Terminal

Terminal


9. sabado, 6 de marzo 7.50 p. m.

Página 20 de 28

—Multiplica por dos el tiempo —dijo el doctor Mason—. Si busco a otra persona para que se ocupe de esto, el retraso sería excesivo. Quiero que Sean Murphy esté en manos de la policía ahora mismo.

—Muy bien —dijo Sterling de mala gana—. Continuaré con la misión. Pero debo advertirte que si la señorita Reardon no utiliza su tarjeta de crédito, no tengo medios de localizarle hasta que se presente de nuevo en Miami.

—¿La tarjeta de ella? —preguntó el doctor Mason.

—Así pagaron las facturas del hotel —dijo Sterling.

—No me has fallado nunca —dijo el doctor Mason.

—Haré lo que pueda —le prometió Sterling.

Cuando Sterling hubo colgado, dijo a Wayne que debía hacer otra llamada. Estaban en el vestíbulo del Edgewater Beach Hotel. Wayne estaba sentado cómodamente en un sofá con una revista en el regazo.

Sterling marcó el número de uno de sus muchos contactos bancarios en Boston. Cuando comprobó que su hombre se había despertado lo bastante para pensar con coherencia, Sterling le entregó los datos que había conseguido de Janet Reardon, incluido el hecho de que aquella noche había utilizado su tarjeta Visa en dos hoteles. Sterling le pidió que le llamara al número de su teléfono portátil si la tarjeta se utilizaba de nuevo.

Sterling se sentó junto a Wayne y le informó que continuaban con la misión, pero que el objetivo había cambiado. Le contó lo que había explicado el doctor Mason y que su misión consistía ahora en entregar a Murphy a la policía. Sterling preguntó a Wayne si tenía alguna sugerencia que hacer.

—Sólo una —dijo Wayne—. Pidamos un par de habitaciones y cerremos un poco los ojos.

Janet sentía que el estómago le daba tumbos. Era como si el bistec a la pimienta verde que había cenado en casa de los Betencourt hubiese invertido su avance por el conducto digestivo. Estaba echada sobre una litera en la proa de un bote de catorce metros que les llevaba a Cayo Hueso. Sean estaba profundamente dormido en la litera que había al otro lado de la estrecha cabina. En la penumbra su rostro parecía muy tranquilo. Janet se puso furiosa al ver que su compañero podía estar tan tranquilo en tales circunstancias. Aquello multiplicaba todavía más su malestar.

A pesar de la calma aparente que el Golfo había presentado durante el paseo que dieron al anochecer, ahora parecía tan violento como un océano desencadenado. Estaban viajando en dirección sur y las olas golpeaban el bote a cuarenta y cinco grados. El bote se movía alternadamente, saltando hacia la derecha de modo que era imposible no marearse, para caer luego y chocar con un estremecimiento a la izquierda. A todo eso, el rugido constante y profundo de los motores diésel no cesaba.

No habían podido zarpar hasta las dos cuarenta y cinco de la madrugada. Al principio habían avanzado en aguas tranquilas entre centenares de islas cubiertas de mangles y visibles a la luz de la luna. Janet, que estaba muy agotada, se había ido a dormir, pero la despertó el repentino golpeteo del bote contra las olas y el aullido del viento que se había desencadenado repentinamente. No se había enterado de que Sean había bajado a la cabina, sin embargo cuando se despertó lo tenía al otro lado, durmiendo tranquilamente.

Janet pasó los pies por el borde de la litera y se sujetó mientras el bote caía pesadamente en el seno de otra ola. Se sostuvo con ambas manos y empezó a caminar hacia la popa y a subir al salón principal. Sabía que si no le daba un poco de aire se marearía. Bajo cubierta el ligero olor del diésel estaba agravando su creciente náusea.

Janet, como si en ello le fuera la vida, consiguió llegar a la popa del bote carenante, donde había dos butacas giratorias montadas en la cubierta para practicar la pesca oceánica. Janet temió que estas butacas estuvieran demasiado expuestas y se echo sobre unos cojines que cubrían un banco al lado de babor.

El lado de estribor estaba empapado de salpicaduras.

El viento y el aire fresco curaron milagrosamente el estómago de Janet, pero tampoco podía descansar, porque tenía que estar literalmente agarrada. Janet, dominada por el rugido de los motores y a merced de los golpes amplificados del mar por haberse situado en la popa, no podía entender qué encontraba la gente en los cruceros a motor. Delante de ella y en lo alto, bajo un dosel, estaba sentado Doug Gardner, la persona que había aceptado perder una noche de sueño para trasladarlos a Cayo Hueso, cobrando. Su silueta se recortaba sobre un conjunto iluminado de cuadrantes e indicadores. No tenía mucho que hacer puesto que había dejado el bote con el piloto automático.

Janet miró el dosel de estrellas y recordó que cuando era adolescente solía hacer lo mismo en las noches de verano. Se tumbaba a pensar en su futuro. Ahora lo estaba viviendo, pero de algo estaba segura: no era exactamente como lo había imaginado.

Quizá su madre tenía razón, pensó Janet de mala gana.

Quizá había sido una tontería bajar a Florida e intentar hablar con Sean. Janet sonrió con cierta tristeza. La única conversación que había conseguido mantener hasta el momento era lo poco que se habían dicho en la playa aquella noche, cuando Sean se había limitado a repetir sus propias expresiones de amor. No había sido muy satisfactorio.

Janet había llegado a Florida con la esperanza de asumir el control de su vida, pero cuanto más tiempo pasaba junto a Sean, menos control le parecía tener.

Sterling experimentó una sensación mayor de satisfacción al llamar al doctor Mason a las tres y media de la madrugada que cuando lo hizo a las dos. El médico necesitó cuatro toques para responder. El mismo Sterling acababa de despertarse al recibir una llamada de su contacto bancario en Boston.

—Conozco ya hacia dónde se dirige la escandalosa pareja —dijo Sterling—. Por suerte la señorita utilizó de nuevo su tarjeta de crédito por un importe bastante considerable. Pagó quinientos cincuenta dólares para que les trasladaran de Naples a Cayo Hueso.

—No son buenas noticias precisamente —dijo el doctor Mason.

—Pensé que te gustaría saber que estamos informados sobre su lugar de destino —dijo Sterling—. Creo que hemos tenido bastante buena suerte.

—El Forbes tiene unos laboratorios en Cayo Hueso —dijo el doctor Mason—. Se llaman Basic Diagnostics. Supongo que es allí adonde se dirige el señor Murphy.

—¿Por qué imaginas que quiere ir? —preguntó Sterling.

—Enviamos allí bastantes trabajos de laboratorio —dijo el doctor Mason—. Resulta económico con los actuales sistemas de pagos a terceros.

—¿Por qué te preocupa que el señor Murphy visite la instalación?

—Las biopsias de meduloblastomas se envían allí —dijo el doctor Mason—. No quiero que el señor Murphy se ponga en contacto con las técnicas que utilizamos para sensibilizar los linfocitos T de los pacientes.

¿Basic Diagnostics?

—¿Y el señor Murphy podría deducir estas técnicas con una única visita? —preguntó Sterling.

—Está muy enterado en cuestiones de biotecnología —dijo el doctor Mason—. No puedo correr este riesgo. Ve inmediatamente allí e impide que entre en este laboratorio. Haz que se entregue a la policía.

—Doctor Mason, son las tres y media de la madrugada —le recordó Sterling.

—Alquila un avión —dijo el doctor Mason—. Nosotros pagamos los gastos. El nombre del director es Kurt Wanamaker.

Voy a llamarle en cuanto cuelgue y le diré que te espere.

Cuando Sterling tuvo el número de teléfono del señor Wanamaker colgó. A pesar de todo el dinero que le estaban pagando, no le gustaba la idea de salir corriendo para Cayo Hueso en medio de la noche. Pensó que el doctor Mason estaba exagerando. Al fin y al cabo era domingo y era muy probable que ni siquiera estuviera abierto el laboratorio.

Sin embargo, Sterling saltó de la cama y se metió en el baño.

Ir a la siguiente página

Report Page