese veintiún años en diciembre. Hasta entonces, Arbrot prometió hacerse cargo de él, ocuparse de una revisión de cuentas y de lo del juzgado. Quiso hablar conmigo sobre la tienda, aconsejarme que tomase a alguien para que me ayudase, pero no le dejé continuar.

—No la abriré hasta que hayan transcurrido unas cuantas semanas, no hasta que todo esté claro —dije.

—¿Qué le hace pensar que se va a aclarar tan pronto? —preguntó—. ¿Tiene usted alguna pista?

—Ninguna. ¿Y usted?

Sacudió la cabeza.

—Yo me ocupaba de los asuntos de su tía. Lo único que puedo decirle, y todo lo que pude decir a la policía, es que en ese aspecto todo está en orden. En cuanto a su vida privada, nada sé.

Tampoco yo. A propósito, Tracy no tenía lo que llamaríamos vida privada. Montones de conocidos, personas para los que había hecho algún trabajo, pero pocos amigos. Y eran en su mayoría viudas o mujeres de negocios como ella misma, o profesores y sus esposas.

Muy raras veces iba a reuniones o a fiestas; entre el trabajo de sacar adelante la tienda y de cuidar de mí, siempre tenía ocupado todo su tiempo.

Afirmaría que no había conocido a ningún thug, ni a maniáticos, ni a criminales profesionales. Era difícil tener ninguna pista.

Regresé a la tienda muy pensativo aquella tarde. Mantuve la puerta cerrada y ningún cliente trató de entrar. Todos habían leído los periódicos, claro.

Permanecí sentado, mirando la pared blanca, esperando la chispa de inspiración, o de intuición, o de simple lógica, que se supone debe existir cuando se desea resolver un crimen. Nada sucedió.

Nada ocurrió hasta que sonó el zumbador de la puerta lateral, y dejé entrar al sargento Kroke.

—¿Ocupado? —preguntó.

—No, estaba sentado aquí.

—Bien. Pensé que quizá le gustase dar un paseo.

—¿Dónde vamos?

—Al colegio. Después de todo, los muchachos se las han arreglado para descubrir algo. Tu tía cenó anteanoche en la sala de té, y más tarde hizo una visita al profesor Cheyney.

—¿Cheyney?

—Nunca lo he visto, pero iba a conocerlo. Tracy dijo algo sobre que llegaría a un acuerdo con él para que me diese un curso de estudios. Mitología o algo por el estilo.

—Sabes que él es un orientalista, ¿verdad?

—¿Kali?

Kroke asintió.

—Eso espero. Es lo que pienso averiguar. ¿Quieres venir?

Me puse en pie.

—Vamos. Y… gracias por pedírmelo.

Me palmeó el hombro.

—Supongo que te debo algo por el mal rato que te hice pasar. Pero recuerda que sólo vienes para dar el paseo. Déjame hablar a mí.

—De acuerdo.

Cuando salíamos anochecía, subimos al Plymouth de Kroke y nos encaminamos a las afueras.

Cheyney, según supe después, era sólo un profesor auxiliar, y no disponía de un despacho en el colegio, sino de las aulas. Sus alumnos eran en su mayoría grupos que se dedicaban al estudio de la investigación en sus propias casas, porque no había muchos estudiantes que fuesen a Pointville a estudiar filosofía oriental y cosas por el estilo.

Nos dirigimos a su casa, vivía en la avenida Fuller.

—¿Qué piensas de Athelny? —preguntó Kroke durante el camino.

—¿Quiere usted decir si me gusta? ¿O si creo que está complicado en los asesinatos?

—Las dos cosas.

—No me gusta. No creo que sea un asesino, pero presumo que sabe más de lo que nos dijo.

Kroke emitió un gruñido.

—Debería usted averiguar dónde estuvo anteanoche.

Kroke volvió a gruñir.

—¡Por favor, muchacho! Después de todo no somos unos principiantes. Lo tenemos vigilado por la gente de Reed Center, desde el asesinato del vigilante; su coartada se ha comprobado cuidadosamente. Y anteanoche estuvo jugando al póquer en el Club Athletic con el senador Crawford hasta las tres de la madrugada.

—Lo siento. No era más que una idea.

—Nosotros también tenemos ideas. Así que no te preocupes. Athelny no es nuestro hombre. ¿Pero qué te hace suponer que sabe más de lo que dice?

—Porque no fue sincero y no nos habló desde el primer momento de los thugs, ni explicó de quién obtuvo la estatua.

—Tienes razón. Hemos llegado.

El profesor Cheyney vivía en una de esas casas antiguas rodeadas de una balaustrada. Echamos a andar por el sendero bordeado de árboles y llamamos a la puerta.

Él mismo salió a abrirla.

—Soy el sargento Kroke —dijo mi compañero— y éste es Jay Thomas. Pensé que podía venir con él.

—Por supuesto. Entre, sargento, le estaba esperando. —Estrechó la mano de Kroke y después la mía—. De modo que usted es el sobrino de Tracy. —La sonrisa se borró de su rostro—. Puedo decirle cuánto lo siento, muchacho. ¡Qué horrible! Su tía y yo éramos muy buenos amigos. Ella hablaba frecuentemente de usted, pero entre, entre.

Nos condujo a través del vestíbulo hacia la biblioteca. Las paredes estaban cubiertas de estanterías con libros, y había quizás una docena de grandes sillas esparcidas por allí. Probablemente era donde daba sus clases particulares. Nos sentamos. Él tomó asiento detrás de su mesa. El sol entraba por su derecha y podía verlo muy bien.

No estaba mal para ser un profesor. Quiero decir que no era amanerado ni tampoco iba vestido de manera lamentable. Llevaba puesto un traje de piel de tiburón azul oscuro de aspecto flamante y una corbata marrón. Estaba perdiendo el pelo en las sienes, pero no podía tener más de treinta y cinco años. Al verlo en la calle, probablemente parecería un hombre de negocios, dedicado a los seguros, pues tenía la sonrisa fácil y la voz profunda, con la que se eleva una póliza de seguro de vida por mil dólares, a una doble indemnización de diez mil.

Doble indemnización. Eso me hizo pensar en Tracy y en su seguro, en el porqué estábamos allí. Aparté mis pensamientos y me concentré en lo que Kroke estaba diciendo.

—¿A qué hora llegó la señorita Edwards?

—Sobre las nueve y media, yo diría que incluso más tarde. Sé que era bastante tarde, porque casi había terminado de corregir el montón entero de ejercicios de mis alumnos.

—¿Puede usted hablarnos con detalle del motivo de su visita, profesor?

El profesor Cheyney sacó su pipa y una bolsa de tabaco y la encendió mientras Kroke buscaba un cigarrillo.

—Tracy, la señorita Edwards, tocó el timbre, tal como he dicho, sobre las nueve y media de la noche del lunes. Abrí y la hice pasar.

—Un momento, profesor, ¿vive usted solo aquí?

—Perdí a mi esposa hace dos años. —Soltó una bocanada de aromático humo—. Una mujer me hace la limpieza dos veces por semana, y eso es todo.

—Perdone la interrupción. Continúe, por favor.

—La señorita Edwards entró aquí, en el estudio, mientras yo terminaba mi trabajo. Después pasamos a la sala y hablamos. Le preparé una bebida. —Hizo una pausa y nos miró—. A propósito, ¿quiere alguno de ustedes…?

Ambos negamos con la cabeza y él continuó:

—Anticipándome a una pregunta que seguramente quiere usted hacerme, sargento. Ella parecía de excelente buen humor. Al principio creí que simplemente había venido a visitarme, a pesar de lo tardío de la hora. Pero empezó a hablar de su sobrino.

Movió la cabeza hacia mí y sonrió.

—Estaba discutiendo las posibilidades de que le preparase el programa de un curso a seguir, una lista de obras recomendables sobre mitología. Tenía planes para el sobrino en su negocio, y deseaba que adquiriese algunos conocimientos básicos. Le dije que con mucho gusto le prepararía algo, y también me tomé la libertad de sugerirle que visitase al profesor Cavendish para que le proporcionase una lista similar sobre las bellas artes.

Cheyney se echó hacia adelante.

—Entonces tomó otra copa y me habló de Kali, pidiéndome que llamase a Stuart Athelny en su nombre.

Se echó hacia atrás esperando alguna objeción. Después continuó.

—¿No le dijo nada Athelny de esto?

Kroke sacudió la cabeza.

—Ni una palabra. Será mejor que nos lo cuente usted.

—Bien. Tracy, por supuesto, no quiso decirme dónde obtuvo el ídolo. Se mostraba un poco esquiva, como si disfrutase siendo misteriosa. Todo lo que dijo fue que, por accidente, había encontrado por la tarde una pieza curiosa. Y entonces me la describió.

—Claro que por la descripción la reconocí en el acto. —Se sonrió—. Oh, no es lo que usted se figura. No soy una enciclopedia. Pero había leído sobre lo de Reed Center, y lo había seguido pues conocía la estatua y su historia. A propósito de esto, Stuart Athelny me llamó hace varios años cuando recibió la pieza y me pidió que comprobase su autenticidad. Leí lo del asesinato, la desaparición de Kali, y conocía lo de la recompensa.

—Tracy quería que yo llamase a Athelny, que le dijese que había localizado la estatua, y reclamase la recompensa por su cuenta.

—¿Por qué no lo llamaba ella misma? —preguntó Kroke.

—Esto es lo que me pregunté yo, pero ella me lo explicó de este modo: había entrado en posesión de Kali bajo circunstancias bastante extrañas y no estaba dispuesta a revelarlo. Ni a Athelny, ni tampoco a mí. Y si ella se proclamaba propietaria del ídolo para cobrar la recompensa, naturalmente habría publicidad y no le gustaba. Por eso acudió a mí. Deseaba que dijese que yo era quien había encontrado la estatua, o mejor dicho que alguien la había dejado aquí en mi casa.

—No engañaría a nadie —comentó Kroke.

—¡Exactamente! Claro, traté de decírselo. También intenté que me dijese dónde la había adquirido. Para serle a usted completamente franco, debo admitir que le serví una tercera y cuarta bebida en un esfuerzo para que soltase la lengua, pero no dio resultado.

El profesor Cheyney volvió a llenar su pipa.

—Ordinariamente, confieso que no hubiera permitido verme mezclado en semejante asunto. Pero Tracy es, era, una buena amiga para mí. Y quedaba dentro de lo posible que Athelny no investigase a fondo, desde el momento en que la estatua le fuese devuelta. Yo sabía cuánto significaba para él esa pieza en particular.

—¿Qué significaba en realidad? —preguntó Kroke, muy interesado repentinamente.

—Supongo que no está usted muy familiarizado con las peculiaridades de los coleccionistas. Le aseguro, sargento, que son más fanáticos que ningún otro aficionado. El procurarse y poseer en su colección privada un objeto raro, como Kali, representa un triunfo considerable. Y conociendo, como conocía, los gustos de Athelny después de todo, el hombre debía haber gastado una fortuna en su colección, habiendo edificado en su casa un ala especial, así como el emplear un vigilante o guarda permanente… puede suponer con toda razón que Kali significaba mucho para él. Particularmente en vista de su larga y sangrienta historia.

—¿Qué opina de eso? —preguntó Kroke—. ¿Conoce usted la historia del ídolo?

—Algunas cosas, por supuesto, ya las sabía. Conocí alguna más el lunes por la noche.

—¿Por la señorita Edwards?

—No, por Ghopal Singh. Tuve la feliz inspiración de llamarle a él y a su hermana. Incluso a pesar de que era tarde, pensé que podía interesarles.

—¿Quiénes son?

—Dos miembros de mis clases sobre religiones orientales. Son hindúes. Yo diría que pakistaníes de Calcuta. Están aquí debido a un intercambio de estudiantes.

—¿Vinieron a hablar con la señorita Edwards la noche del lunes?

—Sí.

—¿Por qué no me lo dijo usted antes?

—Mi querido sargento, si lo recuerda, me telefoneó usted pidiéndome una entrevista para que le diera toda la información que poseo. Esto es lo que estoy haciendo ahora.

—Lo siento. A propósito, ¿dónde puedo encontrar a los jóvenes Singh?

—Viven en Pinkley Hall, pero no necesita usted molestarse, ya que los espero de un momento a otro. Lo cual me recuerda —añadió Cheyney echando una mirada a su reloj—, que tendrá usted que perdonarme dentro de media hora. Los Singh y yo estamos invitados en la recepción de Reed Center.

—¿Quién da la recepción?

—El Nizam de Chandra. Resulta que es primo y el encargado de asegurar sus becas de intercambio aquí. A propósito de esto, y es estrictamente confidencial, tengo esperanzas de persuadirlo que para conmemorar su estancia aquí se establezca una cátedra de orientología en el colegio. Por lo tanto, confío en que comprenden ustedes por qué tengo tanto interés en esa cita.

—Comprendo. —Kroke agitó una mano—. ¿Pero qué hace ese rajá en Reed Center?

—Es un Nizam, no un rajá. —El profesor sonrió—. Veo que el señor Athelny estuvo muy lejos de franquearse con usted. Resulta que el Nizam pasará varios meses en nuestro país. Va a visitar Washington, según creo, para ver al presidente, Hollywood para ver a Debbie Reynolds, y a Reed Center para ver a… Kali.

—¿Cómo se ha enterado usted de eso? ¿O es que está sólo haciendo conjeturas?

—No son suposiciones. Ya le he dicho que Chopal y Parvati Singh son sus primos. Ellos sabían que venía y me lo dijeron. Y también me dijeron que había planeado este viaje a Reed Center sólo para inspeccionar a Kali… y probablemente hacer una oferta para comprársela a Athelny.

—¿Por qué? ¿El Nizam es también coleccionista?

—No que yo sepa. Pero esta estatua singular de Kali proviene de las ruinas del templo de Khaligut, en la provincia del Nizam. Su gente apreciará que su jefe regrese con un objeto que entraña tal historia e importancia religiosa.

Kroke se enderezó.

—¿Quiere usted decir que todavía adoran allí a Kali?

—No. Y usted habrá probablemente descubierto que el Tuggee es un culto desaparecido. Pero Deva, bien en su aspecto benigno o maligno, es todavía una figura muy significativa en el panteón hindú. En su templo, en Khaligut, hubo una vez una influencia dominante en los asuntos de Estado de Chandra.

—¿Sabía usted todo esto cuando la señorita Edwards vino a verle?

—Algo de eso, sí. El resto lo supe por Ghopal Singh. Él y Parvati vinieron en respuesta a mi llamada, a pesar de lo tardío de la hora.

—¿Qué hora, exactamente?

—Yo diría que era un poco después de las once cuando llegaron. Afortunadamente, acababan de salir del cine, y todavía no se habían acostado.

—De manera que usted les habló de la estatua.

—Naturalmente, ambos estaban terriblemente excitados. Y estuvieron de acuerdo con mi plan.

—¿Cuál era?

El profesor Cheyney dudó.

—No me va a ser fácil el decírselo.

—Vamos, continúe.

—Después de contar a los Singh las circunstancias del caso, o al menos todas las que la señorita Edwards me había revelado, hice esta sugerencia. ¿Por qué no serían ellos los que llamasen al señor Atbelny y le informasen de la recuperación de la estatua de Kali? Bajo esas circunstancias, ni mi nombre ni el de la señorita Edwards se verían complicados, y no habría ninguna investigación embarazosa.

—¿Pero por qué iban ellos a decírselo al señor Athelny?

El profesor Cheyney sonrió.

—Sugerí que dijesen que habían adquirido la estatua a un traficante forastero, que se había dirigido a ellos el día antes para preguntarles si les interesaba comprar una figurilla hindú. Ghopal, al reconocer la estatua y no sabiendo nada del asesinato, había estado de acuerdo en pagar por ella cien dólares. El forastero rehusó decir su nombre ni cómo había entrado en posesión de Kali, Ghopal no insistió debido a las circunstancias.

—¿Cree usted realmente que Athelny hubiera creído una historia semejante?

Cheyney se encogió de hombros.

—No se lo puedo decir. Él deseaba recuperar su ídolo, lo deseaba tanto al menos, como para ofrecer una recompensa de mil dólares.

—¿Dice usted que llamó a Athelny? —preguntó Kroke.

—Ghopal y Parveti, después de discutir un poco, estuvieron de acuerdo. Admito que empleé toda mi persuasión. Francamente, deseo que esa cátedra de orientología se establezca en este colegio, y me gustaría encargarme de ella. Siendo ellos el instrumento por medio del cual Athelny recuperaba a Kali a tiempo para la llegada de su primo, el Nizam, para verla, y si después podía comprarla a Athelny, podía muy bien servir para decidirse a hacer el necesario desembolso.

—Parece muy complicado, pero intuyo adonde quiere llegar. Usted y la señorita Edwards a salvo, los chicos como unos héroes, y todo el mundo feliz. Apostaría a que tenía ya usted otro plan esbozado para convencer a Athelny a que vendiera la estatua al Nizam.

El profesor Cheyney sonrió.

—Pues sí; es verdad —admitió—. Pero no tiene nada que ver con este caso.

—La llamada —insistió Kroke.

—Oh, sí, la llamada. Nos pusimos en comunicación con Reed Center poco después de medianoche, y nos enteramos que el profesor Athelny había salido.

—¿Con quién habló usted?

—Con el ama de llaves, creo. No sabía cuándo regresaría.

—¿Dio usted su nombre?

—No. Pregunté si estaría en casa al día siguiente, y dije que volvería a llamar.

—Y después ¿qué?

—Ghopal y Parvati se marcharon, y la señorita Edwards se fue casi enseguida.

—¿A qué hora?

—A las doce y media o la una menos cuarto, pues era la una cuando me acosté.

—¿Se marchó sola la señorita Edwards?

—Le pregunté si deseaba que la acompañase, pero rehusó. Tenía unas ideas bastante definidas sobre las conveniencias. A decir verdad, creía que si Jay estaba de regreso y nos veía llegar a los dos juntos, podía sorprenderse un poco.

—¿Eh? —fue mi primera contribución a la conversación. Nunca pensé en la actitud de Tracy hacia mí bajo ese aspecto. Resultaban irónicas sus preocupaciones… ya que en ese momento me encontraba en la casa de Ann.

—¿Hay algo más que desee saber? —preguntó el profesor Cheyney echando otra mirada a su reloj.

—No exactamente…

Sonó el timbre de la puerta.

—Perdóneme —dijo Cheyney. Se levantó y salió de la habitación. Al momento regresó con Ghopal y Parvati Singh.

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