Terminal

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12. domingo, 7 de marzo 2.30 p. m.

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DOMINGO, 7 DE MARZO 2.30 p. m.

En cuanto el doctor Mason entró en el aparcamiento del Forbes, Sean intentó ver el interior del vestíbulo del edificio de investigación por si algo había cambiado desde que se fue.

Pero la luz del sol se reflejaba en el cristal de las ventanas y era imposible ver nada dentro. Sean ignoraba si el guardia de servicio era el mismo o no. Hasta que no hubieron aparcado y entrado en el edificio, Sean, que llevaba a los Mason a poca distancia delante suyo, no vio que efectivamente había otro guardia de servicio. La chapa de identificación del guardia rezaba «Sánchez».

—Dígale quién es usted y pídale las llaves maestras —susurró Sean mientras el trío se acercaba al torno de entrada.

—Ya sabe quién soy —respondió secamente el doctor Mason.

—Dígale que nadie más debe entrar en el edificio hasta que nosotros regresemos —dijo Sean.

Sabía que esta orden sería desobedecida a medida que la tarde avanzara, pero pensó que valía la pena intentarlo.

El doctor Mason hizo lo que Sean le dijo. En cuanto Sánchez le hubo dado el grueso llavero, lo pasó a Sean. El guardia los miró con extrañeza mientras atravesaban el torno.

Las rubias de grandes pechos, bikini negro y tacones altos con plumas no eran precisamente habituales en el edificio de investigación del Forbes.

—Su hermano tenía razón —dijo el doctor Mason cuando Sean hubo cerrado y echado el pestillo a las puertas de entrada al pasar la barrera—. Está cometiendo un grave delito. Irá a la cárcel. No puede hacer esto impunemente.

—Le dije que no pretendía hacerlo impunemente —respondió Sean.

Sean cerró con llave las puertas de la escalera. En la segunda planta cerró las salidas de incendio que conducían al puente del hospital. Cuando hubieron llegado a la quinta planta, Sean dejó trabado el ascensor. Llamó luego al segundo ascensor y lo dejó también trabado.

Sean hizo entrar a los Mason en su laboratorio y saludó a Janet con la mano. Janet estaba en la oficina acristalada leyendo los historiales médicos. Salió de ella y miró con curiosidad a los Mason. Sean les presentó apresuradamente, luego mandó a los Mason a la oficina acristalada y les dijo que no se movieran. Cerró la puerta.

—¿Qué están haciendo aquí? —preguntó Janet preocupada—. ¿Y por qué va en bañador la señora Mason? Parece que haya estado llorando.

—Está un poco histérica —explicó Sean—. No tuvo tiempo de cambiarse. Los he traído aquí para impedir que otros vengan a molestarme. Además, en cuanto haya hecho lo que tengo planeado hacer, el doctor Mason será la primera persona en saberlo.

—¿Les obligaste a venir aquí? —preguntó Janet.

Esto superaba el límite, aún después de todos los recursos que Sean había utilizado.

—Ellos hubieran preferido quedarse a escuchar el resto de Aida —dijo Sean. Comenzó a limpiar una parte de su banco de trabajo, sobre todo debajo de uno de los extractores de aire.

—¿Usaste la pistola que llevas? —preguntó Janet.

No quería oír la respuesta.

—Tuve que enseñarla —reconoció Sean.

—¡Que Dios nos ampare! —exclamó Janet, levantando la mirada hacia el techo y moviendo con incredulidad la cabeza.

Sean sacó varios recipientes de cristal limpios, incluido un gran frasco de Erlenmeyer. Apartó algunos restos que había junto a la pileta para dejar más espacio.

Janet se acercó a Sean y le agarró del brazo.

—Todo este asunto ha ido ya demasiado lejos —dijo—. ¡Has secuestrado a los Mason! ¿Te das cuenta?

—Claro que me doy cuenta —dijo Sean—. ¿Qué crees, que estoy loco?

—No me hagas contestar a eso —dijo Janet.

—¿Vino alguien mientras yo estaba fuera? —preguntó Sean.

—Sí —dijo Janet—. Vino Robert Harris, como tú habías previsto.

—¿Y qué? —preguntó Sean, levantando la vista de su trabajo.

—Le dije lo que tú me dijiste —respondió Janet—. Quería saber si habías vuelto a la residencia. Le dije que no lo sabía.

Creo que se fue allí a buscarte.

—Perfecto —dijo Sean—. Harris es el que más miedo me da. Es demasiado agresivo. Todo tiene que estar de nuevo en su sitio cuando él regrese. —Sean siguió con su trabajo.

Janet no sabía qué hacer. Contempló a Sean durante unos minutos mientras mezclaba reactivos en el frasco grande de Erlenmeyer creando un líquido incoloro y aceitoso.

—¿Qué estás haciendo exactamente? —preguntó.

—Estoy preparando una gran dosis de nitroglicerina —dijo—. Le añado un baño de hielo para que se sedimente y se en fríe.

—Estás bromeando —dijo Janet, realmente preocupada.

Era difícil seguir las maniobras de Sean.

—Tienes razón —dijo Sean, bajando la voz—. Esto es teatro.

Pero está dedicado al doctor Mason y a su bella esposa. Siendo médico, conoce suficiente química para que la idea le parezca verosímil.

—Sean, estás actuando de un modo extraño.

—Soy un poco maníaco —aceptó Sean—. Por cierto, ¿qué te parecen esas fichas?

—Creo que tenías razón —dijo Janet—. No todos los historia les hacen referencia a la situación económica, pero cuando sí lo hacen señalan que los pacientes son directores ejecutivos o parientes de ellos.

—Todos aparecen citados en Fortune 500, supongo —dijo Sean—. ¿Cómo lo interpretas?

—Estoy demasiado agotada para sacar conclusiones —dijo Janet—. Pero supongo que es una extraña coincidencia.

Sean se echó a reír.

—¿Cuál crees que sería la probabilidad estadística de que eso sucediera por casualidad?

—No sé suficiente estadística para contestar Janet.

Sean mantuvo el frasco en alto y agitó la solución de su interior.

—Esto tiene ya suficiente buena pinta y seguro que pasa —dijo—. Esperemos que el viejo doctor Mason se acuerde un poco de la química inorgánica y se deje impresionar.

Janet miró cómo Sean llevaba el frasco al recinto de cristal.

Se preguntaba si Sean no estaría perdiendo el sentido de la realidad. Reconocía que se había visto empujado a cometer acciones cada vez más desesperadas, pero raptar a los Mason a punta de pistola era de una increíble insensatez. Las consecuencias legales de un acto así tenían que ser graves. Janet no sabía mucho de derecho, pero suponía que en cierto modo ella estaba también comprometida. No creía que la teoría de la coerción que Sean había propuesto pudiera dejarla al margen.

¡Si por lo menos supiera qué hacer!

Luego observó cómo Sean mostraba a los Mason la falsa nitroglicerina haciéndola pasar por auténtica. La impresión que aquello produjo en el doctor Mason hizo deducir a Janet que el director del Forbes recordaba suficiente química inorgánica y se había tragado la historia. El doctor Mason abrió los ojos desorbitadamente. La señora Mason se tapó la boca con la mano. Cuando Sean agitó violentamente el frasco, los Mason retrocedieron atemorizados. Luego Sean hundió el frasco en el baño de hielo que había dejado sobre la mesa, recogió las fichas que Janet se había dejado dentro y salió al laboratorio.

Al salir del recinto echó los papeles sobre un banco de laboratorio cercano.

—¿Qué han dicho los Mason? —preguntó Janet.

—Se impresionaron bastante —dijo Sean—. Sobre todo cuando les dije que el punto de congelación es sólo de 10 grados y que el material es extraordinariamente inestable en forma sólida. Les he dicho que tengan cuidado, porque podría explotar con sólo dar un golpe en la mesa.

—Creo que deberíamos dar por terminado todo este asunto —dijo Janet—. Estás llegando demasiado lejos.

—Siento no estar de acuerdo —dijo Sean—. Además, soy yo quien está haciendo esto y no tú.

—Yo estoy comprometida —dijo Janet—. El simple hecho de estar aquí probablemente me convierte en cómplice.

—Cuando todo esté dicho y hecho, Brian lo resolverá —dijo Sean—. Créeme.

La atención de Janet se dirigió a la pareja encerrada en la oficina de cristal.

—No deberías haber dejado a los Mason solos —dijo Janet—. El doctor Mason está llamando por teléfono.

—Bien —dijo Sean—. Estaba totalmente seguro de que llamaría. De hecho, espero que haya llamado a la policía. Cuanto más ambiente de circo haya, mejor.

Janet miró a Sean fijamente. Por primera vez pensó que quizá estaba sufriendo un ataque de psicopatía.

—Sean —dijo suavemente—. Tengo la sensación de que estás algo descompensado. Quizá la tensión por los últimos acontecimientos ha sido demasiado fuerte.

—Lo digo en serio —dijo Sean—. Quiero ambiente de carnaval. Será mucho más seguro. Lo último que deseo es que un comando frustrado, tipo Robert Harris, avance a gatas por las conducciones de aire con un cuchillo en la boca tratando de ser héroe. Es en esos casos cuando la gente resulta herida.

Sería estupendo que la policía y los bomberos estuviesen ahí fuera rascándose la cabeza, pero manteniendo a raya a los posibles paladines. Quiero que me crean loco durante unas cuatro horas.

—No te entiendo —dijo Janet.

—Ya me entenderás —le aseguró Sean—. Mientras tanto, tengo trabajo para ti. Me dijiste que sabías algo de informática. Sube a administración, a la séptima planta —le entregó el llavero con las llaves maestras—. Entra en la habitación acristalada que vimos cuando copiamos las fichas, donde había un ordenador con un programa en marcha que emitía números de nueve cifras. Creo que son números de la seguridad social. ¡Ah, y los números de teléfono! Creo que eran los números de las compañías aseguradoras que cubren las pólizas médicas. Mira si puedes confirmarlo. Luego intenta abrirte camino hacia el ordenador central del Forbes. Quiero que busques los ficheros de viajes de la clínica, especialmente de Deborah Levy y Margaret Richmond.

—¿Me puedes decir por qué quieres que haga eso? —preguntó Janet.

—No —dijo Sean—. Es como un estudio doble ciego. Trata de ser objetiva.

La manía de Sean era extrañamente convincente… y atractiva. Janet cogió las llaves y subió las escaleras. Sean la despidió con ambos pulgares hacia arriba. Cualquiera que fuese el resultado de aquella alocada y peligrosa aventura, Janet no lo sabría hasta al cabo de cuatro o cinco horas.

Antes de ponerse a trabajar de nuevo, Sean descolgó el teléfono, marcó el número de Brian en Boston y le dejó un largo mensaje. De entrada le pedía disculpas por haberle golpeado. Luego dijo que, por si acaso las cosas acababan saliendo muy mal, quería contarle lo que en su opinión estaba sucediendo en el Centro Forbes contra el Cáncer. Tardó unos cinco minutos.

El teniente Héctor Salazar del Departamento de Policía de Miami solía dedicar las tardes del domingo a terminar las pilas de atestados que Miami producía en las típicas noches agitadas del sábado. Los accidentes de automóvil, de los que se ocupaban las patrullas uniformadas y sus sargentos, comprendían la mayor parte de los trabajos del día. Los domingos a última hora de la tarde, después de los partidos de fútbol, solían estallar violentas peleas domésticas, que a veces requerían la presencia de la patrulla de vigilancia. Por eso Héctor quería adelantar lo más posible su trabajo antes de que comenzara a sonar el teléfono.

A las tres y cuarto sonó el teléfono, pero Héctor contestó despreocupadamente pues sabía que el partido de los Miami Dolphins aún no había terminado. La llamada procedía de la sala de reclamaciones por una línea de tierra.

—Le habla el sargento Anderson —dijo la voz—. Estoy en el edificio del hospital del Centro Forbes contra el Cáncer. Hay un problema.

—¿De qué se trata? —preguntó Héctor.

La silla chirrió al recostarse hacia atrás.

—Tenemos a un tipo metido en el edificio de investigación con dos rehenes o quizá con tres —dijo Anderson—. Va armado. También lleva algún tipo de bomba.

—¡Dios mío! —exclamó Héctor mientras su silla volvía a su posición original con un golpe seco. Sabía, por experiencia, la cantidad de papeleo que podían producir escenas de este tipo—. ¿Hay alguien más en el edificio?

—Creemos que no —dijo Anderson—. Por lo menos según el guardia no hay nadie más. Y para colmo, los rehenes son gente importante. Se trata del director del centro, el doctor Randolph Mason, y su esposa, Sarah Mason.

—¿Tiene la zona acordonada? —preguntó Héctor.

Ya estaba imaginando la situación. Esta operación iba a traer cola. El doctor Randolph Mason era un personaje conocido en la región de Miami.

—Estamos en ello —dijo Anderson—. Estamos acordonando el edificio entero con cinta amarilla de la policía.

—¿No ha llegado aún la prensa? —preguntó Héctor.

A veces los medios de comunicación llegaban antes a la escena del delito que el personal de refuerzo de la policía. Los periodistas a menudo controlaban las bandas de radio de la policía.

—Todavía no —dijo Anderson—. Por eso estoy usando esta línea de tierra. Pero aparecerán en tropel de un momento a otro. El secuestrador se llama Sean Murphy. Es un estudiante de medicina que trabaja en la clínica. Está con una enfermera llamada Janet Reardon. No sabemos si ella es cómplice o rehén.

—¿Qué quiere decir eso de «algún tipo de bomba»? —preguntó Héctor.

—Ha mezclado nitroglicerina en un gran frasco —dijo Anderson—. La ha puesto en hielo sobre una mesa en la habitación de los rehenes. Cuando se haya congelado, un solo golpe de puerta puede provocar la explosión. Por lo menos eso es lo que dijo el doctor Mason.

—¿Ha hablado con los rehenes? —preguntó Héctor.

—¡Oh, sí! —dijo Anderson—. El doctor Mason me dijo que él y su esposa están en una oficina acristalada con la nitroglicerina. Están aterrorizados, pero de momento no están heridos y tienen un teléfono. Dice que puede ver al tipo. Pero que la chica se ha ido. No sabe adónde.

—¿Qué hace Murphy? —preguntó Héctor—. ¿Ha pedido ya algo?

—No ha pedido nada aún —dijo Anderson—. Al parecer está realmente ocupado haciendo algún experimento.

—¿Qué significa esto de «algún experimento»? —preguntó Héctor.

—Ni idea —dijo Anderson—. Sólo repito lo que el doctor Mason ha dicho. Parece ser que Murphy estaba descontento porque le habían denegado el permiso para trabajar en un proyecto determinado. Quizá está trabajando en eso. En cualquier caso, está armado. Según el doctor Mason, blandió la pistola en frente de ellos cuando irrumpió en su casa.

—¿Qué tipo de pistola?

—Por la descripción del doctor Mason, parece que es una especial detective de calibre 38 —dijo Anderson.

Primero llamó al equipo de negociación de rehenes y habló con su supervisor Ronald Hunt. Luego llamó al comandante de turno del equipo de Intervenciones Especiales, George Loring. Finalmente llamó a Phil Darell, el supervisor de la patrulla de explosivos. Héctor dijo a los tres que reunieran a sus respectivos equipos y que se dirigieran al Centro Forbes contra el Cáncer lo antes posible.

Héctor levantó su corpachón de ciento diez kilos de la silla del despacho. Era un hombre fornido que había sido todo músculo antes de los treinta años. A partir de aquel momento, una gran parte de aquellos músculos se habían convertido en grasa. Con sus rechonchas manos parecidas a palas, se ató al cinturón la parafernalia de policía que se había quitado antes de sentarse. Estaba poniéndose el chaleco antibalas Kevlar, cuando el teléfono volvió a sonar. Era su jefe, Mark Witman.

—He sabido que hay una toma de rehenes —dijo el jefe Witman.

—Sí, señor —tartamudeó Héctor—. Me acaban de avisar.

Estamos movilizando al personal necesario.

—¿Cree que podrá controlarlo? —dijo el jefe.

—Sí, señor —respondió Héctor.

—¿Está seguro de que no quiere que un capitán venga a dirigir la función? —preguntó el jefe Witman.

—Creo que no habrá problemas, señor —dijo Héctor.

—De acuerdo —agregó el jefe Witman—. Pero debo decirle que ya he recibido una llamada del alcalde. Esta es una situación políticamente comprometida.

—Lo tendré presente, señor —contestó Héctor.

—Quiero que se sigan las normas al pie de la letra —dijo Witman.

—Sí, señor —respondió Héctor.

Sean abordó SU trabajo con decisión. Sabiendo que tenía el tiempo contado, intentó trabajar con eficacia, planeando antes cada paso. Lo primero que hizo fue subir a la sexta planta y verificar el analizador automático de péptidos que había instalado el sábado para averiguar la secuencia de aminoácidos.

Pensó que muy probablemente lo habrían apagado, puesto que Deborah Levy había aparecido para leerle la cartilla justo cuando acababa de empezar. Pero nadie había tocado la máquina y la muestra aún estaba dentro. Arrancó la copia de la impresora.

Lo siguiente fue bajar dos termocicladores de la sexta a la quinta planta. Iban a ser sus principales aparatos de trabajo durante la tarde. Los termocicladores servían para realizar las reacciones en cadena de la polimerasa.

Sean se puso a trabajar en serio después de echar un vistazo a los Mason, que parecían dedicar la mayor parte del tiempo a discutir quién tenía la culpa de que les hubieran tomado como rehenes.

Sean estudió primero los resultados del analizador de péptidos. Eran espectaculares. Las secuencias de aminoácidos de los puntos de unión con los antígenos de la medicina de Helen Cabot y de Louis Martin eran idénticas. Las inmunoglobulinas eran las mismas, lo cual significaba que se trataba a todos los pacientes de meduloblastoma, por lo menos inicialmente, con el mismo anticuerpo. Esta información corroboraba la teoría de Sean, y su entusiasmo aumentó.

Luego Sean sacó de la nevera el cerebro de Helen y la jeringa que contenía su fluido cerebroespinal. Tomó del cerebro otra muestra general del tumor y devolvió el órgano a la nevera. Sean cortó la muestra del tumor en trocitos pequeños y los puso en un frasco con las enzimas adecuadas para obtener una suspensión celular de las células cancerígenas. Metió el frasco en la incubadora.

Mientras las enzimas actuaban sobre la muestra de tumor, Sean comenzó a llenar algunos de los noventa y seis pocillos del primer termociclador con unas alícuotas del fluido cerebroespinal de Helen. Añadió a cada pocillo de fluido cerebroespinal una enzima llamada transcriptasa inversa para cambiar cualquier ARN vírico en ADN. Luego puso los cebadores emparejados del virus de la encefalitis de St. Louis en el mismo pocillo. Añadió finalmente los reactivos para sostener la reacción en cadena de la polimerasa. Entre los reactivos había una enzima termoestable llamada Taq.

Sean volvió a la suspensión celular del cáncer de Helen y utilizó un detergente designado NP-40 para abrir las células y sus membranas nucleares. Luego, mediante laboriosas técnicas de separación, aisló las nucleoproteínas celulares del resto de los desechos celulares. En una última etapa, Sean separó el ADN del ARN.

Sean llenó con muestras de ADN los receptáculos restantes del primer termociclador. Agregó cuidadosamente a estos mismos pocillos los cebadores emparejados de oncogenes, un par distinto en cada pocillo. Dosificó finalmente en cada pocillo una cantidad adecuada de reactivos para la reacción en cadena de la polimerasa.

Cuando tuvo bien lleno el primer termociclador lo conectó.

Sean se dirigió al segundo termociclador y añadió muestras del ARN celular del tumor de Helen a cada pocillo. En la segunda pasada tenía previsto buscar un ARN mensajero constituido por oncogenes. Para ello tuvo que añadir unas alícuotas de transcriptasas inversas a cada pocillo, la misma enzima que había añadido a las muestras de fluido cerebroespinal. Mientras realizaba el tedioso proceso de añadir los pares del cebador de oncogenes, un par en cada pocillo, sonó el teléfono Al principio Sean no hizo caso, y supuso que el doctor Mason contestaría. Pero no fue así, y el sonido continuado del timbre empezó a ponerle los nervios de punta. Sean dejó la pipeta que estaba utilizando y se dirigió hacia la oficina acristalada. La señora Mason estaba sentada tristemente en una silla de la oficina, apartada hacia un rincón. Parecía haber estado llorando mucho y en aquel momento se sonaba con un pañuelo de papel. El doctor Mason miraba nerviosamente el frasco en el baño de hielo, temiendo que el timbre del teléfono pudiera alterarlo.

Sean abrió la puerta de golpe:

—¿Le importaría contestar el teléfono? —dijo con irritación—. Quienquiera que sea, no se olvide de decirle que la nitroglicerina está casi a punto de congelarse.

Sean cerró dando un portazo. Cuando la puerta dio contra el quicio, Sean vio sobresaltarse al doctor Mason, pero obedientemente descolgó el receptor. Sean regresó a su banco de laboratorio y a sus probetas. No había llenado más de un pocillo, cuando volvieron a perturbar su concentración.

—Es el teniente Héctor Salazar, del Departamento de Policía de Miami —le informó el doctor Mason—. Quiere hablar con usted.

Sean levantó la mirada hacia la oficina. El doctor Mason mantenía la puerta medio abierta con el pie. Sostenía el teléfono en una mano y el receptor en la otra. El hilo iba serpenteando hasta dentro de la oficina.

—Dígale que si esperan un par de horas más, todo irá bien —dijo Sean.

El doctor Mason habló por teléfono unos momentos, y luego gritó:

—Insiste en hablar con usted.

Sean miró hacia el techo. Volvió a dejar su pipeta sobre el banco de laboratorio, se acercó al supletorio de la pared, y apretó el botón que destellaba.

—En este momento estoy muy ocupado —dijo sin más preámbulos.

—Tómeselo con calma —dijo en tono tranquilizador Héctor—. Ya sé que está disgustado, pero todo acabará bien. Hay una persona aquí que quisiera decirle algo.

Es el sargento Hunt. Queremos actuar del modo más razonable. Estoy seguro de que usted también.

Sean intentó protestar porque no tenía tiempo para conversaciones cuando sonó al otro lado del hilo la voz ronca del sargento Hunt.

—Quiero que esté tranquilo —dijo el sargento Hunt.

—Eso es un poco difícil —dijo Sean—. Tengo mucho que hacer en poco tiempo.

—Nadie resultará herido —dijo el sargento Hunt—. Quisiéramos que bajara para poder hablar.

—Lo siento —dijo Sean.

—Me han contado que usted está enfadado porque no pudo trabajar en un determinado proyecto —dijo el sargento Hunt—. Vamos a hablar sobre eso. Puedo imaginar que fue muy indignante. Usted ha querido castigar a las personas que considera responsables. Pero también deberíamos explicarle que retener a alguien en contra de su voluntad es un grave delito.

Sean sonrió al darse cuenta de que la policía había deducido que él había tomado como rehenes a los Mason porque no le habían dejado trabajar en el protocolo del meduloblastoma. En cierto modo, no iban muy desencaminados.

—Le agradezco su interés y su presencia —dijo Sean—. Pero no tengo mucho tiempo para hablar. Tengo que volver al trabajo.

—Dígame solamente qué quiere —dijo el sargento Hunt.

—Tiempo —dijo Sean—. Sólo quiero un poco de tiempo. Dos o tres horas, o quizá cuatro como mucho.

Sean colgó. Regresó a su banco, cogió su pipeta y se puso de nuevo a trabajar.

Ronald Hunt era un hombre pelirrojo de metro ochenta. Tenía treinta y siete años y estaba en el cuerpo de policía desde hacía quince, después de graduarse en la universidad de la comunidad. Su especialidad había sido el cumplimiento de la ley, pero también había cursado psicología como asignatura secundaria. Quería combinar la psicología con el trabajo policial y aprovechó la primera oportunidad que tuvo cuando quedó una plaza disponible en el Equipo de Negociación de Rehenes. Aunque no podía aplicar sus conocimientos con la frecuencia que hubiera deseado, cuando podía hacerlo le gustaba enfrentarse con las dificultades. Eso le había animado a seguir otros cursos de psicología por las tardes en la Universidad de Miami.

El sargento Hunt había manejado con éxito todas sus operaciones anteriores y había adquirido confianza en sus capacidades. Después de haber resuelto con fortuna el último episodio en el que un empleado insatisfecho en una planta de embotellamiento de refrescos había tomado como rehenes a tres compañeras de trabajo, el cuerpo de policía había concedido a Ronald una mención al mérito en el servicio. Así, el hecho de que Sean Murphy le colgara el teléfono, fue un golpe personal para él.

—¡El muy desgraciado me ha colgado! —exclamó Ronald Hunt indignado.

—¿Qué dijo que quería? —preguntó Héctor.

—Tiempo —dijo Ron.

—¿Qué significa tiempo? —preguntó Héctor—. ¿Como la revista? ¿Quiere salir en la revista Tiempo?

—No —dijo Ron—. Tiempo quiere decir horas. Me dijo que tenía que volver a su trabajo. Debe de estar trabajando en ese proyecto en que le prohibieron participar.

—¿Qué tipo de proyecto? —preguntó Héctor.

—No lo sé —dijo Ron. Luego apretó en su teléfono portátil el botón de vuelta a marcar—. No puedo negociar si no hablamos.

El teniente Héctor Salazar y el sargento Ronald Hunt estaban de pie detrás de tres coches blancos y azules de la policía de Miami situados en el aparcamiento del Forbes, ante la entrada del edificio de investigación. Los coches patrulla estaban aparcados formando una U abierta de espaldas al edificio.

En el centro de esta U habían instalado un minicentro de mando con un par de teléfonos y una radio sobre una mesa de juego plegable.

La presencia de la policía en el lugar había aumentado considerablemente. Al principio había sólo cuatro oficiales: los dos policías de patrulla uniformados que habían contestado la llamada, además de su sargento y su compañero. Ahora se había formado una pequeña multitud. Aparte de docenas de policías normales uniformados, incluido Héctor, estaba el equipo de negociación, formado por dos hombres, una escuadra de explosivos con cinco hombres y un equipo de Intervenciones Especiales vestidos con uniformes de asalto negros. Los Especiales estaban a un lado precalentándose con algunos muñecos.

Aparte de la policía, el Centro Forbes estaba representado por la doctora Deborah Levy, Margaret Richmond y Robert Harris. Les habían permitido situarse cerca del centro de control, pero con la condición de que se mantuvieran al margen. Una pequeña multitud, que incluía los medios de comunicación locales, se había reunido detrás de la barrera marcada con la cinta amarilla de la policía. Varias camionetas de televisión estaban aparcadas lo más cerca posible con sus antenas extendidas. Los periodistas con micrófonos en la mano y los equipos de cámara pisándoles los talones se paseaban por entre la multitud para entrevistar a quien pudiera tener alguna Información sobre el acontecimiento que se estaba desarrollando dentro.

Mientras la multitud aumentaba, la policía intentaba proseguir su tarea.

—El doctor Mason dice que Sean Murphy se niega rotundamente a ponerse al teléfono —dijo Ron.

Estaba claramente ofendido.

—Mejor que siga intentándolo —le aconsejó Héctor. Se dirigió hacia Anderson y dijo—: Confío que todas las entradas y salidas están cubiertas.

—Todas están cubiertas —le aseguró Anderson—. Nadie va a entrar o a salir sin que nosotros lo sepamos. Además tenemos tiradores apostados en el tejado del hospital.

—¿Y en el puente de peatones que conecta los dos edificios? —preguntó Héctor.

—Hemos situado a un hombre en el puente en el lado del hospital —dijo Anderson—. No va a haber ninguna sorpresa en esta operación.

Héctor hizo una seña a Phil Darell, el superior de la patrulla de explosivos para que se acercara.

—¿Qué es esa historia de la bomba? —preguntó Héctor.

—Es poco ortodoxa —reconoció Phil—. He hablado con el doctor. Se trata de un frasco de nitroglicerina. Calcula que contiene unos doscientos o trescientos centímetros cúbicos.

Está depositado en un baño de hielo. Al parecer Murphy entra de vez en cuando y vierte hielo sobre el baño. Cada vez que lo hace, aterroriza al doctor.

—¿Puede haber algún problema? —preguntó Héctor.

—Sí, podría haberlo —contestó Phil—. Especialmente cuando se solidifique.

—¿Podría explotar con un portazo? —preguntó Héctor.

—Probablemente no —respondió Phil—. Pero con una sacudida sí. Y si cayera al suelo, explotaría sin duda alguna.

—¿Usted podría ocuparse de eso?

—Desde luego que sí —dijo Phil.

Luego Héctor pidió a Deborah Levy que se acercara.

—Creo que usted dirige las investigaciones en el centro.

La doctora Levy asintió con la cabeza.

—¿Qué supone que está haciendo el chico ahí dentro? —preguntó Héctor—. Dijo a nuestro negociador que quería tiempo para trabajar.

—¡Trabajar! —exclamó la doctora Levy en tono despectivo—. Probablemente está allí dentro saboteando nuestras investigaciones. Se enfadó porque no le dejamos trabajar en uno de nuestros protocolos. No tiene respeto por nadie ni por nada.

Sinceramente, desde el primer momento en que le vi pensé que estaba desequilibrado.

—¿Puede estar trabajando ahora en ese protocolo? —preguntó Héctor.

—Claro que no —dijo la doctora Levy—. El protocolo está ahora en pruebas clínicas.

—O sea que en su opinión el individuo está ahí arriba sólo para crear problemas —dijo Héctor.

—¡Está haciendo exactamente eso! —dijo la doctora Levy—. Creo que deberían subir y sacarlo a rastras de allí.

—Hay que pensar en la seguridad de los rehenes —dijo Héctor.

Héctor estaba a punto de consultar con George Loring y su equipo de Intervenciones Especiales cuando le interrumpió uno de los policías de patrulla uniformados.

—Este hombre insiste en hablar con usted, teniente —dijo el policía de la patrulla—. Asegura ser el hermano del individuo que está encerrado ahí dentro.

Brian Murphy se presentó. Explicó que era abogado y ejercía en Boston.

—¿Tiene alguna pista sobre lo que está pasando aquí? —preguntó Héctor.

—No, y lo siento —dijo Brian—. Pero conozco a mi hermano.

Siempre ha sido muy obstinado, pero nunca haría una cosa así a menos que hubiera una buena razón para ello. Quiero asegurarme de que ustedes no van a actuar de modo imprudente.

—Retener rehenes a punta de pistola y amenazarlos con una bomba es algo más que obstinación —dijo Héctor—. Ese tipo de comportamiento le sitúa en la categoría de persona peligrosa, impredecible e inestable. Tenemos que actuar sobre esta base.

—Reconozco que lo que está haciendo parece una locura —dijo Brian—. Pero Sean en el fondo está en sus cabales. Quizá deberían dejarme hablar con él.

—¿Cree que le va a escuchar? —preguntó Héctor.

—Creo que sí —dijo Brian, a pesar de que aún sentía los efectos de lo sucedido en casa de los Mason.

Héctor quitó el teléfono a Ronald Hunt y lo dio a Brian para que intentara llamar. Desgraciadamente no contestó nadie, ni siquiera el doctor Mason.

—El doctor ha estado contestando hasta hace sólo unos minutos —dijo Ron.

—Déjenme entrar a hablar con él —dijo Brian.

Héctor movió negativamente la cabeza.

—Ya hay suficientes rehenes de momento —dijo.

—Teniente Salazar —llamó una voz.

Héctor se dio media vuelta y vio a un blanco, alto y delgado, que se le acercaba acompañado por un negro americano, barbudo y musculoso. Sterling se presentó y presentó a Wayne Edwards.

—Conozco a su jefe, Mark Witman, bastante bien —dijo Sterling después de las presentaciones. Luego añadió—: Nos enteramos de lo que está haciendo Sean Murphy y hemos venido a ofrecer nuestros servicios.

—Esto es un asunto de la policía —dijo Héctor.

Miró a los recién llegados con desconfianza. No le gustaban las personas que intentaban impresionarle diciéndole que eran colegas del jefe. Le sorprendía que hubieran podido cruzar la barrera policial.

—Mi compañero y yo hemos estado siguiendo al señor Murphy durante varios días —explicó Sterling—. Nos contrató para ello temporalmente el Centro Forbes contra el Cáncer.

—¿Pueden explicar lo que está pasando aquí? —preguntó Héctor.

—Lo que sabemos es que ese pájaro ha estado haciendo cosas cada vez más demenciales —dijo Wayne.

—¡No es un demente! —dijo Brian interrumpiéndole—. Sean es temerario e imprudente, pero no está loco.

—Si alguien comete una locura detrás de otra —dijo Wayne—, es lógico decir que está loco.

En aquel momento todos tuvieron el mismo reflejo y bajaron la cabeza cuando un helicóptero empezó a barrer el edificio y luego a sobrevolar el solar del aparcamiento. El rugido de las hélices hizo vibrar las cajas torácicas de los presentes.

Comenzó a levantarse una nube de polvo y arenilla. Varios papeles se fueron volando de la mesa de juego.

George Loring, el comandante del equipo de Intervenciones Especiales, se acercó.

—Ese es nuestro helicóptero —le gritó al oído a Héctor. El ruido del aparato era ensordecedor—. Avisé que viniera para que podamos subir al tejado cuando lo ordenes.

Héctor se sujetaba la gorra con dificultades.

—Por todos los cielos, George —contestó gritando—. Dile al maldito helicóptero que se largue hasta que lo llamemos.

—¡Sí, señor! —respondió el otro a gritos.

Tiró de un pequeño micrófono prendido de una hombrera.

Protegiéndolo con las manos, habló brevemente al piloto. Para alivio de todos, el helicóptero se inclinó y se alejó para aterrizar en un helipuerto próximo al hospital.

—¿Cómo ves la situación? —preguntó Héctor a George cuando pudieron hablar.

—He estudiado los planos del edificio que me dio el jefe de seguridad, quien por cierto ha colaborado mucho —dijo George, señalando a Robert Harris—. Creo que sólo necesitamos un equipo de seis hombres en el tejado: tres para cada escalera. El sospechoso está en el laboratorio de la quinta planta. Con una bastaría, pero probablemente utilizaremos dos granadas de concusión. Estará listo en cuestión de segundos. Será coser y cantar.

—¿Y qué pasará con la nitroglicerina de la oficina? —preguntó Héctor.

—Nadie me habló de ninguna nitroglicerina —contestó George.

—Está en la oficina acristalada —dijo Héctor.

—Sería muy arriesgado —interrumpió Phil, que había oído la conversación—. Las ondas de choque podrían hacer explotar la nitroglicerina si se ha solidificado ya.

—¡Al diablo, entonces! —dijo George—. Nada de granadas.

Podemos simplemente salir por ambas escaleras a la vez. El terrorista no sabrá de qué lado se le ataca.

—¡Sean no es un terrorista! —dijo Brian, horrorizado al oír esa conversación.

—Quisiera ir de voluntario con el equipo de ataque —dijo Harris, hablando por primera vez—. Conozco el terreno.

—No es momento para aficionados —dijo Héctor.

—No soy un aficionado —dijo Harris indignado—. Me entrené de comando en el servicio y realicé varias misiones de comando en la Operación Desierto.

—Creo que hay que hacer algo lo antes posible —dijo la doctora Levy—. Cuánto más tiempo se deje ahí dentro a ese niñato loco, más perjudicará nuestros experimentos actuales.

Todos volvieron a agachar la cabeza cuando otro helicóptero pasó a poca altura sobre el aparcamiento. Llevaba escrito en un costado «Canal 4 TV».

Héctor gritó a Anderson que llamara a la sala de reclamaciones y ordenara al Canal 4 que se llevaran su maldito helicóptero de la escena, de lo contrario pediría al equipo de SWAT que se ocupara de ellos con sus armas automáticas.

A pesar del ruido y del alboroto general, Brian descolgó uno de los teléfonos y apretó el botón en memoria. Rezó para que alguien contestara, y así fue. Pero no era Sean. Era el doctor Mason.

Sean no tenía ni idea de cuántos ciclos debían recorrer los termocicladores. Lo único que esperaba era una reacción positiva en alguno de los aproximadamente ciento cincuenta pocillos que había preparado. Detuvo con impaciencia la primera de las máquinas al cabo de veinticinco ciclos y sacó la bandeja con los pocillos.

Primero añadió una sonda biotinilada y los reactivos enzimáticos necesarios para comprobar si la sonda había reaccionado en la serie de pocillos que contenían el líquido cerebroespinal de Helen Cabot. Luego introdujo estas muestras en el instrumento de quimioluminiscencia y esperó a que saliera la copia impresa para ver si se producía alguna luminiscencia.

Comprobó, sorprendido, que la primera muestra era positiva. Aunque estaba convencido de que al final sería positiva, no esperaba una reacción tan rápida. Esto significaba que Helen Cabot —al igual que Malcolm Betencourt— había contraído la encefalitis de St. Louis en pleno invierno, lo cual era extraño pues el vector habitual de transmisión de la enfermedad es un mosquito.

Sean dirigió entonces la atención a los demás pocillos donde buscaba la presencia de oncogenes. Pero antes de que pudiera comenzar a añadir las sondas adecuadas, el doctor Mason le interrumpió.

El teléfono había sonado de modo intermitente después de que Sean hubiera hablado con el sargento Hunt, pero él no había hecho caso. Al parecer, el doctor Mason tampoco había contestado, porque en varias ocasiones el timbre sonó un largo rato. Y Sean había terminado por desconectar el timbre de su extensión. Pero al parecer el teléfono había estado sonando de nuevo y esta vez el doctor Mason había respondido, porque abrió con energía la puerta para decir a Sean que su hermano estaba al aparato.

Aunque Sean no quería interrumpir lo que estaba haciendo, se sentía algo culpable con Brian y decidió contestar. Le pidió disculpas por haberle metido en eso.

—Estoy dispuesto a perdonar y a olvidar —dijo Brian—. Pero debes terminar con esta insensatez ahora mismo: ven aquí abajo y entrégate.

—No puedo —dijo Sean—. Necesito aproximadamente una hora más, como mucho dos.

—¿Pero qué estás haciendo, por Dios? —preguntó Brian.

—Sería demasiado largo contártelo ahora —contestó Sean—. Pero es algo muy importante.

—Me temo que no sabes el maremágnum que estás provocando —dijo Brian—. Excepto la Guardia Nacional, están aquí todos los demás. Si no bajas ahora mismo y acabas con esta situación, no voy a poder hacer nada por ti.

—Sólo necesito un poco más de tiempo —pidió Sean—. No estoy exigiendo mucho.

—Aquí se ha reunido un puñado de pistoleros locos —dijo Brian—. Están hablando de entrar a saco en el edificio.

—Asegúrate que saben lo de la supuesta nitroglicerina —dijo Sean—. Eso quizá evite que hagan de héroes.

—¿Qué significa esto de la «supuesta nitroglicerina»? —preguntó Brian.

—Es básicamente etanol con un poco de acetona —contestó Sean—. Pero parece nitroglicerina. Al menos sirve para engañar al doctor Mason. No creías que había fabricado nitroglicerina auténtica, ¿verdad?

—A estas alturas —dijo Brian—, te creería incluso capaz.

—Habla con ellos para que no emprendan ninguna operación comando —dijo Sean—. Dame por lo menos una hora más.

Sean oyó que Brian seguía protestando, pero ya no le escuchó. Colgó el teléfono y volvió a la primera bandeja del termociclador.

Sean no había avanzado mucho con las sondas de oncogenes cuando Janet apareció por la puerta de la escalera llevando hojas impresas del ordenador.

—No ha habido problema para encontrar el fichero de los viajes del Forbes —dijo ella. Acercó los papeles de ordenador a Sean—. Para lo que pueda servir, la doctora Deborah Levy viaja mucho, pero casi siempre son viajes de ida y vuelta a Cayo Hueso.

Sean echó una ojeada a la copia impresa.

—Sí, no para de ir y venir —admitió—. Pero fíjate en todas esas otras ciudades. Eso es lo que esperaba. ¿Y Margaret Richmond qué?

—No viaja a Cayo Hueso —dijo Janet—. Viaja un poco por el país. Suele ir una vez al mes a alguna otra ciudad.

—¿Qué me dices del programa automatizado que vimos? —preguntó Sean.

—Tenías razón —contestó Janet—. Estaba en marcha cuando yo llegué, así que copié dos de los números que pensamos que podrían ser números de teléfono. Cuando intenté llamar directamente, me di cuenta de que era una red informática, de modo que utilicé el ordenador central y su módem para conectar con ellos. Ambos eran números de compañías aseguradoras: una era Medi-First y la otra Healthnet.

—¡Perfecto! —exclamó Sean—. Todas las piezas comienzan a encajar.

—¿Qué tal si me haces partícipe de las revelaciones? —preguntó Janet.

—Me apostaría cualquier cosa a que el programa busca los ficheros de las autorizaciones de las compañías de seguros médicos para determinados números de la seguridad social.

Probablemente lo hace de noche los días de la semana y los domingos por la tarde.

—¿Te refieres a las autorizaciones de intervenciones quirúrgicas? —preguntó Janet.

—A eso exactamente me refiero —dijo Sean—. La mayoría de los planes de seguro médico, por no decir todos, procuran reducir las intervenciones quirúrgicas innecesarias, exigen que el doctor o el hospital notifique previamente a la compañía aseguradora la intervención prevista. Normalmente dan siempre el permiso, por lo que el trámite es poco importante. Dudo que se tomen en serio la confidencialidad. El ordenador de ahí arriba está imprimiendo intervenciones quirúrgicas electivas propuestas en una lista específica de números de la seguridad social.

—Son los números que aparecen en pantalla —comentó Janet.

—Eso tienen que ser —dijo Sean.

—¿Y por qué? —preguntó Janet.

—Dejaré que lo averigües tú —contestó Sean—. Mientras yo sigo procesando estas muestras de los termocicladores, tú estudia las historias referenciales de las treinta y tres fichas que copiamos. Verás que en la mayoría de ellas se menciona que el paciente sufrió una intervención quirúrgica voluntaria poco antes de que se le diagnosticara meduloblastoma. Quiero que compares las fechas de esas operaciones con el programa de viajes de la doctora Levy.

Janet se quedó mirando a Sean sin pestañear. A pesar de su agotamiento, comenzaba a asimilar los hechos tal como Sean los comprendía y, por lo tanto, comenzó a entender hacia dónde se dirigían los pensamientos de Sean. Sin decir una sola palabra, se sentó dispuesta a trabajar con las fichas y las copias impresas del ordenador que se había traído de la séptima planta.

Sean volvió a su trabajo, cargó unos cuantos pocillos más con las correspondientes sondas de oncogenes. No había progresado mucho cuando el doctor Mason le interrumpió.

—Mi esposa tiene hambre —anunció el doctor Mason.

Sean estaba cansado y con los nervios de punta. Después de todo lo que había pasado, no podía soportar a los Mason, especialmente a la señora Mason. El hecho de que consideraran apropiado importunarle porque ella tenía hambre le puso furioso. Dejó sobre la mesa la pipeta y fue corriendo hacia la oficina acristalada.

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