Terror

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El paciente de Faraday

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El paciente de Faraday

Pablo De Santis

1

Al principio odiaba que mi padre recibiera a sus pacientes en casa, pero después me acostumbré. Yo me escondía con mis muñecas en una piecita que había al lado del consultorio y escuchaba en secreto las voces. Mi padre era un desesperado que se había especializado en desesperados: los oía hablar de sus deseos de desaparecer, de borrarse, de morir. ¿Por qué le contaban esas cosas horribles a mi padre? ¿Por qué no se las guardaban? Entonces juntaba las manos y rogaba a la Virgen para que se cumplieran sus deseos. La Virgen no podía tolerar que en el mundo hubiera tanto dolor.

De niña imaginaba que sería bailarina, veterinaria, acróbata de circo; pero a los veinticuatro años me recibí de médica y comencé de inmediato una residencia en un servicio de psiquiatría. Poco después murió mi padre y yo quedé sola en la casa de Floresta. Tuve dos noviazgos largos; uno terminó en aburrimiento y otro, en engaño, ese disfraz del aburrimiento. Decidí no casarme ni tener hijos. Los hijos siempre se esconden y descubren todo.

2

Terminada mi residencia pude entrar, gracias a un amigo de mi padre, en un hospital militar. Los médicos jóvenes a menudo tenían recelos de entrar allí porque sospechaban, con razón, que el cruce entre dos órdenes jerárquicos —el médico y el militar—, ya de por sí conflictivos, era algo que sólo toleraban ciertas personalidades. Una vez dentro descubrí que muchos médicos que ostentaban un grado militar sentían una superioridad estúpida sobre los médicos sin galones, y un complejo de inferioridad, aún más estúpido, con respecto a los verdaderos militares. Me acostumbré a tratarlos con una mezcla de delicadeza y firmeza; yo siempre me acostumbro a todo. Descubrí que aquel ambiente no me desagradaba, como si su hostilidad encontrara afinidad con algún rincón de mi carácter.

Luego vino la guerra, que terminó tan bruscamente como había empezado. Una mañana mi jefe, el doctor Durán, me dijo que en el consultorio me esperaba un ex combatiente. Un soldado clase 62, que se negaba a hablar, a comer, y casi a respirar. Había perdido dos dedos del pie por congelamiento. Le respondí a Durán que no tenía experiencia en esa clase de pacientes.

—Nadie tiene experiencia —me respondió.

El consultorio era minúsculo y deprimente; y a través de ese paciente y de muchos otros me especialicé en traumas de guerra. Los escuchaba en silencio y luego les hablaba con una voz que no era del todo mía: notaba a veces que mi susurro tenía una capacidad hipnótica, que parecía calmarlos. Acostumbrados a las voces militares, los desconcertaba la voz de una mujer.

Al principio me dejaba guiar sólo por mi intuición y por la bibliografía general, pero pronto encontré lo que necesitaba: a partir de un libro prestado conocí las teorías del doctor Faraday, a quien mi jefe, Durán, veneraba. Se lo tenía por el mejor en la materia: Faraday escribía sus casos con un lenguaje aséptico que nunca se permitía la duda; al leerlo se tenía la impresión de que la verdad consistía en la ausencia de compasión. Era la máxima autoridad mundial en algo que llamaba «síndrome de Etgart»; y no me extrañó que lo fuera, ya que nadie más parecía saber de qué se trataba. Faraday vivía en los Estados Unidos desde 1970.

Mi jefe, Durán, comenzó a concentrar en una pequeña sala de la que sólo él tenía la llave todas las historias clínicas de excombatientes perturbados por la guerra. Ansiosos por liberarse de sus archivos —donde insistentes periodistas empezaban a hurgar—, los directores de remotos hospitales le remitían a Durán sobres de papel madera y cajas de cartón. Yo me encerraba durante horas con aquellos papeles. A medida que mis lecturas avanzaban y los informes crecían, se dejaba ver en el centro de aquellas vidas rotas un enigma que desde entonces no ha dejado de obsesionarme: la elevada, anormal, tasa de suicidios. Mis propios pacientes no escaparon de la norma: ya habían muerto tres y pronto otros cuatro siguieron el mismo camino. Si tenían oportunidad, utilizaban las armas de fuego, si no, las vías del tren. Elegían lo más violento. Elegían lo que destrozaba. Elegían el invierno. Querían morir como si la guerra, postergada y secreta, al fin los hubiera alcanzado.

En una revista académica —que dirigía el mismo doctor Faraday— publiqué, con la venia del director del hospital, un trabajo sobre mis investigaciones. A último momento —y ya firmado el nihil obstat— agregué una llamada donde figuraba la cantidad de suicidios registrados. Esa cifra, aunque anotada con la tipografía diminuta de las citas al pie, fue considerada una traición. Dos meses después llegó el castigo: se me informó de mi traslado a un hospital militar del sur. No me extrañó en absoluto que se quisieran deshacer de mí. En la carta se me avisaba que el doctor Faraday en persona me esperaba allá. ¿Qué estaba haciendo Faraday entre nosotros? ¿Por qué elegiría ese hospital en medio de la nada? Pero el mensaje decía con claridad: «El doctor Faraday tiene un paciente que quiere mostrarle».

3

Viajé rumbo al sur en un tren destartalado y lentísimo. Había llevado una novela para leer, pero renuncié para no tener que sacar las manos de los bolsillos de la campera. Al principio del viaje unos mochileros me fastidiaron con sus canciones de fogón; a medida que el viaje se alargaba, los ruidos se acallaron, como si entráramos en un país extranjero cuyo idioma era el susurro.

El viaje duró más de veinte horas. Llegué con dolor de cabeza y el cuerpo entumecido. Estaban avisados de mi llegada, pero nadie había ido a buscarme. Iba a preguntar al jefe de estación dónde estaba el hospital militar, pero apenas levanté la vista lo vi, a dos o tres cuadras de distancia. Arrastré la valija por las calles: algunas casas, una bicicletería, un almacén, baldíos. Una mujer barría la vereda, levantando un polvo blanco.

El hospital parecía una fortaleza abandonada. Sobre la entrada flameaba una bandera, pálida y deshilachada. En un banco largo de madera dormitaba un soldado que, cuando me acerqué, se levantó de golpe e hizo ridículamente la venia. Cuando le pregunté por el doctor Faraday, me miró desconcertado. Después invocó alguna tarea urgente y se alejó. Me interné en pasillos, subí por una escalera, hasta que al fin apareció un sargento que se ofreció a llevarme la valija.

—No sé quién es el doctor Faraday pero sé quién es usted, me avisaron que vendría. La voy a llevar a su habitación. Tendrá un sector del edificio sólo para usted. No se alarme si a la noche escucha ruidos; es el viento que encuentra siempre cosas para hacer sonar.

Me tendió la mano, me dijo que se llamaba Vega y que se ocupaba de la seguridad del hospital. Me guió hasta mi cuarto, a través de un largo patio. Era una habitación bastante grande, con una mesa de luz pintada de blanco y un armario de metal.

—Al fondo del pasillo tiene la cocina. Después le trai­­go una estufa eléctrica. A la noche baja mucho la temperatura.

El sargento Vega se marchó. Acomodé las cosas, mis pocas cosas, en el ropero. Me eché sobre la cama, un elástico de hierro, con la idea de dormir un par de horas de siesta.

Me despertaron unos golpes a la puerta. Atendí de mal humor, pero descubrí con agrado una cara amable: era una enfermera menuda, de ojos grandes. De inmediato le encontré un parecido con una cantante de bailanta cuya cara repetían las revistas del corazón.

—Quería presentarme, doctora. Mi nombre es Stella Maris, me dicen «Estel». Soy una de las pocas enfermeras que quedan. Este hospital lo van a cerrar, nos van a trasladar a todos.

—¿Adónde?

—No sabemos todavía. Pero no hay de qué preocuparse: cualquier lugar es mejor que éste. Yo extraño la ciudad. Acá los sábados a la noche no hay dónde ir. En todas partes las mismas caras.

La enfermera suspiró. Suspirar es una forma instantánea de meditar sobre las oportunidades perdidas. Yo no sé suspirar.

—¿Y el doctor Faraday?

—Sé que va a venir alguien de afuera, pero no sé cómo se llama. Tendría que consultar con Prim, el director, pero yo no se lo aconsejo. Siempre está de mal humor.

Me sonrió y se fue.

Eran las seis de la tarde y ya era de noche. Salí a caminar por el pueblo. A un costado había una escuela-hogar, donde estudiaban —y dormían— los hijos de los peones que trabajaban en las estancias. En un bar pasaban películas en video; anunciaban una de La guerra de las galaxias. Tomé un café en un local que era confitería y pizzería y que tenía en el fondo una mesa de pool y un metegol. El mozo, un chileno, me recibió con una perorata sobre la ceniza volcánica: hacía mal a los pulmones, corroía la chapa de los autos, arruinaba las bombas de agua y los motores en general. Yo asentía en silencio. Siempre me impacienta que me hablen los mozos de los bares, los porteros, los taxistas. Un hombre alto, canoso, sentado a una mesa vecina, interrumpió la resolución del crucigrama y se sacó los lentes para decirme:

—La ceniza volcánica es el tema favorito de la gente del pueblo, doctora. Entre ellos no pueden mencionar el tema, porque están hartos, pero cuando ven alguien de afuera…

—¿Cómo sabe que soy médica?

—Acá todo se sabe. Llega alguien y es como si llegara el circo.

Me dijo que se llamaba Frías, que era viajante de comercio. Estuvo a punto de tenderme la mano de mesa a mesa, pero se arrepintió. Iba y venía por la zona, y una vez al mes visitaba la casa central de su empresa, en Buenos Aires. Observé que tenía las manos delicadas, de dedos largos.

—Me falta una palabra: «trastorno del ritmo cardíaco, latido adelantado».

—Extrasístole.

—Gracias, doctora.

No me gustan las conversaciones largas con desconocidos. Terminé el café y me fui. Se había levantado viento. Antes de volver al hospital estuve mirando la ropa que vendían en lo que parecía un gran almacén de ramos generales. Bombachas de campo, pantalones y camisas Grafa, alpargatas, guantes y tijeras para esquiladores. El pueblo eran pocas cuadras: el juzgado de paz, una escribanía, la comisaría. El único cine estaba cerrado. Lo último que había, antes de que empezara el campo, era la estación de servicio. Di por sentado que ya había visto todo lo que había para ver.

4

Los lugares desconocidos nos inquietan a la noche con sus ruidos. Varias veces me desperté con la idea de que alguien rondaba la puerta. Abría los ojos y veía la estufa eléctrica, con sus dos tubos incandescentes, brillando en la oscuridad. Fue un alivio que llegara el amanecer.

A las ocho, con la cara lavada, fui a las oficinas del director del hospital, Prim, que no se había molestado en venir a saludarme. Tenía el despacho en el primer piso. Como todos los oficiales médicos que extrañan una vida puramente militar, el mayor Prim lucía unos recios bigotes negros. Apenas me saludó, me dijo:

—Yo creo que es un error que haya venido aquí. Lo mejor que puede hacer es irse.

—Gracias por la bienvenida. Pero recuerde que ustedes me llamaron.

—Yo no la llamé, doctora. Habrá sido Faraday.

—¿Dónde está?

—Estuvo trabajando en el quinto piso, pero después se fue sin avisar. Nadie sabe dónde está. Imagino que anda haciendo turismo por la zona.

—¿Y su paciente?

—No tiene ningún paciente, que yo sepa.

—¿No ha estado viendo a un excombatiente?

—Faraday vino solo y no vio a nadie. No hay excombatientes entre los pacientes que quedan. Tengo órdenes de alojarlo, y de brindarle todo mi apoyo…

—¿Y tiene órdenes de ayudarme a mí?

—Bueno, con usted no fueron tan específicos…

Le pedí ver el quinto piso. Movió la cabeza a un lado y otro, con fingida desazón.

—No, cuánto lo lamento. Faraday me pidió que nadie pase. —Después se encaramó sobre el escritorio, como si quisiera hacerme una confidencia, y dijo en voz baja: —A­­proveche ahora que él no está para irse. Nadie la va a de­­tener.

En los días siguientes Faraday tampoco apareció, pero decidí dejar de esperarlo y organicé mi rutina. Atendí a algunos pacientes de clínica general. Una mañana, bien temprano, Stella Maris —Estel, como quería que la llamara— me trajo a un hombre tan borracho que casi no se podía mantener de pie. Reconocí al sargento Vega, que me había recibido el primer día.

—Quiere irse, lo encontraron congelándose en la estación, pero hoy no viene ningún tren —dijo Estel—. Tengo miedo de que haga una locura.

Estel me preguntó si iba a poder sola con él y dije que sí. Lo llevé a uno de los consultorios. Lo hice sentar en un sillón giratorio, yo me senté en una enclenque silla de madera. Parecía tranquilo. Había estado esperando la oportunidad de poder interrogar a alguien que tuviera las defensas bajas, y el sargento Vega —si permanecía despierto— era el candidato ideal. Le convidé un cigarrillo y le pregunté si había visto a alguien en el quinto piso.

—No sé si hay alguien, doctora. —Vega hacía girar el sillón a un lado y a otro. —Sólo sé que llevé papeles, que pesaban muchísimo.

—¿Qué papeles?

—Cajas de cartón que llegaron en el tren. —La palabra «tren» pareció traer a su mente una serie de asociaciones, porque dijo: —No aguanto más este pueblo de mierda, perdón por la palabra. Me quiero ir, doctora. Soy de San Luis.

—¿Y por qué no vuelve a su provincia?

—Ahí debo una muerte. Pero no piense mal de mí. Fue de pibe, en una pelea. Por eso tengo que aguantar acá. Yo odio el viento y el frío.

Empezó, confuso, a contarme su vida: una desgracia tras otra. ¡Qué extrañas que nos han parecido siempre, a los médicos de clase media, las vidas de los pobres! Aproveché un silencio para volver sobre mis intereses.

—La cerradura está rota. Puede ver esos papeles, si le interesan tanto —dijo en tono de reproche.

Le dije que no me interesaban, que sólo quería apartarlo de aquello que lo angustiaba. Yo le hablé despacio; encontré, en alguna parte de mí ese susurro del que casi no era consciente. El sargento dejó de sollozar y de temblar, agachó la cabeza y se quedó dormido.

5

A la tarde vino Estel, maquillada con exageración, como si le hubieran encargado disfrazarse de Cleopatra en una fiesta escolar. Pensé que me iba a venir bien un poco de compañía. Me puse sobre el guardapolvo un cárdigan negro y fuimos a la cocina que había en el fondo del pasillo y, sin que yo se lo pidiera, me preparó un poco de té. De improviso me apartó un mechón de pelo de la cara y me dijo que tenía lindos ojos. ¿Por qué no me maquillaba? ¿Por qué no ponía un poco de color en los labios? Iba a contestarle que no era asunto suyo, pero me contuve y le pregunté dónde guardaban la sacarina. Me la alcanzó. Al ver las pastillitas diminutas, dijo:

—No puedo dormir, doctora. Necesito que me dé algo. ¿Habrá traído con usted…? —preguntó, y empezó a recitar nombres de ansiolíticos. Era un verdadero vademecum.

—No puedo darte pastillas así como así.

Pequeña como era, se irguió con ademán desafiante.

—Antes las conseguía yendo a la noche con el que cuida el dispensario. Pero no quiero hacerlo más.

Se quedó mirándome. Me hacía responsable de su virtud. Así ejercía su discreto chantaje. ¿Pero quién puede resistir los deseos de una pequeña Cleopatra? Le dije que mañana, que quizá, que buscaría en el fondo de la valija…

Dos días más tarde, a la hora de la siesta, aproveché la calma para subir por las escaleras del fondo hasta el quinto piso. El ejercicio me dio calor y me saqué el viejo cárdigan negro que llevaba. Al llegar al quinto reconocí que el sargento tenía razón: si uno empujaba un poco, la puerta cedía. Entré en un largo pasillo que olía a lavandina. A un lado y a otro, puertas, algunas abiertas, otras cerradas con llave. Me asomé a cada una de las habitaciones sin llave: en una había camillas; en otra, materiales de construcción, sillas rotas, tubos de oxígeno. Ningún paciente a la espera del doctor Faraday. Al fin encontré las cajas de cartón que se apilaban hasta el techo. Reconocí de inmediato que era el archivo del hospital militar. Imaginé que habían trasladado los papeles para que no cayeran en manos inadecuadas. Dejé el abrigo sobre unas cajas y me puse a buscar a ver si estaban allí mis propios casos. Las historias parecían repetirse: los mismos episodios de fobia, el aislamiento, las depresiones prolongadas. No hice a tiempo a leer más, porque escuché pasos en el pasillo. ¿Sería el paciente del doctor Faraday? Me apuré a salir, pero no vi a nadie. Por las dudas, busqué la escalera: no quería que el doctor Prim encontrara en mi excursión una excusa para echarme. Al llegar a mi cuarto, me di cuenta de que arriba había dejado mi saquito negro.

6

En la calle principal, junto al juzgado de paz, había una biblioteca popular. Como no había librerías en el pueblo, entré. La bibliotecaria, Doris, era una maestra jubilada que usaba unos anticuados lentes de carey. Me presenté, le di la mano por encima del mostrador y le pregunté si me podía llevar algún libro. No era lo habitual que se autorizara el traslado a domicilio en la primera visita, pero como se trataba de una médica del hospital, haría una excepción. Me hizo llenar una ficha con mis datos.

—Y si trajo con usted alguna novela que ya leyó, no nos vendría mal una donación.

Mientras buscaba en los estantes, entró Frías, el viajante de comercio que había conocido en el bar. Sin pedir permiso se puso a mirar los libros que yo había separado.

—Stefan Zweig, el doctor Cronin, Van der Meersch. Ésos no son autores de su generación.

Me agaché a recoger una página de La ciudadela, que había ido a parar al suelo.

—Tiene razón. Los leía mi padre. Pero no hay mucho para elegir.

La bibliotecaria acusó el golpe.

—Si quiere novedades, busque en el fondo los best sellers. Tenemos Tiburón, Coma, Petróleo… Claro, yo prefiero leer a los clásicos.

Entraron de golpe unos chicos de colegio, que extendieron sobre las mesas carpetas y lápices de colores. Hora de irme: no soportaba el bullicio. Frías se cruzó en mi camino.

—¿No quiere que le muestre los alrededores? A cuarenta kilómetros hay un poblado abandonado; lo dejaron todo, cuando fue lo del volcán. En algunas casas se ve por la ventana la mesa puesta, los vasos y los platos cubiertos por el polvo que entra por las rendijas.

Me miraba con insistencia; adiviné que esperaba una cita. Los hombres que trabajan viajando siempre están a la espera de romances de una noche: a la mañana quedan libres, se van, si te he visto no me acuerdo. Dije que no, gracias, y traté de sonreír.

De regreso al hospital subí sigilosamente las escaleras para ir a buscar el cárdigan negro; pero la puerta estaba cerrada. Habían cambiado la cerradura.

A la noche me visitó, como ya era costumbre, Estel. Pagué su compañía con pastillas rosas y verdes. Agradecida, me besó fugazmente los labios. Disimulé mi turbación y le pregunté por el paciente de Faraday.

—Que yo sepa no ha llegado nadie. Pero han estado llevando cosas arriba.

—Ese Prim quiere obligarme a irme antes de que llegue Faraday.

Me puso la mano en la espalda.

—Ahora soy yo la que debe calmarla, doctora. Prim es difícil, ya sé, pero no es así sólo con usted, lo es con todos. Está nervioso por su traslado. ¡Creo que tiene miedo de que lo manden a trabajar cerca de su esposa! Cuando llegue su doctor Faraday, todo se tranquilizará.

A la noche vi al sargento Vega subir las escaleras. Iba a llamarlo pero me contuve; parecía un perro apaleado. Murmuraba para sí una letanía de autoconmiseración. Adiviné que lo habían reprendido por su comportamiento. ¿Se había emborrachado de nuevo? ¿O lo habían castigado por hablar conmigo?

Salí a caminar y a fumar. Hacía frío. Miré hacia arriba: en una de las ventanas había una luz tenue y me pareció ver a alguien de espaldas. ¿Ése era el paciente de Faraday? ¿También él esperaba, como yo? ¿Me estaba mirando? Hice unos círculos en el aire con la brasa del cigarrillo, como si fuera un saludo, una señal.

7

Me desperté en medio de la noche. Había escuchado ruidos confusos: una sirena, un bocinazo, ruido de motores. Me puse la campera encima del camisón largo y salí. Eran las cuatro de la mañana, y el frío cortaba la respiración. Cerca de la entrada había un auto de la policía y una camioneta de la gendarmería. Dos policías tiritaban, apoyados contra el capó. Pronto apareció Prim, vestido con una robe de chambre escocesa. Los bigotes y su actitud marcial contrastaban con la bata. Todos fumaban y el humo se confundía con el vapor que salía de nuestras bocas. Le pedí a uno de los policías un cigarrillo; me miró con cara de «¿Y ésta quién es?», pero me convidó. Le pregunté qué había pasado e hizo una vaga señal hacia una zona oscura.

Rodeados de uniformes, la bata escocesa y mi camisón largo de algodón creaban entre Prim y yo una especie de alianza. Pero ni eso me hacía merecer su simpatía: cuando me acerqué para preguntarle qué había pasado, dio vuelta la cara. Un cabo se cuadró frente a él y le informó:

—Lo encontramos hace veinte minutos, mi mayor.

—¿Desde dónde saltó?

Uno de los soldados señaló una ventana abierta. Era en el quinto piso.

El cabo tuvo de pronto en las manos, como por arte de magia, una linterna encendida, con la que iluminó un bulto en el suelo. La ceniza volcánica ya había absorbido la sangre. Era el sargento Vega, que seguía con los ojos abiertos. Tenía las piernas torcidas, quebradas en varios puntos. A un metro y medio la caída había dejado un pozo.

—Cayó de pie y luego rebotó hasta donde está —dijo Prim, mientras movía el haz de la linterna que le había arrebatado al cabo. Los otros hombres asintieron con gravedad a su veredicto.

Era inútil tratar de dormir, así que me vestí y fui hasta la cocina a hacerme un té. Pronto apareció Prim, que seguía con su bata escocesa.

—En unas horas sale un tren para Buenos Aires. Veo que ya se ha vestido, así que sólo queda hacer el equipaje.

—No me voy a ir, doctor. Tengo que ver al paciente de Faraday. Para eso me llamaron. No hice dos mil kilómetros para irme sin ver nada.

Bruscamente me tomó de los brazos y acercó su cara a la mía. Olía a whisky; había estado tomando para poder enfrentarse a las obligaciones de esa noche: las llamadas telefónicas, el traslado del cuerpo, las amenazas a la psiquiatra recién llegada de Buenos Aires. Me había empujado contra la mesada de la pileta y el borde empezaba a lastimarme la espalda.

—¿Qué está haciendo, doctor?

Le había hablado, a pesar de mi alarma, con voz tranquila. Prim de inmediato abandonó el forcejeo. Pero no pidió disculpas. Desanimado, como si ya no le quedaran fuerzas para luchar, dijo:

—Usted es la causa de nuestras desgracias. Usted y ese Faraday.

—¿En serio cree que fue por mi culpa?

—Por supuesto que fue por su culpa. Usted habló con el sargento. Él tenía prohibido hablar con usted.

—¿Usted lo empujó? ¿O hizo que lo empujaran?

—¿Qué está diciendo? ¿Cree que necesitaba que alguien lo empujara? ¿No reconoce, doctora, a los de su clase? Tienen su desgracia tatuada en la frente.

8

Siempre me acostumbro a todo. Me acostumbré al pueblo. A las siestas, a las charlas con Frías, el viajante de comercio, que ya no insistía en llevarme a ninguna parte; a las películas en el bar, cuya cinta se trababa a menudo; a las visitas de Estel. A veces hasta deseaba que todo siguiera así, que no hubiera cambios, que no aparecieran Faraday ni su paciente. Después de su estallido histérico, la noche de la muerte del sargento, Prim dejó de molestarme.

Atendí pacientes: un maestro, aquejado de depresión; la bibliotecaria, que me hablaba de la importancia de la ortografía y de la decadencia de la educación; la mujer de un peón, que sufría episodios de desorientación y ataques de llanto. Y escuchaba largamente a Estel: sentí, como me había pasado con otros pacientes, que ella no hablaba conmigo sino con mi padre y que yo estaba escondida, deseando que todo terminara, que ya no hubiera dolor en el mundo. Le daba las pastillas, y ella repetía el beso que se había hecho costumbre y a veces se demoraba un segundo más.

Un viernes vino con un vestido nuevo, blanco con flores azules, y un lápiz labial de regalo. El color era muy fuerte para mí, pero me sentí halagada por el gesto. Contó que había conocido a alguien y que se iría del pueblo en tres días. Me costó reprimir mi enojo; le hubiera hecho tragar el lápiz labial. Pero pude tranquilizarme y le aconsejé que no tomara decisiones apuradas. En mi voz ya vibraba ese susurro que no parecía ser mío. Ella de pronto despertó para decirme:

—Use el lápiz, doctora. Los besos sin rouge no dejan marcas.

9

Dos meses después de mi llegada un enfermero golpeó a mi puerta para anunciarme que había llegado el doctor Faraday. Sentí una alegría infantil. Siempre esperamos que alguien venga para que nos dé nuestro lugar, alguien que diga a los otros quiénes somos y cuánto valemos. Me vestí con lo mejor que tenía e inclusive me puse un poco de color en los labios, con el rouge que me había regalado Estel. Desistí de ponerme el guardapolvo. Estaba un poco desabrigada, con esa camisa fucsia, pero no me importó.

Yo había dado por sentado que la llegada de Faraday agregaría movimiento a la desidia del hospital, pero el gran hall de entrada estaba vacío. Me disponía a subir al quinto piso cuando sentí en mi brazo una garra: era Prim. Empezó arrastrarme hacia el fondo del pasillo.

—¿Qué hace?

—Váyase ahora. Es por su bien.

—¿Piensa que me voy a ir justo ahora? ¿Ahora, que vino Faraday?

—Por eso quiero que se vaya. Porque vino Faraday.

Quise resistirme, pero era más fuerte que yo. Me arrastró por el pasillo a la zona donde se alojaban las enfermeras. Abrió la puerta de uno de los cuartos y me empujó al interior, para que mirara. Estel estaba en la cama, completamente desnuda. La cabeza vuelta a un lado, el brazo caído, casi tocando el suelo. Prim levantó del suelo una frazada y la cubrió. Después volvió al umbral de la habitación, como si estuviera obligado a hacer guardia allí.

—Las últimas pastillas no llegó a tragarlas, se las encontramos en la boca. ¿Quién se las dio, doctora?

—Las usaba para dormir —dije sin voz.

—Las fue guardando y las tomó todas juntas. Espero que esto la haya convencido. Hay un tren que sale en una hora. Y ahora váyase, antes de que la vea Faraday.

Pero ya era tarde. Desde su puesto en el umbral, Prim miró el pasillo con estupor y casi con vergüenza, como si lo hubieran sorprendido en algún acto inconfesable.

—Doctor Faraday —dijo Prim—. Pensé que estaba arriba…

Y en ese instante todas sus bravuconadas y su encono se disolvieron. Me alegró verlo así.

Me asomé al pasillo y no vi a ningún Faraday, sino a Frías, ahora vestido de traje y corbata. Quise aclararle a Prim que no era Faraday, el especialista en cuadros pos­traumáticos, el mayor especialista mundial en el llamado «síndrome de Etgart», sino un viajante de comercio que trabajaba la zona.

Frías me saludó con una sonrisa de complicidad.

—No se preocupe en presentarnos, mayor. Con la doctora ya nos conocemos.

Ahí estaba Faraday. Ahí había estado siempre. En vez de pedirle explicaciones, le pregunté:

—¿Está el paciente?

Faraday dijo que sí con la cabeza.

Pensé: «Ahora que Faraday ha llegado, ahora que todos saben quién es, todos se van a acercar, le van a pedir solución a sus problemas». Sin embargo nadie se acercó.

10

—El ascensor no funciona —me disculpé, como si el hospital fuera mi responsabilidad.

Caminamos hacia las escaleras. Prim había quedado atrás, en el umbral de Estel, vencido.

—El director del hospital me ha hecho la vida insoportable.

—Prim no cuenta. Hoy mismo, en una hora o dos, recibirá nota de su traslado.

Subimos al quinto. Él llegó sin aire y caminó muy despacio por el pasillo hasta una de las puertas. «Ahora veré por fin al paciente de Faraday», me dije. Él abrió la puerta y vi que la habitación estaba vacía. No me sorprendió. Cuando de niños nos damos cuenta de que los Reyes Magos no existen, no sólo nos damos cuenta de eso, sino también de que ya lo sabíamos desde antes.

La habitación vacía y luminosa. Una cama en el centro. En la mesita de luz un vaso con unos jazmines recién cortados. Cerca de la ventana había un perchero de pie, y ahí estaba colgado mi cárdigan negro. Eso era lo que había confundido con una silueta, con el paciente de Faraday.

—¿Le han hablado del síndrome de Etgart? Mis enemigos dicen que lo inventé yo, pero es mentira. Es una forma exagerada de la compasión. En un pueblo de Austria hubo siete suicidios de jóvenes; luego se descubrió que todos conocían a cierto maestro que había destinado noches enteras a aconsejarlos. Hablaba en susurros, como usted. Quería liberar a todos de su dolor. Y los liberó del «dolor de estar vivo», como dijo Rubén Darío. ¿Estaba el divino Rubén en la biblioteca de su padre?

Yo iba a protestar, a negar todo, pero me callé. Después de todo, él era el mayor experto mundial en el síndrome de Etgart, si es que existía tal cosa.

—Ya el doctor Durán me había escrito sobre usted. Hace años que sigo con atención su carrera. Conozco con perfecto detalle la muerte de cada uno de sus pacientes. Le confieso que puse al sargento en su camino, para verla actuar. Vega tenía la rajadura, esa debilidad esencial, por donde el susurro puede entrar. Lo de la enfermera, en cambio, fue una sorpresa, no lo había planeado. Sus poderes son más grandes de lo que creí en un primer momento. Hay tanto para estudiar.

Estaba asustada y pensé en escaparme. ¿A qué hora había dicho Prim que salía el tren? ¿Podía alcanzarlo todavía? Pero no tenía fuerzas. Siempre odié hacer el equipaje. Doblar la ropa, acomodarla, hacer que cierre la valija.

—Descanse. Mañana empezamos a trabajar —dijo Faraday al salir.

Hacía frío en la habitación. Me puse el cárdigan negro y me acosté en la cama.

Yo siempre me acostumbro a todo. Ya me estaba acostumbrando a ser la paciente de Faraday.

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