Terminal

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Epílogo. viernes, 21 de mayo 13.50 h

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VIERNES, 21 DE MAYO 13.50 H

El gran reactor de Delta viró y luego entró en la fase final de aproximación al aeropuerto Logan. Estaba aterrizando en dirección noroeste y Sean, situado junto a la ventanilla, tenía un buen panorama de Boston desde el lado izquierdo del avión.

Brian estaba sentado a su lado, pero tenía la nariz enterrada en una revista de derecho. Pasaron por encima de la Biblioteca Kennedy en Columbus Point y luego vieron la punta del sur de Boston con su fachada marítima de casitas de tres plantas construidas con tablas de madera.

Luego Sean pudo contemplar el magnífico panorama del perfil de Boston con el puerto interior en primer plano. Poco antes de tocar tierra, tuvo una visión rápida de Charlestown con el obelisco de Bunkerhill proyectándose hacia el cielo vespertino.

Sean respiró con alivio. Había vuelto a casa.

Ninguno de los dos había facturado equipaje, por lo que al salir del avión bajaron directamente a una parada de taxis y se metieron en uno de ellos. Primero fueron a la oficina de Brian en el antiguo ayuntamiento de School Street. Sean dijo al taxista que esperara y salió con Brian. No habían hablado mucho desde que habían salido de Miami aquella mañana, principalmente porque la situación había sido muy tensa y también porque habían hablado mucho durante los tres días anteriores. Fueron a Miami para que Sean pudiera declarar ante un jurado de Florida sobre el caso «El Estado de Florida contra el Centro Forbes contra el Cáncer».

Sean miró un momento a su hermano. A pesar de sus diferencias y de sus frecuentes peleas, sintió un impulso de amor hacia Brian. Le alargó la mano. Brian la cogió y la estrechó firmemente. Pero no era suficiente. Sean soltó la mano de Brian y le dio un abrazo intenso y prolongado.

Cuando se separaron, se sintieron un poco incómodos. En raras ocasiones manifestaban físicamente su afecto. Generalmente no se tocaban aparte de golpes en el hombro y alguna palmada en la espalda.

—Gracias por todo lo que has hecho —dijo Sean.

—No es nada comparado con lo que has hecho tú por tantas posibles víctimas del Forbes —dijo Brian.

—Pero sin tu actuación jurídica —dijo Sean—, el Forbes seguiría actuando hoy en día.

—Todavía no se ha acabado —le advirtió Brian—. Fue únicamente un primer paso.

—Bueno, lo que sea —dijo Sean—. Pongamos ahora todos nuestros esfuerzos en Oncogen. El asunto Forbes está en manos del fiscal del Estado de Florida y del fiscal federal de distrito. ¿Crees que llevarán el caso a juicio?

—Quizá cooperen —dijo Brian—. Es evidente que ambas partes, ante el interés despertado en los medios de comunicación, pensarán que el caso tiene muchas posibilidades políticas.

—Bueno, hasta pronto —dijo Sean mientras volvía al taxi.

Brian agarró la puerta antes de que Sean pudiera cerrarla.

—No quisiera que lo tomaras a mal —dijo Brian—, pero como hermano mayor tuyo creo que debo darte algunos consejos. Las cosas serían mucho más fáciles si rebajaras un poco este aire de chulería que a veces manifiestas. No quiero decir que tengas que cambiar mucho. Bastaría con que redujeras esa rudeza propia de barrio. Conservas demasiado el estilo de antes.

—Vamos, vamos —dijo Sean con una sonrisa triste—. Anímate, muchacho.

—Lo digo en serio —contestó Brian—. Conviertes en enemigos a las personas menos inteligentes que tú, que por desgracia somos la mayoría.

—Este es el cumplido más equívoco que haya recibido —dijo Sean.

—Bueno, no lo dije como un cumplido —dijo Brian—. Te pareces a una especie de sabio idiota. Eres muy listo en algunas esferas, pero estás retrasado en otras, como el trato social. O no te enteras de lo que piensan los demás, o no te importa. Pero en todo caso, el resultado es el mismo.

—Has soltado el freno —dijo Sean riendo.

—Piénsalo un poco, hermano —dijo Brian. Dio un amistoso puñetazo al hombro de Sean.

Sean pidió al taxista que le llevara al Hospital Memorial de Boston. No faltaba mucho para las tres y Sean tenía muchas ganas de atrapar a Janet antes de que acabara su turno. Sean se recostó en el asiento y pensó en lo que Brian le había dicho.

Aunque su hermano era muy agradable, en ocasiones parecía algo ingenuo.

Cuando llegó al hospital, subió directamente a la planta de Janet. En el centro de enfermeras se enteró de que estaba abajo, en la número 503, medicando a la señora Mervin. Sean se dirigió por la sala de entrada hacia la sala de los pacientes.

Estaba impaciente por comunicar a Janet la buena noticia.

Cuando llegó, Janet estaba poniendo antibiótico en el equipo de infusión de la señora Mervin.

—Bueno, ¿cómo estás, forastero? —dijo Janet cuando Sean apareció.

Le gustaba ver a Sean allí, aunque era evidente que estaba preocupada. Le presentó a la señora Mervin y le dijo que era un doctorando de Harvard.

—Os quiero a todos, chicos —dijo la señora Mervin. Era una anciana de pelo blanco, mejillas rosadas y ojos brillantes—. Puedes venir a visitarme siempre que quieras —dijo con una risita.

Janet guiñó un ojo a Sean.

—La señora Mervin está mejorando.

—Ya lo veo, ya lo veo —dijo Sean.

Janet hizo una anotación en su tarjeta y se la metió en el bolsillo. Tomó la bandeja de la medicación, se despidió de la señora Mervin y le dijo que llamara si quería algo.

En la sala de entrada, Sean tuvo que dar zancadas para alcanzar a Janet.

—Tengo muchas ganas de hablar contigo —dijo cuando estuvo a su lado—. Suponiendo que no lo hayas adivinado.

—Me gustaría que charláramos un rato —dijo Janet—, pero estoy realmente ocupada. Tengo que hacer el parte y todavía debo administrar estas medicaciones.

—El jurado ha aceptado los cargos contra el Forbes —dijo Sean.

Janet se detuvo y le dirigió una amplia y cálida sonrisa.

—¡Es magnífico! —dijo—. Me alegro. Y estoy orgullosa de ti.

Debes sentirte justificado.

—Como dice Brian, es un primer paso importante —continuó Sean—. Entre los acusados está la doctora Levy, aunque no la han visto ni se ha oído de ella desde la conferencia de prensa de Mason y su mea culpa. La acusación incluye también a dos doctores del equipo clínico y a la directora de enfermeras, Margaret Richmond.

—Todavía me cuesta creerlo —dijo Janet.

—Basta recordar lo agradecidos que se sentían los pacientes de meduloblastoma hacia el Forbes —dijo Sean—. Hasta que intervinimos nosotros. Dieron más de sesenta millones de dólares en donaciones, prácticamente sin restricciones.

—¿Cómo está el hospital? —preguntó Janet mientras echaba una ojeada a su reloj.

—El hospital está bajo administración judicial —dijo Sean—. Pero el instituto de investigación está cerrado. Y por si te interesa, también los japoneses fueron víctimas de la estafa. No intervinieron para nada. Cuando se destapó todo, cortaron por lo sano y se fueron corriendo.

—Lo siento por el hospital —dijo Janet—. Creo personalmente que es un buen hospital. Confío en que pueda sobrevivir.

—Todavía tengo más noticias —dijo Sean—. ¿Sabes aquel chalado que nos pilló en la playa y nos las hizo pasar moradas?

Se llama Tom Widdicomb y está loco como una cabra. Tenía a su madre muerta conservada en un congelador en su casa.

Al parecer, creía que su madre le ordenaba dar el descanso eterno con succinilcolina a todas las pacientes con cáncer de pecho avanzado. La madre había tenido la misma enfermedad.

—¡Dios mío! —dijo Janet—. ¿Fue esto lo que le sucedió a Gloria D’Amataglio?

—Parece que sí —dijo Sean—. Y a bastantes más.

—Incluso yo me acuerdo de Tom Widdicomb —dijo Janet—. Era aquel empleado de la limpieza que fastidiaba tanto a Marjorie.

—Bueno, al parecer tú también le fastidiabas —dijo Sean—. En su mente retorcida decidió, de algún modo, que te habían enviado para pararle los pies. Por eso te perseguía. Piensan que era el individuo que te encontraste en el baño en la residencia Forbes, y desde luego fue la persona que nos siguió hasta el depósito de cadáveres en el Hospital General de Miami.

—¡Dios mío! —exclamó Janet.

La idea de que un psicópata hubiera estado siguiéndole los pasos la ponía terriblemente nerviosa. Pensó de nuevo en lo diferente que resultó el viaje a Florida de lo que había imaginado cuando lo planearon.

—Van a procesar a Widdicomb —continuó diciendo Sean—. Como es lógico, dice que está loco y si traen a su madre en el congelador para que testifique, no tendrá problemas. —Sean se echó a reír—. El hospital, claro, está en administración judicial por culpa suya. Todas las familias que perdieron a una paciente de cáncer de pecho en circunstancias sospechosas están presentando querella.

—¿Y los pacientes de meduloblastoma no presentan denuncias? —preguntó Janet.

—No contra el hospital —dijo Sean—. Había dos entidades: el hospital y el centro de investigaciones. Los pacientes de meduloblastoma tendrán que pedir responsabilidades al centro de investigaciones. Al fin y al cabo, en el hospital se curaron.

—Todos excepto Helen Cabot —dijo Janet.

—Cierto —asintió Sean.

Janet miró de nuevo el reloj y movió la cabeza.

—Ahora es realmente tarde —dijo—. Sean, tengo que irme.

¿No podríamos hablar de todo eso esta noche, quizá cenando o algo así?

—Hoy no —dijo Sean—. Es viernes.

—Ah, claro —dijo Janet secamente. Se golpeó la frente con la palma de la mano—. ¡Qué tonta de haberme olvidado! Bueno, cuando tengas tiempo, llámame.

Janet empezó a caminar por la sala. Sean dio unos cuantos pasos y la agarró por el brazo, deteniéndola.

—¡Espera! —dijo sorprendido de que Janet hubiera cortado de pronto su conversación—. ¿No me vas a preguntar por los cargos contra ti y contra mí?

—Sí, me interesan —dijo Janet—. Pero me pillaste en mal momento y, claro, esta noche estás ocupado.

—Sólo tardaré un segundo más —dijo Sean exasperado—. Brian y yo pasamos casi toda la tarde negociando con el fiscal del Estado. Nos prometió que retiraría todos los cargos contra ti. En cuanto a mí, a cambio de declarar bastará con que me declare culpable de haber provocado desórdenes y haber causado daños. ¿Qué te parece?

—Lo encuentro fantástico —dijo Janet—. Ahora permíteme.

—Janet intentó soltarse el brazo, pero Sean no la dejaba.

—Hay otra cosa —dijo Sean—. He estado pensando mucho desde que se acabó lo del Forbes. —Sean apartó la mirada y movió los pies con nerviosismo—. No sé cómo decirlo, pero ¿recuerdas cuando decías que querías hablar sobre nuestra relación, al venirte a Florida, que querías hablar sobre compromiso y todo eso? Bueno. Creo que me parece bien. Su poniendo que todavía estés pensando en lo que creo que pensabas.

Janet, asombrada, miró directamente a los ojos color azul oscuro de Sean. Sean intentó apartar la mirada. Janet alargó la mano, le agarró la barbilla y le obligó a mirarla.

—¿Todas estas indirectas son un intento para decir que nos casemos?

—Bueno, más o menos —contestó Sean sin pronunciar la palabra.

Apartó la mano de Janet de su barbilla y recorrió la sala con la mirada. Le costaba mucho mirarla. Hizo algunos gestos con la mano, como si fuera a decir algo más, pero sin llegar a abrir la boca.

—No te entiendo —dijo Janet mientras sus mejillas se sonrojaban—. ¡Pensar en todas las ocasiones en que yo quería hablar y tú no, y ahora me dices esto aquí, en este momento! Bueno, permítame que le diga algo, señor Murphy. No estoy segura de poder mantener una relación contigo si no estás dispuesto a cambiar mucho, y sinceramente, no creo que puedas. Después de la experiencia que tuvimos en Florida, no estoy segura de que seas lo que yo quiero. Eso no significa que no te quiera, porque sí te quiero. Significa simplemente que no creo que pueda vivir con el tipo de relación que tú puedes darme.

Sean estaba atónito. Durante un momento no pudo ni hablar. La respuesta de Janet había sido totalmente inesperada.

—¿Qué significa eso de cambiar? —preguntó finalmente—. ¿Cambiar qué?

—Si tú no sabes qué y tengo que decírtelo yo, no vale la pena. Claro que podríamos continuar hablando sobre esto esta noche, pero tienes que salir con los chicos.

—No te metas —dijo Sean—. No he visto a los chicos desde hace semanas. Con todos los líos legales que he tenido.

—Desde luego, esto es cierto —dijo Janet—. Y a ti te divierte. —Empezó a caminar de nuevo por la sala. Dio unos pasos, se volvió y le miró de nuevo—. Tomé una decisión inesperada en mi viaje a Florida —dijo—. Estoy pensando seriamente en matricularme en la facultad de medicina. No es porque no me guste la enfermería, y sólo Dios sabe lo mucho que te exige, pero todo lo que me contaste sobre la biología molecular y la revolución médica que está creando me ha interesado más de lo que me interesó nunca ningún tema académico. Creo que me gustaría participar. Bueno, hasta la vista, Sean —añadió Janet mientras continuaba su camino—. Y cierra esa boca.

Sean quedó demasiado sorprendido para poder hablar.

Eran algo más de las ocho cuando Sean empujó la puerta del bar Old Scully’s. No había estado allí desde hacía muchas semanas y le embargaba una sensación agradable. El lugar estaba atiborrado de amigos y conocidos, y todo el mundo parecía contento. Algunos estaban allí desde las cinco y no parecía que aquello les hubiera perjudicado. En la televisión daban un partido de Red Sox y cuando Sean miró hacia el aparato, Roger Clemens estaba haciendo la higa a la cámara mientras esperaba la señal del receptor. Hubo unos cuantos gritos de ánimo de parte de un grupito de aficionados acérrimos situado debajo mismo del aparato. Los ánimos estaban cargados.

Cuando Sean hubo atravesado la puerta se quedó un momento parado para contemplar la escena. Vio a Jimmy O’Connor y a Brady Flanagan en la diana de dardos riendo hasta saltárseles las lágrimas. El dardo de alguien había fallado. De hecho, no había dado ni siquiera en la pared y había quedado clavado en una de las barras de la ventana. Estaba claro que esto les hacía mucha gracia a los dos. Sean pudo ver en el mostrador del bar a Molly y a Pete trabajando incansablemente, llenando jarras de cerveza inglesa y negra, llevando en ocasiones cuatro o cinco vasos helados y rebosantes en cada mano. Adornaban el bar vasos de whisky irlandés. Los problemas del día se desvanecían mucho más rápidamente en el olvido con estos tragos, entre cerveza y cerveza.

Sean miró a los chicos del bar y reconoció a Patrick Fitzgerald, o Fitzie, como le llamaban. Había sido el chico más popular de la escuela. Sean podía recordar, como si fuera ayer, que Fitzie le había robado la chica cuando estaban en noveno.

Sean había quedado prendido de Mary O’Higgins, pero la chica desapareció de la primera fiesta adonde la llevó Sean para irse con Fitzie a la parte trasera de la camioneta de Frank Kildare.

Pero desde sus triunfos en la escuela, Fitzie había acumulado bastantes kilos en la parte media del cuerpo y su rostro había adquirido un aspecto abotargado y descolorido. Trabajaba en el equipo de mantenimiento del viejo astillero de la Marina, cuando trabajaba, y estaba casado con Anne Shaughnessy, quien se había hinchado hasta los noventa kilos después de haber tenido mellizos.

Sean dio un paso hacia la barra. Quería sumergirse en su viejo mundo. Quería que la gente le diera palmadas en la espalda y bromeara sobre su hermano, el cura. Quería recordar los días en que pensaba que su futuro era un camino sin límites que iba a recorrer con toda la basca. Se divertirían y lo entenderían todo con experiencias compartidas que luego disfrutarían una y otra vez en el recuerdo. De hecho, las experiencias se hacían más interesantes con los adornos inevitables que acompañaban cada nueva versión.

Pero algo retuvo a Sean. Se sentía al margen de los demás de un modo inquietante y casi trágico. Le embargó con una abrumadora claridad la sensación de que su vida había tomado un rumbo diferente de la de sus viejos amigos. Se sintió más bien como un observador de su antigua vida; ya no era un participante. Todo lo sucedido en la clínica Forbes le estaba obligando a contemplar cuestiones más amplias que superaban los confines de sus viejos amigos de Charlestown. Ya no disponía del aislamiento que ofrecía la inocencia del mundo.

Ver a sus antiguos amigos medio borrachos o en peor estado le permitió comprender sus oportunidades limitadas. Estaban prendidos en una red de errores repetidos a causa de una combinación desconcertante de motivos sociales y económicos. Estaban condenados a repetir el pasado.

Sean, sin haber dirigido ni una sola palabra a nadie, se dio la vuelta repentinamente y salió a tropezones del bar Old Scully’s. Apretó el paso cuando sintió una voz poderosa que le inducía a volver a la cálida familiaridad de ese refugio de su juventud. Pero Sean había tomado una decisión. No sería como su padre. Miraría hacia el futuro, no hacia el pasado.

Janet, al oír una llamada en la puerta de su apartamento, levantó los pies de la otomana y salió con esfuerzo de su honda butaca. Había estado hojeando un grueso libro que había comprado en la librería de la facultad de medicina llamado Biología molecular de la célula. Cuando llegó a la puerta, miró por la mirilla. Se sorprendió al ver a Sean que la estaba mirando con rostro atontado. Janet giró con dificultad las cerraduras y al final consiguió abrir de par en par la puerta.

—Espero no molestarte —dijo Sean.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Janet—. ¿Se ha incendiado tu guarida favorita?

—Quizá en sentido figurado sí —dijo Sean.

—¿No se presentó ninguno de tus viejos amigos? —preguntó Janet.

—Estaban todos allí —dijo Sean—. ¿Puedo entrar?

—¡Oh, lo siento! —dijo Janet—. Entra, por favor. —Pasó a un lado y cerró la puerta detrás de él—. Olvidé mi educación. Pero estoy tan sorprendida de verte aquí. ¿Quieres tomar algo?

¿Una cerveza? ¿Un vaso de vino?

Sean le dio las gracias, pero dijo que no quería nada. Se sentó con dificultad en el borde del sofá.

—Fui como siempre al Old Scully’s… —empezó a decir.

—¡Ah, ya sé qué sucedió! —le interrumpió Janet—. Acabaron la cerveza.

—Estaba intentando contarte algo —dijo Sean exasperado.

—Bueno, lo siento —dijo Janet—. No quiero ser sarcástica.

¿Qué sucedió?

—Estaba todo el mundo —dijo Sean—. Jimmy O’Connor, Brady Flanagan, incluso Patrick Fitzgerald. Pero no hablé con nadie. No pasé de la puerta.

—¿Por qué?

—Comprendí que al volver allí estaba condenándome al pasado —dijo Sean—. De repente tuve una idea de lo que tú e incluso Brian decíais cuando hablabais de cambio. ¿Y sabes qué? Quiero cambiar. Seguramente tendré alguna recaída, pero desde luego no quiero ser toda mi vida un simple chico de barrio. Y me gustaría saber si tú estás dispuesta a ayudarme un poquito.

Janet tuvo que parpadear un poco para ocultar unas lágrimas repentinas. Miró dentro de los ojos azules de Sean y dijo:

—Me gustaría mucho ayudarte.

FIN

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