Terminal

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4. miercoles, 3 de marzo 8.30 a. m.

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MIÉRCOLES, 3 DE MARZO 8.30 a. m.

A las ocho y media Sean abrió los ojos, parpadeó y se despertó inmediatamente. Cogió el reloj de pulsera para mirar la hora y se sintió molesto. Había pensado ir pronto aquel día al laboratorio. Si quería que el plan de Janet tuviera éxito, tendría que esforzarse algo más.

Después de ponerse sus pantalones cortos de boxeador y taparse con una cierta decencia, caminó silenciosamente por la terraza y llamó con suavidad a la puerta corredera de Janet. Las cortinas estaban todavía echadas. Después de llamar con más fuerza, apareció detrás del cristal su cara soñolienta.

—¿Me echaste de menos? —bromeó Sean cuando Janet abrió la puerta.

—¿Qué hora es? —preguntó ella.

La luz brillante le hizo parpadear.

—Pronto serán las nueve —dijo Sean—. Me iré dentro de quince o veinte minutos. ¿Quieres venir conmigo?

—Mejor que vaya yo sola —dijo Janet—. Luego tengo que encontrar apartamento. Sólo puedo estar aquí unas noches.

—Nos veremos por la tarde —dijo Sean, dirigiéndose ya de vuelta a su apartamento.

—¡Sean! —gritó Janet.

Sean volvió la cabeza.

—¡Buena suerte! —le deseó ella.

—¡Lo mismo digo! —respondió Sean.

Cuando se hubo vestido, Sean se fue con su 4×4 hasta el Centro Forbes y aparcó frente al edificio de investigación.

Eran las nueve y media cuando cruzó la puerta. Cuando entró Robert Harris se puso rígido en el mostrador. Estaba explicando algo al guardia. Su expresión era entre irritada y malhumorada. Al parecer aquel individuo no estaba nunca de buen humor.

—¿Horario de banquero? —preguntó Harris provocativo.

—¡Vaya! ¡Aquí está mi marine favorito! —dijo Sean—. ¿Consiguió usted sacar de apuros a la señora Mason o estaba ella tan desesperada que se lo llevó de paseo en el Lady Luck?

Robert Harris se lo quedó mirando ferozmente mientras Sean se inclinaba sobre la barra giratoria para enseñar su tarjeta de identidad al guardia de la entrada. Pero Harris no encontró una réplica adecuada con suficiente rapidez. El guardia de la puerta soltó el pestillo de la barra y Sean empujó para pasar.

Sean, sin saber exactamente cómo enfocar el día, tomó el ascensor hasta la planta séptima y se fue a la oficina de Claire.

No le entusiasmaba mucho la idea de verla de nuevo, porque las circunstancias de su despedida habían sido muy poco cómodas, pero deseaba aclarar las cosas.

Claire y su jefe compartían una oficina con las mesas encaradas. Pero cuando Sean llegó, Claire estaba sola.

—¡Buenos días! —dijo Sean alegremente.

Claire levantó la mirada de su trabajo y dijo sarcásticamente:

—Espero que hayas dormido bien.

—Siento mucho lo de ayer —se lamentó Sean—. Sé que fue desagradable e incómodo para todos. Lamento que la velada acabara de aquella manera, pero te juro que la llegada de Janet fue totalmente inesperada.

—Si tú lo dices —contestó Claire fríamente.

—Por favor —pidió Sean—. No me trates mal. Eres una de las pocas personas que me ha tratado con simpatía. Te pido disculpas. ¿Qué más puedo hacer?

—Tienes razón —dijo Claire ablandándose al final—. Lo pasado, pasado está. ¿En qué puedo ayudarte hoy?

—Supongo que tengo que hablar con la doctora Levy —dijo Sean—. ¿Qué crees que debo hacer para encontrarla?

—Llámala por el busca. Todos los profesionales llevan este aparato. Tú también deberías llevar uno. Llamó a la telefonista, quien le informó que la doctora Levy había llegado y luego marcó el mensaje.

Claire sólo había tenido tiempo de explicar a Sean dónde podía conseguir un busca cuando sonó el teléfono. Era una de las secretarias de administración y le comunicaba que la doctora Levy estaba en su despacho, a sólo unas puertas de distancia del de Claire.

Dos minutos después, Sean estaba llamando a la puerta de la doctora Levy, preguntándose cómo le recibiría. Cuando oyó la voz de la doctora Levy invitándole a pasar, intentó convencerse a sí mismo de que debía actuar con educación aunque ella no lo hiciera.

El despacho de la doctora Deborah Levy era el primer lugar que encontraba en el Centro Forbes donde reinaba el entorno científico y académico a que Sean estaba acostumbrado. Había revistas y libros apilados, un microscopio binocular, un surtido de preparaciones microscópicas, fotomicrografías, diapositivas en color tiradas por la mesa, frascos de Erlenmeyer, platos de cultivo, probetas de cultivo tisular y cuadernos de notas de laboratorio.

—Una mañana deliciosa —dijo Sean, confiando empezar con un tono mejor que el del día anterior.

—Pedí a Mark Halpern que subiera cuando me enteré de que usted estaba en esta planta —dijo la doctora Levy haciendo caso omiso del comentario de Sean—. Es nuestro jefe y actualmente nuestro único técnico de laboratorio. Él le pondrá en antecedentes. También encargará todos los suministros y reactivos que usted pueda necesitar y que nosotros no tengamos, aunque nuestro almacén es bueno. Pero yo tengo que aprobar todos los pedidos.

Empujó un pequeño frasco por encima de la mesa hacia Sean.

—Aquí está la glucoproteína. Estoy segura de que lo comprenderá si le digo que no debe salir del edificio. Lo que dije ayer continúa siendo válido. Limítese a lo que le han asignado.

Tendrá trabajo más que suficiente para estar ocupado. Buena suerte y confío en que usted sea tan bueno como al parecer el doctor Mason quiere que creamos.

—¿No sería más cómodo si todo esto lo hiciéramos con un poco más de cordialidad? —preguntó Sean. Alargó la mano y recogió el frasco.

La doctora Levy apartó de su frente unas cuantas mechas rebeldes de su reluciente pelo negro.

—Agradezco su franqueza —dijo, después de una breve pausa—. Nuestra relación dependerá de sus resultados. Si trabaja mucho, nos entenderemos.

En aquel momento entró Mark Halpern en el despacho de la doctora Levy. Mientras les presentaban, Sean estudió el rostro del hombre y dedujo que tenía unos treinta años. Era unos cuantos centímetros más alto que Sean e iba vestido con meticuloso cuidado. Llevaba sobre su traje un delantal blanco inmaculado, y recordaba más a los dependientes que Sean había visto en los mostradores de cosméticos de los grandes almacenes que a un técnico de un laboratorio científico.

Durante la media hora siguiente Mark preparó el lugar de trabajo de Sean en la grande y vacía quinta planta que Claire le había enseñado el día anterior. Cuando Mark se fue, Sean quedó más tranquilo sobre su lugar de trabajo; aunque hubiese deseado únicamente estar trabajando en algo que le interesara de veras.

Sean tomó el frasco que la doctora Levy le había dado, desenroscó el tapón y estudió el fino polvo blanco. Lo olió, no olía a nada. Acercó su taburete a la mesa y se puso a trabajar.

Primero disolvió el polvo en una serie de solventes para hacerse una idea de su solubilidad. Preparó también una electroforesis de gel para conocer con una cierta aproximación su peso molecular.

Al cabo de una hora de concentración, Sean se distrajo repentinamente por un movimiento que creyó captar por el rabillo del ojo. Cuando miró en aquella dirección, sólo vio el espacio vacío del laboratorio que se extendía por la puerta hasta las escaleras. Sean se tomó una pausa en su trabajo. El único sonido perceptible era el zumbido del compresor de un refrigerador y el chirrido de un agitador que Sean había prendido para sobresaturar una solución. Se preguntó si aquella soledad insólita le estaba provocando alucinaciones.

Estaba sentado cerca del centro de la sala. Dejó los utensilios que tenía en las manos y recorrió todo el laboratorio mirando cada pasillo. Cuanto más miraba, menos seguro estaba de haber visto algo. Llegó hasta la puerta de la escalera, la abrió de golpe y dio un paso hacia fuera con la idea de mirar las escaleras de arriba abajo. En realidad pensaba que no encontraría nada y retuvo involuntariamente el aliento cuando su maniobra repentina le enfrentó con alguien que estaba al acecho detrás de la puerta.

Sean reconoció el rostro en seguida y se dio cuenta de que tenía ante sí a Hiroshi Gyuhama, que estaba igualmente aturdido. Recordaba haber conocido a aquel hombre el día antes, cuando Claire los había presentado.

—Lo siento mucho —dijo Hiroshi con una sonrisa nerviosa.

Hizo una profunda reverencia.

—No hay de qué —dijo Sean, reprimiendo un deseo irresistible de inclinarse a su vez—. Tenía que haber mirado primero por la ventana antes de abrir la puerta.

—No, no, la culpa fue mía —insistió Hiroshi.

—Desde luego que no, ha sido mía. Pero supongo que es una tontería seguir con esto.

—Lo siento —insistió Hiroshi.

—¿Desea entrar? —preguntó Sean señalando hacia su laboratorio.

—No, no —dijo Hiroshi mientras su sonrisa aumentaba de volumen—. Vuelvo a mi trabajo —continuó diciendo, pero sin moverse.

—¿En qué trabaja usted? —preguntó Sean para mantener la conversación.

—Cáncer de pulmón —dijo Hiroshi—. Muchísimas gracias.

—Gracias —dijo Sean como un eco.

Luego se preguntó por qué daba las gracias a aquel hombre.

Hiroshi hizo varias reverencias antes de darse la vuelta y subir las escaleras.

Sean se encogió de hombros y volvió a su banco de laboratorio. Se preguntó si el movimiento que había visto al principio había sido Hiroshi, quizá por la ventanita que daba a la caja de la escalera. Pero eso significaba que Hiroshi había estado allí todo el rato, lo cual resultaba absurdo. Al observar que su concentración se había esfumado, Sean aprovechó el momento para bajar al sótano y buscar a Roger Calvet. Cuando lo encontró, Sean empezó a sentirse incómodo porque estaba hablando con una persona cuya deformidad en la espalda le impedía devolver la mirada a su interlocutor. Sin embargo, el señor Calvet consiguió separar un grupo de ratones de raza adecuada para que Sean les inyectara la glucoproteína con la esperanza de provocar una reacción de anticuerpos. Sean no esperaba que aquello tuviera ningún éxito, puesto que sin duda otras personas en el Centro Forbes lo habían probado ya. Sin embargo, sabía que debía empezar desde el principio antes de recurrir a uno de sus «trucos».

Cuando de nuevo Sean estuvo en el ascensor e iba a apretar el botón de la quinta planta, cambió de idea y apretó el de la sexta. No sabía exactamente por qué pero se sentía aislado y algo solo. Trabajar en el Forbes era una experiencia muy poco gratificante, y no únicamente por la cantidad de personas desagradables. Lo cierto es que no había suficientes personas. El lugar estaba demasiado vacío, demasiado limpio, demasiado ordenado. Sean siempre había dado por supuesto que encontraría el ambiente académico de sus trabajos anteriores. Ahora descubría que necesitaba algún contacto humano. Se dirigió pues hacia la planta sexta.

La primera persona que Sean encontró fue David Lowenstein. Era un individuo delgado de aire concentrado que estaba inclinado sobre su mesa de laboratorio examinando unas probetas de cultivo tisular. Sean se le acercó por el lado izquierdo y le saludó.

—¿Dígame? —contestó David, levantando la mirada de su trabajo.

—¿Cómo le va? —preguntó Sean.

Volvió a presentarse por si acaso David le había olvidado del día anterior.

—Todo va lo bien que podría esperarse —dijo David.

—¿En qué está trabajando? —volvió a preguntar Sean.

—Melanoma —contestó David.

—¡Oh! —dijo Sean.

Poco a poco la conversación cesó y Sean acabó yéndose. Vio que Hiroshi le miraba, pero después del incidente en la escalera prefería evitarlo. Se acercó en cambio a Arnold Harper, que estaba muy atareado trabajando bajo una campana. Dedujo que estaba haciendo algún tipo de recombinación con levaduras.

Los intentos de charlar tuvieron más o menos el mismo éxito que con David Lowenstein. Lo único que Sean extrajo de Arnold era que estaba trabajando sobre cáncer de colon. Aunque él había iniciado la glucoproteína que Sean estaba utilizando, no parecía en absoluto interesado en hablar sobre el tema.

Sean continuó andando y llegó a la puerta de cristal que daba al laboratorio de máxima contención con su cartel de prohibido el paso. Se apantalló los ojos con las manos, como había hecho el día anterior, e intentó de nuevo mirar a través del cristal. Lo único que pudo ver, al igual que el día anterior, fue un pasillo con puertas a ambos lados. Después de mirar por encima del hombro para comprobar que no había moros en la costa, Sean abrió la puerta y entró. La puerta se entornó detrás de él y se cerró con un «clic». Aquel sector del laboratorio tenía presión negativa para que no saliera aire al abrir la puerta.

Durante un momento Sean se quedó al lado de la puerta mientras sentía que su corazón latía con fuerza. Era la misma sensación que tenía cuando él, Jimmy y Brady, sus amigos de adolescencia, se desplazaban al norte, a una de las acomodadas ciudades dormitorio, Swampscott o Marblehead, y entraban en una casa. Nunca robaron nada de auténtico valor, sólo televisores y cosas semejantes. Nunca tuvieron problemas para deshacerse de estos objetos en Boston. El dinero iba a parar a un individuo que, según se suponía, lo enviaba al IRA, pero Sean nunca supo si llegaba algo a Irlanda, aunque sólo fuera una parte.

Como no apareció nadie para oponerse a la presencia de Sean en la zona prohibida, comenzó a avanzar. El lugar no tenía el aspecto ni daba el tono de un laboratorio de máxima contención. De hecho, el primer cuarto que exploró estaba vacío, sólo había unos cuantos bancos de laboratorio, sin nada sobre ellos. No había ningún tipo de equipo. Sean entró en la habitación y examinó la superficie de los bancos. Se habían utilizado alguna vez, pero no mucho. Pudo detectar algunas marcas dejadas por las patas de caucho de una máquina. Pero esta era la única señal de utilización.

Sean se inclinó, tiró de la puerta de un armario y miró en su interior. Había unas cuantas botellas de reactivos medio vacíos y un surtido de recipientes de cristal, algunos rotos.

—¡No se mueva! —gritó una voz que obligó a Sean a dar media vuelta y a Incorporarse.

Era Robert Harris, plantado en la entrada, con las manos en las caderas y los pies separados. Su rostro abotargado estaba enrojecido. Gotas de sudor perlaban su frente.

—¿No sabes leer, chico de Harvard? —ladró Harris.

—No creo que valga la pena enfadarse por un laboratorio vacío —dijo Sean.

—Esta zona está prohibida —dijo Harris.

—No estamos en el ejército —dijo Sean.

Harris avanzó amenazador. Esperaba intimidar a Sean con su estatura y su ventaja de peso. Pero Sean no se movió. Solamente se puso tenso. Su experiencia de adolescente callejero le decía instintivamente que podía darle a Harris, y darle fuerte, si este intentaba tocarle. Y estaba bastante seguro de que Harris no lo intentaría.

—Está claro que usted es un fisgón —dijo Harris—. Cuando le vi, comprendí inmediatamente que nos traería problemas.

—¡Qué raro! Yo pensé lo mismo sobre usted —dijo Sean.

—Le advertí que no me provocara, muchacho —dijo Harris Se acercó a pocos centímetros del rostro de Sean.

—Tiene un par de espinillas en la nariz —dijo Sean—. Por si no lo sabía.

Harris se quedó mirando a Sean unos momentos sin hablar y con ojos furiosos. Su rostro enrojeció todavía más.

—Creo que se está alterando demasiado —dijo Sean.

—¿Qué diablos estaba haciendo aquí? —preguntó Harris.

—Simple curiosidad —dijo Sean—. Me dijeron que era un laboratorio de máxima contención y tuve ganas de verlo.

—Quiero que salga de aquí en dos segundos —dijo Harris. Se echó a un lado y señaló hacia la puerta.

—Sean, hay unos cuantos cuartos más que me gustaría ver. ¿Qué le parece si hacemos una visita juntos?

—¡Fuera! —gritó Harris señalando hacia la puerta de cristal.

Janet tenía una entrevista a última hora de la mañana con la directora de enfermeras, Margaret Richmond. El intervalo entre la visita matutina de Sean y la partida hacia el hospital lo aprovechó para tomarse una ducha prolongada, depilarse, secarse el pelo con el secador y plancharse el vestido. Sabía que tenía seguro el trabajo en el Hospital Forbes, pero entrevistas como la de aquella mañana todavía la ponían nerviosa. Además, continuaba preocupada por la posibilidad de que Sean volviera a Boston. En definitiva, tenía muchos motivos para estar preocupada, e ignoraba qué novedades le depararían los próximos días.

Margaret Richmond no era lo que Janet había previsto. Por teléfono su voz había conjurado la imagen de una mujer delicada y pequeña. En cambio era corpulenta y más bien severa. Sin embargo se mostró cordial y sincera, y transmitió a Janet su agradecimiento por entrar a trabajar en el Hospital Forbes. Incluso le ofreció escoger sus turnos. Janet, satisfecha, decidió trabajar de día. Había supuesto que empezaría trabajando en el turno de noche, que no le gustaba.

—Usted mencionó que prefería trabajar en la planta —dijo la señora Richmond mientras consultaba sus notas.

—Así es —dijo Janet—. Ese tipo de trabajo me permite tener contacto con los pacientes, que es lo que más aprecio.

—Tenemos una vacante para el turno de día en la cuarta planta —dijo la señora Richmond.

—Parece interesante —dijo Janet alegremente.

—¿Cuándo desearía empezar? —preguntó la señora Richmond.

—Mañana —dijo Janet.

Hubiese preferido disponer de unos cuantos días más para poder encontrar un apartamento e instalarse, pero tenía muchas ganas de empezar a ocuparse del protocolo de meduloblastoma.

—Me gustaría dedicar el día de hoy a encontrar un apartamento próximo —añadió Janet.

—No creo que le convenga quedarse aquí cerca —dijo la señora Richmond—. En su caso, yo me iría a la playa. Han restaurado muy bien toda la zona. O bien la playa o bien Coconut Grove.

—Seguiré su consejo —dijo Janet.

Supuso que la entrevista había terminado y se levantó.

—¿Qué le parece si hacemos una visita rápida al hospital? —preguntó la señora Richmond.

—Me gustaría mucho —dijo Janet.

La señora Richmond llevó primero a Janet al otro lado de la entrada para que conociera a Dan Selenburg, el administrador del hospital. Pero no pudieron verlo. Subieron entonces a la primera planta para visitar las instalaciones de los pacientes ambulatorios, el auditorio del hospital y la cafetería.

En la segunda planta Janet visitó la unidad de vigilancia intensiva, la zona de cirugía, el laboratorio de química, el departamento de radiología y el archivo médico. Luego subieron a la cuarta planta.

El hospital le impresionó favorablemente. Era alegre, moderno, y parecía contar con personal adecuado, lo cual era muy importante desde el punto de vista de una enfermera. De entrada, no le había entusiasmado mucho la especialización del hospital en oncología y el hecho de que todos los pacientes estuvieran enfermos de cáncer, pero al ver el ambiente agradable y la variedad de pacientes, algunos viejos, otros gravemente enfermos, otros aparentemente normales, decidió que el Hospital Forbes era un lugar perfectamente adecuado en donde trabajar. En muchos aspectos no difería tanto del Boston Memorial. Pero era más nuevo y estaba decorado de modo más agradable.

La cuarta planta estaba dispuesta con la misma configuración que las demás plantas de pacientes. Era un rectángulo simple con habitaciones privadas a ambos lados de un pasillo central El puesto de enfermeras estaba situado en medio de la planta, cerca de los ascensores y tenía un gran mostrador en forma de U. Detrás había un cuarto de servicios y una pequeña farmacia donde había un armario con una puerta de dos paneles. Frente al puesto de enfermeras había un salón para los pacientes. Al otro lado de los ascensores había un armario de mantenimiento con una pileta. A ambos extremos de la larga sala central había escaleras.

Cuando hubieron acabado la visita, la señora Richmond dejó a Janet con Marjorie Singleton, la enfermera jefa del turno de día. Marjorie gustó inmediatamente a Janet. Era una pequeña pelirroja con pecas sobre el puente de la nariz. Parecía estar en constante actividad y nunca dejaba de sonreír. Janet conoció también a otros empleados, pero la profusión de nombres la abrumó. Aparte de la señora Richmond y de Marjorie, no consiguió recordar a ninguna de las personas que le presentaron, a excepción de Tim Katzenburg, el secretario de la sala.

Era un adonis rubio, más parecido a un entrenador de natación que a un secretario de una sala de hospital. Contó a Janet que por la noche asistía a clases de preparación de medicina, porque había descubierto la utilidad limitada de su título en filosofía.

—Estamos muy contentos de tenerla entre nosotros —dijo Marjorie cuando se reunió de nuevo con Janet después de ocuparse de un pequeño caso de urgencia—. Boston pierde y nosotros ganamos.

—Me alegro de estar aquí —dijo Janet.

—Nos ha faltado personal desde la tragedia de Sheila Arnold —dijo Marjorie.

—¿Qué pasó? —preguntó Janet.

—Violaron y mataron a tiros a la pobre mujer en su apartamento —dijo Marjorie—. No muy lejos del hospital. Así es la vida en una ciudad grande.

—¡Qué terrible! —dijo Janet.

Se preguntó si por aquel motivo la señora Richmond le había advertido que no se alojara cerca del hospital.

—En este momento tenemos un pequeño contingente de pacientes procedentes de Boston —dijo Marjorie—. ¿Le gustaría conocerlos?

—¡Claro! —dijo Janet.

Marjorie se movía rápidamente. Janet se vio obligada prácticamente a correr para seguirla. Entraron juntas en una habitación del lado oeste del hospital.

—¡Helen! —dijo Marjorie en voz baja cuando se detuvieron al lado de una cama—. Tiene una visita de Boston.

Se abrieron unos ojos verdes brillantes.

Su color intenso contrastaba de modo espectacular con la tez pálida de la paciente.

—Tenemos una nueva enfermera en el personal —añadió Marjorie.

Luego presentó a las dos mujeres.

El nombre de Helen Cabot despertó inmediatamente recuerdos en la mente de Janet. A pesar de los ligeros celos que había sentido en Boston, estuvo contenta de encontrar a Helen en el Forbes. Su presencia contribuiría sin duda a que Sean se quedara en Florida. Cuando Janet hubo hablado con Helen, las dos enfermeras salieron de la habitación.

—Es un caso triste —dijo Marjorie—. Una chica tan encantadora. Hoy van a practicarle una biopsia. Confío en que responda al tratamiento.

—Me dijeron que este hospital consigue una remisión del cien por cien de este tipo de tumor. ¿Por qué no va a responder?

Marjorie se detuvo y miró intensamente a Janet.

—Estoy impresionada —dijo—. No solamente conoce nuestros resultados con el meduloblastoma, sino que ha hecho un diagnóstico instantáneo y correcto de la paciente. ¿Tiene poderes que puedan sernos útiles?

—En absoluto —replicó Janet riendo—. Tuve de paciente a Helen Cabot en mi hospital de Boston. Estaba al corriente de su caso.

—Esto me tranquiliza —dijo Marjorie—. Durante un segundo pensé que estaba presenciando algo sobrenatural.

Luego siguió andando.

—Me preocupa Helen Cabot porque sus tumores están muy avanzados ¿Por qué la retuvieron tanto tiempo en su hospital?

Debió haber empezado el tratamiento hace semanas.

—De eso no sé nada —reconoció Janet.

El siguiente paciente era Louis Martin. A diferencia de Helen, Louis no parecía estar enfermo. De hecho estaba sentado en una butaca, totalmente vestido. Había llegado aquella misma mañana y estaba todavía en los trámites de admisión.

No parecía enfermo, pero sí nervioso.

Marjorie hizo de nuevo las presentaciones y añadió que Louis tenía el mismo problema que Helen pero, por suerte, lo habían ingresado con mucha mayor rapidez.

Janet dio un apretón de manos a Louis y notó que tenía la palma de la mano húmeda. Miró sus ojos aterrorizados y le hubiese gustado decir algo para consolarle. Se sintió también algo culpable al darse cuenta de que enterarse de la situación de Louis la había animado de algún modo. Tener a dos pacientes en su planta con el protocolo de meduloblastoma suponía tener muchas más oportunidades para investigar el tratamiento. Sin duda Sean estaría satisfecho.

Cuando Marjorie y Janet volvieron al puesto de enfermeras, Janet preguntó si todos los casos de meduloblastoma estaban en la cuarta planta.

—Claro que no —dijo Marjorie—. No agrupamos a los pacientes por tipo de tumor. La distribución es puramente casual.

Sucede que ahora tenemos a tres. En este mismo momento estamos admitiendo otro caso: una mujer joven de Houston llamada Kathleen Sharenburg.

Janet ocultó su satisfacción.

—Hay un último paciente de Boston —dijo Marjorie deteniéndose ante la puerta de la habitación 409—. Es una chica fantástica con una actitud increíblemente positiva que ha infundido coraje y aliento a todos los demás pacientes. Creo que viene de un barrio de la ciudad llamado North End.

Marjorie llamó a la puerta, que estaba cerrada. Pudo oírse un apagado «adelante». Marjorie empujó la puerta y entró en la habitación seguida por Janet.

—Gloria —dijo Marjorie—. ¿Cómo van las sesiones de quimioterapia?

—Fantástico —dijo Gloria bromeando—. Acabo de iniciar hoy el tratamiento intravenoso.

—Quiero presentarte a alguien —dijo Marjorie—. Una nueva enfermera que es de Boston.

Janet miró a la mujer de la cama. Parecía tener más o menos su misma edad. Unos años atrás, Janet se habría extrañado.

Antes de trabajar en un hospital, tenía la idea equivocada de que el cáncer era una enfermedad de ancianos. Pero luego se había enterado, con pena, de que casi todo el mundo puede caer víctima de la enfermedad.

Gloria tenía una tez morena y los ojos oscuros, y lo que antes había sido una cabellera negra. En aquel momento, el cuero cabelludo estaba cubierto de pelusa oscura. Había sido una mujer entrada en carnes, pero ahora debajo de su camisón podía notarse que un lado de su pecho era plano.

—¡Señor Widdicomb! —dijo Marjorie con sorpresa e irritación—. ¿Qué está haciendo aquí?

Janet, que había fijado su atención en la paciente, no se había dado cuenta de que había otra persona en la habitación.

Vio a un hombre con un uniforme verde y una nariz ligeramente deformada.

—No riña a Tom, por favor —dijo Gloria—, sólo está intentando ayudarme.

—Le dije que limpiara la habitación —dijo Marjorie ignorando a Gloria—. ¿Por qué está usted aquí?

—Iba a limpiar el baño —dijo Tom mansamente.

Evitó mirar a Marjorie a los ojos mientras daba golpecitos al mango de la fregona que salía del cubo.

Janet contempló fascinada la escena. La diminuta Marjorie se había transformado de una simpática hada en una máquina autoritaria.

—¿Qué haremos si cuando llega la nueva paciente su habitación no está lista? —preguntó severa Marjorie—. Baje inmediatamente y hágala —dijo señalando hacia la puerta.

Cuando el hombre se hubo marchado, Marjorie movió la cabeza y dijo:

—Tom Widdicomb es mi perdición en el Forbes.

—Tiene buenas intenciones —dijo Gloria—. Es como un ángel para mí. Me visita cada día.

—No le contrataron de profesional —dijo Marjorie—. Primero tiene que acabar su trabajo.

Janet sonrió. Le gustaba trabajar en salas de hospital dirigidas por personas capaces de asumir el mando. Por lo que acababa de ver Janet estaba segura de que se llevaría bien con Marjorie Singleton.

Tom corrió por el corredor y entró en la habitación 417 derramando parte del agua jabonosa de su cubo. Soltó el pestillo de la puerta y la cerró. Se apoyó contra ella. Respiró con boqueadas sibilantes por el terror que se había apoderado de su cuerpo cuando oyó la primera llamada en la puerta de Gloria. Estaba a punto de administrar la succinilcolina. Si Marjorie y la nueva enfermera hubiesen entrado unos minutos después le habrían atrapado.

—Todo va bien, Alice —dijo Tom para tranquilizar a su madre—. No hay ningún problema. No debes preocuparte.

Cuando Tom hubo dominado su miedo, la cólera empezó a apoderarse de él. No le había gustado nunca Marjorie, ni el primer día. Aquella simpatía exuberante era fingida. La jefa era una maldita perra entrometida. Alice ya le había advertido que fuera con cuidado con ella, pero él no había hecho caso.

Tenía que haber hecho algo con ella, como hizo con la otra enfermera entrometida, Sheila Arnold, que había empezado a interrogarle preguntando qué hacía siempre pegado al carrito de la anestesia. Sólo necesitaba conseguir la dirección de Marjorie cuando le tocara limpiar la administración. Entonces le demostraría de una vez para siempre quién mandaba allí.

Tom, tras haberse tranquilizado imaginando cómo se ocuparía de Marjorie, se separó de la puerta y echó un vistazo a la habitación. Le tenía sin cuidado que su trabajo consistiera en limpiar porque lo importante era la libertad que le daba. Hubiese preferido trabajar en la ambulancia, pero habría tenido que tratar con otros compañeros. El trabajo de limpieza no le obligaba a hablar con nadie, excepto en sus raros enfrentamientos con personas como Marjorie. Además, la limpieza le permitía ir a cualquier lugar del hospital en casi cualquier momento que deseara. Pero el problema era que de vez en cuando tenía que limpiar. Aunque casi siempre podía arreglárselas empujando cosas de un lado a otro, porque nadie le vigilaba.

Si Tom hubiese sido sincero consigo mismo hubiese reconocido que el trabajo que más le gustó fue el primero que tuvo al salir de la escuela. Había conseguido trabajo junto a un veterinario. A Tom le gustaban los animales. Después de haber trabajado allí una temporada, el veterinario le había asignado a Tom el trabajo de matar los animales. Solían ser animales viejos y enfermos que estaban sufriendo, y aquella actividad daba muchas satisfacciones a Tom. Recordaba que se entristeció cuando Alice le dijo que no compartía su entusiasmo.

Tom abrió la puerta y observó el pasillo. Tenía que volver al cuarto de la limpieza para recuperar su carrito, pero no quería encontrarse de nuevo con Marjorie para que no le volviera a reñir. Tom temía no poder controlarse más. En muchas ocasiones, pensaba que iba a pegarle, porque eso era lo que ella necesitaba. Sin embargo, sabía que no podía permitírselo. De ningún modo.

Tom sabía que a partir de entonces le costaría más ayudar a Gloria, porque ya le habían visto en su habitación. Tendría que ir con más cuidado que nunca. Debería esperar un día o dos. La única esperanza era que cuando él entrara todavía continuara conectada con el equipo de infusión. No quería inyectar la succinilcolina por vía intramuscular porque podía detectarse si al forense se le ocurría buscar.

Tom salió de la habitación y se fue hacia el vestíbulo.

Cuando pasó delante de la habitación 409 echó un vistazo a su interior. No vio a Marjorie. Muy bien. Pero vio a la otra enfermera, a la nueva.

Tom aflojó el paso porque le embargó un nuevo temor.

Quizá la nueva enfermera, que sustituía a Sheila, había sido contratada precisamente para descubrirle. Quizá era una espía. Eso explicaría que hubiera aparecido repentinamente en la habitación de Gloria con Marjorie.

Cuanto más lo pensaba, más se convencía de ello, sobre todo al ver que la nueva enfermera estaba todavía en la habitación de Gloria. Su misión era cazarlo e interrumpir su cruzada contra el cáncer de pecho.

—No te preocupes, Alice —dijo a su madre para tranquilizarla—. En esta ocasión te escucharé.

Anne Murphy se sentía mejor de lo que se había sentido en muchas semanas. Cuando se enteró de que Sean planeaba ir a Miami había tenido una depresión que le había durado varios días. En su opinión aquella ciudad era sinónimo de drogas y pecado. Pero en cierto modo la noticia no le había extrañado.

Sean había sido un niño malo desde sus primeros años y desde luego, como la mayoría de hombres, no iba a cambiar ya, a pesar de los sorprendentes resultados académicos que había conseguido de mayor en la escuela secundaria y más tarde en la universidad. Al principio, cuando su hijo habló de entrar en la facultad de medicina, ella vio abrirse un rayo de esperanza en el cielo. Pero esta esperanza se había derrumbado cuando le dijo que no tenía intención de practicar la medicina. Como en otros momentos críticos de su vida, Anne comprendió que no le quedaba otro remedio que aguantar y no dejar de rezar para que se produjera un milagro.

Sin embargo, continuaba preocupándole que Sean no se pareciera más a Brian o a Charles. ¿Qué había hecho mal ella?

Debió de ser su culpa. Quizá porque no pudo dar de mamar a Sean cuando era pequeño, o quizá porque no había podido impedir que su marido pegara al niño en algunos de sus arrebatos cuando estaba ebrio.

Por suerte, su hijo menor, Charles, había alegrado un poco los días que siguieron a la partida de Sean hacia Miami.

Charles había llamado desde su seminario en Nueva Jersey con la estupenda noticia de que la noche siguiente iría a visitarla.

Charles era un hijo maravilloso. Sus oraciones les salvarían a todos.

Anne había salido por la mañana a comprar para preparar la llegada de Charles. Tenía intención de pasar el día cocinando un pastel y la cena. Brian dijo que intentaría ir aunque aquella noche tenía una reunión importante que podía prolongarse hasta tarde.

Anne abrió la nevera, empezó a guardar los alimentos mientras su mente se recreaba pensando en lo mucho que disfrutaría aquella noche. Luego se reprimió. Sabía que aquellos pensamientos eran peligrosos. La vida pendía siempre de un hilo. La felicidad y el placer eran una invitación a la tragedia. Durante un momento se torturó pensando en lo que sentiría si Charles se mataba de camino a Boston.

El timbre de la puerta interrumpió las preocupaciones de Anne. Apretó el botón del interfono y preguntó quién era.

—Tanaka Yamaguchi —respondió una voz.

—¿Qué quiere? —preguntó Anne.

El timbre de la puerta no sonaba a menudo.

—Quisiera hablarle sobre su hijo Sean —dijo Tanaka.

El rostro de Anne palideció instantáneamente. Se regañó a sí misma por haber tenido pensamientos agradables. Sean tenía problemas de nuevo. ¿Qué podía esperarse de él?

Anne apretó el botón que soltaba el pestillo del portal, se fue a la puerta de su apartamento y la abrió para esperar a su inesperado visitante. Era ya sorprendente que alguien le hiciera una visita en casa, pero cuando vio que se trataba de un oriental, quedó abrumada. Antes no había reparado en que el nombre de aquel hombre era oriental.

El forastero tenía más o menos la misma estatura que Anne pero era robusto y musculoso, con pelo corto, negro como el carbón, y piel bronceada. Vestía un traje oscuro ligeramente brillante y llevaba una camisa blanca y una corbata oscura.

Sobre el brazo llevaba un gabán Burberry con cinturón.

—Le pido disculpas —dijo Tanaka.

Sólo se le notaba un ligero acento. Hizo una reverencia y presentó su tarjeta de visita. En la tarjeta podía leerse simplemente «Tanaka Yamaguchi, Consultor Industrial».

Anne, con una mano apretándose el cuello y con la otra cogiendo la tarjeta no sabía qué decir.

—Debo hablarle de su hijo Sean —dijo Tanaka.

Anne pudo articular de nuevo como si se recuperara de un golpe:

—¿Qué ha sucedido? ¿Ha vuelto a tener problemas?

—No —dijo Tanaka—. ¿Tuvo problemas en otras ocasiones?

—Cuando era adolescente —dijo Anne—. Era un chico muy tozudo. Muy activo.

—Un chico en los Estados Unidos puede causar problemas —dijo Tanaka—. En el Japón se enseña a los niños a respetar a sus mayores.

—Pero el padre de Sean también era difícil Anne sorprendiéndose de admitirlo.

Estaba nerviosa y no sabía si debía invitar al hombre a que entrara.

—Me interesan los negocios de su hijo. Sé que es un buen estudiante en Harvard, ¿pero tiene tratos con compañías fabricantes de productos biológicos?

—Él y un grupo de amigos fundaron una compañía llamada Immunotherapy —dijo Anne, aliviada porque la conversación se dirigía hacia los aspectos más positivos del irregular pasado de su hijo.

—¿Todavía tiene participación en esta Immunotherapy? —preguntó Tanaka.

—No me habla mucho de esas cosas —dijo Anne.

—Muchas gracias —dijo Tanaka inclinándose de nuevo Buenos días.

Anne se quedó parada mirando a aquel hombre mientras daba media vuelta sin decir una sola palabra y desaparecía escaleras abajo. Aquel final repentino de la conversación la sorprendió casi tanto como la misma visita. Salió al rellano a tiempo para oír que se cerraba la puerta de la calle dos pisos más abajo. Volvió a su apartamento, cerró la puerta y pasó el pestillo.

Necesitó unos momentos para ponerse a tono. Era un episodio extraño. Después de mirar la tarjeta de Tanaka, la metió en el bolsillo del delantal. Luego continuó guardando cosas en la nevera. Pensó que llamaría a Brian, pero decidió que aquella misma noche le contaría la visita del japonés, suponiendo, claro, que viniera a cenar. Decidió que en caso contrario le llamaría.

Una hora después Anne estaba concentrada preparando un pastel cuando la sobresaltó de nuevo el timbre de la puerta. Al principio pensó preocupada que quizá el japonés había vuelto para hacerle más preguntas. Tal vez debía haber llamado a Brian. Apretó con cierto temor el botón del interfono y preguntó quién era.

—Sterling Rombauer —contestó una profunda voz masculina—. ¿Es usted Anne Murphy?

—Me gustaría mucho hablar con usted sobre su hijo Sean —dijo Sterling.

Anne contuvo el aliento. Era increíble que otro forastero hubiese llegado preguntando por su segundo hijo.

—¿Qué le pasa? —preguntó.

—Preferiría hablar con usted en persona —dijo Sterling.

—Ahora bajo —dijo Anne.

Anne se lavó las manos llenas de harina y empezó a bajar las escaleras. El hombre estaba esperándola en la entrada con un gabán de pelo de camello sobre el brazo. Al igual que el japonés, llevaba un traje oscuro y una camisa blanca. Su corbata era un fular de color rojo brillante.

—Lamento molestarla —dijo Sterling a través del cristal.

—¿Por qué pregunta por mi hijo? —le preguntó Anne.

—Me envía el Centro Forbes contra el Cáncer de Miami —dijo Sterling.

Anne reconoció el nombre de la institución donde estaba trabajando Sean, abrió la puerta y contempló al forastero. Era un hombre atractivo de rostro ancho y nariz recta. Tenía el pelo de color castaño y algo rizado. Anne pensó que sin aquel nombre hubiese podido ser un irlandés. Medía más de metro noventa y sus ojos eran tan azules como los de sus hijos.

—¿Ha hecho Sean algo que yo deba saber? —preguntó Anne.

—Que yo sepa no —dijo Sterling—. La administración de la clínica estudia en todos los casos los antecedentes de las personas que trabajan allí. La seguridad es una cuestión importante para ellos. Sólo quería hacerle unas cuantas preguntas.

—¿Por ejemplo? —preguntó Anne.

—¿Está enterada de si su hijo tuvo tratos con alguna compañía de biotecnología?

—Es usted la segunda persona que me hace la pregunta en esta misma hora —dijo Anne.

—¿Ah, sí? —dijo Sterling—. ¿Puedo saber quién hizo una pregunta semejante?

Anne metió la mano en el bolsillo del delantal y sacó la su casa para hacerle preguntas sobre su tarjeta de visita de Tanaka. Se la entregó a Sterling. Anne pudo observar cómo entrecerraba los ojos pensativo.

—¿Qué le dijo usted al señor Yamaguchi? —preguntó Sterling.

—Le conté que mi hijo y unos amigos fundaron su propia empresa de biotecnología —dijo Anne—. La llamaron Immunotherapy.

—Muchas gracias, señora Murphy —dijo Sterling—. Le agradezco que haya querido hablar conmigo.

Anne contempló al elegante forastero bajar los peldaños de la entrada de la casa y subir al asiento trasero de un coche oscuro. El chófer llevaba uniforme.

Anne, más extrañada que nunca, volvió a subir a su casa.

Después de dudarlo un momento, tomó el teléfono y llamó a Brian. Tras pedirle perdón por interrumpir un día tan ocupado, le contó la historia de los dos curiosos visitantes.

—Es extraño —dijo Brian.

—¿Tenemos que preocuparnos por Sean? —preguntó Anne—. Ya sabes cómo es tu hermano.

—Yo le llamaré —dijo Brian—. Pero si llega alguien más haciendo preguntas, no les digas nada. Envíamelos a mí.

—Confío en no haber dicho nada que no debiera —dijo Anne.

—Estoy seguro de que no —dijo Brian, tranquilizándola.

—¿Vendrás hoy?

—Haré lo posible —dijo Brian—. Pero si no estoy en casa a las ocho, cenad sin mí.

Janet, con el mapa de Miami abierto sobre el otro asiento consiguió encontrar el camino de regreso a la residencia Forbes. Se alegró al ver el Isuzu de Sean en el aparcamiento. Tenía ganas de verle en casa, porque pensaba que le traía buenas noticias. Había encontrado un apartamento amueblado, luminoso y agradable en la punta meridional de Miami Beach, que incluso tenía un poco de vista al mar desde el cuarto de baño.

Cuando empezó a buscar apartamento, se desanimó pronto porque era la «temporada alta». El lugar que encontró estaba reservado desde hacía un año, pero habían cancelado la reserva inesperadamente. La cancelación se supo cinco minutos antes de que Janet entrara en la agencia inmobiliaria.

Janet agarró su bolso y su copia del contrato de arrendamiento y subió hasta su apartamento. Necesitó unos minutos para lavarse la cara y ponerse unos shorts y un corpiño. Luego, con el contrato en la mano, recorrió la terraza hasta la puerta corredera de Sean. Le encontró tirado sobre el sofá y serio.

—¡Tengo buenas noticias! —dijo Janet alegremente mientras se dejaba caer en una butaca.

—Eso me conviene —dijo Sean.

—He encontrado un apartamento —dijo Janet blandiendo el contrato—. No es nada fabuloso, pero está a una manzana de la playa, y sobre todo queda muy cerca de la autopista que lleva al Forbes.

—Janet, no sé si puedo quedarme aquí —dijo Sean.

Parecía muy deprimido.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Janet con un estremecimiento de ansiedad.

—El Forbes es un lugar de locos —dijo Sean—. La atmósfera es opresiva. En primer lugar, hay un japonés chalado que me está espiando. Te lo juro. Cada vez que me vuelvo, le veo.

—¿Y qué más? —preguntó Janet.

Quería oír primero todas las objeciones de Sean para poder descubrir la manera de rebatirlas. Después de haber firmado un contrato de dos meses su decisión de quedarse en Miami era mucho más firme.

—Hay algo que no funciona en aquel lugar —dijo Sean—. La gente o es simpática o es antipática. Todo es muy exagerado.

Eso no es natural. Además, estoy trabajando solo en aquella sala enorme y vacía. Es de locos.

—Siempre te quejabas de la falta de espacio —dijo Janet.

—Recuérdame que no me queje más —dijo Sean—. Nunca lo supe, pero necesito tener gente a mi alrededor. Y algo más: tienen este laboratorio secreto de máxima contención, donde al parecer está prohibido entrar. No hice caso del letrero y entré. ¿Sabes lo que encontré allí? Nada. El lugar estaba vacío.

Bueno, tampoco vi todos los cuartos. De hecho, no había avanzado mucho cuando el marine frustrado, el jefe del departamento de seguridad, entró y me amenazó.

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