Terror

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La segunda víctima » Capítulo IX

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Capítulo IX

Entonces Ghopal habló. No habló de una forma muy coherente, y varias veces empezó a sollozar.

Pero de todas formas pude enterarme de lo sucedido. Quería matar al Nizam. Había oído a Ann cuando lo invitó la noche anterior en la cena, y comprendió que quizá fuese la única oportunidad de acercarse a él sin que estuviera rodeado de sus guardianes.

—No podía usted esperar que lo lograra —le dije—. ¿Por qué lo intentó, Ghopal? ¿Por qué?

—Porque le odio. ¿Es que no comprende? Si no fuera por él, las dos víctimas estarían vivas. Pero mientras él siga con vida continuarán los asesinatos. Él lleva la muerte a todas partes, porque es dañino, dañino…

—Escúcheme, Ghopal. ¿Mató el Nizam al vigilante y a mi tía?

—No, ¡usted no lo entiende, usted no puede entenderlo! Él no los estranguló, pero fue por su causa que murieron. ¿Cómo podría explicárselo? —Empezó a sollozar de nuevo.

—Vamos, conténgase. —Bajé la voz y traté de evitar que temblase, al hacer la siguiente pregunta—. ¿Está intentando decirme que fue usted mismo quien los mató a los dos, Ghopal?

—¡No! ¡Yo no los maté! ¡Yo nunca he matado a nadie, nunca he deseado matar a nadie más que a él! Yo no soy un thug.

—Ya lo sé, Ghopal. Los thugs no matan a las mujeres, ¿no es así? Pero debe usted decirme la verdad ahora. Quiero saber por qué ha intentado asesinar al Nizam. ¿Es porque quiere usted ocupar su puesto?

—Ese fue una vez el motivo, sí, pero ya no. En este momento lo único que quiero es detener los crímenes, y además es dañino como ya le he dicho, dañino…

—¿Qué ha hecho que sea malo? —pregunté—. Cálmese, Ghopal, déjeme ayudarle. Mire, podía haberlo detenido, entregarlo a la policía, contarlo todo a Ann y al Nizam.

—¡No! ¡Usted no debe hacer eso! Me mataría, mandaría a sus hombres contra mí si se enterara. Él teme que lo maten y nunca descansaría hasta verme muerto, ¡nunca!

Aspiré hondo.

—Usted le odia porque piensa que gobierna mal su país —dije—. Eso lo comprendo. Pero el que sea dañino ¿no puede ser un poco más específico?

—Parvati. —Ghopal empezó a sollozar mientras hablaba—. Me avergüenzo de tener que decirlo. Tomó a Parvati cuando no era más que una niña y la puso en el templo, con las deva-dasi. Ella era de sangre real y ¡fue capaz de hacerle eso!

—¿Qué son las deva-dasi? —pregunté. Pero en aquel momento él lloraba abiertamente, lloraba como una mujer—. Mire, Ghopal, voy a llevarle a su casa. Necesita usted descansar. Si yo estuviera en su lugar no diría nada de todo esto, ni siquiera a su hermana. Le prometo tener la boca cerrada, pero con una condición. ¿Me escucha?

Asintió entre sollozos.

—Quiero que mañana por la mañana venga a la tienda y que me cuente todo lo que sepa de este caso, desde el principio. Quiero saber de usted, Parvati, el profesor Cheyney, el señor Athelny y del Nizam… sobre todo de aquellos que puedan estar complicados en el caso. Quiero enterarme de todo lo que usted sabe referente a estos asesinatos. ¿Comprendido?

Volvió a asentir.

—Si usted habla conmigo, podré yo hablar al sargento sin complicarle. Por esta noche no haré nada. Pero si no coopera, entonces tendré que ir a la policía y contarles lo del atentado. —Suspiré—. No sé por qué quiero llegar tan lejos, excepto que le creo. Usted no es un asesino, Ghopal.

—Gracias. —Trató de sonreír—. Gracias. Y, sí, iré. Le diré todo lo que sé. Ahora me alegro de que me detuviera.

Entonces puse el coche en marcha y me dirigí a la ciudad. Lo dejé frente a Pinkley Hall, una casa semejante a un granero al otro lado de la campiña. Se quedó mirando una ventana iluminada en una esquina.

—Parvati debe estar aguardándome —dijo—. Ella no sabe a dónde he ido. Fui a pie todo el trayecto para que no pudieran seguir al coche.

—Está bien, no le diga nada —le advertí—. No lo diga a nadie. —Eché una mirada al asiento del coche—. ¿Es ésta su pistola?

—Sí.

—Cójala, entonces. —Se la alargué.

Me sonrió. No sé por qué no he podido olvidar aquella sonrisa.

—¿Entonces confía en mí?

Asentí.

—Mañana por la mañana a las diez.

—Buenas noches.

—Buenas noches. —Me alejé preguntándome si no había sido un condenado tonto, recordando su sonrisa, recordando las lágrimas en los ojos de Ann, recordando la cobra al acecho en los ojos del Nizam.

Todos estos ojos me acompañaron en mis sueños. Siguieron a mi lado la siguiente mañana también, mientras esperaba la llegada de Ghopal Singh.

Llegaron las diez y pasaron. Me senté en la cocina mientras transcurrían los minutos. Finalmente, a las diez y media, bajé y telefoneé a Pinkley Hall.

La dueña de la casa respondió a la llamada. No, el señor Singh no estaba. No, ella no sabía cuándo se había marchado. No, su hermana tampoco estaba. ¿Tenía que dejar algún mensaje?

No dejé ninguno. Estaba comenzando a sentir pesadez en el fondo de mi estómago al comprender que después de todo había sido un tonto. ¿Por qué lo dejé marchar la noche anterior?

Era cierto que se había derrumbado echándose a llorar, que de él se había apoderado el histerismo. Cierto que me había parecido sincero y confuso, y, al final, agradecido.

Pero la realidad estaba allí; lo había pillado en un intento de asesinato, había creído en su palabra de que nunca había matado, y le había dejado marchar. Incluso le había entregado su pistola. Y todo por su promesa de venir a contarme todo lo que sabía. Sólo que no había venido. Eran ya las once y no había venido…

Di un salto al sonar el zumbador de la puerta lateral.

Bajé las escaleras de dos en dos y la abrí.

Parvati Singh entró.

—Mi hermano no ha podido venir —dijo—. Debo cumplir su promesa en su nombre.

Supongo que me la quedé mirando.

—¿Me permite que me siente?

—Por supuesto. No; vayamos arriba, será más cómodo. —Eché a andar precediéndola—. ¿Dónde está su hermano?

—No lo sé. Me contó lo sucedido anoche, Tenía miedo. Cuando desperté esta mañana, se había marchado. Creo que ha huido. No está muy… equilibrado… como usted ya sabe.

Me sonrió con timidez desde el sofá.

—¿No quiere quitarse el abrigo?

—Gracias.

Esperaba que se levantase para quitárselo, pero en vez de eso se despojó del mismo donde estaba.

Parece una tontería cuando se cuenta, pero había algo más. Estaba sentada allí y sus hombros se movieron y el abrigo cayó hacia atrás; movió los brazos y se desprendió. Entonces agitó levemente las caderas y el abrigo quedó separado de su cuerpo.

Su cuerpo. Ya he dicho que Parvati era morena, alta y delgada; pero ahora por vez primera observé su figura. Era una mujer maravillosa. No en la misma forma que Ann… Ann tenía la clase de belleza que salta a primera vista, con su pelo cegador y un cuerpo rico y maduro. La belleza de Parvati era más tranquila, más suave, menos llamativa. Había que mirarla varias veces antes de descubrirla por completo, y entonces no se trataba de un rasgo en particular, el pelo, los ojos, el pecho, ni los brazos largos y delgados, sino la perfección de todo el conjunto. Era maravillosa como lo es una estatua; no una estatua como la de Kali, sino una de esas griegas de mármol, con la diferencia de que ella no era una estatua, estaba viva. Viva y caliente, y suave y moviéndose.

Tuve que sentarme.

Acerqué una silla al sofá. Ella se inclinó hacia mí y pude oler el perfume de su pelo. El perfume era suave como el tono de su voz al hablar.

—Antes que nada debo darle las gracias por lo que hizo anoche —dijo.

Asentí. Tenía la garganta seca y apretada.

—Salvó usted a mi hermano de cometer un terrible crimen —murmuró—. Y de esta forma, también salvó usted su vida.

—¿Entonces por qué ha huido hoy de mí?

—Porque no podía correr el riesgo. Si el Nizam o la gente del Nizam descubren alguna vez lo que intentó hacer, lo matarían inmediatamente. —Sonrió—. ¿No me cree usted, señor Thomas? Le aseguro que es la verdad. No permita que la sofisticación del Nizam le engañe… se sigue rigiendo por las antiguas normas. Las viejas y oscuras normas de Chandra. ¿Le habló mi hermano de esto?

—Todo lo que dijo fue que el Nizam era dañino.

Colocó su mano en mi brazo.

—Quizá fue mejor que no entrase en detalles. Usted es un hombre muy joven, señor Thomas, y hay cosas que deberían…

Me gustaba sentir su mano en mi brazo, pero no me gustó que me recordase lo joven que era, así que traté de apartarla.

—Si me perdona usted —dije—. Dice que ha venido para hablarme en lugar de su hermano. ¿Está dispuesta a contarme todo lo que sabe?

—¡Claro que sí! Por eso estoy aquí, para ayudarle. En verdad que es una forma muy pequeña, insignificante, de expresar nuestra gratitud.

La mano se movió en mi brazo y ella estaba en lo cierto, yo era muy joven y lo comprendí, por la forma en que dijo «gratitud».

Traté de pensar en lo que deseaba saber.

—Será mejor empezar desde el principio —propuse.

—Entonces comenzaré por el Nizam. Todo empezó hace muchos años en Chandra, cuando yo era todavía una niña. Mis padres murieron en un accidente, al menos me dijeron que fue un accidente, y siempre lo había creído hasta hace poco. El Nizam se convirtió en mi guardián. Y fue entonces cuando me enviaron al templo, al deva-dasi.

—Ghopal empleó esa palabra. ¿Qué significa?

Me sonrió. Fue una sonrisa cálida, pero encerraba cierta amargura.

—¿Está seguro que no se sentirá molesto si se lo digo?

—Continúe.

—Las deva-dasi son las bailarinas de Deva, la esposa de Siva.

—¿Pero no es Kali la esposa de Siva?

—Veo que tiene que aprender mucho de nuestra religión, señor Thomas. Sí, Deva es la esposa de Siva en su aspecto benigno y Kali es la misma Deva en la forma maligna. Tiene muchos nombres Deva, según su función. Es, como dirían los psicoanalistas aquí en el colegio, una cuestión de polipersonalidad.

—¿Pero es Deva la diosa buena?

Otra vez la sonrisa amarga.

—Una vez más, eso depende de la interpretación de cada uno. Si Ghopal habló del deva-dasi, estoy segura que no lo aprobó.

—Así es. Ahora lo recuerdo. Dijo que fue una mala acción por parte del Nizam, el enviarla allí. ¿Por qué?

—Porque además de ser bailarinas, las deva-dasi también hacen de sacerdotisas. Y una parte de su formación consiste en aprender los rituales del amor. ¿Me entiende usted, señor Thomas?

—Creo que lo comprendo. —Y así era, porque empecé a enrojecer hasta las orejas.

—No suavicemos las palabras, señor Thomas. Durante cinco años, entre los doce y los diecisiete, fui una prostituta del templo.

Yo quería mirarlo de otra forma, pero su sonrisa me lo impidió. Ahora no había amargura ni burla en sus ojos, que se habían vuelto cálidos y serios.

—Para usted que pertenece a una cultura occidental esto siempre le parecerá vergonzoso, ¿verdad? Incluso Ghopal ha asimilado bastante de las costumbres de ustedes para sentirse vejado. Pero permítame que le diga que es una antigua forma de expresar la fe religiosa. Se conoció en Babilonia, en Grecia, en Egipto y en Roma. Hacer entrega del propio cuerpo como veneración no es necesariamente malo. Y le aseguro que no fui maltratada durante mis años en el templo. Ni creo que saliese dañada físicamente. Pues todo era completamente natural; los caminos del amor son siempre naturales. ¿No sabe usted de esto, señor Thomas? ¿O es que su carne y su sangre son débiles e indiferentes ante el deseo?

El tono de su voz era muy bajo.

—Es muy raro para mí, ahora, observar la forma occidental de vida en el colegio. La «cita» formal y ritual y la «conquista», como le llaman, la ciega pretensión que conduce a los primeros intentos de descubrir el placer. Incluso a pesar de que el asomo de placer puede llegar con la primera mirada, tal como lo sentí yo la otra noche, en casa del profesor Cheyney. Tal como lo sentí cuando le vi a usted allí de pie; la agitación que noté en mi interior, el deseo de echarme en sus brazos…

Ella no era una estatua. Era carne y llama, cuando sentí sus labios en mi cuello al acercarme a cogerla, y pasar mis manos por la suavidad de sus brazos y espalda.

Sus ojos se cerraron, su boca se abrió bajo la mía. La estreché, sintiendo sus dedos clavarse en mis hombros.

Todo desapareció a nuestro alrededor excepto el instante arrebatador y la necesidad del mismo. No oí la puerta cuando se abrió, ni el ruido de las pisadas en los escalones. Estaba aspirando su perfume y no sentí nada más… hasta que llegó a mí el otro aroma, el otro perfume.

Entonces levanté la cabeza y le vi allí, de pie; vi el turbante, la barba, los zarcillos y todo lo demás. Incluyendo la mano en el cinturón, sujetando el puñal o algo que llevaba escondido ea la faja.

—Perdóneme, sar —dijo—. Pero los dos deben venir conmigo ahora. El Nizam desea verlos.

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