Terminal

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6. viernes, 5 de marzo 6.30 a. m.

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VIERNES, 5 DE MARZO 6.30 a. m.

Mientras Janet conducía por la General Douglas MacArthur Causeway hacia el Centro Forbes, intentó distraerse admirando el impresionante panorama de la Biscayne Bay. Incluso intentó imaginarse que estaba haciendo un crucero con Sean en uno de los blancos y deslumbrantes yates de crucero amarrados en el puerto de Dodge Island. Pero no lo consiguió. Su mente volvía continuamente a los acontecimientos de la noche anterior.

Después de su enfrentamiento con aquel hombre en su baño, no estaba dispuesta a pasar la noche en el 207. Ni siquiera el apartamento de Sean le parecía un lugar seguro.

Decidió, en lugar de ello, trasladarse al apartamento de Miami Beach que había alquilado. No quiso ir sola y propuso a Sean que la acompañara. Le alivió mucho que él aceptara y que incluso le propusiera dormir en el sofá. Pero una vez allí, los buenos propósitos de Janet se fueron a pique. Durmieron juntos aplicando lo que Sean llamaba «método platónico». No hicieron el amor pero Janet tuvo que admitir que a su lado se sentía bien.

Estaba tan preocupada por la irrupción del intruso en su apartamento como por su escapada con Sean. El episodio de la oficina de administración la noche anterior la preocupaba mucho No podía dejar de pensar en lo que hubiese sucedido si les hubiesen atrapado. Además, comenzaba a preguntarse qué tipo de hombre era Sean. Era una persona lista e ingeniosa, sin lugar a dudas. Pero después de las revelaciones sobre sus experiencias pasadas de robo, Janet se preguntaba cuál era su noción auténtica de la moral.

En conjunto, Janet se sentía profundamente afectada, y por si fuera poco le esperaba un día en el que debía obtener, con engaños, una muestra de una medicina que estaba muy controlada. Si no lo conseguía, existía la posibilidad de que Sean hiciera las maletas y se fuera de Miami. Mientras se acercaba al hospital, empezó a pensar nostálgicamente en el próximo domingo, el primer día que tendría libre. El hecho de que estuviera pensando ya en un día de asueto al empezar su segundo día de trabajo, era una buena indicación de su estado de tensión.

La atmósfera bulliciosa de la planta resultó ser una bendición para la mente preocupada de Janet. Al cabo de unos minutos de su llegada, la tumultuosa vida del hospital la había absorbido. El parte de enfermería fue un pronóstico de la labor que se le avecinaba al turno de día. Todas las enfermeras sabían que dispondrían de muy poco tiempo libre entre pruebas de diagnóstico, tratamientos y protocolos complicados de medicación. Lo más preocupante era que Helen Cabot no había mejorado durante la noche, al contrario de lo que esperaban los médicos. De hecho, la enfermera del turno de noche que se ocupaba de ella pensaba que incluso había perdido terreno, porque hacia las cuatro de la madrugada había tenido un pequeño ataque. Janet escuchó atentamente esta parte del informe porque se le había asignado que cuidara de Helen Cabot durante el día.

En cuanto a las medicinas controladas, Janet había ideado un plan. Conocía el tipo de frasco utilizado y procuró obtener frascos semejantes pero vacíos. Lo único que necesitaba ahora era poder estar un rato a solas con el medicamento.

Cuando hubieron finalizado los partes, Janet se puso a trabajar. La primera tarea era conectarle el equipo de infusión a Gloria D’Amataglio. Era el último día de medicación intravenosa en el presente ciclo de quimioterapia de Gloria. Janet estaba muy solicitada para poner inyecciones intravenosas, puesto que había demostrado que dominaba el método. Durante el parte, se ofreció a conectarle el equipo de infusión a Gloria porque habían tenido ya algunos problemas con ella. La enfermera que debía ocuparse de Gloria durante el día había aceptado encantada. Janet, armada con todos los instrumentos necesarios, entró en la habitación de Gloria. Esta estaba sentada en la cama, apoyada sobre un montón de almohadones y era evidente que se sentía mejor que el día anterior. Mientras charlaban nostálgicamente sobre la belleza del estanque del campus de Wellesley y lo romántico que era en las fiestas de los fines de semana Janet comenzó a introducirle la aguja.

—Apenas me he enterado —dijo Gloria con admiración.

—Me alegro mucho —contestó Janet.

Mientras Janet salía de la habitación de Gloria sintió que se le encogía el estómago al pensar en su siguiente tarea: hacerse con el fármaco controlado. Tuvo que esquivar varias camillas y luego ejecutó una especie de danza para no chocar con el empleado de la limpieza y su balde.

Cuando Janet llegó al puesto de enfermeras, sacó la ficha de Helen Cabot y leyó la hoja de pedidos. La hoja indicaba que Helen debía recibir MB300C y MB303C a partir de las ocho de la mañana. Janet primero sacó la botella del equipo de infusión y las jeringas; luego los frascos vacíos que había guardado. Finalmente, se dirigió a Marjorie y le pidió la medicina de Helen.

—Un segundo, por favor —dijo Marjorie.

Se fue corriendo por el pasillo hasta los ascensores para entregar un formulario rellenado de rayos X a un asistente que llevaba un paciente a la sección de radiología.

—Ese individuo se olvida siempre del pedido —comentó Tim moviendo la cabeza.

Marjorie regresó con paso vivo al puesto de enfermeras.

Mientras daba la vuelta al mostrador, se estaba quitando ya la llave del cuello que abría el armario especial de los fármacos.

—¡Qué día! —dijo a Janet—. Y pensar que sólo acaba de empezar.

Era evidente que le preocupaba la gran explosión de actividad con que se iniciaba cada día el trabajo en las plantas. Abrió la pequeña pero sólida nevera, metió la mano dentro y sacó los dos frascos con la medicina de Helen, consultó las indicaciones que estaban también guardadas en la nevera y dijo a Janet que debía tomar 2 centímetros cúbicos del frasco más grande y medio centímetro cúbico del más pequeño. Señaló a Janet el lugar donde debía poner su inicial después de administrar el medicamento y el lugar donde Marjorie pondría su inicial cuando Janet hubiese acabado.

—Marjorie, el doctor Larsen al teléfono —dijo Tim interrumpiéndola.

Janet, con los frascos de fluido transparente en la mano se retiró al cuarto de farmacia. Primero abrió el agua caliente en la pileta. Después de comprobar que nadie miraba puso los dos frascos de MB bajo el agua caliente. Cuando las etiquetas engomadas comenzaron a desprenderse, Janet las arrancó y las pegó sobre los frascos vacíos. Guardó luego los frascos que se habían quedado sin etiqueta en un cajón de la farmacia, detrás de un surtido de tazas de plástico de dosificación, lapiceros, blocs y cintas elásticas.

Después de echar otra ojeada precavida hacia el puesto de enfermeras, Janet levantó los dos frascos vacíos por encima de la cabeza y dejó que cayeran encima de las baldosas. Ambos frascos se redujeron a diminutos fragmentos. Después de verter un poco de agua en los fragmentos de cristal, Janet dio media vuelta y salió del cuarto de farmacia.

Marjorie estaba todavía hablando por teléfono y Janet tuvo que esperar a que colgara. Cuando lo hizo, Janet le puso la mano sobre el brazo.

—He tenido un accidente —dijo.

Intentó decirlo con una voz disgustada, lo que no era difícil con el nerviosismo que tenía.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Marjorie con ojos dilatados.

—Se me han caído los dos frascos —dijo Janet—. Me resbalaron de la mano y se rompieron en el suelo.

—Bueno, bueno —dijo Marjorie tranquilizándose y tranquilizando a Janet—. No nos pongamos nerviosas. Siempre hay accidentes, especialmente cuando tenemos mucho trabajo y mucha prisa. Enséñame dónde.

Janet la condujo al cuarto de farmacia y señaló los restos de los dos frascos. Marjorie se agachó y con el índice y el pulgar quitó delicadamente los trozos de vidrio pegados a la etiqueta.

—Lo siento muchísimo —dijo Janet.

—No pasa nada —dijo Marjorie. Se puso de pie y se encogió de hombros—. Ya te he dicho que siempre hay accidentes.

Llamaremos a la señora Richmond.

Janet siguió a Marjorie hasta el puesto de enfermeras desde donde Marjorie llamó a la directora de enfermería. Después de explicar lo que había pasado, tuvo que sacar las indicaciones del refrigerador de medicinas. Janet pudo ver los frascos de los otros pacientes cuando lo hizo.

—Había seis centímetros cúbicos en el frasco grande y cuatro centímetros cúbicos en el pequeño —dijo Marjorie por teléfono. Escuchó durante un momento, dijo que sí varias veces y luego colgó—. Resuelto —dijo Marjorie. Hizo una anotación en las indicaciones y luego pasó el bolígrafo a Janet—. Pon tus iniciales aquí, donde he escrito que se ha perdido —dijo.

Janet anotó sus iniciales.

—Ahora ve a la oficina de la señora Richmond en el edificio de investigaciones, séptima planta —dijo Marjorie—. Llévate estas etiquetas. —Puso los fragmentos de vidrio con las etiquetas pegadas en un sobre y lo entregó a Janet—. Te dará varios frascos nuevos, ¿de acuerdo?

Janet asintió con la cabeza y se excusó de nuevo.

—No ha sido nada —dijo Marjorie tranquilizándola—. Le podía haber pasado a cualquiera.

Luego pidió a Tim que llamara por el busca a Tom Widdicomb para que limpiara el cuarto de la farmacia.

Janet, con el corazón desbocado y notando que estaba sonrojada, se fue hacia los ascensores con la mayor tranquilidad que pudo. Su truco había dado resultado, pero no estaba muy satisfecha. Pensaba que estaba explotando la confianza y simpatía de Marjorie. También le preocupaba la posibilidad de que alguien pudiera dar con los frascos sin etiqueta en el cajón. Le hubiera gustado sacarlos de allí, pero pensaba que no podía arriesgarse hasta más tarde, cuando pudiera entregarlos directamente a Sean.

A pesar de su preocupación por los fármacos de Helen cuando Janet pasó delante de la puerta de Gloria se dio cuenta de que estaba cerrada. Ella acababa de conectarle el equipo de infusión, y esto la desconcertó. La puerta de Gloria siempre estaba entornada, excepto cuando hubo el incidente el día que Marjorie las presentó. Gloria había incluso comentado que le gustaba tenerla abierta para poder estar en contacto con la vida de la planta.

Janet, indecisa, se detuvo y miró la puerta sin saber exactamente qué hacer. Se había retrasado ya en su trabajo y por lo tanto debía ir lo más pronto posible al despacho de la señora Richmond. Sin embargo, la puerta de Gloria la preocupaba.

Janet pensó que quizá Gloria no se sentía bien. Se acercó a la puerta y llamó. Cuando nadie respondió, llamó de nuevo. Al no recibir respuesta, Janet empujó, abrió la puerta y miró al interior. Gloria estaba tumbada sobre la cama. Una de las piernas colgaba de un lado del colchón. No parecía una postura muy natural en una persona dormida.

—¿Gloria? —dijo Janet.

Gloria no respondió.

Janet sujetó la puerta con el tope de goma y se acercó a la cama. A un lado había un balde con una fregona, pero Janet no se dio cuenta porque cuando se acercó vio sobresaltada que el rostro de Gloria tenía el intenso color azulado de la cianosis.

—¡Código: habitación 409! —gritó Janet a la telefonista después de levantar rápidamente el auricular del teléfono.

Dejó al lado de la cama el sobre con los trozos de cristal.

Janet echó hacia atrás la cabeza de Gloria y, después de asegurarse de que no tenía obstrucciones en la boca, comenzó una reanimación boca a boca. Janet cerró apretando con la mano derecha los orificios de la nariz de Gloria e infló varias veces con fuerza los pulmones de la paciente. Al ver la facilidad con que lo hacía supuso que no había obstrucciones.

Con la mano izquierda le buscó el pulso. Lo encontró, pero era un pulso débil.

Janet sopló varias veces mientras empezaron a llegar más personas. Marjorie fue la primera, pero pronto llegaron otras.

Cuando una de las otras enfermeras relevó a Janet en su trabajo de reanimación, había por lo menos diez personas en la habitación intentando ayudar. Janet quedó impresionada ante aquella respuesta rápida: incluso el hombre de la limpieza estaba allí dentro.

Gloria recuperó rápidamente el color, lo que alivió a todo el mundo. En un período de tres minutos llegaron varios médicos, incluido un anestesista de la segunda planta. Por aquel entonces habían instalado un monitor que mostraba latidos lentos, pero normales. El anestesista insertó diestramente un tubo endotraqueal y utilizó un ambu balón para insuflar los pulmones de Gloria. Esto era más eficiente que el boca a boca y el color de Gloria mejoró todavía más.

Pero había otros síntomas negativos. Cuando el anestesista proyectó una pequeña linterna en los ojos de Gloria, comprobó alarmado que sus pupilas muy dilatadas no reaccionaron.

Cuando otro médico intentó comprobar sus reflejos, no obtuvo ningún resultado.

Al cabo de veinte minutos, Gloria empezó a respirar con esfuerzo. Minutos después estaba respirando sola. También recuperó los reflejos, pero de un modo que no pronosticaba nada bueno. Los brazos y las piernas se extendían, mientras las manos y los pies se flexionaban.

—¡Vaya! —dijo el anestesista—. Parecen indicios de rigidez descerebrada. Mal síntoma.

No era eso lo que Janet quería oír. El anestesista movió negativamente la cabeza.

—El cerebro ha estado demasiado tiempo sin oxígeno.

—Es extraño —dijo uno de los otros médicos. Inclinó la botella del equipo de infusión para ver lo que había dentro—. No sabía que el fallo respiratorio pudiera ser una complicación de este tratamiento.

—La quimioterapia puede tener efectos inesperados —dijo el anestesista—. Pudo haber empezado como un incidente vascular cerebral. Creo que deberíamos avisar a Randolph.

Janet, después de rescatar su sobre salió con pasos inciertos de la habitación. Sabía que escenas como aquella eran propias de su trabajo, pero conocer la dura realidad no la hacía más fácil de soportar.

Marjorie salió de la habitación de Gloria, vio a Janet y se le acercó. Dijo, mientras movía la cabeza con tristeza:

—No hemos tenido mucha suerte con estas pacientes de cáncer de pecho avanzado. Creo que las autoridades pertinentes deberían empezar a plantearse cambios en el protocolo de tratamiento.

Janet asintió pero sin decir nada.

—Ser la primera cuando sucede algo siempre es duro —dijo Marjorie—. Hiciste todo lo que pudiste.

Janet asintió de nuevo:

—Gracias.

—Ahora vete a buscar la medicina de Helen Cabot antes de que pasen más cosas —dijo Marjorie mientras le daba un golpecito fraternal en la espalda.

Janet asintió. Bajó por las escaleras hasta la segunda planta y luego cruzó hacia el edificio de investigación. Tomó el ascensor hasta la séptima planta y, después de preguntar por la señora Richmond, entró directamente en su despacho.

La directora de enfermeras la estaba esperando y alargó la mano para recibir el sobre. Lo abrió y vertió su contenido sobre la carpeta que tenía encima de la mesa. Con el índice estuvo dando vueltas a los trozos de vidrio hasta que pudo leer las etiquetas.

Janet estaba en pie delante de la señora Richmond y su silencio le hizo temer que, de algún modo, la mujer supiera exactamente lo que Janet había hecho. Janet empezó a sudar.

—¿Tuvo algún problema? —preguntó finalmente la señora Richmond con su voz extrañamente suave.

—¿Cómo? —preguntó Janet.

—Cuando rompió los frascos —dijo la señora Richmond—, ¿se cortó con el cristal?

—No —dijo Janet, tranquilizada—. Se me cayeron al suelo.

No me corté.

—Bueno, no es la primera vez ni será seguramente la última —dijo la señora Richmond—. Me alegro de que no se hiciera daño.

La señora Richmond, con una agilidad sorprendente para su tamaño, se levantó de detrás de la mesa y se fue a un armario que llegaba del suelo al techo y que ocultaba una gran nevera cerrada con llave. Abrió con una llave la puerta de la nevera y sacó dos frascos semejantes a los que Janet había roto. La nevera estaba casi llena de esos frascos.

La señora Richmond volvió a su mesa. Buscó en un cajón y sacó dos etiquetas impresas idénticas a las que tenía sobre la mesa con los fragmentos de vidrio. Pasó la lengua por el dorso de las etiquetas y comenzó a pegar la que correspondía a cada frasco. Antes de acabar sonó el teléfono.

La señora Richmond respondió y continuó trabajando mientras sostenía el auricular con un hombro levantado. Casi inmediatamente, la llamada absorbió toda su atención.

—¿Qué? —gritó. Su voz suave se volvió irritable. Su rostro enrojeció—. ¿Dónde? —preguntó la señora Richmond—. Esto es casi peor. ¡Maldita sea!

La señora Richmond colgó el teléfono con brusquedad y estuvo un momento mirando hacia delante sin parpadear, luego se sobresaltó al notar la presencia de Janet, se puso en pie y le entregó los frascos.

—Tengo que irme —dijo con prisa—. Tenga cuidado con esa medicina.

Janet asintió y cuando se disponía a responder, la señora Richmond salía ya por la puerta.

Janet se detuvo un momento en el umbral de la oficina de la señora Richmond y vio cómo se alejaba rápidamente. Miró por encima del hombro y estudió el armario que ocultaba la nevera cerrada con llave. Había algo en toda aquella historia que no le gustaba, pero no sabía exactamente qué. Estaban pasando demasiadas cosas.

A Randolph Mason le maravillaba Sterling Rombauer. Tenía una cierta idea sobre la fortuna personal de Sterling y su legendaria clarividencia comercial, pero no entendía qué estaba motivando a aquel hombre. Recorrer el país siguiendo órdenes de otras personas no era el tipo de vida que hubiese escogido Mason si hubiese dispuesto de los bienes de Sterling.

Sin embargo, Mason agradecía que Sterling hubiera escogido aquella profesión. Cada vez que contrataba a aquel hombre conseguía resultados.

—No creo que deba preocuparse por nada hasta que el avión de Sushita se presente en Miami —estaba diciendo Sterling—. Estuvo esperando a Tanaka en Boston y tenía planeado bajar a Miami, pero luego se fue a Nueva York y después a Washington sin él. Tanaka tuvo que llegar hasta aquí en un vuelo regular.

—¿Y usted puede saber cuándo llegará el avión? —preguntó el doctor Mason.

Sterling asintió con la cabeza.

El interfono del doctor Mason sonó.

—Siento molestarle, doctor Mason —dijo Patty, su secretaria—. Pero me dijo que le avisara si llegaba la señora Richmond. Se dirige hacia aquí y parece enfurecida.

El doctor Mason tragó saliva. Sólo había una cosa que pudiera hacer estallar a Margaret. Se disculpó con Sterling y salió de su despacho para interceptar a la directora de enfermeras. Dio con ella cerca de la mesa de Patty y se la llevó a un lado.

—Otra vez lo mismo —dijo la señora Richmond con brusquedad—. Otra paciente de cáncer de pecho con un paro respiratorio cianótico. ¡Tenemos que hacer algo, Randolph!

—¿Otro fallecimiento? —preguntó el doctor Mason.

—Todavía no ha muerto la paciente —dijo la señora Richmond—. Pero es casi peor. Especialmente si los medios de comunicación se enteran. La paciente está en un estado vegetativo con evidente lesión cerebral.

—¡Dios mío! —exclamó el doctor Mason—. Tienes razón; podría ser peor si la familia empezara a hacer preguntas.

—Las hará, desde luego —dijo la señora Richmond—. Debo recordarte de nuevo que esto podría arruinar todo lo que hemos estado creando.

—No es preciso que me lo digas —dijo el doctor Mason.

—Bueno. ¿Qué vas a hacer?

—No sé qué otra cosa puedo hacer —admitió el doctor Mason—. Enviemos a Harris.

El doctor Mason pidió a Patty que llamara inmediatamente a Robert Harris y que le avisara por el intercomunicador cuando Harris llegara.

—Tengo a Sterling Rombauer en mi despacho —dijo a la señora Richmond—. Quizá te interesaría saber lo que ha descubierto sobre nuestro doctorando externo.

—¡Aquel mocoso! —dijo la señora Richmond—. Cuando le pillé en el hospital estudiando a hurtadillas el historial médico de Helen Cabot, me vinieron ganas de estrangularle.

—Tranquilízate y ven a escuchar —dijo el doctor Mason.

La señora Richmond se dejó llevar de mala gana por el doctor Mason hasta su despacho. Sterling se puso en pie. La señora Richmond le dijo que no era preciso que se pusiera en pie por ella. El doctor Mason hizo sentar a todo el mundo, luego pidió a Sterling que pusiera en antecedentes a la señora Richmond.

—Sean Murphy es un individuo interesante y complicado —dijo Sterling mientras cruzaba tranquilamente las piernas—. Ha vivido, en cierto modo, una doble vida, ya que cambió drásticamente cuando entró en la Facultad de Medicina de Harvard, sin por ello abandonar sus raíces de obrero irlandés.

Y ha tenido éxito. Actualmente él y un grupo de amigos están a punto de fundar una empresa con el nombre previsto de Oncogen. Su objetivo será comercializar agentes de diagnósticos y agentes terapéuticos basados en la tecnología de los oncogenes.

—Entonces está claro lo que deberíamos hacer nosotros —dijo la señora Richmond—. Sobre todo teniendo en cuenta su intolerable descaro.

—Deja acabar a Sterling —dijo el doctor Mason.

—Es una persona extraordinariamente brillante en cuestiones de biotecnología —dijo Sterling—. Puede decirse que tiene auténticas dotes. Su único fallo, como ya pueden suponer, radica en la esfera social. Tiene poco respeto por la autoridad y consigue irritar a muchas personas. Hay que reconocer, sin embargo, que ya ha participado en la fundación de una empresa rentable, que Genentech compró. Y no ha tenido muchas dificultades en conseguir fondos para su segunda empresa.

—Veo que cada vez nos puede dar más problemas —dijo la señora Richmond.

—Pero no como piensa —dijo Sterling—. El problema es que Industrias Sushita saben aproximadamente lo mismo que yo.

Desde el punto de vista profesional, creo que considerarán que Sean Murphy es una amenaza para sus inversiones en el Forbes. Cuando lleguen a esta conclusión, actuarán. No estoy convencido de que un traslado a Tokio, y lo que esencialmente será una oferta de compra, dé resultado con el señor Murphy.

Sin embargo, creo que si continúa en el centro los japoneses se plantearán la posibilidad de no renovar la subvención.

—Todavía no entiendo por qué no lo devolvemos a Boston —dijo la señora Richmond—. Así se acabaría todo.

¿Por qué nos arriesgamos a comprometer nuestra relación con Sushita?

Sterling miró al doctor Mason.

El doctor Mason carraspeó.

—La verdad —dijo—, no quiero actuar con precipitación. El chico trabaja bien en lo que sabe. Esta mañana le visité en el laboratorio. Tiene ya toda una generación de ratones que aceptan la glucoproteína. Además me enseñó algunos cristales prometedores que ha conseguido hacer crecer. Asegura que en una semana tendrá cosas mejores. Nadie consiguió llegar hasta aquí. Mi problema es que estoy entre la espada y la pared. Una amenaza mayor para los fondos de Sushita es que todavía no les hemos entregado ni un solo producto patentable. Están esperando que les demos algo.

—En otras palabras, ¿crees que necesitamos al chico, a pesar de todos los riesgos? —preguntó la señora Richmond.

—Creo que no dije exactamente esto —contestó el doctor Mason.

—En todo caso, ¿por qué no llamas a Sushita y se lo explicas a ellos? —propuso la señora Richmond.

—No creo que sea aconsejable —dijo Sterling—. Los japoneses prefieren la comunicación indirecta para evitar todo enfrentamiento. No entenderían un enfoque tan directo. Este sistema, en lugar de aliviar, causaría más ansiedad.

—Además, ya aludí a toda esta historia cuando hablé con Hiroshi —dijo el doctor Mason—. Y, a pesar de ello, decidieron investigar por cuenta propia al señor Murphy.

—Los hombres de negocios japoneses tienen un gran problema de incertidumbre —añadió Sterling.

—En definitiva, ¿qué opina usted sobre el muchacho? ¿Es un espía? ¿Está aquí por eso?

—No —dijo Sterling—. No en un sentido tradicional. Es evidente que está interesado en los resultados del centro con el meduloblastoma, pero desde un punto de vista académico, no comercial.

—Se expresó con mucha sinceridad sobre su interés en trabajar con el meduloblastoma —dijo el doctor Mason—. En nuestra primera entrevista quedó bastante decepcionado cuando le informé de que no se le permitiría trabajar en el proyecto. Creo que si hubiese sido una especie de espía, hubiera disimulado más. Remover el asunto no es la mejor manera de pasar desapercibido.

—Estoy de acuerdo —dijo Sterling—. Es un hombre joven motivado aún por el idealismo y el altruismo. Todavía no le ha envenenado el nuevo mercantilismo de la ciencia en general y de la investigación médica en especial.

—Sin embargo, fundó su propia compañía —dijo la señora Richmond—. Esto me parece bastante comercial.

—Pero de hecho, él y sus socios estaban vendiendo los productos a precio de coste —dijo Sterling—. El motivo económico no intervino hasta que otros se interesaron por la compañía y la compraron.

—En tal caso, ¿qué solución existe? —preguntó la señora Richmond.

—Sterling controlará la situación —dijo el doctor Mason—. Nos informará cada día. Protegerá al señor Murphy del japonés mientras él sea una ayuda para nosotros. Si Sterling llega a la conclusión de que está haciendo de espía, nos lo comunicará.

Entonces lo enviaremos a Boston.

—Es usted un canguro bastante caro —dijo la señora Richmond.

Sterling sonrió y asintió con la cabeza.

—Miami en marzo es un lugar muy agradable —dijo—. Especialmente en el Grand Bay Hotel.

La estática del interfono del doctor Mason precedió la voz de Patty.

—El señor Harris ha llegado.

El doctor Mason dio las gracias a Sterling indicando que había finalizado la entrevista. Mientras le acompañaba a la puerta de su despacho, tuvo que admitir que la señora Richmond estaba en lo cierto cuando dijo que Sterling era un canguro caro. Pero, a pesar de ello, estaba convencido de que la inversión era buena y, gracias a Howard Pace, fácilmente disponible.

Harris estaba de pie al lado de la mesa de Patty y el doctor Mason lo presentó a Sterling por cortesía. Mientras lo hacía no pudo evitar darse cuenta de que cada uno de ellos era la antítesis del otro.

El doctor Mason, después de mandar a Harris entrar en su despacho, dio las gracias a Sterling por todo lo que había hecho y le rogó que le mantuviera informado. Sterling le aseguró que así lo haría y se fue. El doctor volvió entonces a su despacho para enfrentarse con la crisis actual.

Cerró la puerta y vio que Harris estaba prácticamente en posición de firmes en el centro del despacho; tenía el sombrero de cuero con visera y orla de oro sujeto bajo el brazo izquierdo.

—Descanse —dijo el doctor Mason, mientras daba la vuelta a su mesa y se sentaba.

—Sí, señor —dijo Harris con gravedad marcial, aunque siguió sin moverse.

—¡Por favor, siéntese ya! —dijo el doctor Mason cuando vio que Harris continuaba de pie.

Harris tomó asiento sin quitarse el sombrero de debajo del brazo.

—Supongo que se ha enterado de que ha fallecido otra paciente de cáncer de pecho —dijo el doctor Mason—. Al menos está prácticamente muerta.

—Sí, señor —dijo Harris nerviosamente.

El doctor Mason miró con cierta irritación a su jefe de seguridad. Por un lado apreciaba el profesionalismo de Robert Harris; por otra parte le molestaba aquella comedia militarista.

No era lo más adecuado para una institución médica. Pero no se había quejado, porque hasta que empezaron aquellos fallecimientos de pacientes afectados de cáncer de pecho, la seguridad no había sido nunca un problema.

—Como le explicamos ya en otra ocasión —dijo el doctor Mason—, creemos que el autor es algún demente extraviado.

La situación está resultando intolerable. Hay que intervenir.

Le pedí que le diera la prioridad máxima. ¿Ha podido descubrir algo?

—Le aseguro que he centrado toda mi atención en este problema —dijo Harris—. Siguiendo sus indicaciones, he realizado un estudio profundo de los antecedentes de la mayor parte del personal cualificado. He comprobado las referencias llamando a centenares de instituciones. Hasta el momento no ha aparecido ninguna anomalía. Voy a ampliar ahora las comprobaciones a otros elementos del personal que tienen acceso a los pacientes. Intentamos vigilar a algunas de las pacientes de cáncer de pecho. Pero su número es muy alto y no podemos vigilarlas a todas. Quizá deberíamos considerar la posibilidad de instalar cámaras de seguridad en todas las habitaciones.

No mencionó su sospecha de que existía una posible relación entre estos casos y la muerte de una enfermera y el intento de agresión a otra. Al fin y al cabo, se trataba sólo de una intuición.

—Quizá lo que deberíamos hacer es instalar cámaras de seguridad en las habitaciones de todas las pacientes de cáncer —dijo la señora Richmond.

—Costaría dinero —dijo Harris—. No es únicamente el costo de las cámaras y de la instalación, sino también el personal adicional que necesitaríamos para vigilar los monitores.

—La cuestión del dinero pasará a segundo plano —dijo la señora Richmond—. Si este problema continúa y la prensa se entera, podemos quedarnos sin institución.

—Lo estudiaré —dijo Harris.

—Si necesita más ayuda, comuníquenoslo —dijo el doctor Mason—. Debemos impedir que se repita.

—Lo entiendo, señor —dijo Harris.

Pero él no quería ayuda. Quería hacerlo por sí mismo En aquel momento el problema se había convertido en una cuestión de honor. Ningún jodido psicópata iba a pasarle la mano por la cara.

—¿Y qué puede decirme de la agresión de anoche en la residencia? —preguntó la señora Richmond—. Sabe que me cuesta mucho contratar a personal de enfermería. No podemos permitirnos que las ataquen en el alojamiento provisional que les ofrecemos.

—Esta ha sido la primera vez que hemos tenido un problema de seguridad en la residencia —dijo Harris.

—Quizá deberíamos poner guardias durante la noche —dijo la señora Richmond.

—Voy a realizar con mucho gusto un análisis de los costos —dijo Harris.

—Creo que la cuestión de las pacientes es más importante —dijo Mason—. De momento, no disperse sus esfuerzos.

—Sí, señor —dijo Harris.

El doctor Mason miró a la señora Richmond.

—¿Algo más?

La señora Richmond movió negativamente la cabeza.

El doctor Mason dirigió la mirada de nuevo a Harris.

—Contamos con usted —dijo.

—Sí, señor —dijo Harris mientras se ponía en pie. Empezó a saludar por reflejo, pero se reprimió a tiempo.

—¡Es impresionante! —dijo Sean en voz alta.

Estaba sentado solo en el despacho acristalado situado en el centro de su gran laboratorio. Estaba frente a una mesa metálica vacía y tenía esparcidas delante de él las copias de los treinta y tres historiales médicos. Había escogido el despacho por si de repente se presentaba alguien. En tal caso, dispondría de tiempo suficiente para tirar todas las copias a uno de los cajones de archivador vacíos. Luego sacaría el estante con el protocolo que había preparado para inmunizar a los ratones con la glucoproteína del Forbes.

Lo que Sean consideraba tan impresionante eran las estadísticas relativas a los casos de meduloblastoma. El Centro Forbes contra el Cáncer había conseguido, desde luego, la remisión del cien por cien de los casos en los últimos dos años, lo que contrastaba radicalmente con la tasa de mortalidad del cien por cien constatada en los ocho años anteriores. Los estudios de seguimiento con RMN demostraban que incluso los tumores grandes desaparecían completamente después de un tratamiento con éxito. Por lo que Sean sabía, estos resultados eran totalmente inauditos en un tratamiento de cáncer excepto en los cánceres in situ, es decir, neoplasias muy pequeñas y localizadas que podían extraerse completamente o eliminarse con otros métodos.

Por primera vez desde su llegada, Sean había disfrutado de una mañana razonable. Nadie le había molestado. No había visto a Hiroshi ni a ninguno de los demás investigadores.

Empezó el día inyectando a más ratones, lo que le había permitido sacar las copias de las fichas y llevarlas a su despacho. Luego había jugado un poco con el problema de la cristalización y había hecho crecer unos cuantos cristales que seguramente tendrían al doctor Mason contento durante una semana o más. Había llamado incluso al director para que bajara a ver algunos de los cristales. Sean sabía que el director había quedado impresionado, y confiaba en que probablemente ya no le molestarían, se había retirado al despacho para estudiar todos los historiales.

Primero leyó todas las fichas para tener una imagen general.

Luego las repasó comprobando los aspectos epidemiológicos.

Observó que los pacientes representaban una amplia gama de edades y razas. También el sexo variaba. Pero el grupo dominante estaba formado por hombres blancos de mediana edad, que no era el grupo típico afectado por el meduloblastoma.

Sean supuso que las estadísticas estaban sesgadas debido a razones económicas. El Forbes no era un hospital barato. La gente necesitaba disponer de un seguro médico adecuado o de considerables ahorros para poder seguir un tratamiento en el hospital. Observó también que los casos procedían de varias ciudades importantes de todo el país, siguiendo una distribución realmente nacional.

Pero luego, como para demostrarle que esas generalizaciones eran peligrosas, descubrió el caso de una pequeña ciudad del sudoeste de Florida: Naples. Sean había visto la ciudad en el mapa. Era la ciudad más meridional de la costa occidental de Florida, al norte mismo de los Everglades. El nombre del paciente era Malcolm Betencourt y estaban a punto de cumplirse los dos años desde el inicio del tratamiento. Anotó el número de teléfono y la dirección del hombre. Pensó que quizá podría hablar con él.

En cuanto a los tumores, observó que la mayoría eran multifocales y no lesiones simples, que era lo más corriente. Al ser multifocales, el médico del paciente había creído inicialmente, en la mayoría de los casos, que se trataba de un tumor metastásico extendido al cerebro desde otros órganos, como los pulmones, los riñones o el colon. En todos estos casos, los médicos consultados habían expresado sorpresa al comprobar que las lesiones eran tumores cerebrales primarios, desarrollados a partir de elementos nerviosos primitivos. También observó que los tumores eran especialmente agresivos y de crecimiento rápido. Sin duda habrían conducido a un fallecimiento rápido si no se hubiera iniciado el tratamiento.

En cuanto al tratamiento, Sean observó que no variaba. La dosificación y el índice de administración de los fármacos codificados era el mismo en todos los pacientes, aunque se ajustaba según su peso. Todos los pacientes habían pasado por una semana aproximadamente de hospitalización y, una vez dados de alta, se sometían a un seguimiento en la clínica ambulatoria a intervalos de dos semanas, cuatro semanas, dos meses, seis meses y luego cada año. Trece de los treinta y tres pacientes habían llegado ya a la etapa de la visita anual. Las secuelas de la enfermedad eran mínimas y estaban relacionadas con déficit neurológicos benignos, como efectos secundarios de la expansión de las masas tumorales antes del tratamiento, y no al tratamiento en sí.

Sean también quedó impresionado al estudiar los mismos historiales médicos. Comprendió que estaba estudiando una cantidad tal de material que necesitaría probablemente una semana para digerirlo. Sean estaba profundamente con centrado en su trabajo y se sobresaltó cuando empezó a sonar el teléfono de su despacho. Era la primera vez que sonaba.

Levantó el auricular esperando que alguien se hubiera equivocado y comprobó, sorprendido, que era Janet.

—Tengo la medicina —dijo ella someramente.

—¡Maravilloso! —dijo Sean.

—¿Podemos vernos en el restaurante? —preguntó Janet.

—Claro que sí —dijo Sean. Captó que había algún problema, porque la voz de Janet sonaba algo tensa—. ¿Qué pasa?

—Todo lo posible —dijo Janet—. Te lo diré cuando te vea.

¿Puedes bajar ahora?

—Estaré allí dentro de cinco minutos —respondió Sean.

Después de ocultar todas las fichas, Sean bajó en ascensor y cruzó por el puente de peatones hacia el hospital. Supuso que la cámara lo estaba siguiendo y tuvo ganas de saludarla para que estuvieran enterados, pero resistió la tentación.

Cuando llegó al restaurante, Janet estaba ya allí sentada en una mesa con una taza de café delante. Su expresión no era de alegría.

Sean se sentó en una silla delante suyo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—Una de mis pacientes está en coma —dijo Janet—. Había acabado de conectarle el equipo de infusión. Cuando la dejé estaba bien, y al minuto siguiente había dejado de respirar.

—Lo siento mucho —dijo Sean.

También él se había visto expuesto a menudo a los traumas emotivos de la vida hospitalaria. Podía comprender los sentimientos de Janet.

—Por lo menos conseguí la medicina —dijo Janet.

—¿Fue difícil? —preguntó Sean.

—Sobre todo en el aspecto emocional fue muy difícil —dijo Janet.

—¿Dónde está ahora?

—La tengo en el bolso —dijo Janet. Miró a su alrededor para comprobar que nadie les estaba vigilando—. Te pasaré los frascos por debajo de la mesa.

—No es preciso que lo hagas tan melodramático —dijo Sean—. Hacer algo a hurtadillas llama más la atención que actuar de modo normal y entregar tranquilamente los frascos.

—Por favor —dijo Janet. Empezó a buscar en el bolso.

Sean notó que su mano le tocaba la rodilla. Alargó la mano por debajo de la mesa y se depositaron en ella dos frascos. Por respeto a la sensibilidad de Janet, los metió en el bolsillo, uno a cada lado. Luego retiró la silla hacia atrás y se levantó.

—¡Sean! —se quejó Janet.

—¿Qué? —preguntó él.

—¿Por qué me dejas en evidencia? ¿No podrías esperar cinco minutos como si estuviéramos charlando?

Sean se sentó.

—Nadie nos está mirando —dijo—. ¿Cuándo vas a aprender?

—¿Por qué estás tan seguro? —preguntó Janet.

Sean iba a decir algo, pero se lo guardó.

—¿Podríamos hablar sobre algo divertido para cambiar un poco? —dijo Janet—. Estoy completamente agotada.

—¿De qué quieres que hablemos?

—De nuestros planes para el próximo domingo —dijo Janet—. Necesito huir del hospital y de toda esta tensión. Quiero hacer algo que me calme y que sea divertido.

—Muy bien. Lo prometo —dijo Sean—. Mientras tanto tengo muchas ganas de volver al laboratorio con esta medicina. ¿Si me voy ahora no quedarás ya en evidencia?

—¡Vete! —le ordenó Janet—. No hay quien te aguante.

—Nos veremos en el apartamento de la playa —dijo; y se fue rápidamente antes de que Janet pudiera añadir que no estaba invitado. Luego se dio media vuelta y la saludó con la mano mientras salía del restaurante.

Mientras se apresuraba por el camino que conectaba los dos edificios, puso las manos en los bolsillos y tanteó los dos frascos. Tenía una prisa terrible por comenzar. Gracias a Janet, estaba experimentando algo de la emoción investigadora que había confiado tener cuando tomó la decisión de venir al Centro Forbes contra el Cáncer.

Robert Harris llevó la caja de cartón con las fichas de los empleados a su pequeño despacho sin ventanas y la depositó en el suelo cerca de su mesa. Se sentó, abrió la tapa de la caja y sacó la primera ficha.

Después de la conversación mantenida con el doctor Mason y la señora Richmond. Harris se había ido directamente a Personal. Con la ayuda de Henry Falworth, el jefe de personal, había compilado una lista del personal no especializado que tenía acceso a pacientes. La lista comprendía personal del servicio de comidas, que distribuía menús y anotaba los pedidos, y empleados que distribuían las comidas y recogían las bandejas. La lista comprendía también el personal de portería y de mantenimiento, que en ocasiones debía acudir a las habitaciones para realizar trabajos sueltos. Finalmente, la lista pasaba a la limpieza, las personas encargadas de limpiar las habitaciones, las salas y los vestíbulos del hospital.

En total, el número de nombres en la lista era abrumador.

Por desgracia, no tenía otro camino, aparte de la vigilancia por cámara, y sabía que esta operación sería demasiado costosa.

Averiguaría los precios y confeccionaría un presupuesto, pero sabía que el doctor Mason consideraría el costo inaceptable.

El plan de Harris consistía en examinar primero, con bastante rapidez, las cincuenta fichas para ver si algo le llamaba la atención, algo que pudiera parecer improbable o extraño. Si encontraba algo dudoso, formaría un grupo con estas fichas para investigarlas primero. Harris no era ni psicólogo ni médico, pero pensaba que una persona lo bastante desequilibrada para matar a pacientes tendría algo extraño en su historial.

La primera ficha era la de Ramón Concepción, un empleado del servicio de comidas. Concepción era un hombre de treinta y cinco años, de origen cubano, que había trabajado en el servicio de cocina de varios hoteles y restaurantes desde que tenía dieciséis años. Harris leyó su solicitud de empleo y repasó las referencias. Incluso echó una ojeada al apartado de cuidados médicos. No había nada a destacar. Tiró la ficha al suelo.

Harris estudió una por una las fichas de su caja. No encontró nada notable hasta que llegó a Gary Wanamaker, otro empleado del servicio de comidas. En el apartado de experiencias, Gary había anotado cinco años de trabajo en la cocina de la prisión de Rikers Island en Nueva York. En la foto de la ficha, el hombre tenía pelo castaño. Harris dejó esta ficha en una punta de su mesa.

Cinco fichas después Harris sacó otra que le llamó la atención. Tom Widdicomb trabajaba en la limpieza. Lo que llamó la atención de Harris fue el hecho de que aquel hombre hubiera estudiado para técnico médico de urgencias. Había tenido una serie de empleos de limpieza después de sus estudios de técnico de urgencias, incluido un período en el Hospital General de Miami, pero la idea de que una persona que había estudiado urgencias médicas trabajara en la limpieza parecía extraña. Harris miró la foto de la ficha. El hombre tenía el pelo castaño. Harris puso la ficha de Widdicomb encima de la de Wanamaker.

Unas cuantas fichas después Harris encontró otra que despertó su curiosidad. Ralph Seaver trabajaba en la sección de mantenimiento. Aquel hombre había estado encarcelado en Indiana por violación. ¡Lo ponía exactamente así en la ficha!

Figuraba incluso en ella el teléfono del oficial que había estado encargado de controlar su libertad condicional en Indiana.

Harris movió preocupado la cabeza. No había esperado encontrar un material tan fértil. Las fichas del personal cualificado habían sido bastante aburridas comparadas con aquellas. Aparte de algunos problemas de abuso de estupefacientes y una acusación de malos tratos a menores, no había encontrado nada. Pero en aquel grupo, había estudiado sólo una cuarta parte de las fichas y ya había separado tres que merecían un estudio más detenido.

Janet, en lugar de sentarse para tomar el café en la pausa de media tarde, tomó el ascensor hasta la segunda planta y visitó la unidad de vigilancia intensiva. Las enfermeras que trabajaban allí le merecían mucho respeto. No entendía cómo conseguían resistir la tensión constante. Janet había intentado trabajar en la UVI después de graduarse. Consideró que el trabajo era estimulante desde el punto de vista intelectual, pero al cabo de unas semanas decidió que no estaba hecha para aquello. Había demasiada tensión, la comunicación con los pacientes era escasa. La mayoría de ellos no estaban en disposición de ofrecer ningún tipo de contacto. Muchos estaban inconscientes.

Janet se acercó a la cama de Gloria y la miró. Estaba aún en coma y no había mejorado, aunque ya respiraba sin asistencia mecánica. Sus pupilas ampliamente dilatadas no se habían contraído ni reaccionaban a la luz. Lo más preocupante era que su electroencefalograma indicaba muy poca actividad cerebral.

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