Teme

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VISTO Y NO VISTO

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VISTO Y NO VISTO

6 de enero de 2000, 14:10

Janie está codificando sus anotaciones, como hiciera Cabel:

Corta = Español, señorita Gardenia.

Doc = Psicología, señor Wang.

Feliz = Química 2, señor Durbin.

Lelo = Lengua, señor Purcell.

Loca = Mates, señorita Craig.

Lerdo = EF, señor Cráter.

Y, por supuesto, Modorra = Estudio.

Desde luego, el Estado de Michigan estaba bastante amodorrado en los oscuros meses de enero y febrero.

El aula de estudio hacía juego. Con la falta de incidentes de las semanas anteriores (salvo los sueños de Cabel), a Janie le costaba cada vez más sentir el tirón.

Necesitaba hacer prácticas en casa, para concentrarse otra vez en sus propios sueños. Conservaría las fuerzas como le había aconsejado la señora Stubin; debía hacerlo para no venirse abajo.

14:17

Janie lo siente llegar. Deja el libro sobre la mesa y mira a Cabel. No procede de él. El chico le dirige una sonrisa apenada cuando ve la expresión de su rostro y ella intenta devolvérsela, pero ya es tarde.

El sueño la golpea en el vientre como un saco de piedras, la dobla en dos, la ciega y la transporta en un torbellino hacia la mente de Stacey O’Grady. Janie reconoced sueño: Stacey coincidió con ella en el aula de estudio del anterior semestre y tuvo esa misma pesadilla.

Janie se encuentra en el coche de Stacey, que esta conduce de forma temeraria por una carretera oscura cercana al bosque. Del asiento trasero sale un gruñido y después unas manos de hombre que rodean el cuello de la chica y lo oprimen. Stacey se ahoga. Pierde el control del coche, que va a toda velocidad hacia la cuneta choca contra una hilera de arbustos y vuelca en un aparcamiento.

Cuando el vehículo se detiene, Stacey, ensangrentada, sale a través del parabrisas roto y echa a correr.

El hombre va detrás. Es una persecución enloquecida a la que Janie se ve arrastrada, pero no consigue la concentración suficiente para llamar la atención de Stacey, que además está gritando a pleno pulmón. La chica intenta esquivar al hombre por todo el aparcamiento, hasta que no tiene más remedio que ir corriendo hacia el bosque, pero...

tropieza...

cae...

y él se le echa encima, clavándola al suelo, gruñendo como un perro sobre su rostro...

14:50

Aunque han pasado tres minutos desde el final de la pesadilla, Janie continúa sufriendo espasmos musculares. No ha oído el timbre, pero Stacey sí, por lo visto, porque el sueño se había detenido de repente.

Janie no siente nada, no ve, pero oye susurrar a Cabel:

—Tranquila, nena, todo irá bien.

14:57

El chico le frota suavemente los dedos mientras sigue hablándole en susurros, diciéndole que ya no queda nadie, que se han ido todos, que se tranquilice.

Janie se endereza poco a poco.

Se estruja las manos hasta que siente dolor y placer. Mueve los dedos de los pies. Siente la cara como después de una visita al dentista para hacerse un empaste.

Cabel le frota los hombros, los brazos, las sienes. Ella deja por fin de temblar. Intenta decir algo, pero solo consigue emitir un débil siseo.

15:01

—Cabel —dice al cabo de un rato.

— ¿Estás preparada para moverte?

Janie niega despacio con la cabeza, se vuelve hacia él y extiende la mano.

—Sigo sin ver —responde en voz baja—. ¿Cuánto ha durado?

Cabel vuelve a ponerle las manos sobre los hombros y las desliza hasta sus dedos.

—No mucho, unos minutos —contesta con dulzura, aunque piensa: «Más bien doce».

—Era de las malas.

—Ya. ¿Has intentado salir?

Janie apoya la frente en la palma de la mano y gira despacio la cabeza a izquierda y derecha. Su voz es débil:

—No, no lo intenté. Lo que intenté fue ayudar a Stacey a cambiar lo que ocurría, pero no conseguí que me prestara atención.

Cabel se levanta y pasea arriba y abajo.

Ambos esperan.

Janie empieza por fin a distinguir formas. Aunque borroso, el mundo vuelve poco a poco.

— ¡Puf! —exclama con una sonrisa trémula.

—Te llevo a casa —dice Cabel cuando el conserje entra en la biblioteca y los mira con suspicacia. Luego guarda los libros de Janie en la mochila y hurga en su interior—. ¿No te has traído nada de comer? A mí se me han acabado las Powerbars.

—Eh... —-Janie se muerde los labios—. Ya estoy bien.

Y me pondré mejor. Puedo conducir.

Cabel frunce el ceño, pero no la contradice; se carga la mochila al hombro y la ayuda a levantarse.

Cuando salen al aparcamiento nieva un poco.

Cabel abre la puerta del pasajero de su propio coche y mira a Janie con la mandíbula apretada.

Paciente.

Esperando.

Hasta que ella entra.

Conduce en silencio hasta un supermercado, sale y regresa con un cartón de leche y una bolsa de plástico.

—Abre la mochila —dice.

Janie hace lo que le ordenan.

Él echa media docena de Powerbars y abre una, que le da junto al cartón de leche.

—Luego iré a traerte el coche —añade extendiendo la mano para que Janie le entregue las llaves. Ella baja los ojos y se las da.

El la lleva hasta casa.

Sin apartar la vista del volante, sin dejar de apretar la mandíbula.

Al llegar, espera a que ella salga.

Janie le mira con expresión de perplejidad.

—Oh —dice por fin, con un nudo en la garganta. Luego coge su mochila y la leche, y sale del coche. Cierra la puerta, sube los escalones de su casa y se sacude la nieve de las botas; no mira atrás.

Cabel sale despacio del camino de acceso y, tras comprobar que ella ha entrado en casa, se marcha.

Janie, confundida y triste, se va directamente a la cama para dormir un poco.

20:36

Está despierta, y hambrienta. Mira por la cocina en busca de algo sano y solo encuentra un tomate pocho en el frigorífico. El tallo huele a moho. Suspira; no hay más remedio. Se pone el chaquetón y las botas, saca cincuenta dólares del sobre para alimentación y sale de casa.

La nieve es una belleza. Los copos son tan pequeños que centellean como lentejuelas a la luz de las farolas y de las luces de los coches que pasan. Hace frío, quizás unos cinco grados bajo cero. Janie se pone los guantes y se ciñe el cuello del chaquetón. Menos mal que lleva botas.

Cuando llega al supermercado, situado a kilómetro y medio, lo encuentra casi vacío. Solo unos cuantos compradores pasean bajo la música ambiental que emiten los altavoces. La tienda está muy iluminada y Janie parpadea al entrar. Se hace con un carro y se encamina a la sección de comestibles, sacudiéndose los copos de nieve del pelo. Se desabrocha el chaquetón y se guarda los guantes en los bolsillos.

La compra le resulta relajante. Se toma su tiempo: lee las etiquetas, escoge productos que combinan o pueden combinar bien, elige las verduras más frescas y va calculando mentalmente el precio. Es como una sesión con el psicólogo. Cuando piensa que ya ha gastado casi todo el dinero que lleva, se dirige hacia las cajas por el pasillo de los productos para hornear. Mientras zigzaguea, observando los distintos tipos de aceites y especias, detiene el carro.

Mira a la izquierda.

Calcula de nuevo el precio de la compra.

Y escoge, no muy decidida, una caja roja y un pequeño envase cilíndrico. Los coloca cerca de los huevos y la leche.

Luego sigue hacia la parte delantera del comercio y se detiene en la fila de la única caja abierta. Para hacer más corta la espera, lee los titulares de los periódicos. De improviso siente una oleada de náuseas, de pura hambre. Mientras descarga su compra sobre la cinta, observa con ansiedad el aumento paulatino pero imparable de la cuenta.

—Cincuenta y dos con doce —anuncia la cajera.

Janie cierra los ojos un instante.

—Lo siento —se disculpa—. Llevo solo cincuenta dólares. Tengo que dejar algo.

La cajera suspira; la fila de la caja crece. Janie se pone como un tomate y no mira a nadie mientras decide qué necesita menos.

Por fin retira el preparado para tarta y el glaseado.

Se los da a la cajera.

—Quite eso, por favor —dice en voz baja. «Así cuadrará», piensa.

La cajera, que parece tomárselo como una ofensa personal, aporrea las teclas con inquina.

La gente tic la lila refunfuña, se impacienta y rebulle con nerviosismo.

Janie los ignora.

Sudando profusamente.

—Cuarenta y ocho con uno —bufa la cajera al cabo de un siglo, y cuenta el dólar noventa y nueve del cambio como si levantar el peso de cada moneda le partiera la espalda en dos.

Janie agarra las abultadas bolsas, tres por brazo, y sale a toda prisa. Aspira el frío aire exterior y, en cuanto llega a la calle, flexiona los brazos para completar su sesión diaria de ejercicios, intentando no romper el pan ni los huevos, AJ principio siente un dolorcillo agradable en los músculos; luego, dolor a secas.

Cuando ha recorrido unos quinientos metros, un coche afloja la marcha y se detiene ante de ella. Un hombre se apea.

—La señorita Hannagan, ¿no? —pregunta. Es Feliz, también conocido como señor Durbin, profesor de Química 2—. ¿Quieres que te lleve? Estaba en tu misma caja, unos clientes más atrás.

—No... no se moleste. Me gusta andar.

— ¿Estás segura? —dice el profesor, dedicándole una sonrisa escéptica—. ¿Hasta dónde vas?

—Bueno... colina arriba, solo un poco más lejos.

Janie señala con un asentimiento de cabeza hacia la nevada carretera que desaparece en la oscuridad, más allá de los faros del coche detenido.

—De verdad que no es problema. Sube, anda.

El señor Durbin sigue allí, esperando, con el brazo apoyado en la parte superior de la portezuela abierta, como si no aceptara un no por respuesta. A Janie se le eriza el vello de la nuca. Sin embargo... quizá deba aprovechar la ocasión para conocer un poco más al profesor, con fines detectivescos.

—Bueno... —dice (además, se muere de hambre) —. Gracias —añade abriendo la puerta del pasajero.

El señor Durbin se monta y traslada sus bolsas de la compra al asiento de atrás para hacerle sitio.

—Todo recto, hasta Butternut —indica Janie una vez que sube—. Perdone —agrega, aunque no sabe muy bien por qué; quizá por las molestias.

—No te preocupes, de verdad. Vivo justo enfrente del viaducto, en Sinclair. Me pilla de paso —contesta Durbin. El chorro de aire caliente de la calefacción llena el silencio—. Dime, ¿te gusta la clase? A mí me encanta tener tantos alumnos. Diez es mucho para este tipo de asignaturas.

—Sí, sí me gusta —responde Janie. De hecho, es su clase preferida, pero no ve la necesidad de comunicárselo—, y me gusta que haya poca gente; así cada uno tenemos nuestro sitio en el laboratorio. En Química 1 estábamos por parejas.

—Claro —dice él—. ¿Tu profesora fue la señorita Beecher?

—Sí.

El señor Durbin entra en el camino de acceso que Janie le señala y se asombra al ver a Ethel allí, con aspecto de recién aparcado: no hay nieve encima y del capó sale vapor.

—O sea que, en una noche así, ¿prefieres ir a pie y cargar con la compra hasta casa? —pregunta Durbin riéndose.

Janie sonríe.

—No sabía si esta noche la vieja Ethel sería capaz de volver con toda esta nieve. Mire cómo está ya.

No da más explicaciones. El profesor aparca y abre su portezuela.

— ¿Te echo una mano? —pregunta.

Las asas de las bolsas de Janie, enredadas durante el camino, hacen todo lo posible por no dejarse agarrar.

—No se moleste, señor Durbin.

Este sale del coche de un salto y corre hacia su lado.

—Por favor —dice, agarrando tres bolsas y sacándolas. Cuando Janie sale por fin, la sigue hacia la casa.

Janie duda mientras se sacude la nieve de las botas y se recoloca las bolsas para abrir la puerta. En ese momento es consciente de cosas que la mayor parte de los días le pasan desapercibidas. La puerta mosquitera tiene un desgarrón y parece bastante desportillada. La madera de la fachada está podrida en la base y la pintura se cae a tiras.

«Cuernos», piensa al entrar con Durbin a la zaga. La luz del vestíbulo la deslumbra un instante. Se para de pe y el profesor tropieza con ella.

—Perdona —dice él con tono avergonzado.

—Ha sido culpa mía —contesta Janie; le da un poco de miedo tenerlo en casa. No quiere bajar la guardia. Al fin y al cabo, ¿quién sabe?, podría ser el depredador.

Entran en la penumbrosa cocina. Janie deja las bolsas sobre la encimera y él coloca el resto al lado.

—Muchas gracias —dice Janie.

Él sonríe.

—No hay de qué. Hasta el lunes —responde dirigiéndose a la puerta.

El lunes. Ese lunes, Janie cumplirá dieciocho años.

En cuanto ve que el profesor desaparece, rebusca en las bolsas en misión especial; extrae un puñado de uvas, las lava con rapidez y se las mete en la boca, saboreando el estallido de dulzura. Cuando empieza a sacar los demás comestibles, oye un paso a sus espaldas.

Gira como una peonza.

— ¡Jesús, Cabe! Me has dado un susto de muerte.

Él balancea las llaves de Ethel entre índice y pulgar.

—Me he colado pensando que estarías aquí pero, cuando he oído una voz de más, me he escondido en tu cuarto. ¿Quién era ese? —pregunta en un tono que pretende, sin éxito alguno, ser despreocupado.

— ¿Estás celoso? —bromea Janie.

—Quién. Era. Ese —articula él.

Janie sube una ceja.

—El señor Durbin. Me ha visto de camino a casa y se ha ofrecido a traerme. Estaba detrás de mí en la cola del supermercado.

— ¿Ese era Durbin?

—Sí. Yo creo que ha sido muy amable —remacha Janie. Aunque en realidad no piense lo mismo, no le apetece discutir con Cabel por cuestiones de trabajo. En ese momento no.

—Es... joven. ¿Y a qué se dedica? ¿A recoger alumnas? Qué raro, ¿no?

Janie espera para ver a dónde quiere ir a parar, pero por Jo visto Cabel ya ha dicho todo lo que tenía que decir. Aun así, Janie se promete anotar el incidente en su archivo del caso... más valía ser precavida. Luego se vuelve y continúa colocando la compra. La sigue confundiendo el silencio anterior de Cabel, pero no lo comenta.

—No sabía dónde estabas —dice él por fin.

—Si me hubieras dicho que ibas a entrar, te habría dejado una nota, pero —prosigue fríamente—, como parecías tan cabreado conmigo, no adiviné tus intenciones.

A esas alturas la cabreada es ella, y temblorosa además. Agarra la leche, rasga el abrefácil y toma un buen trago. Una vez que deja la leche, busca algo sencillo de preparar. Escoge unas cuantas uvas más y las engulle.

Cabel no le quita ojo; y la mira de una forma muy rara, tan rara que Janie no la entiende.

—Gracias por traerme el coche. De veras. ¿Has vuelto al instituto andando?

—No. Me ha llevado mi hermano Charlie.

—Bueno, pues dale las gracias a él también.

Janie ha abierto la mantequilla de cacahuete y echa pegotes en una rebanada de pan. Vierte leche en un vaso alto, agarra el sándwich y esquiva a Cabel para dirigirse al salón, donde pone la tele y se queda mirando fijamente la pantalla.

— ¿Quieres un sándwich o algo? —pregunta—. ¿Quieres quedarte? —añade; ya no sabe qué más decir, él no deja de observarla.

Por fin Cabel saca un trozo de papel del bolsillo de su chaqueta y lo desdobla. Quita el televisor.

—Atiende un minuto —dice. Se coloca delante de ella, se vuelve y camina quince pasos en dirección contraria; se detiene y da media vuelta para mirarla desde allí.

— ¿Se puede saber qué haces?

—Lee esto. En voz alta, por favor.

Es una carta de Snellen, de esas con letras que se utilizan para medir la agudeza visual.

—Tío, estoy intentado comer, ¿vale?

—Lee, por favor.

Janie suspira y observa el papel.

—E —dice, y sonríe.

Cabel no le devuelve la sonrisa.

Janie lee la siguiente línea.

Y la siguiente. Bizqueando y suponiendo.

—Tápate el ojo derecho y lee otra vez.

Janie obedece.

—Ahora el izquierdo.

—Grrr —protesta Janie, aunque obedece: de memoria.

Lo único que distingue con el ojo derecho es la «E», pero no lo confiesa; se limita a repetir las letras que recuerda.

Entonces Cabel saca otra carta.

—Lee otra vez con ese ojo —dice.

— ¿Pero qué te pasa? —pregunta Janie casi a gritos—. ¡Jesús, Cabel, no soy tu hijita ni nada parecido!

— ¿Puedes leer esto o no puedes?

—Ene —dice Janie.

— ¿Eso es todo lo que ves?

—Sip.

—Vale —Cabel se muerde los labios—. Perdóname un segundo, ahora vuelvo.

—Tranquilo —contesta Janie. O sea, que necesitaba gafas... quizá. Pues vaya cosa. Cabel desaparece en el cuarto de Janie, quien le oye hablar solo y oye crujir el suelo con sus pasos.

Tras acabar su sándwich y su vaso de leche, vuelve a la cocina para prepararse algo más. Pela una zanahoria sobre el cubo de basura y se llena otra vez el vaso.

Se lo lleva todo de nuevo al salón, se sienta y pone la tele. Ya se encuentra mucho mejor y las manos han dejado de temblarle. Se acaba la leche, que ya siente bailotear en sus tripas, y sonríe satisfecha. Debería posar para los carteles de la campaña publicitaria « ¿Tomas leche?».

22:59

Al salir del amodorramiento posterior a la cena, se pregunta qué habrá estado haciendo Cabel en su habitación. Se levanta, recorre el corto pasillo, abre la puerta y de inmediato es absorbida por la oscuridad interior.

Se tambalea.

Se cae.

Cabel, frenético, trata de cerrar una puerta con pasadores. Cada vez que corre uno aparece otro nuevo, y cuando corre el nuevo, los demás se descorren de golpe. No puede parar.

Janie busca la puerta a ciegas.

Logra salir a gatas y cierra tras ella, con lo que interrumpe la conexión.

Parpadea, ve puntos negros, se pone en pie. Tras sacar una manta raída del armario se acomoda en el sofá, suspirando. Ya no podía dormir ni en su propia cama.

7 de enero de 2006, 06:54

Se despierta sobresaltada, mirando alrededor. Una ráfaga de aire frío recorre el salón. Se levanta y va a la cocina para mirar por la ventana. Hay pisadas frescas sobre la nieve que conducen a la calle, la cruzan y siguen por la acera de enfrente.

Mira su cuarto.

Cabel se ha ido.

Menea la cabeza. «Será imbécil», se dice.

Entonces encuentra la nota.

Janie:

Mierda, soy imbécil. Lo que siento es que no me

Despertarás a guantazos. Hoy tengo bastante que hacer,

Pero ¿podrías llaaarme?

¿Por favor?

Te quiero

Cabe.

¿Cómo no iba una a perdonar a un tío que admitía ser imbécil?

Janie se deja caer en la cama. La almohada conserva el olor del tío en cuestión. Sonríe y la abraza.

«Quiero soñar con la calle Center para hablar otra vez con la señora Stubin», se dice, y se lo repite una y otra vez hasta que el sueño la vence.

07:20

Se da la vuelta para mirar el reloj. Suspira. Está oxidada. Repite el mantra. Se imagina la calle.

08:04

Está de pie en la crepuscular y lluviosa calle Center.

Mira a su alrededor.

No hay nadie.

Recorre la calle arriba y abajo para buscar a la anciana, pero sigue sin verla. Se sienta en el banco donde habló con ella.

Espera.

Se pregunta qué habrá hecho mal.

Recuerda la conversación que mantuvieron.

«Ven a verme si tienes alguna duda respecto a mis notas», le había dicho.

Janie se palmea la frente y el sueño se desvanece.

Cuando despierta, se promete practicar todas las noches para controlar mejor sus sueños. Eso la ayudará, seguro que sí.

También se promete seguir leyendo las notas de la señora Stubin, a fin de dar con alguna pregunta que hacerle.

10:36

Mastica una tostada mientras saca la caja de archivos del armario. Empieza donde lo dejó y sigue leyendo con fascinación.

16:14

Ha acabado el segundo archivo y sigue en la cama, con pijama. Hay restos de tentempiés por todas partes. No vuelve a acordarse de la nota de Cabel hasta que suena el teléfono.

—Diga.

—Buenasss.

— ¡Mierda!

Cabel se ríe.

— ¿Puedo ir a verte?

—Todavía estoy en pijama. Dame treinta minutos.

—Concedidos.

—Oye, Cabe...

— ¿Sí?

— ¿Por qué estás enfadado conmigo?

El suspira.

—No estoy enfadado contigo, en serio. Es solo que… me preocupo por ti. ¿Lo hablamos cuando llegue?

—Claro.

—Hasta ahora.

10:59

Janie abre la puerta cuando oye llamar suavemente con los nudillos, pero al asomarse ve con gran sorpresa que se trata de Carrie.

— ¡Hola, soy yo, tu amiga para lo bueno! —la chica sonríe con timidez.

«Cuernos», piensa Janie, pero le cuelga el abrigo y compone una sonrisa.

—Hola, amiga —dice—. Estaba a punto de salir para espalar la nieve. ¿Me ayudas?

—Eh... bueeeno.

— ¿Pasa algo?

—Nada. Que estoy aburrida.

— ¿Dónde se ha metido Stu?

—Ayer tuvo noche de póquer.

—Aaah. ¿La tiene a menudo?

—Pues no, solo cuando el tipo ese le llama.

—Mmmm.

Janie agarra la pala y empieza a limpiar los escalones, con la cara vuelta en la dirección por la que espera ver venir a Cabel. Está oscureciendo, pero supone que él la verá.

— ¿Qué vas a hacer esta noche?

— ¿Yo? —-Janie se ríe—. Los deberes, por supuesto.

— ¿Quieres compañía? —pregunta Carrie con tono de esperanza.

— ¿Tienes deberes?

—Claro. La cuestión es si los haré o no.

Janie ve a Cabel por el rabillo del ojo, está parado en el patio lateral de los vecinos de enfrente.

—Bueno, esto ya está. Vamos dentro —dice tras golpear la pala y subir los escalones.

Carrie entra y Janie la sigue tras lanzar a Cabel una mirada fugaz. Él se encoge de hombros y le hace el signo de OK. Janie cierra la puerta.

Carrie se va a medianoche, cuando ya ha logrado emborracharse con el alcohol de la madre de Janie.

Esta piensa en hacerle una visita a Cabel, pero prefiere acostarse y verlo por la mañana.

8 de enero de 2006, 10:06

Al llamar a Cabel, solo puede dejarle un mensaje de voz.

11.22

Cabel le devuelve la llamada y deja un mensaje en el contestador.

12:14

Janie vuelve a llamar con el mismo resultado de la primera vez.

14:42

El teléfono suena.

—Diga —dice Janie.

— ¡Te echo de menos! —exclama Cabel, riéndose,

—¿Dónde estás?

—En la Universidad de Michigan. Tengo que hacer unas cosas.

— ¡Cuernos!

—Ya.

Se hace un silencio.

— ¿Cuándo llegarás a tu casa?

—Tarde. Lo siento, cielo.

—No pasa nada —dice Janie suspirando—. Ya nos veremos mañana, si puede ser.

—Sí, claro que sí —contesta él en voz baja.

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