Terminal

Terminal


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—¿Tommy? ¿Sigues ahí? ¿Tommy?

—Lo que he hecho, lo he hecho por vosotros. Solo quería que tú y T. J. tuvierais una vida mejor, mejor que la que os he dado. Ambos lo merecéis. Cuando enfermé, ya todo daba igual. Así que robamos el banco. Pero no se supone que iba a salir así, Michelle. Te lo juro por Dios. Se supone que no iba a salir así. Sherm me prometió que no habría disparos. Me lo prometió. Pero todo se nos ha ido de las manos. Tienes que decírselo, ¿vale? Di a la policía que Sherm dijo que no habría disparos. Y dile a T. J. que papi nunca quiso que ocurriera esto. Dile que lo siento y que lo quiero mucho, mucho, mucho, y que me siento orgulloso de él.

—¡Para, Tommy! ¡No tiene gracia! Me estás asustando. No entiendo nada. Por favor, dime que…

Entonces oí pasos por el pasillo. Sherm silbaba una vieja canción de

Public Enemy.

—Michelle —susurré—, tengo que dejarte. Tengo que irme ahora mismo. Te quiero, cariño. Necesito que lo sepas. Te quiero muchísimo. Lo siento… por todo.

—¡Tommy! ¡¡Tommy!!

Colgué y devolví el teléfono al bolsillo justo cuando entró Sherm.

—¿Qué tal, tío? ¿Me he perdido algo interesante?

Agité la cabeza. Los demás hicieron lo mismo.

—¿Entonces por qué lloras, Tommy? —preguntó.

—Estoy preocupado por John. Eso es todo. Se está muriendo, hostias. ¿Te lo tengo que recordar a cada minuto?

—¿Crees que no lo sé, Tommy? Coño, deja de repetírmelo.

—Lo siento. Lo siento.

—No te preocupes. Todos estamos un poco alterados.

—La cinta me está haciendo daño en las muñecas —se quejó Kim.

—Acostúmbrate, dulzura. Tal vez si me prometes ser más simpática conmigo, te las suelte un poco luego.

Yo seguí haciendo presión sobre la herida de bala de John. A estas alturas, ni siquiera sabía si servía de algo. Traté de apartármelo de la cabeza, como había hecho mientras hablaba por el móvil. Y Sherm se había negado a seguir apretando cuando me llevé a Benjy al baño. Volví a esforzarme en olvidar.

—¿Qué pasa con Lucas y el camión?

—Lo he atado y lo he dejado en el baño. Ya hay demasiada gente aquí como para vigilarlos a todos a la vez, y no hay manera de que se escape de allí. Encontré pegamento en el armario de la limpieza, así que he pegado la cerradura. La única forma de salir es echar abajo la puerta.

—Estupendo. ¿Y ahora qué hacemos si tenemos que ir a cagar?

—Hacerlo en el suelo.

—Genial. Espero que al menos tengas las llaves del camión.

—Sí, tengo las llaves, pero no estoy seguro de si podremos usarlas.

—¿Por?

—Hay cinco maderos entre nosotros y el camión. Cuando vuelvan a llamar negociaré. Veré si consigo que retrocedan lo suficiente.

—¿De verdad crees que los polis aceptarán las condiciones, Sherm?

—Lo harán si empezamos a matar rehenes y a tirarlos por la puta puerta.

Después de oír eso, los ojos de Oscar y Kim se abrieron de par en par. Sheila se estremeció. Roy se apoyó contra la pared. Dugan empujó el pie de Sharon con el suyo y se dieron ánimos en silencio. Martha rezaba en un hilo de voz.

Benjy me contemplaba.

Yo lo miré, y durante una fracción de segundo me asaltó la imagen de Sherm colocando su pistola en la nuca del niño. Sherm apretaba el gatillo y se oía a Sheila gritar. No. No era posible. Demasiada gente había muerto ya. No quería más muertes en mi conciencia, y mucho menos la del chaval.

Traté de mantener la voz fría y calmada.

—Deja de bromear, tío. No pienso llegar a eso. ¿Vale?

—Seguro que sí —objetó—. Si los polis no cooperan, si las cosas no van como quiero, entonces no tendré problema alguno en liquidar a unos cuantos de estos capullos para que me hagan caso.

—No lo dices de verdad —replicó Roy—. Te condenarán a pena de muerte por algo tan mezquino.

—Escucha, viejo, ahora mismo ya podrían condenarme a muerte. Así que da igual si añado unos cuantos cadáveres a la lista. De hecho, lo mismo hasta acelera el proceso.

—Sherm —razoné con él—, si empiezas a matar rehenes y lanzarlos por la puerta, los polis entrarán a saco. En cuanto escuchen el primer disparo estarán aquí. Vendrán equipados con gas lacrimógeno y pulverizadores de pimienta, rifles automáticos, chalecos de

kevlar y miras láser; toda esa mierda. Nos superarán en número. Si matas a más personas, sería como cometer un suicidio.

—¿Porque firmaría nuestras sentencias de muerte?

—¡Exacto!

—¿Y no es eso mejor que sentarse a esperar en el corredor de la muerte, Tommy?

Abrí la boca para protestar, pero un gañido electrónico me cortó.

—¡Shady! ¡Shady! ¡Soy el detective Ramírez! ¡Seguimos tratando de cumplir con vuestras peticiones! ¡En quince minutos os llamaré de nuevo al teléfono del banco y os pondré al día! Es vital que cojas el teléfono cuando llame. No hay necesidad alguna de empeorar la situación. Nadie más ha de salir herido, Shady. ¡Coge el teléfono y hablemos de todo esto!

—Oh vaya —sonrió Sherm—, la policía ha tardado en encender su megáfono. Igual es porque tenía las baterías recargándose.

—¿Es Ramírez el mismo tío con el que hablaste antes? —pregunté.

—Sí, es él. Es astuto como una comadreja. Me gustaría meterle un tiro antes de que esto termine. Putos negociadores de la poli…

La voz del megáfono continuó berreando.

—¿Pero quién demonios es Shady? —preguntó Roy, confuso.

—Yo soy —replicó Sherm, orgulloso—.

I'm the real Slim Shady. So won't you please shut up. Please shut up. Please shut up. Please shut up.

—¿Y eso qué significa?

—Olvídalo —tercié—. No lo entenderías.

—¿Me puede decir alguien quién es Shady? —insistió Roy.

Guardé silencio.

—¿Es el apodo de Sherm o algo así?

—No —le aclaró Oscar—, es el apodo de un rapero.

—Oh. He de admitir que no sé mucho sobre la música rap.

—No te pierdes nada —apostilló Sharon—. En mi opinión, no son más que un puñado de matones adolescentes, masoquistas y onanistas.

—Nadie te ha pedido tu opinión —gruñó Sherm.

—Lo único sobre lo que rapean —contraatacó Sharon— son las drogas, sus coches, sus putitas, sus

bling bling y quién ha estado más tiempo en la cárcel.

—¿Qué es

bling bling? —susurró Roy a Sheila.

—Dinero. Joyas. Cosas así. Cosas brillantes.

—Oh.

—El

rap no solo habla de eso —protesté—. Cuenta historias de la calle. Sobre la vida en la calle desde su perspectiva. Y no todo es negativo.

Roy dobló las piernas y su cara se contrajo de dolor.

—¿Qué pasa? —le preguntó Sheila.

—La artritis me está dando la lata. Pero mi corazón anda bien.

Le ofreció una cálida sonrisa a Benjy y miró a Sharon.

—Así que lo que dices es que Tommy, John y Sherm robaron el banco en parte debido a la música que escuchan, ¿no?

—Solo digo que es un factor que tener en cuenta.

—Lo siento, Sharon, pero ese argumento es basura —interrumpí—. Sería como culpar de la matanza de Columbine a

Matrix. No pretendo ofenderte, pero me conozco bastante bien y no encajo con ningún personaje de ninguna canción.

Sherm se dio la vuelta despacio.

—Escuchadme todos. No os conozco y vosotros a mí tampoco, aparte de que soy el hijo de puta que tiene una pistola. Es lo único que necesitáis saber. Ninguno de vosotros me conoce en realidad. Y tampoco lo vais a hacer. Así que dejad de preocuparos y de hacer preguntas.

—Bueno —intervino Roy—, tal vez te conozcamos para antes de que esto acabe.

Al principio pensé que Sherm no iba a responder, pero sí lo hizo.

—Será mejor que no.

—¿Qué creéis que pasa cuando… cuando nos morimos? —preguntó Kim.

Llevábamos sentados mucho tiempo y la pregunta nos pilló por sorpresa a todos. Durante la última media hora, la única conversación que habíamos tenido se había producido cuando Sherm tomó finalmente el relevo y mantuvo la presión contra la herida de John. Había planeado aprovechar el momento para vaciar los cajones del recibidor, pero cuando me dirigía al pasillo me di cuenta de que los polis me verían desde el aparcamiento si me ponía detrás del mostrador. La verdad es que me molestó. Sherm había dejado de planear qué hacer, y cuando al fin yo era quien decidía algo, no podía hacerlo.

—En serio —insistió Kim—. Hoy podríamos morir todos. ¿Qué creéis que pasa cuando morimos?

Oscar parpadeó.

—Es una pregunta un tanto morbosa, ¿no?

Kim se encogió de hombros.

—No lo sé. Supongo que sí. Todo lo que sé es que no puedo dejar de pensar en ello. Echo de menos a mis padres y a mi hermanito. Desearía hablar con ellos una vez más, ¿sabes? No quiero morir. Soy muy joven. Quiero casarme y tener hijos y…

—Nadie va a morir, dulzura —dijo Sherm—, siempre y cuando sigáis mis indicaciones y siempre y cuando esos putos policías no me jodan.

Kim lo ignoró.

—Mi familia y yo íbamos a la iglesia cuando era pequeña, pero hace ya mucho tiempo que no hablo con Dios. Aún creo en él, supongo. Pero me pregunto si iré al cielo si no salimos de aquí.

—No creo que a Dios le importe lo mucho que vayas o no a la iglesia —comentó Roy—. Imagino que le preocupará más el cómo hayas vivido la vida. Eso es lo que te garantiza un lugar en el cielo.

—¡Ja! —escupió Martha.

—¿Qué demonios te pasa, zorra? —Sherm volvía a estar inquieto; golpeaba el tambor de la pistola contra la pierna.

—Los demonios no son mi problema —respondió—. Son tu problema.

—¿Cuántas veces has visto

La Pasión, Martha? Apostaría lo que fuera a que es la única película que has visto en veinte años.

—Ninguno de vosotros sabe nada de cómo ir al cielo. Como se dice en el Nuevo Testamento, tenéis que nacer de nuevo. Jesucristo es nuestro señor y salvador. Debéis pedirle a él que perdone vuestros pecados y que inunde vuestros corazones. Entonces, y solo entonces, entraréis en el cielo.

—Menuda mierda —se bufó Sherm—. Eso es muy sencillo. No tenía ni idea. Me pondré a ello. Por si acaso, nunca se sabe.

Dejó la pistola en el suelo, se arrodilló, levantó la cabeza hacia el techo y unió las manos.

—Por favor, Dios, por favor, no permitas que vaya al infierno; sobre todo si no tienen cigarrillos. Eso sería una mierda. Con tanto fuego y sin nada que fumar. O peor aún, podrían tener solo

ultra lights. Pero si decides enviarme allí, ¿me darás una habitación al lado de Tupac y Higgin? Sería genial. O mejor entre Sam Kinison y Bill Hicks. Así al menos tendría alguien que me hiciera reír. Oh, y antes de que se me olvide, Dios, me sentiría honrado si pudieras ser mi salvador y asistente personal, o lo que sea que esta puta loca ha dicho que debía pedirte. Amén.

Comenzó a levantarse y se detuvo.

—Posdata: ¡damos gracias, Señor, por estos alimentos que vamos a recibir!

Agarró de nuevo la pistola y sonrió a Martha.

—¿Qué tal? ¿Crees que me dejarán entrar?

—Mófate del Señor todo lo que quieras —replicó Martha—, pero cuando te llegue la hora tus oraciones sí serán reales. Implorarás. Te azotarás, rechinarás los dientes y te arrancarás los pelos. Pero El no te escuchará porque ya tienes dentro al demonio. Y tampoco escuchará a tu amigo porque ha cometido el pecado más grave. Ha blasfemado contra el Espíritu Santo. ¡Todos lo habéis hecho! Las escrituras nos dicen que no hay perdón para eso. El diablo camina libre sobre la tierra y se burla de los dones sanadores de nuestro Señor Jesucristo. ¡Solo Él puede curar!

—¿De qué mierda habla ahora? —me preguntó Sherm.

Martha estaba a punto de revelar el secreto de Benjy. Levanté las manos, molesto.

—No tengo ni puta idea. ¿Importa? Es basura. Basura para las masas. No hay Dios, así de simple. Dios es un invento para ignorantes. ¿Quieres saber qué pasa cuando nos morimos, Kim? Nada. Eso es lo que pasa. Nada. Nos queman o nos echan en una caja bajo tierra.

—Qué pesimista —dijo Sheila.

—¿Tú crees? No te conozco, Sheila, pero si tengo en cuenta lo bien que me ha ido la vida, tampoco es que suene tan mal. Un buen sueñecito nunca le ha hecho daño a nadie. La muerte será mejor. No tienes que pensar ni sentir más…

Ni siquiera ser. La nada, el vacío. Una eternidad en la que tuvieras que experimentar eso sería una putada.

Aunque lo dije, y aunque lo creía, no quería que fuera cierto. Me había demostrado a mí mismo que Dios no existía (o quizá Él me lo había demostrado a mí), pero aún tenía miedo a la muerte, miedo a respirar por última vez y no volver a hacerlo. Miedo a cerrar los ojos y no volver a abrirlos. Pensé en John, cuando le dispararon y entró tambaleándose en el banco. Me había rogado que lo salvara porque tenía miedo de morir.

«¡Estoy asustado, Tommy!».

—Bueno, aunque no soy tan radical como Martha, también soy creyente —explicó Roy—. Creo en Dios, y también que Jesús murió por nuestros pecados. Trato de ser un buen cristiano, pero nadie es perfecto; todos cometemos errores. Supongo que el quid de la cuestión estriba en expiar tus pecados y esforzarte por vivir una vida justa, de la forma en que Dios querría que la vivieras.

—Yo antes también era creyente —añadió Sharon—, pero ahora no estoy segura. No lo sé. Con todo lo que pasa en el mundo, es difícil creer en un ser supremo que permite que tantas cosas malas ocurran.

—Y que lo digas —convine—. Los árabes creen que solo ellos tienen razón, y por eso odian a los cristianos y a los judíos. Los judíos piensan lo mismo, así que odian a los árabes y a los cristianos. ¿Los cristianos? Lo mismo. Ellos son los que hacen lo correcto, así que odian a los árabes y a los judíos. ¿Y sabes por qué se odian los unos a los otros? Porque Dios se lo dijo. Se matan entre ellos porque Dios se lo manda. Adoran al mismo tío… aunque lo llaman por nombres diferentes. La religión ha puteado al mundo desde el comienzo.

—Osama bin Laden ordenó a sus acólitos estrellar aviones contra las Torres Gemelas y el Pentágono, ¿no?

—Correcto. Y era un líder religioso.

—Que actuaba así porque Dios se lo había dicho —concluí.

—Alá es solo otro nombre para llamar a Satanás —aclaró Martha—. ¡No adorarás a falsos profetas!

—En realidad —corrigió Oscar—, Tommy y el señor Kirby tienen razón. Los árabes, judíos y cristianos creen en el mismo Dios. Tiene tres nombres diferentes. Solo sus profetas difieren en eso.

Martha le echó una mirada asesina y Oscar volvió a callarse.

Sherm se puso en pie de un salto. Inclinó la cabeza, como si oyera algo.

—¿Qué pasa? —susurré.

—Creo que he escuchado algo —musitó—. Voces muy bajitas. Comprueba el recibidor y el pasillo.

Abrí la boca para protestar pero Sherm me cortó en seco.

—¿No querías estar al cargo?

Agarré la pistola con manos sudorosas y salí al pasillo. Silencioso y vacío. Estiré la cabeza y escuché. Nada. Fuera seguían sonando las radios de policía y los zumbidos de voces, pero dentro no había nada. Fui al recibidor andando de puntillas y miré por la esquina. Vacío, salvo por Mac Davis y Kelvin. Los ojos del poli muerto me miraron. Una mosca se movía por su cara.

Volví a la cámara acorazada.

—¿Nada? —preguntó Sherm.

—Nada —negué con la cabeza—, salvo Kelvin y el madero. Los cadáveres siguen en el mismo sitio.

Sherm frunció el ceño.

—Juraría haber oído algo.

Volvimos a sumirnos en el silencio. Reemplacé a Sherm en el taponamiento de la herida.

—Así que no crees en la vida después de la muerte, ¿no? —me preguntó Roy.

—No. No hay cielo ni infierno. Cuando morimos nos convertimos en pasto de los gusanos. Nada más. Hasta los gusanos tienen que comer.

—Pienso lo mismo —reconoció Sherm.

—¿Y qué pasa con el alma, Tommy? —continuó Roy—. Tiene que ir a algún sitio.

—El alma no existe, señor Kirby.

Me sorprendió ver a Dugan asentir.

—He visto a muchos hombres morir —confesó despacio—, pero nunca he visto qué les ocurre a sus almas después. Nunca las he visto salir del cuerpo.

—¿Dónde has visto morir tantos hombres? —espetó Sherm.

—Debéis nacer de nuevo —saltó Martha antes de que Dugan contestara—. ¡Debéis ungiros con la sangre del cordero! Solo la sangre es capaz… ¡Sangre y sacrificio! ¡La sangre de los inocentes! ¡La sangre del cordero!

Contempló a Benjy y Sheila me miró a mí, alarmada. Nadie respondió y el silencio se apoderó de la estancia.

«Sangre de los inocentes». No me gustaba cómo sonaba aquello, ni tampoco cómo miraba al niño cuando lo decía.

—¿Y los fantasmas? —inquirió Sharon.

Sherm lanzó una sonrisita despectiva.

—¿Qué pasa con los fantasmas?

—¿No prueban que hay vida después de la muerte?

—¿Alguna vez has visto un fantasma?

—No, pero solo porque no los haya visto no significa que no crea en ellos. Nunca he visto un oso polar pero sé que existen. ¿Por qué no se aplica lo mismo a los fantasmas? Hay muchos testigos y fotografías, hasta vídeos.

Pensé en ello.

—John vio un fantasma una vez cuando éramos críos. O al menos creyó verlo. En la antigua cantera, a medio camino entre Spring Grove y Hanover. Solíamos ir allí a bañarnos. Se dice que en el fondo había una ciudad. Se quemó la presa en los años veinte y la ciudad quedó sumergida cuando las aguas inundaron la mina. Se supone que está encantada. La gente dice que ve sombras humanoides y blancas bajo el agua. Pero yo nunca vi nada.

—¿Así que no crees?

Negué con la cabeza.

—No, supongo que no. Ni en fantasmas ni en dioses. ¿En el fondo no es lo mismo? ¿No lo llaman «espíritu santo»?

Nadie contestó, y me imaginé que allí acababa todo. Me pregunté si serían tan simpáticos conmigo si no tuviera un arma.

Después de un rato, Oscar se estiró. Su pecho tenía la piel de gallina.

—Yo siempre he creído en la reencarnación.

—¿Qué es eso? —quiso saber Sheila.

—¿Reencarnación? Todos hemos pasado por vidas anteriores a esta. Es parte integrante de muchas religiones. No de la cristiana ni de la judía, pero sí de muchas otras.

—Sí, he oído hablar de eso —dijo Sherm—. Yo mismo podría haber sido Billy el Niño o D. B. Cooper en una vida pasada. ¿No sería la polla?

—Y que lo digas —respondió Oscar con cara granítica. Si Sherm apreció el tono sarcástico de su voz, no hizo nada al respecto.

—Edgar Cayce creía en ello —continuó Oscar—. Era un gran sanador que murió en 1945. Entonces lo denominaban «sanador psíquico», aunque hoy sería considerado un homeópata. Sin importar su clasificación, dejó su marca en el mundo. Decía a la gente qué había sido en otras vidas. Las transcripciones de sus conferencias están archivadas en la Asociación para la Investigación e Iluminación, en Virginia. Debe de haber miles.

—Suena a típica mierda

new age —gruñó Dugan—. Nunca me tragaré eso de adorar cristales y cantar a las ballenas.

—Bueno, la verdad es que algunas cosas son bastante chorras —admitió Oscar—, pero otras tantas han sido demostradas, al margen de la comunidad científica.

—¿Y quién eras en tus otras vidas? —preguntó Sherm, burlón—. ¿Una rana, una babosa o algo así?

Las orejas y el cuello de Oscar se volvieron granas.

—Espera —continuó Sherm—. ¡Ya lo sé! ¡Fuiste una puta tenia! ¡Una tenia que colgaba del culo de un perro!

—Os podéis reír todo lo que queráis, pero yo creo en ello. ¿Habéis oído hablar de Joan Grant?

Todos asentimos al unísono.

—Su primer libro,

Faraón alado, se publicó en 1937. Transcurre en Egipto, y en aquel entonces los críticos lo alabaron como una novela histórica brillante, porque capturó de forma realista cómo había sido la vida de la época. La gente se maravilló ante lo preciso de sus descripciones. Era como si anduvieras por Egipto; las imágenes, los sonidos, los olores. Pero no se trataba de su imaginación. Joan Grant había vivido allí antes como Seeketa, la hija del faraón, y posteriormente como sacerdotisa del faraón. También vivió en Egipto décadas después como un hombre llamado Raab Hotep, y como Ramsés II. Aparte, recordaba vidas previas en Grecia durante el segundo siglo antes de Cristo, en la Inglaterra medieval y en la Italia del siglo XVI. Escribió siete novelas históricas más, aunque ella las llamaba autobiografías póstumas.

—¿Y de verdad te crees todas esas tonterías? —Dugan enarcó la ceja.

—No son tonterías. No se aleja mucho de creer en fantasmas, en Dios o en la Santísima Trinidad, ¿no?

—¡Blasfemo! —Martha le apuntó con un dedo retorcido—. ¿Veis como la influencia del mal os ha corrompido? Ahora también habéis cometido el pecado más grave. Blasfemáis contra el Espíritu Santo. Oh, las fosas os esperan hambrientas, jovencitos… A todos vosotros. Están llenas de sangre. Repletas. Torrentes y ríos y océanos de sangre. Solo la sangre puede lavar…

Sherm le apuntó con la pistola y tiró del percutor.

—Martha. Te lo diré una sola vez más, así que presta atención. ¡Cierra! ¡La! ¡Puta! ¡Boca!

Ella cerró la boca de golpe e hizo lo que se le había dicho.

—Sé lo que pasa cuando morimos —anunció Benjy.

—Cállate, cariño —lo recriminó Sheila.

—No. —Sherm se encogió de hombros—. Déjale que hable. Joder, todo el mundo ha hecho su pequeña aportación. Veamos qué dice él.

Sheila lo miró pensativa.

—En serio —insistió Sherm—. Quiero oírlo. Seguro que es mejor que las ideas del gordo o las de Martha.

—Adelante, Benjy —lo alenté.

Él asintió.

—Cuando la gente muere, va a un lugar brillante que conduce a otro aún más brillante. El primer sitio te hace sentir seguro, pero no lo es porque está lleno de la gente monstruo. La gente monstruo está hecha de oscuridad pero se puede ocultar en la luz, y cuando lo hace no la ves. Se vuelve invisible con la luz. Solo oyes su voz.

Sherm dio un respingo y me pregunté qué sería lo que le había molestado.

—Si has sido malo —continuó Benjy—, la gente monstruo no te deja continuar hasta el sitio más brillante. Te llevan con ellos a un lugar oscuro y entonces sí que los ves. Y dan miedo. Huelen fatal y…

Benjy se estremeció y cerró los ojos durante un segundo. Luego los abrió y continuó.

—Eso es lo que pasa si has sido malo. Te quedas en las tinieblas con la gente monstruo. Pero si has sido bueno, entonces viene Jesús y te rescata de la gente monstruo, y te lleva con él al lugar brillante. Todo es muy bonito y allí puedes ver a los que han muerto.

Cuando acabó, hubo un amplio abanico de reacciones. Sheila y yo nos sonreímos mutuamente. Roy, Kim, Sharon y hasta Dugan sonrieron también. Sherm dio palmas de manera sarcástica. Martha se quedó mirando a Benjy.

—Sangre de los inocentes —musitó una y otra vez—. Sangre de los inocentes…

—¿Por qué sigues diciendo eso? —restalló Sheila—. ¿Por qué no te callas?

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