Terminal

Terminal


8. sabado, 6 de marzo 3.20 p. m.

Página 18 de 28

—¿Por qué no puedes decirme que me amas? —le preguntó.

—Te lo estoy diciendo —dijo Sean.

—No puedes pronunciar las palabras —replicó Janet—. ¿Por qué no?

—Soy irlandés —le respondió Sean tratando de bromear un poco—. Los irlandeses no saben expresar muy bien sus sentimientos.

—Bueno, por lo menos lo has admitido —dijo Janet—. Pero es importante saber si me quieres realmente o no. No vale la pena que hablemos de lo que deseo hablar si faltan los sentimientos básicos.

—Los sentimientos están —insistió Sean.

—Vale. De momento te voy a soltar del anzuelo —dijo Janet mientras le obligaba a detenerse—. Pero debo decir que para mí es un misterio que puedas ser tan expresivo sobre todas las demás cosas de la vida y que seas tan poco comunicativo cuando se trata de nosotros. Pero ya hablaremos de eso más tarde. ¿Qué te parece si nadamos un poco?

—¿De verdad quieres meterte en el agua? —preguntó Sean con escepticismo. El agua era muy oscura.

—¿Qué crees que significa nadar un poco? —preguntó ella.

—Ya entiendo —dijo Sean—. Pero lo que llevo no es exactamente un bañador.

Temía que cuando sus shorts se mojaran pareciera como si no llevara nada puesto.

Janet no podía creer que, después de hacer todo el camino para llegar hasta allí, tuviera escrúpulos para meterse en el agua por sus shorts.

—Si no te parecen bien, ¿por qué no te los quitas?

—¡Vaya por Dios! —contestó Sean burlándose—. La señorita Remilgos me está proponiendo que me bañe en pelotas. Bueno, no me importará si tú también lo haces.

Sean se quedó mirando desafiadoramente a Janet a la luz tenue del crepúsculo. Una parte de sí mismo disfrutaba poniendo en evidencia a Janet. Al fin y al cabo, ¿no había criticado su poca expresividad con los sentimientos? No estaba muy seguro de que ella recogiera el guante, pero en los últimos tiempos Janet le había estado sorprendiendo bastante, sobre todo desde que le había seguido hasta Florida.

—¿Quién empieza? —dijo Janet.

—Lo haremos a la vez —contestó él.

Después de dudar un momento, ambos se quitaron los albornoces de toalla, luego los bañadores y se adentraron saltando en el ligero oleaje. Mientras la tarde se iba convirtiendo en noche, estuvieron revolcándose en las aguas poco profundas y dejando que olas en miniatura hicieran cascadas sobre sus cuerpos desnudos. Después de la rigurosa reclusión invernal en Boston, aquello les parecía el súmmum del abandono, especialmente a Janet. Comprobó sorprendida que estaba disfrutando inmensamente.

Al cabo de quince minutos salieron del agua y corrieron a la playa a recoger su ropa riendo como adolescentes desbocados.

Janet empezó inmediatamente a ponerse el bañador pero Sean tenía otra idea. La cogió por la mano y tiró de ella hacia las sombras de los pinos australianos. Tendieron los albornoces sobre el lecho arenoso cubierto de agujas de pino, al borde de la playa, y se acostaron en un abrazo íntimo y alegre.

Pero no duró mucho.

Janet fue la primera en captar algo extraño. Levantó la cabeza y miró hacia la línea luminosa formada por la arena blanca de la playa.

—¿Oíste eso? —le preguntó.

—No sé —contestó Sean, sin siquiera escuchar.

—En serio —dijo Janet—, he oído algo.

Antes de que pudieran moverse, una figura salió de las sombras que envolvían el bosquecillo de pinos. La cara del forastero se confundía con las sombras. Lo único que pudieron ver claramente era la pistola con empuñadura nacarada.

—Si esto es una propiedad privada ya nos vamos —dijo Sean mientras se sentaba.

—¡Cierra el pico! —dijo Tom entre dientes.

No podía apartar los ojos del cuerpo desnudo de Janet.

Había pensado salir de las sombras y disparar inmediatamente contra los dos, pero ahora empezaba a dudar. No podía ver mucho en la penumbra, pero lo que veía le tenía hipnotizado.

Notaba que le costaba pensar.

Janet, al sentir sobre sí los ojos penetrantes de Tom, agarró el bañador y lo apretó contra su pecho. Pero Tom no quería perderse nada. Con la mano libre, arrancó el bañador y lo tiró a la arena.

—No debías haberte entrometido —dijo Tom secamente.

—¿De qué está hablando? —preguntó Janet sin poder apartar los ojos de la pistola.

—Alice me avisó de que las chicas como tú me tentarían —dijo Tom.

—¿Quién es Alice? —preguntó Sean mientras se ponía en pie. Quería que Tom dejara de hablar.

—¡Cierra el pico! —ladró Tom, apuntando la pistola hacia Sean. Decidió que había llegado el momento de acabar con aquel individuo. Alargó el brazo y fue apretando el dedo sobre el gatillo hasta que la pistola se disparó.

La bala salió desviada. En el momento exacto que Tom apretaba el gatillo, una segunda figura oscura surgió de las sombras, se abalanzó contra Tom y lo derribó unos metros más allá.

El impacto del forastero hizo saltar la pistola de las manos de Tom. La pistola cayó al suelo a unos centímetros de los pies de Sean. Este, con el ruido de la detonación resonando todavía en sus oídos, miró con perplejidad el arma. ¡Era increíble: alguien había disparado una pistola contra él!

—¡Coge la pistola! —consiguió decir Harris mientras se debatía con Tom.

Fueron rodando hasta el tronco de un pino. Tom consiguió librarse un instante. Empezó a correr por la playa, pero sólo hizo unos veinte metros antes de que Harris le derribara de nuevo.

Sean y Janet superaron la sorpresa inicial y empezaron a reaccionar al mismo tiempo. Janet agarró los bañadores y los albornoces. Sean recogió la pistola. Vieron que Harris y Tom estaban rodando por la arena cerca del agua.

—¿Pero quién nos salvó? —preguntó Janet—. ¿No deberíamos ayudarle?

—No —dijo Sean—. Sé quién es. No necesita ninguna ayuda.

Vámonos ya.

Sean agarró la mano de Janet, que no estaba muy convencida, y ambos corrieron bajo el dosel de los pinos hasta la playa y luego hacia el norte en dirección al hotel. Janet quiso en varias ocasiones mirar por encima del hombro, pero Sean continuaba empujándola. Cuando estuvieron cerca del hotel, se detuvieron un momento para ponerse la ropa.

—¿Quién es el hombre que nos ha salvado? —preguntó Janet entre boqueadas.

—El jefe de seguridad del Forbes —dijo Sean, también agotado—. Se llama Robert Harris. No le pasará nada. Deberíamos preocuparnos más bien por el otro chalado.

—¿Quién era? —preguntó Janet.

—No tengo la menor idea —dijo Sean.

—¿Qué le diremos a la policía? —preguntó Janet.

—Nada —dijo Sean—. No iremos a la policía. Yo no puedo ir.

Me están buscando. Hasta que no hable con Brian no puedo.

Pasaron corriendo al lado de la piscina y entraron en el hotel.

—El hombre de la pistola tiene que estar relacionado también con el Forbes —dijo Janet—. De lo contrario, el jefe de seguridad no estaría aquí.

—Probablemente tienes razón —dijo Sean—. A no ser que Robert Harris me estuviera siguiendo, como la policía. Podría estar jugando a cazador de recompensas. Estoy seguro de que le encantaría librarse de mí.

—No me gusta nada todo esto —admitió Janet, mientras subían en el ascensor.

—A mí tampoco —dijo Sean—. Están pasando cosas raras y no tenemos ninguna pista.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Janet—. Sigo creyendo que deberíamos ir a la policía.

—Olvídate de eso, Janet. Lo primero que vamos a hacer es cambiar de hotel —dijo Sean—. No me gusta que Harris sepa dónde nos alojamos. Ya es bastante grave que sepa que estamos en Naples.

Cuando llegaron a la habitación, recogieron rápidamente sus cosas. Janet intentó convencer de nuevo a Sean para que fueran a la policía, pero él se negó rotundamente.

—Mi plan es el siguiente —dijo Sean—. Me voy a llevar el equipaje, bajaré hasta la piscina y luego saldré por las pistas de tenis. Tú sales por la puerta delantera, coges el coche, luego pasas y me recoges.

—¿Qué cosas estás diciendo? —preguntó Janet—. ¿Por qué tenemos que irnos furtivamente?

—Nos siguieron hasta aquí, por lo menos Harris —dijo Sean—. Quiero que todo el mundo piense que seguimos alojados en el hotel.

Janet decidió que sería más fácil obedecer a Sean. Era evidente que no estaba de humor para discutir. Además, quizá aquella actitud paranoide estaba justificada.

Sean salió primero con el equipaje.

Wayne Edwards se dirigió a paso rápido hacia el Mercedes y se acomodó en el asiento del acompañante. Sterling estaba sentado al volante.

Sterling podía ver delante suyo al joven japonés entrar en la limusina.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Sterling.

—No estoy seguro —dijo Wayne—. El japonés se limitó a sentarse en el vestíbulo y a leer revistas. Luego la chica apareció sola. Está bajo la puerta cochera esperando el coche.

Ni rastro de Sean Murphy. Creo que los de la limusina están tan desorientados como nosotros.

Un empleado del aparcamiento llegó conduciendo el Pontiac rojo. Lo dejó aparcado bajo la puerta cochera.

La limusina se puso en marcha, soltando por el tubo de escape una nubecilla negra.

Sterling puso en marcha el Mercedes. Comunicó a Wayne que el reactor de Sushita se dirigía hacia Naples.

—No hay duda de que algo va a pasar —comentó Wayne.

—Estoy seguro de que será esta noche —dijo Sterling—. Tenemos que estar preparados.

En aquel momento el Pontiac rojo se puso en marcha con Janet Reardon al volante. Detrás de él llegó la limusina.

Sterling hizo un viraje completo.

Al fondo del camino, el Pontiac giró a la derecha. La limusina lo siguió.

—Me huelo algo malo —dijo Wayne—. Hay algo aquí que no me gusta. Para salir a la carretera hay que doblar a la izquierda.

El camino de la derecha no tiene salida.

Sterling giró a la derecha siguiendo a los demás. Wayne estaba en lo cierto. El camino acababa allí. Pero antes de acabar había una entrada a un gran aparcamiento tapada parcialmente por el follaje. Sterling se detuvo.

—La limusina está allí —dijo Wayne, señalando a la derecha.

—Y allí está el Pontiac —dijo Sterling con un gesto hacia las pistas de tenis—. Y allí está el señor Murphy cargando su equipaje en el maletero. No es un sistema muy ortodoxo de despedirse.

—Supongo que se creen muy listos —dijo Wayne, moviendo tristemente la cabeza.

—Quizá esta maniobra está relacionada con el señor Robert Harris —propuso Sterling.

Esperaron a que el Pontiac rojo pasara por la salida. La limusina siguió luego. Después de esperar un rato, Sterling hizo lo propio.

—Atención al coche azul de Harris —avisó Sterling.

Wayne asintió:

—Estoy vigilando —le tranquilizó.

Siguieron en dirección sur durante seis o siete kilómetros y luego cortaron por el oeste hacia el Golfo. Al final acabaron en el Gulf Shore Boulevard.

—Esta zona está bastante más construida —dijo Wayne.

A ambos lados de la carretera había edificios de condominios con el césped bien cuidado y parterres llenos de flores.

Siguieron conduciendo durante un rato hasta que vieron el Pontiac rojo doblar hacia una rampa y subir a la entrada del primer piso del Edgewater Beach Hotel. La limusina salió de la carretera pero se quedó en la planta baja y dio la vuelta al edificio. Sterling salió de la carretera y aparcó en unas plazas en diagonal a la derecha de la rampa. Paró el motor. Desde lo alto de la rampa podían ver a Sean dando instrucciones para que sacaran el equipaje del Pontiac.

—Un pequeño y agradable hotel —dijo Wayne—. Menos ostentoso.

—Creo que la fachada te está engañando —dijo Sterling—. Uno de mis contactos en la banca me contó que un suizo encantador ha comprado este hotel y lo ha convertido en un lugar elegante al estilo europeo.

—¿Crees que Tanaka pondrá en marcha su plan desde aquí? —preguntó Wayne.

—Está esperando, supongo, que Sean y su compañera salgan pronto para poder acorralarlos en algún lugar solitario.

—Si yo estuviera con este bombón, creo que echaría el pestillo a la puerta y pediría que me subieran la cena.

Sterling cogió el teléfono del coche.

—Ya que hablamos de la compañera del señor Murphy, veamos qué han descubierto sobre ella mis contactos en Boston.

Ir a la siguiente página

Report Page