Terminal

Terminal


6. viernes, 5 de marzo 6.30 a. m.

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—Puedo dejarte en el apartamento —propuso Sean.

Janet se quedó callada. Sean se dirigió primero al apartamento de Miami Beach. Detuvo el coche al lado de la acera.

Por el camino no habían cruzado una palabra.

—¿Qué plan tienes exactamente? —preguntó al final ella.

—Seguir buscando a Helen Cabot —dijo Sean—. No tardaré mucho.

—¿Estás pensando en forzar la puerta de la funeraria? —preguntó Janet.

—Voy a entrar sin forzar nada —dijo Sean—. Así suena mejor.

Sólo quiero unas cuantas muestras.

Después de perdidos al río.

¿No está Helen ya muerta?

Janet vaciló unos instantes. En aquel momento tenía la puerta abierta y un pie fuera del coche. Por alocado que fuera el plan de Sean, ella se sentía hasta cierto punto responsable.

Como ya había recordado Sean varias veces, la aventura había sido idea suya. Además, le parecía ridículo quedarse sentada en el apartamento esperando a que él volviera. Janet volvió a meter el pie dentro del coche y dijo a Sean que había cambiado de opinión y que le acompañaba.

—Actuaré como la voz de la razón —dijo.

—Me parece muy bien —dijo Sean tranquilamente.

En la ferretería Home Dept Sean compró un corta-vidrios, una ventosa especial para levantar trozos grandes de cristal, un cuchillo de campo, una pequeña sierra de mano, una nevera de camping y varios refrescos. Luego regresaron a la Funeraria Emerson y volvieron a aparcar en la zona de descarga.

—Me parece que te voy a esperar aquí —dijo Janet—. Por cierto, creo que estás loco.

—Tienes derecho a pensar lo que quieras —dijo Sean—. Yo más bien me considero una persona decidida.

—Una nevera con refrescos —comentó Janet—. ¿Te crees que vas de picnic, o qué?

—Me gusta ir preparado —dijo Sean.

Sean levantó su paquete de herramientas y la nevera y subió las escaleras del porche de la funeraria.

Janet le vio palpar las ventanas. Pasaron varios coches en ambas direcciones. Le impresionaba la sangre fría de Sean, como si se creyera invisible. Janet le miró mientras él se dirigía a una ventana lateral situada cerca de la parte trasera, y allí dejó su bolsa. Se inclinó y sacó algunas herramientas.

—¡Maldita sea! —dijo Janet.

Abrió enfurecida la puerta del coche, subió los escalones frontales de la funeraria y se acercó al lugar donde Sean estaba trabajando con ahínco. Había adherido la ventosa a la ventana.

—¿Has cambiado de opinión? —preguntó Sean sin mirar a Janet.

Recorrió diestramente con el corta-vidrios el perímetro de la ventana.

—Me alucina tu demencia —dijo Janet—. Es increíble que estés haciendo esto.

—Me trae recuerdos queridos —dijo Sean.

Con un firme tirón, extrajo un gran trozo del vidrio de la ventana y lo dejó sobre el suelo del porche. Después de inclinarse hacia dentro, dijo a Janet que la alarma era un simple contacto instalado en el marco de la ventana, como había imaginado.

Sean entró las herramientas y la nevera y las dejó sobre el suelo de la habitación. Tras saltar él mismo por la ventana, volvió a sacar la cabeza hacia fuera.

—Si no piensas entrar sería mejor que esperaras en el coche —dijo—. Una chica guapa paseándose por el porche de una funeraria a estas horas podría llamar un poco la atención. Puede que tarde varios minutos, si encuentro el cadáver de Helen.

—¡Dame la mano! —dijo Janet impulsivamente mientras intentaba emular la zancada que había dado Sean para atravesar la ventana.

—¡Cuidado con el vidrio! —le advirtió Sean—. Corta como una cuchilla.

Cuando Janet estuvo dentro, Sean levantó las herramientas y pasó la nevera a la joven.

—Han sido muy amables dejando las luces encendidas —dijo.

Las dos grandes habitaciones de delante eran salas de exposición. La habitación por donde habían entrado era una sala de exposición de ataúdes con ocho cajas de muestra. Las tapas estaban levantadas. Al otro lado de un estrecho pasillo, había un despacho. En la parte posterior de la casa, abarcando el espacio de un extremo a otro, estaba la sala de embalsamar.

Las ventanas estaban cubiertas de gruesas cortinas.

Había cuatro mesas de embalsamamiento de acero inoxidable, dos de ellas ocupadas por cadáveres cubiertos. El primero era una mujer corpulenta que parecía estar dormida, a no ser por una gran incisión burdamente suturada en la parte superior del torso en forma de Y. Le habían hecho la autopsia.

Sean se dirigió al segundo cadáver y levantó la sábana.

—Por fin —dijo Sean—. Aquí está.

Janet se acercó y se preparó mentalmente antes de mirar. La visión era menos espeluznante de lo que había imaginado.

Helen Cabot, al igual que la mujer anterior, parecía estar en el reposo del sueño. Tenía mejor color que en vida, pues en los últimos días había empalidecido mucho.

—¡Lástima! —comentó Sean—. Ya está embalsamada. Tendré que renunciar a la muestra de sangre.

—Parece tan natural —dijo Janet.

—Estos embalsamadores deben de ser buenos —dijo Sean. Luego señaló un gran armario de metal con puertas de cristal—. Mira si puedes encontrar agujas y un escalpelo.

—¿De qué tamaño?

—No soy muy exigente —dijo Sean—. Cuanto más larga sea la aguja, mejor.

Sean enchufó la sierra de calar. Al ponerla en marcha hizo un ruido terrorífico.

Janet encontró una colección de jeringas, agujas, incluso material de sutura, y guantes de goma de látex. Pero no vio por allí ningún escalpelo. Trajo a la mesa lo que había encontrado.

—Vamos a por el fluido cerebroespinal primero —dijo Sean.

Se puso un par de guantes.

Pidió a Janet que le ayudara a girar a Helen sobre el costado para poder insertar una aguja en la zona lumbar entre las dos vértebras.

—Sólo te dolerá un segundo —dijo Sean dando unas palmaditas en la cadera levantada de Helen.

—Por favor —dijo Janet—. No hagas bromas. Lo único que consigues es que me disguste más de lo que estoy ya.

Para su sorpresa, Sean extrajo fluido cerebroespinal en el primer intento. Sólo había realizado esta intervención en pacientes vivos un par de veces. Llenó la jeringa, la tapó y la puso sobre el hielo de la nevera. Janet dio la vuelta a Helen hasta que quedó de nuevo boca arriba.

—Ahora viene lo difícil —dijo Sean, volviendo a la mesa de embalsamar—. Supongo que habrás visto alguna autopsia.

Janet asintió. Había visto una, pero no había sido una experiencia agradable. Se cubrió el pecho con los brazos cruza dos mientras Sean se preparaba.

—¿No hay escalpelos? —preguntó.

Janet movió negativamente la cabeza.

—Suerte que traje este cuchillo, un sheetrock —dijo Sean.

Agarró el cuchillo y abrió la hoja. Practicó una incisión en la nuca de Helen desde una oreja a otra, agarró el borde superior de la incisión y dio un fuerte tirón. El cuero cabelludo de Helen se separó del cráneo con el mismo sonido desgarrador que unas malas hierbas arrancadas de raíz. Sean tiró de él haciéndolo descender sobre el rostro de Helen.

Palpó el orificio de la craneotomía practicado en el lado izquierdo del cráneo de Helen en el Boston Memorial, luego buscó el otro agujero en el lado derecho, el que habían practicado dos días antes en el Forbes.

—¡Qué extraño! —exclamó Sean—. ¿Dónde demonios está el orificio de la segunda craneotomía?

—No perdamos más tiempo —dijo Janet.

Cuando entraron en la funeraria ya estaba nerviosa, pero su ansiedad aumentaba a cada minuto que pasaba.

Sean siguió buscando el orificio de la segunda craneotomía, pero al final se dio por vencido.

Sean cogió la sierra caladora y miró a Janet.

—Apártate un poco. Es mejor que no lo veas. Esto no va a ser muy agradable.

—¡Venga, sigue! —dijo Janet.

Sean introdujo la hoja de la sierra en el orificio de la craneotomía que había encontrado y puso en marcha la sierra.

La hoja penetró en el hueso y estuvo a punto de escapársele de las manos. No iba a ser un trabajo tan fácil como había imaginado.

—Tienes que sujetar la cabeza —dijo Sean a Janet.

Janet agarró el rostro de Helen por ambos lados e intentó en vano evitar que la cabeza se moviera espasmódicamente de un lado a otro mientras Sean se afanaba por sujetar la sierra que funcionaba a sacudidas. Sean consiguió, con grandes dificultades, serrar un casquete de hueso del cráneo. Había querido mantener la hoja de la sierra a la misma profundidad que el grosor del hueso, pero no pudo. La hoja se había hundido en el cerebro en varios lugares, triturando la superficie.

—Esto es asqueroso —dijo Janet.

Tensó el cuerpo y apartó la mirada con un respingo.

—No es una sierra de huesos —admitió Sean—. Tuve que improvisar.

La parte siguiente fue casi tan difícil como la primera. El cuchillo sheetrock era mucho más grande que un escalpelo y Sean tuvo dificultades para introducirlo debajo del cráneo con el objeto de cortar la médula espinal y los nervios del cráneo.

Lo hizo lo mejor que pudo. Luego introdujo una mano a cada lado del cráneo, agarró el cerebro mutilado y tiró de él hacia fuera.

Sean sacó los refrescos de la nevera y depositó el cerebro sobre el hielo. Luego destapó uno de los refrescos y se lo ofreció a Janet. Tenía la frente perlada de sudor.

Janet dijo que no. Contempló a Sean moviendo la cabeza con incredulidad, mientras él bebía un largo trago.

—A veces me pareces increíble —dijo ella.

De repente oyeron una sirena. Janet, impulsada por el terror, quiso volver a la sala de exposición, pero Sean la detuvo.

—Tenemos que salir de aquí —susurró ella con apremio.

—No —dijo Sean—. No iban a venir con la sirena puesta.

Debe de ser por otra cosa.

El sonido de la sirena se acercaba. Janet sintió que sus latidos se aceleraban. En el momento en que la sirena sonó como si estuviera entrando en la casa, su tono cambió bruscamente.

—El efecto Doppler —dijo Sean—. Esto es una demostración perfecta.

—¡Por favor! —le suplicó Janet—. ¡Vámonos! Ya tenemos lo que querías.

—Antes hay que limpiar todo esto —dijo Sean, dejando su bebida—. Se supone que es una operación clandestina. Busca una escoba o una fregona. Yo voy a recomponer a Helen para que nadie pueda notar la diferencia.

A pesar de su nerviosismo, Janet hizo lo que Sean le pedía.

Trabajó febrilmente. Cuando hubo terminado, Sean seguía cosiendo la sutura para devolver el cuero cabelludo a su sitio mediante puntos subcutáneos. Cuando hubo acabado, cubrió la incisión con el cabello de Helen. Janet estaba asombrada. El cadáver de Helen Cabot parecía intacto.

Llevaron las herramientas y la nevera hasta la sala de exposición de ataúdes.

—Yo saldré primero y tú me pasas el material —dijo Sean.

Sacó el cuerpo por la ventana y luego saltó al exterior.

Janet le tendió las cosas.

—¿Te ayudo? —preguntó Sean, con los brazos ocupados.

—Creo que no —contestó Janet. Entrar no había sido tan difícil.

Sean comenzó a caminar hacia el coche cargando con los bultos.

Janet se agarró por equivocación al borde del cristal antes de saltar por la ventana. Con las prisas había olvidado las advertencias de Sean. Al sentir que el filo se introducía como una navaja en cuatro dedos, retrocedió de dolor. Miró su mano y vio un hilo de sangre rezumando. Cerró el puño con fuerza y renegó en silencio.

Janet decidió desde dentro que sería más fácil y menos peligroso salir abriendo la ventana. No era preciso arriesgarse a cortarse otra vez con el cristal. Sin pensarlo un momento abrió el pestillo y comenzó a levantar la ventana de guillotina.

La alarma se disparó inmediatamente.

Janet salió por la ventana como pudo y corrió tras de Sean.

Llegó al coche justo cuando él acababa de dejar la nevera en el suelo del asiento trasero. Los dos saltaron a la vez en el asiento delantero y Sean arrancó.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Sean mientras sacaba el coche a la carretera.

—Me olvidé de la alarma —reconoció Janet—. Abrí la ventana. Lo siento. Ya te dije que no era experta en estas cosas.

—Bueno, no importa —dijo Sean girando hacia la derecha en la primera intersección y dirigiéndose hacia el este—. Si alguien acude, habremos desaparecido hace rato.

Lo que no vio Sean fue al hombre que salió de la tienda de licores. Había reaccionado inmediatamente al oír la alarma y había visto a Janet y a Sean subiendo al 4×4. También se fijó en la matrícula. Regresó a su tienda y anotó los números antes de que los olvidara. Luego llamó a la policía de Miami.

Sean se dirigió al Centro Forbes para que Janet pudiera coger su coche. Cuando entraron en el aparcamiento, Janet estaba algo más calmada. Sean se detuvo junto a su vehículo de alquiler. Janet abrió la portezuela y comenzó a salir.

—¿Vas directamente al apartamento? —preguntó ella.

—Voy a pasar antes por mi laboratorio —dijo Sean—. ¿Quieres venir?

—Mañana tengo que trabajar —le recordó Janet—. Y ha sido un día agotador. Estoy muy cansada. Pero me da miedo perderte de vista.

—No voy a estar mucho rato —dijo Sean—. ¡Venga! Sólo quiero hacer un par de cosas. Además, mañana es sábado y nos vamos a tomar esas pequeñas vacaciones que te prometí.

Saldremos cuando termines el trabajo.

—Parece que ya has decidido adónde iremos —dijo Janet.

—Así es —dijo Sean—. Pasaremos por los Everglades hasta Naples. Por lo que he oído, es un sitio fantástico.

—¡De acuerdo, trato hecho! —dijo Janet, cerrando la puerta—. Pero esta noche tienes que llevarme a casa antes de las doce como más tarde.

—Claro que sí —dijo Sean mientras se dirigía al aparcamiento situado junto al edificio de investigación.

—Por lo menos la avioneta de Sushita no ha salido de Washington —dijo Sterling.

Estaba sentado en el despacho del doctor Mason. Wayne Edwards estaba también allí, junto al doctor Mason y Margaret Richmond.

—No creo que Tanaka haga ninguna maniobra hasta que la avioneta esté aquí y pueda disponer de ella —añadió.

—Pero dijiste que alguien estaba siguiendo a Sean —dijo el doctor Mason—. ¿Quién era?

—Esperaba que vosotros me lo pudierais aclarar —dijo Sterling—. ¿Tenéis idea de por qué estaban siguiendo al señor Murphy? Wayne se dio cuenta de ello cuando cruzábamos el río Miami.

El doctor Mason miró a la señora Richmond, que se encogió de hombros. El doctor Mason volvió a mirar a Sterling.

—¿Este individuo misterioso podría estar a las órdenes de Tanaka?

—Lo dudo —dijo Sterling—. No es el estilo de Tanaka.

Cuando Tanaka actúe, Sean desaparecerá y nada más. No habrá advertencias previas. Será todo fluido y profesional. El individuo que persiguió a Sean iba desaliñado. Llevaba una camisa marrón manchada, el cuello abierto y pantalones. Y desde luego no actuaba como el tipo de profesional que Tanaka podría haber contratado.

—Cuéntame qué pasó exactamente —pidió el doctor Mason.

—Seguimos a Sean y a una joven enfermera desde la salida del aparcamiento del Forbes. Eran alrededor de las cuatro —dijo Sterling.

—La enfermera podría ser Janet Reardon —intervino la señora Richmond—. Los dos se conocen de Boston.

Sterling asintió. Hizo una señal a Wayne para que anotara el nombre.

—Tendremos que vigilarla también a ella. Es importante eliminar la posibilidad de que ambos trabajen en equipo.

Sterling describió la persecución de Sean hasta el Hospital General de Miami; luego ordenó a Wayne que siguiera al desconocido vestido de marrón, si este salía primero.

El doctor Mason se sorprendió al enterarse de que Sean y su amiga enfermera se habían dirigido al depósito de cadáveres.

—¿Qué demonios habrán estado haciendo allí?

—También confiaba en que me lo aclararíais —dijo Sterling.

—No tengo ni la más remota idea —dijo el doctor Mason moviendo la cabeza. Volvió a mirar a la señora Richmond.

También ella movió negativamente la cabeza.

—Cuando el tipo misterioso entró en la morgue detrás de Sean Murphy y de la señorita Reardon —continuó Sterling—, sólo pude verlo fugazmente. Pero tuve la impresión de que llevaba una pistola. Y resultó ser cierto. En cualquier caso, me interesaba la seguridad del señor Murphy, por lo que me fui corriendo hasta la puerta de la morgue y me la encontré cerrada con pestillo.

—¡Espantoso! —dijo la señora Richmond.

—Sólo pude hacer una cosa —dijo Sterling—. Apagar las luces.

—Ese es un buen tanto —dijo el doctor Mason—. Bien pensado.

—Confiaba evitar así que los de dentro se hicieran daño mientras encontraba una forma de abrir la puerta —dijo Sterling—. Pero no hizo falta. El hombre de marrón al parecer tenía una aguda fobia a la oscuridad. Al cabo de poco tiempo salió de la habitación visiblemente alterado. Fue entonces cuando vi claramente la pistola. Le perseguí, pero desgraciadamente yo llevaba zapatos de suela, lo que me puso en gran desventaja respecto a sus zapatillas de deporte. Además, parecía estar totalmente familiarizado con aquel territorio. Cuando no cabía duda de que lo había perdido, regresé al depósito de cadáveres. Por entonces, Sean y la señorita Reardon se habían ido ya.

—¿Y Wayne pudo perseguir al hombre de marrón? —preguntó el doctor Mason.

—Lo intentó —dijo Sterling.

—Le perdí el rastro —admitió Wayne—. Era la hora punta y tuve mala suerte.

—Es decir que ahora no tenemos ni idea de dónde está el señor Murphy —se lamentó el doctor Mason—. Y tenemos una nueva preocupación: el agresor desconocido.

—Un colega del señor Edwards está vigilando la residencia Forbes por si Sean regresa —dijo Sterling—. Es importante que lo encontremos.

El teléfono del despacho del doctor Mason sonó. Contestó él mismo.

—Doctor Mason, le habla Juan Suárez, de seguridad —dijo la voz al otro extremo—. Me pidió que le llamara si aparecía el señor Sean Murphy. Bien, pues él y una enfermera acaban de entrar y han subido a la quinta planta.

—Gracias, Juan —dijo el doctor Mason aliviado. Colgó el auricular—. Sean Murphy está a salvo —informó a los demás—. Acaba de entrar en el edificio, probablemente para inyectar a los ratones. ¡Qué dedicación! Se lo dije, estoy seguro de que el chico es formidable y de que merece todo nuestro interés.

Eran ya más de las diez de la noche cuando Robert Harris salió del apartamento de Ralph Seaver. El hombre no estuvo muy dispuesto a colaborar. Le ofendió que Harris sacara a relucir el tema de su condena por violación en Indiana, que él consideraba una «historia pasada». Harris no dio mucho crédito a la defensa interesada que Seaver hizo de sí, pero le descartó mentalmente de su lista de sospechosos en cuanto le vio.

Habían descrito al agresor como un tipo de estatura media y de constitución media. Seaver medía más de metro ochenta y probablemente pesaba 110 kilos.

Harris montó en su sedán Ford azul oscuro y cogió la última ficha de su lista de prioridades. Tom Widdicomb vivía en Hialeah, no demasiado lejos de donde se encontraba ahora.

Harris decidió, a pesar de que era tarde, acercarse a la casa de Widdicomb. Si las luces estaban encendidas, llamaría al timbre. Si no, lo dejaría para la mañana siguiente.

Harris había hecho ya varias llamadas para informarse sobre los antecedentes de Tom Widdicomb. Había averiguado que el tipo había seguido un curso de técnico de urgencias y había aprobado el examen para obtener el título. Una llamada a una compañía de ambulancias para la que Tom había trabajado no proporcionó mucha información. El propietario de la empresa se negó a hacer comentarios, diciendo que la última vez que dio informaciones sobre un antiguo empleado, se encontró rajados los neumáticos de dos de sus ambulancias.

Una llamada al Hospital General de Miami había sido algo más útil, pero no mucho más. Un funcionario de personal dijo que el señor Widdicomb había abandonado su lugar de trabajo de mutuo acuerdo con el hospital. El funcionario añadió que él no había conocido al señor Widdicomb, que se limitaba a leer su ficha de empleo.

Harris habló también con Glen, el supervisor de los trabaja dores de la limpieza del Hospital Forbes. Glen dijo que, en su opinión, Tom era de confianza, pero que a menudo se peleaba con sus colegas. Dijo que Tom trabajaba mejor solo.

La última llamada que Harris hizo fue a un veterinario llamado Maurice Springborn. Sin embargo, ese número ya no correspondía y en información telefónica no le dieron otro número. En definitiva, que Harris no había encontrado nada sospechoso en Tom Widdicomb. Y se sentía más bien poco optimista mientras se dirigía a Hialeah y buscaba el número 18 de Palmetto Lane.

—Bueno, por lo menos las luces están encendidas —se dijo Harris mientras frenaba junto al bordillo ante una casa de estilo ranchero mal conservada.

La casa de Tom Widdicomb contrastaba muchísimo con las modestas casas del barrio porque estaba tan iluminada como Times Square en Nochevieja. Todas las luces del interior y del exterior de la casa resplandecían.

Harris salió del coche y se quedó mirando la casa. Era asombrosa la cantidad de luz que emanaba. Los arbustos a tres casas de distancia proyectaban sombras definidas. Mientras se dirigía hacia la entrada, se fijó en que el nombre del buzón era Alice Widdicomb. Se preguntó qué relación tendría con Tom.

Harris subió los escalones frontales y tocó el timbre. Mientras esperaba, observó la casa. Estaba decorada con un estilo sencillo y pintada con colores pastel ya desvanecidos. Los adornos de madera necesitaban urgentemente una mano de pintura.

Como nadie salió a abrirle, Harris volvió a llamar y aplicó la oreja a la puerta para asegurarse de que el timbre funcionaba.

Lo oyó claramente. Era difícil creer que no había nadie en la casa con todas las luces encendidas.

Después de un tercer intento Harris se dio por vencido y volvió al coche.

En lugar de marcharse inmediatamente, se quedó sentado contemplando la casa, preguntándose qué podría motivar a alguien a iluminar tanto su casa. Estaba a punto de arrancar cuando pensó que había visto un movimiento en la ventana del salón. Luego lo volvió a ver. Era evidente que alguien dentro de la casa había movido una cortina. Quien quiera que fuese al parecer intentaba localizar a Harris.

Sin dudarlo un momento, Harris saltó de su coche y volvió al porche. Se inclinó sobre el timbre de la puerta y lo apretó durante un buen rato. Pero siguió sin recibir respuesta.

Harris, fastidiado, regresó al coche. Llamó desde el teléfono de su coche a Glen para saber si Tom Widdicomb trabajaba al día siguiente.

—No, señor —dijo Glen con su acento sureño—. No le toca venir a trabajar hasta el lunes. Por suerte, porque hoy se sentía mal. Tenía muy mal aspecto. Le mandé a casa temprano.

Harris dio las gracias a Glen antes de colgar. Si Widdicomb no se encontraba bien y estaba en casa en la cama, ¿por qué todas esas luces? ¿Se sentía tan mal que no podía ni siquiera venir a abrir la puerta? ¿Y dónde estaba Alice, quienquiera que fuese?

Mientras Harris se alejaba en su coche de Hialeah, pensó lo que debería hacer. Algo raro estaba pasando en la casa de los Widdicomb. Siempre podía volver y vigilar la casa, pero eso le parecía exagerado. Podía esperar hasta el lunes cuando Tom se presentara al trabajo, pero, y mientras tanto ¿qué? Decidió volver a la mañana siguiente para intentar verse con Tom Widdicomb. Glen había dicho que era de estatura media y de constitución media y que tenía el pelo castaño.

Harris suspiró. Pasarse el día sentado frente a la casa de Tom Widdicomb no era la forma más apetecible de pasar un sábado. Pero estaba desesperado. Sentía que debía avanzar de algún modo en el asunto de las muertes de aquellas pacientes de cáncer de pecho si quería seguir empleado en el Forbes.

Sean silbaba suavemente mientras trabajaba: parecía la pura imagen de la alegre concentración. Janet miraba desde un taburete alto parecido al de Sean, que había arrastrado hasta el banco de laboratorio. Frente a Sean había una hilera de frascos de cristal.

Era en momentos tranquilos como este cuando Janet encontraba a Sean tan intensamente atractivo. Su pelo oscuro, caído hacia delante, enmarcaba su rostro inclinado con finos rizos de aspecto casi femenino que contrastaban con sus rasgos duros y masculinos. Tenía la nariz estrecha en la parte superior donde se unía con la confluencia de sus espesas cejas. Era una nariz recta, menos en la punta donde se inclinaba hacia dentro antes de unirse con la curva de los labios. Sus ojos azul oscuro estaban fijos, sin parpadear, en una bandeja de plástico transparente que sujetaba con sus dedos fuertes pero ágiles.

Levantó la vista para mirar directamente a Janet. Tenía los ojos brillantes y relucientes. Janet notaba que le emocionaba lo que estaba haciendo. En aquel momento se sintió locamente enamorada, e incluso el reciente episodio en la funeraria desapareció de su mente por un momento. Quería que Sean la tomara en sus brazos y le dijera que la amaba y que quería pasar el resto de su vida junto a ella.

—Estos geles iniciales de electroforesis coloreados de plata son fascinantes —dijo Sean, haciendo añicos el sueño de Janet—. ¡Ven a verlo!

Janet se levantó del taburete. En aquel momento no le interesaban los geles de electroforesis, pero no le quedaba más remedio que mostrar interés. No quería arriesgarse a que Sean perdiera el entusiasmo. Sin embargo, era triste que él no se diera cuenta de sus sentimientos.

—Esta es la muestra del frasco mayor —explicó Sean—. Es un gel no reductor y el control permite deducir que sólo tiene un componente y que su peso molecular es aproximadamente de 150 000 daltons.

Janet asintió.

Sean tomó el otro gel y se lo enseñó.

—Ahora bien, la medicina del frasco pequeño es diferente.

Aquí hay tres bandas separadas, y eso significa que hay tres componentes distintos. Los tres tienen pesos moleculares muchos menores. Yo supongo que el frasco grande contiene un anticuerpo de inmunoglobulina, mientras que el pequeño con tiene muy probablemente citoquinas.

—¿Qué es una citoquina? —preguntó Janet.

—Es un término genérico —dijo Sean levantándose de su taburete—. Ven conmigo —añadió—, tengo que conseguir algunos reactivos.

Fueron por la escalera. Mientras caminaban, Sean continuó con su explicación.

—Las citoquinas son moléculas de proteína producidas por células del sistema inmunológico. Intervienen en la comunicación entre células, indicando por ejemplo en qué momento hay que crecer, cuándo hay que comenzar a hacer algo, cuándo hay que prepararse contra una invasión de virus, de bacterias o incluso de células de tumor. El Instituto Nacional de la Salud ha hecho crecer in vitro linfocitos de pacientes de cáncer con una citoquina llamada interleuquina, para luego volver a inyectar las células en el paciente. En algunos casos consiguieron buenos resultados.

—Pero no tan buenos como el Centro Forbes con sus casos de meduloblastoma —dijo Janet.

—Desde luego que no —confirmó Sean.

Sean cargó a Janet y a sí mismo con reactivos del almacén y ambos regresaron al laboratorio.

—Este es un momento muy interesante para las ciencias biológicas —dijo Sean—. El siglo XIX fue el siglo de la química; el siglo XX el siglo de la física. Pero el siglo XXI será el de la biología molecular; va a ser entonces cuando las tres ciencias química, física y biología, se fusionen. Los resultados serán asombrosos: la ciencia ficción convertida en realidad. De hecho, ya lo estamos presenciando.

Cuando llegaron al laboratorio, Janet comenzaba a sentir un sincero interés por todo aquello a pesar de los traumas emocionales del día y de su agotamiento. El entusiasmo de Sean era contagioso.

—¿Qué vamos a hacer ahora con estos medicamentos? —preguntó.

—No estoy seguro —reconoció Sean—. Supongo que deberíamos observar el tipo de reacción que se produce entre el anticuerpo desconocido del frasco grande y el tumor de Helen Cabot.

Sean pidió a Janet que sacara unas tijeras y un escalpelo de un cajón situado cerca de donde ella estaba. Luego llevó la nevera a la pileta, y después de ponerse un par de guantes de látex, levantó el cerebro y lo enjuagó. De debajo de la pileta sacó una tabla para cortar. Depositó el cerebro encima de ella.

—Espero que no me cueste encontrar el tumor —dijo—. Nunca he intentado nada parecido. A juzgar por el RMN que hicimos en Boston, su tumor mayor está en el lóbulo temporal izquierdo. Es el lado donde practicaron la biopsia. Supongo que es allí donde debo buscar. —Sean orientó el cerebro de modo que pudiera distinguir la parte frontal de la trasera.

Luego hizo varios cortes en el lóbulo temporal—. Tengo unas ganas casi irresistibles de contar un chiste sobre lo que estoy haciendo ahora —dijo.

—Por favor, no lo hagas —dijo Janet.

Le resultaba difícil aceptar que aquel era el cerebro de una persona a la que había tratado hacía tan poco tiempo.

—Bien, esto parece prometedor —dijo Sean.

Separó los bordes de su última incisión. En la base había un tejido relativamente denso y de aspecto amarillento que mostraba cavidades diminutas pero visibles.

—Creo que estos puntos podrían ser zonas donde el tumor creció más de lo que permitía la sangre que lo alimentaba.

Le pidió a Janet que le echara una mano; se puso un par de guantes de goma y mantuvo separados los bordes de la incisión mientras Sean tomaba una muestra del tumor con las tijeras.

—Tenemos que separar las células —dijo Sean.

Depositó la muestra en un medio de cultivo tisular y añadió enzimas. Puso el frasco en la incubadora para que las enzimas pudiesen actuar.

—Ahora tenemos que caracterizar esta inmunoglobulina —dijo, levantando el mayor de los dos frascos con las incógnitas—. Para ello tenemos una prueba llamada Elisa que utiliza anticuerpos fabricados comercialmente para identificar tipos específicos de inmunoglobulina.

Colocó el frasco grande sobre el banco de trabajo y cogió un plato de plástico con noventa y seis pequeños pocillos circulares. En cada uno de ellos puso un anticuerpo de especificidad diferente y dejó que se uniera. Luego bloqueó todos los puntos de unión restantes en los pocillos con albúmina de suero bovino. A continuación puso una alícuota de la incógnita en cada uno de los pocillos.

—Ahora tengo que averiguar qué anticuerpo ha reaccionado con la incógnita —dijo, lavando cada uno de los pocillos para eliminar de ellos cualquier inmunoglobulina desconocida que no hubiera reaccionado—. Esto lo hacemos añadiendo a cada pocillo el mismo anticuerpo que había originalmente en él, pero esta vez le agregamos un compuesto que es enzimáticamente capaz de producir una reacción de color.

Esta última sustancia tenía la característica de adoptar un color lavanda pálido.

Estuvo explicando a Janet lo que hacía mientras realizaba la prueba. Janet había oído hablar de esta prueba, pero nunca la había visto en la práctica.

—¡Muy bien! —dijo Sean cuando uno de los muchos pocillos se tornó de un color exactamente igual al de los controles que había preparado en dieciséis de los pocillos.

—La incógnita ya no es una incógnita. Es una inmunoglobulina humana llamada IgG1.

—¿Cómo la fabricaron en el Forbes? —preguntó Janet.

—Buena pregunta —dijo Sean—. Supongo que con la técnica de los anticuerpos monoclonales. Aunque no puede descartar se la posibilidad de producirla con la tecnología del ADN recombinante. El problema aquí es que se trata de una gran molécula.

Janet tenía una vaga idea de lo que Sean estaba comentando y se había interesado realmente por el proceso de descubrir la composición de aquellos medicamentos desconocidos, pero de repente su agotamiento físico se hizo evidente. Echó una ojeada al reloj y comprendió por qué. Eran casi las doce de la noche.

Aunque no quería enfriar el entusiasmo de Sean, que ella misma había intentado fomentar, alargó la mano y dio un apretón al brazo de Sean. Sean tenía en la mano una pipeta Pasteur. Había comenzado a preparar las placas Elisa para la segunda sustancia desconocida.

—¿Tienes idea de qué hora es? —preguntó Janet.

Sean miró el reloj.

—¡Madre mía!, el tiempo vuela cuando uno se lo pasa bien.

—Mañana me toca trabajar —dijo Janet—. Tengo que dormir un poco. Supongo que puedo regresar sola al apartamento.

—A estas horas ni hablar —dijo Sean—. Deja que termine lo que estoy haciendo aquí, luego quiero realizar una prueba rápida de inmunofluorescencia para obtener el nivel de reacción entre la IgG1 y las células del tumor de Helen. Voy a utilizar un aparato automático de dilución. Tardaré sólo unos minutos.

Janet aceptó de mala gana. Pero no podía seguir sentada en un taburete. Trajo a rastras una butaca del despacho acristalado. En menos de media hora, el entusiasmo de Sean subió un grado más. Con la prueba Elisa había identificado en la segunda sustancia desconocida tres citoquinas: interleuquina, que tal como explicó a Janet era un factor de crecimiento de los linfocitos T; factor alfa de la necrosis tisular, que estimulaba determinadas células para que mataran células extrañas como las células cancerígenas; e interferón gamma, una sustancia que al parecer ayudaba a activar todo el sistema inmunológico.

—¿No son las células T las que desaparecen en el sida? —preguntó Janet.

Cada vez le era más costoso mantenerse despierta.

—¡Exacto! —dijo Sean.

Sostenía ahora en las manos varias portas sobre las que había aplicado pruebas con fluorescencia de anticuerpos con diferentes diluciones de la inmunoglobulina desconocida. Sean deslizó una transparencia con una dilución muy alta bajo el objetivo del microscopio de fluorescencia y miró a través del ocular.

—¡Fantástico! —exclamó—. La intensidad de esta reacción es increíble. Incluso en una dilución de uno por diez mil, este anticuerpo IgG1 reacciona con el tumor en más cuatro. ¡Janet, ven a ver esto!

Como Janet no contestó, Sean levantó la vista de la lente del microscopio. Janet estaba tendida sobre la butaca. Se había quedado dormida.

Cuando Sean vio a Janet durmiendo se sintió inmediatamente culpable. No había pensado en lo cansada que debía de estar. Se levantó y estiró los brazos entumecidos, se acercó a Janet y la miró desde arriba. Su aspecto era especialmente angelical mientras reposaba. El rostro estaba enmarcado por su hermoso pelo rubio. Sean tuvo muchas ganas de besarla. En cambio, la tocó suavemente en el hombro.

—Vamos —susurró—. Tenemos que ir a acostarnos.

Janet se había abrochado ya el cinturón en el coche de Sean cuando su adormecidamente le recordó que aquella mañana había venido en su propio coche. Y se lo dijo a Sean.

—¿Crees que puedes conducir? —preguntó Sean.

Ella asintió con la cabeza.

—Quiero mi coche —dijo, sin dejar lugar a discusiones.

Sean dio la vuelta al hospital y ella bajó. Cuando Janet hubo puesto en marcha su coche, Sean la dejó pasar delante de él.

Mientras salían a la calle, Sean estaba demasiado preocupado por Janet para darse cuenta de que un Mercedes verde oscuro comenzaba a seguir lentamente los dos coches, con los faros delanteros apagados.

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