Teme

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MISIONES Y SECRETOS

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MISIONES Y SECRETOS

2 de enero de 2006, 11:54

Es el último día de las vacaciones de invierno.

Janie y Cabel están sentados en la austera habitación de este (la llamada «sala de ordenadores») para mirar sus calificaciones en la web del instituto.

Está bien que Cabel tenga dos portátiles: en caso contrario habría pelea a mediodía, cuando aquellas se publicaran. A pesar de todo, es muy posible que acaben regañando, porque Janie está de los nervios.

Había entregado en blanco el examen de Matemáticas posterior a la operación antidroga de hacía unas semanas. Tenía una buena excusa: aún había sangre en su sudadera, y por ello la profesora le dio otra oportunidad. Lo malo fue que el nuevo examen tuvo lugar al día siguiente de la maratón nocturna de baile del instituto para recaudar fondos, que Janie se pasó saltando de sueño en sueño Además, como era de esas fiestas de las que nadie puede salir sin autorización paterna, no tuvo escape.

Janie y Cabe habrían pasado de haber podido, pero debían cumplir una misión.

Secreta.

Órdenes de la comisaria Fran Komisky:

—Buscamos alumnos (alumnas sobre todo) que sueñen con profesores —les había dicho—, o viceversa.

A Janie le pareció muy intrigante.

— ¿Algo en particular? —preguntó.

—Todavía no —respondió Komisky—. Os daré más datos después de Año Nuevo, una vez que aclaremos ciertas cosas. De momento, limitaos a tomar nota de cualquier relación entre profesores y alumnos.

Para Janie, el problema no fue pasar en vela toda la noche, sino los saltos oníricos, que la hicieron polvo. Después de estar seis horas escondida debajo de las gradas pasando del sueño de una persona al de otra, acabó totalmente deshecha.

Por supuesto, Cabel le hizo compañía y le llevó cartones de leche y barritas energéticas (que ella tomó con reticencia en lugar de sus queridas Snickers). Los sueños fueron muy jugosos, por decirlo finamente; pero, por desgracia, solo vio una relación entre dos alumnos. Nada de alumnos y profesores.

Por eso, cuando a la desilusión se sumó que Luke Drake, receptor estrella del equipo de fútbol americano del instituto Fieldridge, se durmió en la colchoneta de gimnasia totalmente borracho, Janie gritó:

— ¡Ya está bien! —y añadió entre jadeos, medio dormida—: Cabel, despierta a ese capullo y haz lo que sea para que no se vuelva a dormir. ¡No lo aguanto!

Luke solía soñar con Luke, con Luke desnudo, para más señas, y en los últimos tiempos hacía alarde de una confianza en sí mismo digna de mejor causa. Tras las clases de Educación física, Cabel lo había visto en las duchas.

—Ese compensa en sueños lo que le falta en la vida real —le había dicho a Janie cuando ella se lo describió.

Ignoraban si Cabel había tenido más éxito con su misión. Al ser un hacedor de relaciones, los resultados de su trabajo tardaban más tiempo en apreciarse que los de Janie. Él hacía conexiones, generaba confianza y ostentaba la asombrosa habilidad de conseguir que la gente a quien le daba la vara admitiera las cosas más extravagantes. Ella se encargaba de los detalles; al menos así lo hizo, y de maravilla, la primera vez.

Janie es consciente de que tampoco ese segundo examen de Mates le salió bien. Y hoy, el último día antes del comienzo de su último semestre en el instituto Fieldridge. le da por preocuparse por sus notas.

No debería.

Tiene una beca estupenda.

Pero es así de rara.

A las doce en punto del mediodía, según el escáner policial de Cabel, entran al sistema desde sus respectivos portátiles para ver sus calificaciones.

Janie suspira. Sobresaliente en todo menos en Matemáticas (notable). Lo que mejor se le da son las Mates, por eso le sienta aún peor.

Como Cabel es educado, no reacciona ante su ristra de sobresalientes. El chico se siente culpable por la caída de Janie en la comisaría, una caída que la mandó al hospital en la semana del examen.

Ambos cierran los portátiles.

No es que sean competidores.

No lo son.

Bueno, vale, lo son.

Cabel la mira de reojo.

Janie mira hacia otro lado.

El cambia de tema:

—Ya es hora de ir a ver a la comisaria.

Janie consulta su reloj y asiente:

—Nos vemos allí.

Sale a hurtadillas de la casa de Cabel y atraviesa a la carrera los patios de las dos calles residenciales que la separan de su casa. Como al entrar encuentra el salón vacío, echa un vistazo al dormitorio de su madre. Está allí, inconsciente pero viva, rodeada de botellas, como de costumbre. Por suerte, no sueña. Janie cierra la puerta sin hacer ruido, busca las llaves de Ethel, su Nova del 77, y sale otra vez.

El anterior propietario de Ethel había sido Stu Gardner, el chico que lleva dos años saliendo con Carrie Brandt, la mejor amiga de Janie. Stu, de profesión mecánico, había mimado a Ethel desde que cumplió trece años, y Janie mantenía la tradición.

Cuando el coche cobra vida, da palmaditas de aprecio al salpicadero. Ethel sale zumbando.

Cabel y Janie llegan por separado a la comisaría, aparcan en sitios distintos, entran al edificio por puertas diferentes y no vuelven a encontrarse hasta que Janie entra en el despacho de la comisaria; si los vieran juntos antes de que se cerrara el caso del padre de Shay Wilder, tendrían dificultades para llevar a cabo su nueva misión.

Desde que trabajan medio de soplones, medio de estupas para la Policía, Janie está descubriendo que en su instituto pasan cosas muy raras. Más de las que habría podido imaginar.

Cuando entra al despacho, Cabel ya está sentado enfrente de la mesa de la comisaria, donde hay tres vasos de café. Cabel ha preparado el suyo como a ella le gusta: con leche y bien dulce.

Necesita calorías.

A causa de sus sueños.

Por fin está logrando añadir algo de grasa y músculo a sus huesos tras la última aventura.

Se sienta antes de que se lo digan.

—Me alegro de verte, Hannagan. Tienes mejor aspecto que la última vez que te vi —observa con voz áspera la comisaria.

—Lo mismo digo, señora —contesta Janie a Fran Komisky, y agrega disimulando una sonrisa—: Usted también está mejor, si me permite decírselo.

Komisky levanta una ceja.

—No sé por qué, pero me da en la nariz que hoy vais a cabrearme —comenta. Luego se atusa el cabello corto y cobrizo y se arregla la falda—. ¿Algo nuevo, Strumheller?

—En realidad no, señor —responde Cabel—, nada salvo la cháchara habitual. Seguimos en ello, para averiguar qué hacen los profesores y los alumnos (sobre todo las alumnas) fuera de clase.

La comisaria se dirige a Janie:

— ¿Algo nuevo en tus sueños, Hannagan?

—Nada de utilidad —contesta Janie a su pesar.

—Lo suponía. Esto no va a ser fácil.

—Comisaria, quería preguntarle... —empieza Janie.

—Quieres saber qué está pasando —dice Komisky levantándose para cerrar la puerta del despacho. Cuando se sienta de nuevo, su expresión es muy seria.

—El pasado marzo, nuestro programa escolar Dinero Rápido Contradelitos recibió una llamada de alguien de vuestro instituto. Conocéis ese programa, ¿no? Todos los centros escolares de la región participan. A cada uno de ellos se le ha proporcionado un teléfono distinto de Contradelitos, para que estos sepan de cuál procede la llamada.

Cabel añade:

—Los alumnos pueden ganar una recompensa (de cincuenta dólares, creo) si informan de un delito relacionado con su centro escolar. Así nos dieron el soplo de las fiestas con drogas del barrio de Hill, Janers.

Esta asiente. Ella también lo ha oído y, como todo el mundo del instituto Fieldridge, tiene el imán con el número de teléfono en la puerta del frigorífico.

—Cincuenta pavos son cincuenta pavos. Es un programa muy astuto —apostilla.

Komisky prosigue:

—El caso es que la chica que llamó da poquísima información. Se la oye muy mal, como si tuviese el auricular alejado de la boca, y la llamada dura apenas cinco segundos. Aquí está la grabación. Oídla y decidme si entendéis algo.

A renglón seguido pulsa un botón del aparato situado junto a ella. Cabel y Janie se esfuerzan por entender las confusas palabras. La voz suena muy lejana y se oye música de fondo.

Janie frunce el ceño y se inclina hacia delante. Cabel sacude la cabeza, perplejo:

— ¿Podría ponerlo otra vez, señora?

—Por supuesto. Concentraos también en el ruido de fondo: se oyen voces en segundo plano.

La comisaria lo reproduce varias veces. Ralentiza la cinta y la acelera, y después disminuye el ruido de fondo. Por último, suprime la voz de la comunicante para que escuchen los demás sonidos.

— ¿Entendéis algo?

—A la que llama, ni palabra —dice Cabel—, pero nadie grita ni parece afectado. Al fondo se oyen risas. La música es de Mos Def, ¿no, Janie?

—Yo he oído una voz de tío que decía por detrás: «Profesor... no sé qué».

La comisaria asiente.

—También yo, Janie. Esa es la única palabra que distingo de toda la grabación. En realidad, la hemos investigado poco, porque no hubo ninguna denuncia posterior sobre ningún delito. Pero en noviembre se recibió otra llamada que me la recordó. Escuchadla.

Es de nuevo una voz de chica; arrastra las palabras y suelta risitas a tontas y a locas: «¡Quiero mi dinero rápido! Instituto Fieldridge... Los profes joden... los alumnos joden. ¡Ohdiosmío... eso no... ups!», unas risitas más y un corte brusco de la llamada. Komisky pasa la grabación varias veces más.

— ¡Vaya! —exclama Janie.

La comisaria los observa alternativamente.

— ¿No os sugiere nada? —pregunta.

Cabel entrecierra los ojos.

— ¿«Los profes joden, los alumnos joden»? ¿Se lleva a matar con toda la gente del Fieldridge o es, bueno, literal?

—La música se parece a la de la primera llamada —observa Janie.

—Así es, Janie. Eso fue lo que me la recordó. Y así es, Cabel, nosotros nos lo tomamos de forma literal, al menos hasta que se demuestre lo contrario. Esta llamada contiene suficiente información como para hacer algo al respecto. Mi intuición me dice que en vuestro instituto hay un depredador sexual rondando por los pasillos.

— ¿No se puede averiguar quiénes hicieron las llamadas y preguntarles qué pasa? —inquiere Janie.

—Eso sería infringir la ley, Janie. Las llamadas que recibe Contradelitos son anónimas, para proteger a los denunciantes. Estos reciben un nombre codificado con el cual pueden preguntar por el caso o reclamar su recompensa, que se les entrega si la información que han proporcionado resulta útil.

—Ah, claro —admite Janie un poco avergonzada,

—Entonces, ¿qué han hecho hasta ahora, señora? —pregunta Cabel, y añade con mayor cautela—: ¿Qué se espera de nosotros?

Por primera vez, parece tenso. Janie lo mira de soslayo con cierta sorpresa. No esperaba que un nuevo caso lo pusiera tan nervioso.

—Hemos investigado a los profesores, y todos parecen limpios. Estamos atascados; por eso quiero que estéis atentos las veinticuatro horas. Me interesa cualquier información que podáis conseguir sobre ellos. ¿Estáis preparados para este desafío? Puede ser peligroso. Creemos que el depredador es un hombre. Janie, si sospecháramos de alguien, ¿aceptarías ser el cebo para atraparlo? Piensa en ello. Estarías en tu pleno derecho de rechazar el trabajo. No quiero que te sientas obligada a nada.

Cabel se endereza en su asiento, más inquieto aún:

— ¿Cebo? ¿Pretende usted que Janie sea la presa de un pirado?

—Solo si ella acepta.

—Ni hablar —espeta Cabel—. Ni hablar, Janie, es muy peligroso.

Esta parpadea y lo mira fijamente.

— ¿Mamá? ¿Eres tú? —pregunta, intentando tomárselo a broma para evitar la confrontación—. ¿Por qué te parece tan peligroso?

La comisaria interviene:

—Te vigilaríamos a todas horas, Janie. Además, aún no sabemos lo que pasa, quizá no sea nada. Espero que consigas averiguarlo simplemente con tus sueños.

Cabel las mira con expresión huraña.

—Esto no me gusta nada —sentencia.

Janie sube una ceja.

—Vaya, el único que puede ponerse en peligro eres tú. Caray, Cabel, la decisión es mía.

Cabel mira a Komisky en busca de ayuda.

Esta lo ignora y mira a Janie, que declara:

—No necesito pensarlo, señora, cuente conmigo.

—Bien.

Cabel resopla y frunce el ceño.

Komisky pasa los treinta minutos siguientes adiestrándolos en el arte de obtener información. Es un curso de repaso para Cabel, que ya lleva un año trabajando de soplón (aunque Janie se cuida mucho de llamarle así) y fue el responsable del arresto del padre de Shay Wilder, poseedor de un cargamento de coca que escondía en su yate; aunque quien descubrió la localización de la droga cuando el señor Wilder dormía en la cárcel fue Janie.

Ambos forman un gran equipo.

Y Komisky lo sabe.

Por eso sigue dándoles la lata... de vez en cuando.

La comisaria les repite su misión y les da ánimos para seguir en la brecha.

—Si nos enfrentamos a un depredador sexual, debemos echarle el guante antes de que ataque a otra alumna del Fieldridge.

—Sí, señora —contesta Janie.

Cabel se cruza de brazos y menea la cabeza, resignado. Por fin, se rinde:

—Sí, señora.

La comisaria asiente y se pone en pie. De forma instintiva, Cabel y Janie hacen lo mismo. La reunión ha terminado pero, antes de que salgan del despacho, Komisky añade:

— ¿Janie? Quiero hablar contigo a solas. Cabel, puedes irte.

El chico no lo duda; sale tras echarle una última ojeada a Janie, que no puede evitar sentirse confundida por el comportamiento de su novio.

Komisky se acerca a un archivador y saca varias carpetas gruesas.

Janie permanece en silencio. Esperando.

Intrigada.

La comisaria sigue intimidándola un poco.

Sobre todo por la inexperiencia de Janie en temas policiales.

Por fin, la mujer regresa al escritorio con una pila de archivos y papeles sueltos. Los mete en una caja, se sienta y mira a Janie.

—Nuevo asunto, y este es clasificado —dice—. ¿Comprendes lo que significa?

Janie asiente con expresión sombría.

—Sí, señora.

Komisky la observa un instante, tras lo cual empuja hacía ella la caja de archivos y de papeles.

—Informes. Veintidós años de una vida resumidos en informes y anotaciones. Autora: Martha Stubin.

Los ojos de Janie se desorbitan y, pese a su esfuerzo por evitarlo, se llenan de lágrimas.

—La conoces, ¿verdad? —dice la comisaria en tono casi acusador—. ¿Por qué no me lo habías dicho? Debías de saber que te he investigado a ti también.

Janie ignora qué respuesta debe darle. Ella solo conoce sus propias razones. Duda, pero acaba por decir:

—La señora Stubin es... era... la única persona que entendía esta... esta estúpida maldición de los sueños, y yo ni siquiera me enteré hasta que murió —explica, y baja la mirada hacia su regazo—. Fui tan negada que ni siquiera encontré la oportunidad de hablar con ella, y ahora todo lo que me queda es alguna actuación especial cuando se decide a aparecer en el sueño de alguien, para enseñarme cómo hacer las cosas —Janie traga el nudo que le cierra la garganta—. Hace bastante que no la veo.

La comisaria Komisky rara vez se queda sin palabras, pero en esta ocasión es exactamente lo que le ocurre.

Por fin dice:

—Martha nunca te mencionó, aunque estaba obsesionada por encontrar sustituto. Hace años había más como ella, pero murieron también. Debió de descubrirte poco antes de fallecer.

—Sí, caí en uno de sus sueños en la residencia de ancianos, ella me habló, pero yo no comprendí que con ella era distinto... No entendí que me estaba probando... y enseñando. No lo entendí hasta después de su muerte.

—Creo que la única razón por la que vivió tanto fue su deseo de encontrar a la siguiente cazadora, es decir, a ti.

La calidez reina un momento en la habitación.

Después, los asuntos prácticos toman el mando.

La comisaria carraspea con fuerza y dice:

—Bien. Yo creo que aquí encontrarás cosas interesantes; algunas de ellas duras, quizá. Tómate un mes o así para verlo todo con calma. Si encuentras algo que no entiendes o que te preocupa, ven a contármelo. ¿Está claro?

Janie la mira. No tiene ni idea de lo que habrá en los archivos, pero sabe lo que Komisky espera oír de ella.

— ¡Señora, sí, señora! —exclama con una confianza que no siente.

La comisaria ordena los papeles de su escritorio, dando a entender que la reunión ha terminado. Janie se levanta y recoge la caja de los archivos.

—Gracias, comisaria —dice al dar media vuelta para marcharse.

No advierte que Fran Komisky se golpea pensativamente la barbilla con un bolígrafo y no deja de mirarla hasta que sale del despacho.

Janie vuelve a casa en coche. Aunque le encanta ver que unos rayitos de sol se abren paso entre las oscuras nubes de esa fría tarde de enero, no deja de sentir la presencia ominosa del montón de archivos de la caja, ni deja de pensar en la extraña reacción de Cabel. Solo se detiene en casa para echar un vistazo a su madre y dejar sobre la cama la caja de archivos.

Ya los verá más tarde.

Ahora se muere por pasar su último día de vacaciones en compañía de Cabel.

El último antes de volver al mundo real del instituto, donde tendrán que fingir que no están enamorados.

16:11

Corre hacia la casa de su novio siguiendo un camino diferente al habitual. Nadie relacionado con el instituto debe verla. Aunque casi nadie de los que cuentan en el Fieldridge vive por aquí, en la zona pobre de la ciudad, Janie prefiere ir andando para no dejar aparcado su coche delante de la casa de Cabel. A Shay Wilder podría ocurrírsele pasar por allí.

Y Shay sigue estando loca por Cabel.

Y Shay no tiene ni idea de que la detención de su padre se debe a Cabel.

Es divertido.

Bueno, en realidad, no.

Entra por la puerta trasera. Tiene llave, por si Cabe se va a la cama antes de que llegue; aunque últimamente, desde que ella dejó su trabajo en la residencia Heather, pasan juntos más tiempo que nunca.

Su relación es bastante rara.

Pero, cuando todo va bien, es mágica.

Cierra la puerta y se quita los zapatos, preguntándose dónde estará Cabel. Camina de puntillas, por si acaso se está echando un sueñecito, pero no lo encuentra en la diminuta planta baja. Al abrir la puerta del sótano, ve que la luz está encendida. Baja las escaleras sin hacer ruido y se detiene en el último escalón para contemplar a su novio, para admirarlo.

Tras quitarse la sudadera y arrojarla sobre el escalón, se cuelga de la barra fija para estirar los brazos, la espalda, las piernas, esperando parecer fuerte, parecer sexy. Deja caer el cabello sobre su rostro mientras se concentra en los estiramientos.

Cuando Cabel la ve, apoya la barra de pesas en el soporte y se levanta del banco. Sus músculos se tensan bajo la intrincada red de cicatrices que cubre su estómago y su pecho. Es larguirucho y musculoso; no un musculitos, solo lo justo. A Janie le encanta que ya no se sienta incómodo sin camiseta en su presencia.

Siente un deseo irrefrenable de atacarlo allí mismo sobre el banco de pesas, pero llevan juntos tan poco tiempo que ninguno de los dos quiere liar la relación embarcándose en el terreno sexual. Además, Cabel, demasiado consciente de las cicatrices de sus quemaduras, no está preparado aún para enseñar las que tiene más abajo del cinturón. Por eso Janie se conforma con admirarlo desde dos metros de distancia, y espera que haya superado los recelos sobre su colaboración en el nuevo caso.

—Te brillan los ojos —dice él—, eso es que has descansado, por fin. Y tu cicatriz está de lo más sexy.

Cabel se enjuga el sudor de la cara con una toalla que después se pasa por los cabellos color miel. Algunas mechas húmedas se pegan a su nuca. Se acerca a Janie y le aparta el pelo del rostro para ver bien la cicatriz de dos centímetros y medio situada justo debajo de la ceja; se está curando bien.

—Dios —murmura—, eres preciosa.

Y la besa con suavidad en los labios. Después se seca el pecho y la espalda, y se pone la camiseta.

Janie parpadea.

— ¿Qué te has tomado? —pregunta entre risitas, cohibida. Sigue sin acostumbrarse a recibir atenciones y mucho menos cumplidos.

Él se inclina y le pasa un dedo por la oreja, la línea de la mandíbula, la curva del cuello. Sin darse cuenta, Janie cierra los ojos y toma aliento mientras su corazón palpita. Él saca ventaja de la distracción y empieza a mordisquearle el cuello; huele a Axe y a sudor fresco y... la está volviendo loca. Le abraza con fuerza. Siente el calor que desprende su piel incluso a través de la camiseta.

Es el contacto que desde hace tanto anhelan.

La unión.

Su vida les parece malgastada, por haberla vivido sin el otro. Por fin tienen ocasión de resarcirse.

Cabel le da la barra de pesas.

—Entonces... —dice Janie con cautela—. ¿Ya no te molesta que haga de eso... de cebo?

—Pues no.

—Oh.

Janie baja la barra hasta su pecho y vuelve a subirla haciendo fuerza.

—No es que no me moleste, es que no quiero que lo hagas.

Janie se concentra y la sube de nuevo.

— ¿Por qué? ¿Qué problema tienes? —pregunta entre resoplidos.

—Pues que... no me gusta. Podrían herirte o violarte. Dios mío... ·—su voz se va apagando; aprieta la mandíbula—. No puedo permitir que lo hagas.

Ni hablar.

Janie deja la barra en el soporte y se sienta, echando chispas por los ojos.

—La decisión no tienes que tomarla tú, Cabel.

Él respira hondo y se peina el cabello con los dedos.

—Janie...

— ¿Qué? ¿Crees que no soy capaz de hacerlo? Tú puedes codearte con peligrosos traficantes de drogas y pasarte noches enteras en la cárcel y yo no puedo correr el menor riesgo, ¿no? ¿Ya estamos con el doble rasero? —se pone en pie y le planta cara.

Lo mira de hito en hito.

Los dulces ojos castaños de Cabel le devuelven una mirada de súplica.

—Esto es distinto —dice sin fuerzas.

— ¿Porque tú no lo controlas? —inquiere Janie.

—No... es que... eh... —farfulla él.

Janie sonríe un poco y alega:

—Estás gagá. Más vale que te vayas haciendo a la idea. Estoy metida en esto hasta las últimas consecuencias.

Cabel sigue mirándola un momento, luego cierra los ojos y agacha lentamente la cabeza. Suspira.

—Pues a mí sigue sin gustarme. No soporto la idea de que un psicoprofesor pueda estar a menos de cien metros de ti.

Janie le echa los brazos al cuello y apoya la cabeza en su hombro.

—Tendré cuidado —murmura.

Cabel guarda silencio.

Presiona los labios contra su pelo y cierra con fuerza los ojos.

— ¿Por qué no puedes ser lo único seguro en mi vida? —susurra.

Janie se aparta para mirarlo.

Sonríe con simpatía.

—Porque lo seguro es aburrido, Cabe.

Pasa cerca de una hora haciendo pesas. Según Cabel, en tres semanas empezará a notar los resultados. Ella solo sabe que los glúteos la están matando.

18:19

Mientras preparan pescado al homo y una enorme ensalada en la diminuta cocina, se tropiezan entre sí. Cabel es un amante de la comida sana e insiste en que Janie debe imitarle; porque ha perdido mucho peso, porque debe enfrentarse a lo que es, a sí misma, durante el resto de su vida.

—Me pone malo verte tan delgada —refunfuña mientras mira cómo va el salmón—, y no es una delgadez sana.

Cuando Janie se queda a pasar la noche en casa de Cabel, este le masajea los dedos de pies y manos antes de que se duerma. Las pesadillas se los dejan entumecidos y doloridos durante horas. Además, Cabel ha convertido el control onírico (pese a que aún sabe poco del tema) en una religión. Todos los días pasa una hora meditando, hablándose a sí mismo para calmarse, imaginando buenos sueños... todo para conseguir el ideal: no soñar. Al menos cuando Janie se queda. Para no tener que separarse de ella. Hasta el momento se las había arreglado para no soñar durante una noche entera, con Janie de testigo; ella se levantó con tan buena cara que parecía otra.

Este es un motivo más para que la nueva misión lo saque de quicio. Sabe que los sueños le harán más efecto a ella que a él.

Físicamente, seguro.

¿Mentalmente? ¿Emocionalmente? Quizás en ese sentido le hagan más daño a él, porque aquello del amor era toda una novedad. Desde que había conocido a Janie, se sentía cada vez más protector. No quería compartirla con ningún hombre, y mucho menos con un monstruo.

Aunque se desatara un escándalo.

De enormes proporciones.

El mayor escándalo jamás visto en el instituto Fieldridge.

22:49

Janie se queda.

— ¿Estamos bien? —pregunta bajito.

Tras un breve silencio, Cabel contesta:

—Estamos bien.

En la cama hablan en voz baja, abrazados.

Janie es quien saca el tema:

—Bueno, suéltalo. ¿Sobresaliente en todo?

El la abraza con más fuerza y cierra los ojos.

—Pues sí.

Yo, notable en Mates —dice ella por fin.

Cabel guarda silencio. No está seguro de lo que Janie desea oír. Quizá nada, quizá solo quiere quitárselo de encima, soltarlo para que se lo lleve el viento y no resulte tan molesto.

Guarda silencio un poco más y después murmura:

—Te quiero, Janie Hannagan. El tiempo que paso contigo se me hace siempre corto. En cuanto me despierto por la mañana, lo único que deseo es estar a tu lado —se apoya en el codo para incorporarse un poco y verla bien—. ¿Te haces idea de lo raro y lo importante que es eso para mí? Compáralo con cualquier estúpido examen que debas hacer sometida a una tremenda presión; pues el doble.

Lo ha dicho.

Es la primera vez que lo dice en voz alta.

Janie traga saliva. Con fuerza.

Entiende lo que él quiere decir, lo entiende muy bien.

Y quiere expresar lo que siente por él.

Lo malo es que no recuerda haberle dicho a nadie «te quiero». Nunca.

Se acurruca a su lado. ¿Cómo podía haber pasado tantos años sin tocar a la gente? ¿Abrazos? Los brazos habían hecho el gesto pero sin fuerza ni voluntad, como el lazo medio deshecho de un paquete navideño olvidado.

Repasan bajo las sábanas los planes del día siguiente. A diferencia del último semestre, sus horarios no coinciden, porque necesitan un cuadro más amplio del instituto Todos sus profesores son también distintos. En esta ocasión Cabel concretó su horario con el director Abernethy una vez que Janie tuvo el suyo. El director ignoraba la razón por la que Cabel había escogido determinados profesores, clases y horas; aunque estaba al tanto del trabajo del chico, no sabía nada del de Janie, y la comisaria prefería mantenerlo en la ignorancia.

Cabel accedió a su nuevo horario en todo salvo en una cosa: le pidió a Komisky que su hora de estudio coincidiera con la de Janie. Así podría encubrirla si alguien veía lo que le pasaba allí. A la comisaria le pareció bien.

En el anterior semestre sus horarios eran idénticos, según Cabel por pura chiripa.

Janie no lo creía.

Quizá porque prefería creer que él se había hecho el encontradizo a propósito. Hasta ella tenía derecho a soñar.

Por fin se duermen, pero al poco rato Janie se despierta sobresaltada para salir del sueño de su compañero. Luego se levanta, cierra la puerta del cuarto de Cabel y pasa el resto de la noche en el salón.

3 de enero de 2006, 06:50

La despierta el olor a beicon y café. Su estómago ruge, pero es un apetito normal; no se parece ni por asomo al desfallecimiento que siente a veces tras pasar la noche en pesadillas ajenas.

No quiere abrir los ojos ni cuando Cabel se tumba sobre ella, sobre ella y sus sábanas, y la besa en la oreja.

—La próxima vez me echas a patadas de la cama —susurra él. A Janie le resulta asombroso sentir el peso del cuerpo de Cabel sobre el suyo.

Quizá porque se queda entumecida muy a menudo.

O quizá por lo entumecida que estaba por dentro antes de dejarle entrar en su vida.

Abre los ojos lentamente. Le lleva un momento acostumbrarse a la fuerte luz que entra por la puerta de la cocina y le da justo en los ojos.

— ¿Podríamos recolocar los muebles este fin de semana? —-pregunta con voz soñolienta—. Es que me gustaría que la próxima vez que durmiera aquí no me enfocaras con esta luz de las narices nada más despertarme.

—-Vaya, ¡qué gruñona! Vamos a vivir los mejores días de nuestra vida, ¡deberías temblar de emoción!

Cabel estaba de guasa.

Todo el que empieza la universidad sabe que el mejor semestre tarda cuatro años en llegar, pero ese suele resultar bastante más fácil que el último del instituto.

Janie aparta a Cabel, aunque hubiera preferido quedarse a su lado todo el día.

—Ducha —farfulla arrastrándose hacia el baño. Le duelen los músculos por el ejercicio del día anterior, pero es un dolor agradable.

Cuando sale, el desayuno la espera.

Por fin se ha acostumbrado a comer allí, en aquella mesa... después de la pesadilla de Cabel con los cuchillos y demás.

Luego llega la hora de irse.

La hora de volver a casa para ver cómo está su madre y coger el coche.

Se abraza a Cabel. Se aferra a él.

Ni siquiera entiende el porqué.

Solo sabe que así es feliz.

Él la besa.

Janie le besa.

Ambos se funden en el beso.

Y Janie se va.

Tras cruzar la capa de veinte centímetros de nieve del Michigan invernal, entra corriendo en casa, comprueba que su madre tiene comida en el frigorífico y coge dinero para el almuerzo.

Ella y Cabel aparcan por accidente casi al lado al llegar al instituto; Janie piensa que eso hace a Ethel muy feliz.

07:53

Carne propina un capón a Janie.

— ¡Hola, chica! —dice en español, con expresión tan juguetona como de costumbre—. No te he visto el pelo en las vacaciones. ¿Estás mejor?

Janie hace una mueca.

—Estoy bien. Mira cómo mola mi cicatriz.

Carne silba, impresionada. Janie le pregunta:

— ¿Qué tal Stu? ¿Lo habéis pasado bien en Navidad?

—Bueno, después de lo de la cárcel estuve depre unos cuantos días pero, oye, mierdas que pasan. Ayer tuvimos el juicio, y yo hice lo que me dijiste. A mí me retiraron los cargos, pero Stu tiene que pagar una multa. Por lo menos no irá a la cárcel... —Carrie baja la voz—. Menos mal que no le encontraron coca.

— ¡Genial! —Janie sonríe. No podía decírselo, pero sabía de sobra que iban a retirárselos.

—Huy, esto me recuerda que... —Carrie rebusca en su mochila y saca un sobre—. Te devuelvo el dinero de tu universidad. Gracias otra vez, Janie. Fue increíble que llegaras en plena noche a pagarnos la fianza y sacamos de allí. Oye, ¿y cómo te va con tus ataques? A mí me dan terror, la verdad.

Janie parpadea. Carrie hablaba siempre a toda velocidad y cambiaba de tema sin la menor transición. Lo cual en el fondo estaba bien, porque Janie podía ignorar las preguntas que no le interesaban sin que ella lo advirtiera.

Era un poco egocéntrica.

Y bastante inmadura, a veces.

Pero era su única amiga íntima, y ambas se profesaban una lealtad a prueba de bomba.

—Bueno, ya sabes —dice Janie, y bosteza—. El doctor tiene que hacerme unas pruebas y no sé qué más, y me dijo que dejara de trabajar un tiempo en la residencia. Si me pasara delante de ti, lo del ataque, digo, no te preocupes; lo único que tienes que hacer es evitar que me caiga y me descalabre contra otra máquina de café oxidada, ¿vale?

Carrie se estremece.

— ¡Aj, no hables de eso! —exclama—, me da repelús. Oye, he oído que Cabel estaba metido hasta las cejas en el rollo ese de la coca. ¿Le has visto? ¿Estará todavía en la cárcel?

Janie abre unos ojos como platos.

— ¡No creo! En fin, no sé. A ver, cuéntame qué noticias tienes de Melinda y de Shay.

—A sus órdenes —dice Carrie muy sonriente.

Carrie siente debilidad por los cotilleos.

Y Janie siente debilidad por Carrie. Lástima que haya secretos que no pueda revelarle.

14:25

Aunque a última hora Janie y Cabel coinciden en el aula de estudio, en este caso la biblioteca del instituto, no se sientan juntos. Nadie parece soñoliento. Todo marcha bien.

Janie, refugiada en su mesa favorita del fondo, acaba un aburrido trabajo de Lengua y ataca el de Química 2. Su primera impresión de la asignatura es positiva. Solo asistían unos cuantos cerebritos para obtener créditos universitarios. Aunque Janie ya había hecho todos los cursos requeridos, estaba añadiendo cuantos podía para ayudarse con la beca de la universidad: Matemáticas avanzadas, Español, Química 2 y Psicología, esta última por sugerencia de Komisky. «Es muy importante para el trabajo policial», le había dicho, «sobre todo si ese trabajo es como el tuyo».

Un papel doblado cae sobre sus deberes y rebota en el suelo. Janie lo recoge sin levantar la vista de su libro de texto y lo abre.

¿A las 16:00?

Eso dice la nota.

Janie mira con naturalidad a la izquierda, entre las filas de estanterías, y asiente.

14:44

Cuando todo se vuelve negro, su libro de Química golpea bruscamente la mesa.

Janie descansa la cabeza en los brazos al ser absorbida por un sueño.

« ¡Maldita sea!», piensa. Es de Cabel, o al menos lo parece.

Aunque, desde que Cabel dejó de tener pesadillas, Janie siempre sale enseguida de los sueños de su novio, esta vez se deja llevar. Siente curiosidad; además, el timbre que anuncia el final de las clases sonará pronto.

Cabel está ordenando su armario. Saca metódicamente jerséis y camisas, y se los va poniendo. Tantos se pone que llega un momento en que apenas puede mover su rechoncha figura.

Janie no sabe qué pensar, pero se siente como una fisgona y sale del sueño.

Cuando recobra la vista guarda los libros en la mochila y espera, pensativa, a que acaben las clases.

16:01

Entra en casa de Cabel por la puerta trasera, sacude la nieve de sus botas y las deja dentro de la caja de madera cercana a la puerta. Dobla el chaquetón y lo coloca al lado de las botas. Luego se dirige al sótano.

—Hola —resopla el chico desde el banco de pesas.

Janie le contesta con una sonrisa. Luego estira los músculos, aún algo doloridos, echa mano a la haltera de cinco kilos y empieza las sentadillas.

Los dos trabajan en silencio durante tres cuartos de hora.

Los dos pasan revista mentalmente al día transcurrido.

Hablarán sobre él... pronto.

17:32

Ya duchados y sentados a la pequeña mesa redonda de la sala de ordenadores, Cabel saca papel y bolígrafo mientras Janie enciende el portátil.

—Así deberían ser tus tablas de investigación —dice él haciendo un bosquejo—. Te he mandado la plantilla por mail.

Señala las diferentes columnas, explicándole qué debe poner en cada una de ellas. Janie mira la plantilla en su monitor, bizqueando y frunciendo el ceño, luego consulta sus apuntes y empieza a llenar la primera hoja.

— ¿Por qué te pones bizca?

—No me pongo bizca. Me concentro.

Cabel se encoge de hombros.

—Vale. Primera hora: Español, señorita Gardenia, aula 112; y ahí va la lista de alumnos. ¿Vas a poner los nombres en inglés o en español?

Janie lo mira con cara de póquer.

Él le sonríe y le tira del pelo.

Ella teclea rápidamente.

Como... noventa palabras por minuto.

Utiliza todos los dedos, no sólo uno de cada mano.

Cabel la mira boquiabierto.

— ¡Hostia! ¿Podrías hacerme las mías?

—Faltaría más. Pero tú me dictas, porque andar de la pantalla a los apuntes y de los apuntes a la pantalla me da dolor de cabeza... y me cabrea.

— ¿Cómo es que...? —Cabel sabe que Janie no tiene ordenador.

—La residencia —contesta ella—. Archivos, archivos y más archivos. Cuadros, notas, transcripción de términos médicos, recetas y demás.

— ¡Vaya!

— ¿Por qué no hacemos primero lo tuyo? Así entenderé mejor cómo va.

Cabel hojea un cuaderno de espiral.

—Vale —dice—, escribí aquí unas cuantas notas en el insti... ¡Huy! ¡La madre que me...! Las descifraré y te las dictaré, te lo prometo.

Janie echa un vistazo a las anotaciones.

— ¿Pero qué...? —dice quitándole el cuaderno.

Lee la página.

Lo mira.

—El señor Verde, la señora Blanco, la señorita Escarlata... Vaya, qué pena, no está el profesor Ciruela.. ¿El coronel Mostaza tampoco? —-Janie se echa a reír, recordando a los personajes de Cluedo.

—El coronel Mostaza es el director Abernethy —dice Cabel con cierto mosqueo.

Janie deja de reírse.

Más o menos.

En realidad, suelta una risita según va leyendo, una cada pocos segundos. Sobre todo cuando descubre que la señorita Escarlata es en realidad la señorita García, profesora de Tecnología industrial.

— ¡Está codificado Janie! —a Cabel no parece hacerle la menor gracia—. Por si pierdo el cuaderno, o por si alguien lo mira por encima de mi hombro.

Janie deja de tomarle el pelo.

Pero él insiste:

—Es una buena idea. Tú también deberías codificar tus notas, si tomas alguna. Cualquier error, aunque fuese tonto, podría estropear tu tapadera. Entonces sí que estaríamos listos.

Janie espera.

Para asegurarse de que ha terminado.

Luego dice:

—Tienes razón. Lo siento, Cabe.

Este parece algo menos ofendido.

De acuerdo, entonces. Sigamos —dice muy serio—· Primera hora: Matemáticas avanzadas, señor Stein, aula 134.

Janie teclea la información e incluye la lista de alumnos.

— ¿Ninguna nota? —pregunta.

—En este sitio de aquí —dice Cabel señalándolo—, escribe: «Ligero acento alemán, tendencia a comerse las palabras cuando se excita, juguetea constantemente con la tiza». El tipo es un manojo de nervios. A continuación va la señorita Pancake —añade, y ninguno de los dos se ríe porque hace años que la conocen—. Nada que anotar. Es gordezuela y dulce, tipo abuela... su perfil tiene muy poco que ver con el que buscamos, pero de momento no podemos descartar nada. Seguiré vigilando.

Janie asiente, va a la tercera página y escribe los datos requeridos. Así, en unos treinta minutos, las tablas de Cabel están preparadas. Janie se las manda por mail.

—Voy a acabar mis deberes mientras tú acabas tus hojas, si no te importa —dice Cabel—, si tienes alguna duda, me preguntas. Y no te olvides de anotar cualquier intuición o sensación rara o sospecha... lo que sea. Aquí no hay pistas falsas.

—Entendido —contesta Janie. Luego apoya con suavidad los dedos sobre el teclado y acaba sus tablas antes que Cabel sus deberes. Vuelve atrás y estudia cada entrada, tratando de añadir alguna nota. Como no hay manera, se promete estrujarse los sesos al día siguiente—. Entonces, ¿has hablado con Shay? —pregunta sin darle importancia cuando Cabel cierra sus libros. Janie ha visto que coinciden en tres clases.

Cabel la mira esbozando una sonrisita, consciente de la verdadera pregunta.

—Saber que voy a coincidir con Shay Wilder me da ganas de sacarme los ojos con un cuchillo jamonero —responde. Luego la atrae hacia sí y la abraza. Janie descansa la cabeza en su hombro mientras él le acaricia el pelo y le pregunta esperanzado—. ¿Te quedas esta noche?

Janie piensa en la caja de archivos que ha dejado en su cuarto.

Detesta que estén allí, sin tocar. Son como deberes del instituto sin hacer que no se le van de la cabeza. No puede soportarlo.

Pero... le sienta como un tiro dejar a Cabel.

La pregunta se queda en el aire.

—No puedo —contesta por fin—, tengo cosas que hacer en casa.

Decirse «buenas noches» es complicado. Ambos se quedan en la puerta trasera, frente a frente, unidos como una estatua mientras sus labios murmuran y se acarician.

21:17

Janie llega a casa después de haber pasado quince minutos escondida detrás de unos árboles mientras Carrie quitaba la nieve de su coche antes de marcharse, probablemente al piso de Stu. No quería decirle de dónde venía, aunque era consciente de que su amiga acabaría por descubrir alguna vez que el coche de Janie estaba en casa y Janie no.

Por suerte, Stu y Carrie pasaban juntos la mayor parte de su tiempo libre, sobre todo desde que los padres de ella habían descubierto que el chico no tenía nada que ver con la cocaína. Sin embargo, como Carrie se derrumbó y les dijo que la habían arrestado, estaba castigada. De por vida.

21:25

Janie se echa en la cama, saca el primer archivo de la caja y se sumerge en la vida de la señora Stubin.

Avance informativo: la señora Stubin

no fue maestra de escuela.

Y estuvo casada.

Janie abre la boca y se olvida de cerrarla. La frágil, artrítica, ciega y escuálida «maestra jubilada» a quien leía libros había llevado una doble vida.

23:30

Se sostiene la dolorida cabeza, cierra el archivo, lo devuelve a la caja y guarda esta en el armario. Luego apaga la luz y se acuesta.

Recuerda al militar del sueño de la anciana.

«La señora Stubin», piensa con una sonrisa en los labios, «ha vuelto».

01:42

Janie sueña en blanco y negro.

Camina por la calle Center al anochecer. El tiempo es lluvioso y frío. Janie conoce este lugar, aunque no sepa en qué ciudad se encuentra. Mira emocionada hacia la tienda de confecciones de la esquina, pero no ve a la ¡oven pareja que pasea del brazo.

— Estoy aquí, Janie —dice a sus espaldas una voz dulce—. Ven, siéntate conmigo.

Al volverse ve a la señora Stubin en su silla de ruedas, junto a un banco de madera.

— ¿Señora Stubin?

La anciana ciega sonríe.

—Ya veo que Fran te ha dado mis notas. Te estaba esperando.

Janie se sienta en el banco, con el corazón a cien por hora. Nota que los ojos se le llenan de lágrimas y se libra de ellas parpadeando con rapidez.

—Me alegro mucho de verla, señora Stubin —dice deslizando su mano entre los agarrotados dedos de la anciana.

—Sí, eres tú, no hay duda —la señora sonríe—, ¿Entramos en materia?

Janie la mira perpleja.

— ¿Qué materia?

—Si estás aquí es porque has aceptado trabajar para Fran Komisky, como hice yo.

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