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TEO » DÍA NUEVE » 21

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—¡Ya estamos! —exclamó el señor Rimbaud.

La Biblioteca Nacional era enorme. No entendía cómo era posible que Napoleón se encontrase ahí. ¿Habría un pasadizo secreto que te llevaba al infierno? ¿Un ascensor que te subiese al paraíso? ¿Se habría convertido en las gafas del bibliotecario?

Tenía que tener paciencia.

Atravesamos cinco salas llenas de libros y de personas que leían. No noté nada raro.

Para seguir el paso del señor Rimbaud me tocaba casi correr. Tenía las piernas mucho más largas que yo.

Mientras subíamos las escaleras me empezó a latir con fuerza el corazón e intenté pensar en qué decir y cómo comportarme delante de Napoleón. ¿Y si hablaba solo francés? Si era así tampoco importaba mucho, ya que el señor Rimbaud podría traducir.

Nos paramos en el tercer piso y entramos en una sala que estaba casi vacía. Solo había una chica gordinflona que se sorbía los mocos, un hombre que miraba por la ventana y un viejo con pocos dientes que escribía en una hoja.

El pintor fue donde la chica y le preguntó algo. Ella levantó la cabeza del libro e indicó hacia delante. ¿Le estaría diciendo dónde se encontraba el pasadizo secreto?

El señor Rimbaud volvió y me dijo que me sentara y que cerrara los ojos.

A mí no me gustaba cerrarlos cuando había gente alrededor, porque me daba miedo que alguno me gastara una broma.

Del señor Rimbaud sí que me fiaba.

Me armé de valor.

 

Pasó un rato y después oí su voz:

—Ya puedes abrrirrlos.

Delante de mí había un libro abierto por una página en la que se veía un retrato de Napoleón cuando todavía era joven y tenía pelo.

¿Tendría que pasar la mano por la página para que apareciera? Miré al señor Rimbaud.

—Aquí está —dijo él, abriendo los brazos.

—Aquí está ¿qué?

—Aquí está Napoleón —dijo con una gran sonrisa.

Tenía un nudo en la garganta, no podía hablar y sentía un cosquilleo en la cara. Estaba a punto de echarme a llorar. Junté las cejas y arrugué la nariz para contenerme, pero no funcionó.

—¡Esto no es Napoleón!

—Habla bajo, Teo.

—¡No es Napoleón!

—Cómo que no. Mírralo.

Y me puse a llorar como una Magdalena, sin poder parar. Él, de pie, no dijo ni una palabra.

Creo que la escena duró bastante, porque cuando me calmé, la chica y el viejo ya no estaban. Solo estaba el hombre que miraba por la ventana y que ahora me miraba a mí.

—¿Estás mejorr, Teo?

—Irás al infierno por decir mentiras, ¿lo sabes? Me habías prometido que lo encontraría, pero yo me refería a él, ¡no a un cuadro!

Apoyó la mano en mi hombre para tranquilizarme.

—Teo —dijo—, te he trraído aquí aposta. Mirra. Estos son todos los rretratos de Napoleón. En todos es diferrente. Aquí está joven, perro si girras la página está un poco más viejo. Aquí se le ve trriunfante, mientrras que ahí está pensativo. Napoleón, como nosotrros, no está siemprre igual. ¿Habías pensado en qué Napoleón te gustarría conocerr?

—El de verdad.

—Como se puede verr en estos retrratos, no existe un Napoleón verrdaderro. Y si piensas en todos los cuadrros que podían haberrlehecho, te das cuenta de que hay infinitos Napoleones.

Le respondí que a mí me valía con uno, pero de carne y hueso, y que me importaban un bledo los cuadros. El señor Rimbaud se quedó un rato en silencio, después habló lentamente. Dijo que el cuerpo de Napoleón era invisible, pero que si cerraba los ojos podría verlo.

¡Pero no era lo mismo! Y no valía que dijera que así era más bonito.

—Piensa en el viento, Teo.

El viento.

—¿Lo ves?

Vaya pregunta. Pues claro que no lo veía, ¡era invisible!

Perro mueve las hojas.

—Sí.

—Entonces existe. Existe aunque no se vea.

Nunca lo había pensado.

—¿Lo puedes dibujarr?

—Lo he dibujado alguna vez en el colegio. Haces un remolino en el cielo con el lápiz azul. Es fácil.

—¿Y porr qué lo dibujas, si es invisible?

—Porque así lo veo.

—Exacto. Piensa en las palabrras, las sientes, perro no las ves. Ahorra, mientrras hablo, puedes escucharr mi voz, perro no puedes verrla, ¿cierrto?

—Sí, es verdad.

—Pero las palabras las escrribes. ¿Porr qué?

—Porque así la gente las puede leer.

—Y como las palabrras, también los númerros.

—¿Es verdad que existen los números negativos?

Clarro. También ellos son invisibles.

—Pero se pueden escribir —dije—. Basta con coger el número y poner un menos delante.

Brravo. Así haces visible algo invisible, como el viento y las palabrras. También Napoleón, ahorra que está muerrto, es invisible. Perro existe, y tú lo puedes verr si cierras los ojos. Y si lo dibujas puedes devolverrlo a la vida. Prruébalo.

 

A la vuelta, el tranvía estaba vacío.

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