Terminal

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12. domingo, 7 de marzo 2.30 p. m.

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El doctor Mason vio venir a Sean y adivinó enseguida su estado de ánimo. Dejó que la puerta se cerrara sola y volvió a entrar en la oficina.

Sean abrió bruscamente la puerta de la oficina dejando que chocara con el tope. Entró como una tromba, sacó el frasco de Erlenmeyer del baño de hielo, y le dio una sacudida.

Parte de su contenido se había solidificado y trozos de hielo golpearon contra los lados del envase.

El rostro del doctor Mason empalideció mientras se contraía esperando la explosión. La señora Mason se cubrió la cara con las manos.

—Si les oigo decir una palabra más, vengo y rompo este frasco contra el suelo —dijo Sean gritando.

Como la explosión no se produjo, el doctor Mason abrió los ojos. La señora Mason miró a través de sus dedos separados.

—¿Lo han entendido bien? —preguntó Sean secamente.

El doctor Mason tragó saliva y asintió con la cabeza.

Sean, enfadado con los Mason y con su propio ataque de furia, volvió a su banco de laboratorio. Se sentía culpable y miró hacia Janet, pero ella no se había dado cuenta de nada.

Estaba demasiado enfrascada en las fichas.

Sean recogió la pipeta y siguió trabajando. Conseguir lo que se proponía no era fácil y tuvo que concentrarse. Tenía que poner la sonda correcta en el pocillo correspondiente, y tenía los pares de cebadores y las sondas de más de cuarenta oncogenes, una lista bastante extensa.

Las primeras muestras fueron negativas. Sean no sabía si las había sacado del termociclador antes de un número suficiente de ciclos o si eran realmente negativas. Al llegar a la quinta muestra comenzó a desanimarse. Por primera vez desde que puso en marcha todo ese espectáculo, empezaba a dudar seriamente de las conclusiones que hasta entonces había creído firmes como una roca. Pero la sexta muestra resultó positiva.

Sean había detectado la presencia de un oncogén conocido con la designación ERB-2 referente a un virus de eritroblastosis propio de las aves, un virus cuyo huésped habitual eran las gallinas.

Cuando Janet hubo terminado con las fichas, Sean había encontrado ya otro oncogén llamado v-myc, correspondiente al virus del mielocitoma, otro virus que contraían las gallinas.

—Solamente tres cuartas partes de las fichas llevan la fecha de las intervenciones quirúrgicas —dijo Janet—. Pero la mayoría de estas coinciden con las fechas y los destinos de los viajes de la doctora Levy.

—¡Aleluya! —exclamó Sean—. Todo está encajando como un rompecabezas.

—Lo que no comprendo —dijo Janet—, es lo que fue a hacer a esas ciudades.

—Casi todos los pacientes postoperatorios tienen conectado un equipo de infusión —dijo Sean—. Eso les mantiene hidratados y, además, si surge algún problema el personal médico tiene una vía de acceso para administrar medicamentos. Mi teoría es que la doctora Deborah Levy les puso una inyección en la botella del equipo de infusión.

—¿De qué? —preguntó Janet.

—Una inyección del virus de la encefalitis de St. Louis —dijo Sean.

Explicó a Janet que había obtenido una prueba positiva del virus de la encefalitis de St. Louis en el líquido cerebroespinal de Helen Cabot. Le dijo también que Louis Martin había tenido síntomas neurológicos pasajeros parecidos a los de Helen varios días antes de su intervención voluntaria.

—Y si miras las fichas —continuó diciendo Sean—, creo que descubrirás que la mayoría de esas personas tuvieron síntomas pasajeros parecidos.

—¿Por qué no contrajeron una encefalitis completa? —preguntó Janet—. ¿Especialmente si la inyectaron a través de los equipos de infusión?

—Esa es la parte realmente inteligente del plan —dijo Sean—. Creo que incluyeron oncogenes víricos en los virus de encefalitis para alterarlos y atenuarlos. Ya he detectado dos oncogenes de estos en el tumor de Helen. Supongo que encontraré otros. Una de las teorías actuales sobre el cáncer es que se necesitan al menos tres incidentes aislados en una célula para que sea cancerosa.

—¿Cómo se te ocurrió todo esto? —preguntó Janet.

Todo sonaba demasiado complicado, demasiado rebuscado, demasiado complejo, y sobre todo, demasiado espantoso para ser verdad.

—Paulatinamente —dijo Sean—. Por desgracia, he tardado mucho tiempo. Supongo que inicialmente mis sospechas eran muy leves, pues era la última cosa que esperaba. Pero cuando tú me dijiste que comenzaban la inmunoterapia con un agente específico a partir del primer día, pensé que algo no encajaba.

Eso iba contra todo lo que yo sabía sobre la especificidad de la inmunoterapia. Desarrollar un anticuerpo lleva tiempo y el tumor de cada persona es antigénicamente único.

—Pero fue en casa de los Betencourt cuando comenzaste a actuar de modo extraño —comentó Janet.

—Malcolm Betencourt insistió en la secuencia de los hechos —dijo Sean—. Intervención quirúrgica voluntaria seguida de síntomas neurológicos, y luego tumor cerebral. Helen Cabot y Louis Martin tuvieron la misma progresión. Hasta que no supe la historia de Malcolm, no me di cuenta de su importancia.

Como decía uno de mis profesores de medicina, si tomas nota muy detalladamente de todos los datos de un historial, podrás realizar cualquier diagnóstico.

—Por lo tanto, crees que el Centro Forbes se ha dedicado a enfermar a gente de cáncer por todo el país —dijo Janet, mientras se esforzaba en convertir en palabras su horrible temor.

—Un tipo de cáncer muy especial —dijo Sean—. Uno de los oncogenes víricos que he detectado crea una proteína que sobresale a través de la membrana celular. Como esta es homóloga a la proteína que forma el receptor de la hormona del crecimiento, actúa como un interruptor que si está abierto estimula el crecimiento celular y la división celular. Pero además de esto, la porción que sobresale a través de la célula, es un péptido y probablemente antigénico. Mi teoría es que la inmunoglobulina que administran a esas personas es un anticuerpo de esa parte extracelular de la oncoproteína ERB-2.

—Me he perdido —reconoció Janet.

—Vamos a intentarlo —dijo Sean—. Quizá pueda demostrártelo. Tardaremos sólo un momento, ya que tengo alguna oncoproteína ERB-2 del laboratorio de Cayo Hueso. Veamos si el medicamento de Helen Cabot reacciona con ella. Recuerda que no pude conseguir que reaccionara con ningún antígeno celular natural. Lo que reaccionaría es su tumor.

Mientras Sean preparaba rápidamente la prueba de inmunofluorescencia, Janet intentó asimilar lo que Sean había dicho hasta el momento.

—En otras palabras —dijo Janet después de una pausa—, este cáncer de meduloblastoma es tan diferente no sólo porque es artificial, sino también porque puede curarse.

Sean levantó la mirada de su trabajo con evidente admiración.

—¡Exacto! —dijo—. Tú lo has dicho. Han creado un cáncer con el antígeno de un tumor específico para el cual tenían ya un anticuerpo monoclonal. Este anticuerpo reaccionará con el antígeno y cubrirá todas las células cancerosas. Lo único que les faltaba era estimular el sistema inmune tanto en vivo como in vitro para conseguir todas las células posibles. El único problema menor era que el tratamiento probablemente agravaba de entrada los síntomas debido a la inflamación que sin duda causaba.

—¿Por eso murió Helen Cabot? —preguntó Janet.

—Eso creo —dijo Sean—. En Boston la retuvieron demasiado tiempo durante el estadio de diagnóstico. Deberían haberla mandado a Miami enseguida. Lo que pasa es que Boston no puede imaginar que alguien pueda resolver mejor que ellos algún problema médico.

—¿Cómo podías estar tan seguro de todo esto? —preguntó Janet—. Cuando volvimos aquí no tenías ninguna prueba. Sin embargo estabas tan seguro que obligaste a los Mason a venir aquí a punta de pistola. Creo que estabas arriesgándote muchísimo.

—El hecho decisivo fueron los dibujos como de ingeniería de la cápsula vírica que vi en el laboratorio de Cayo Hueso —explicó Sean—. En cuanto los vi, supe que todo tenía que ser verdad. Mira, la especialidad de la doctora Levy es la virología.

Los dibujos eran de un virus esférico con simetría icosaédrica.

Ese es el tipo de cápsula que tiene el virus de la ESL. La parte científicamente elegante de esta malvada trama es que Deborah Levy pudo introducir los oncogenes dentro de la cápsula vírica de la ESL. No había sitio para más de un oncogén en cada virus, porque Levy había tenido que dejar intacto gran parte del genoma del virus de la ESL para que siguiera siendo infeccioso. No sé cómo lo hizo. También debió de haber incluido, además del oncogén, algunos genes retrovíricos para que el oncogén se insertara en los cromosomas de las células infectadas. Mi teoría es que Levy transformó unos cuantos virus con los oncogenes, y que sólo se volvieron cancerígenas las células cerebrales que tuvieron la mala suerte de captar todos los oncogenes simultáneamente.

—¿Y por qué un virus de encefalitis? —preguntó Janet.

—Este virus tiene una predilección natural por las neuronas —dijo Sean—. Para poder provocar un cáncer que luego pudieran tratar, necesitaban un tumor que manifestara de modo fiable síntomas tempranos. El cáncer cerebral es uno de ellos.

Científicamente, todo suena muy racional.

—Diabólico, es más acertado —dijo Janet.

Janet miró hacia la oficina acristalada. El doctor Mason se paseaba por la habitación aunque evitando cuidadosamente la mesa y el frasco en el baño de hielo.

—¿Crees que él sabe todo esto? —preguntó Janet.

—No lo sé —dijo Sean—. Pero si tuviera que opinar, diría que sí. Sería difícil llevar a cabo toda esta compleja operación sin que el director lo supiera. Al fin y al cabo, el objetivo último era obtener fondos.

—¿Por eso buscaban directores ejecutivos y sus familiares?

—Imagino que sí —dijo Sean—. Es fácil averiguar qué compañía de seguros médica utiliza una gran empresa. Tampoco es difícil descubrir el número de seguridad social de una persona, especialmente el de personajes casi públicos. Una vez conseguido el número de seguridad social de la persona asegurada, es fácil conseguir el de los demás miembros de la familia.

—Es decir, que aquella noche cuando estábamos aquí copiando las fichas y oímos la palabra «donante», se refería adinero y no a órganos.

Sean asintió con la cabeza.

—En ese momento teníamos la imaginación demasiado activa —dijo—. Olvidamos que los hospitales especializados y los centros de investigación asociados están cada vez más desesperados porque cada vez es más difícil conseguir subvenciones del Instituto Nacional de la Salud. Crear un grupo de pacientes adinerados y agradecidos es una buena forma de entrar en el siglo XXI.

—Mientras tanto, la prueba de inmunofluorescencia con el ERB-2 y la medicina de Helen Cabot había dado un resultado muy positivo, superior al de las células tumorales.

—¡Ahí lo tienes! —dijo Sean satisfecho—. Esta es la reacción antígeno-anticuerpo que había estado buscando.

Luego Sean se volvió hacia los centenares de muestras que tenía en los dos termocicladores.

—¿Puedo ayudarte? —preguntó Janet.

—Claro que sí —contestó Sean.

Le enseñó a manejar una pipeta de doce canales; luego le dio una serie de sondas de oncogenes para meter en los pocillos del termociclador.

Trabajaron juntos durante casi tres cuartos de hora, concentrados en el delicado trabajo. Estaban los dos físicamente agotados y emocionalmente desbordados por la magnitud de la conspiración que sospechaban. Cuando hubieron preparado y analizado el último pocillo con luminiscencia, habían descubierto dos oncogenes más: Ha-ras, llamado así por el virus del sarcoma de Harvey que normalmente infecta ratas; y SV40 T Grande por un virus hallado generalmente en los riñones de los monos. A partir de los estudios de ARN del segundo termociclador, donde Sean había realizado cuantitativamente una reacción en cadena de la polimerasa, quedó claro que todos los oncogenes estaban expresados en «mega».

—¡Vaya cóctel de oncogenes! —dijo Sean asombrado cuando se levantó y tensó sus músculos cansados—. Cualquier célula nerviosa que captara estos cuatro oncogenes, se volvería cancerosa sin ninguna duda. La doctora Levy no deja nada al azar.

Janet dejó la probeta que sostenía y se agarró la cabeza con las manos. Habló con voz cansada, sin levantar la mirada.

— ¿Y ahora qué?

—Nos tendremos que entregar —dijo Sean.

Mientras intentaba imaginar el siguiente paso, miró rápidamente hacia la oficina donde los Mason estaban discutiendo otra vez. Afortunadamente, las paredes de cristal atenuaban bastante el sonido de sus voces.

—¿Cómo vamos a desarrollar la entrega? —preguntó Janet con voz adormecida.

Sean suspiró.

—¿Sabes?, no lo he pensado mucho. Va a ser complicado.

Janet levantó la vista.

—Supongo que tenías alguna idea cuando pusiste en marcha este plan.

—No —reconoció Sean—. No llegué tan lejos.

Janet apartó su silla y se acercó a la ventana. Desde allí podía ver el aparcamiento.

—Has logrado montar el circo que querías —dijo—. Hay centenares de personas ahí fuera, incluido un grupo de uniforme negro.

—Esos son los únicos que me ponen nervioso —admitió Sean—. Imagino que se trata de un equipo de Intervenciones Especiales.

—Quizá lo primero que deberíamos hacer es enviar a los Mason afuera para que les digan que estamos preparados para salir.

—Es una idea —comentó Sean—. Pero tú irás con ellos.

—Entonces te quedarías solo aquí dentro —dijo Janet. Volvió a sentarse—. Y eso no me gusta. Y me gusta menos cuando veo a esos tipos de uniforme negro impacientes por iniciar el ataque.

—El mayor problema es el cerebro de Helen Cabot —dijo Sean.

—¿Por qué? —preguntó Janet con un suspiro de exasperación.

—Es nuestra única prueba —dijo Sean—. No podemos permitir que la gente del Forbes destruya el cerebro, y estoy seguro de que lo harían si pudieran. Imagino que no voy a ser muy popular cuando terminemos todo esto. Hay bastantes probabilidades de que, durante la confusión, el cerebro no caiga en buenas manos. Dudo que alguien se tome la molestia de pararse a escucharme.

—Me temo que no —dijo Janet.

—¡Espera un momento! —dijo Sean con un entusiasmo repentino—. Tengo una idea.

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