Teme

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CUMPLEAÑOS CLANDESTINO

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CUMPLEAÑOS CLANDESTINO

9 de enero de 2006, 07:05

En su cumpleaños, Janie se despierta dándose muchísima pena a sí misma.

No debería pasarle.

Pero le pasa todos los años.

Y este parece que le pasa todavía más.

Cuando entra en la cocina, su madre la obsequia con una especie de gruñido mientras se prepara su copa matutina, con la que se encierra en su habitación. Igualito que cualquier otro día.

Janie se prepara un gofre y le clava una maldita vela que enciende y sopla.

«Me deseo feliz cumpleaños», piensa.

Por lo menos, cuando vivía su abuela tenía un regalo,

Llega tarde al instituto. Corta le da una nota de retraso y no se retracta.

Janie siempre ha odiado a Corta.

Es la más estúpida. Enana. Del universo.

La psicología es interesante.

Pues no.

El señor Wang es el profesor más incompetente de la historia de la enseñanza de la materia. Janie, de hecho, sabe ya más que él. Seguro que solo dará clases hasta que triunfe en el mundo del espectáculo (por lo visto le encanta bailar). Carrie le dijo que Melinda lo había visto en un club de Lansing y que lo daba todo.

Cosa rara, por cierto, porque parecía cortadísimo. Janie hace una anotación y derrama su Powerade rojo sobre el cuaderno. El líquido cae además sobre su zapato; se lo empapa,

En Química le explota el vaso de precipitados.

Fragmentos de vidrio salen disparados con saña contra su estómago.

Le rasgan la blusa.

Tiene que ir a la enfermería para detener la hemorragia. La enfermera le aconseja que tenga más cuidado. Janie pone los ojos en blanco.

Al volver, el señor Durbin le pide que regrese al acabar las clases, para hablar del incidente.

La comida consiste en hamburpétreas.

Lelo, Loca y Lerdo permanecen alertas. Después de comer siempre se duerme alguien, incluso en Educación física, porque están dando temas de salud. Janie acaba por tirar clips a la cabeza de los durmientes para despertarlos.

Cuando llega la hora de estudio, ha acumulado tanta tensión que siente ganas de llorar. Carrie tampoco se acuerda de su cumpleaños, para variar. Por si fuera poco, en ese momento le empieza el periodo.

Pide permiso y pasa casi toda la hora en el baño, para aislarse del mundo. No tiene tampones ni tiene un cuarto de dólar para sacar uno de la máquina, así que va a la enfermería por segunda vez.

La enfermera está más bien borde.

Por fin, cuando faltan cinco minutos para que acaben las clases, entra en la biblioteca. Cabel la mira intrigado. Janie menea la cabeza, como diciendo que todo va de maravilla.

Él mira en derredor y se desliza en el asiento hasta quedar frente a ella.

— ¿Te encuentras bien? —pregunta.

—Sí, es que llevo un asco de día.

— ¿Nos vemos esta noche?

—Supongo.

— ¿A qué hora podrás venir?

Janie lo piensa.

—No sé. Tengo que hacer unas cosas. ¿A las cinco o así?

— ¿Tienes ganas de salir?

—Sí —responde Janie con una sonrisa.

—Pues aquí te espero.

Cuando suena el timbre, Janie acaba sus deberes de Lengua, recoge la mochila y el chaquetón, y se encamé al aula del señor Durbin. Ya sospecha el motivo de la explosión de su vaso de precipitados, pero no tiene la menor gana de explicárselo al profesor.

Lo primero que ve al abrir la puerta son los pies de! mismo sobre el escritorio. Se ha aflojado la corbata y se ha desabrochado el primer botón de la camisa. Tiene el pelo de punta, como si se hubiera peinado con los dedos. Ordena papeles sobre su regazo. Levanta la mirada.

—Hola, Janie. Enseguida estoy contigo —dice haden-do garabatos.

Janie espera cambiando el peso del cuerpo de un pie a otro. Le duele la tripa, y la cabeza.

Tras unos cuantos garabatos más, el profesor deja el bolígrafo y la mira.

—Un mal día, ¿no?

Pese a sí misma, Janie sonríe.

— ¿Cómo lo sabe?

—Intuición masculina —contesta Durbin. Luego se calla, como pensando qué decir a continuación; por último añade—. ¿Por qué el pastel?

— ¿Perdón?

— ¿Por qué dejaste el pastel en vez de cualquier otro producto de tu compra?

—-No llevaba suficiente dinero.

—Ya, eso ya lo sé. Es una lata cuando pasa, pero ¿por qué no dejaste las uvas o las zanahorias u otra cosa?

Janie entrecierra los ojos.

— ¿Por qué lo pregunta?

—Hoy es tu cumpleaños. No me digas que no, he mirado tu ficha.

Janie se encoge de hombros y aparta la mirada.

—Yo no necesito un pastel —dice en voz baja, esforzándose por contener las lágrimas.

El profesor la observa, pensativo. Janie no consigue descifrar la expresión de su cara.

—Bueno, háblame de tu miniexplosión —dice él cambiando de tema.

Janie se encoge.

Suspira.

Señala la pizarra.

—No veo bien lo que escribe.

El señor Durbin se da golpecitos en la barbilla con el dedo índice.

—Ya, eso lo explica todo —afirma sonriendo y echando la silla hacia atrás—. ¿Has ido al oculista?

—Aún no —responde Janie bajando la cabeza.

— ¿Cuándo tienes cita? —inquiere el profesor. Luego se levanta, recoge un vaso de precipitados y los componentes de la fórmula y lo deja todo sobre la mesa de laboratorio de Janie. Le hace señas para que se acerque,

—Todavía no la he pedido.

— ¿Necesitas ayuda económica, Janie? —pregunta él con amabilidad.

—No... Tengo dinero —contesta ella sonrojándose No era ninguna gorrona.

El señor Durbin mira la fórmula.

—Perdona, solo quería ayudar. Eres una alumna excelente, pero para seguir siéndolo necesitas ver bien.

Janie guarda silencio.

— ¿Repetimos el experimento? —pregunta el profesor empujando el vaso hacia ella.

Janie se pone las gafas protectoras y enciende el quemador. Mira las instrucciones parpadeando y mide los ingredientes.

—Esto es un cuarto, no un medio —observa el profesor, señalando.

—Gracias —masculla Janie muy concentrada. No piensa meter la pata por segunda vez.

Pone a calentar la mezcla y la remueve durante dos minutos.

Deja que rompa a hervir.

Cronometra a la perfección.

Apaga el fuego.

Espera.

La solución adquiere un glorioso color morado,

Huele a jarabe para la tos.

Es perfecta.

El señor Durbin le da palmaditas en el hombro.

—Muy bien, Janie.

Ella sonríe y se quita las gafas.

La mano de él sigue en su hombro.

Acariciándolo.

A Janie le da un vuelco el corazón. « ¡Ay, Dios!», piensa. Lo único que quiere es salir de allí cuanto antes.

Él sonríe orgulloso y desliza la mano por su espalda con tal suavidad que Janie apenas lo nota; la mano se detiene en su cintura. Janie está incómoda, muy incómoda.

—Feliz cumpleaños —dice él en voz baja, demasiado cerca de su oreja.

Ella intenta disimular un escalofrío, intenta respirar con normalidad. « ¡Aguanta, Hannagan!», se ordena.

El señor Durbin se aparta y la ayuda a recoger la mesa.

Janie quiere escapar. Sabe que debería mantenerse tranquila pero se escabulle a la primera oportunidad razonable. Una cosa era hablar de lo que podría suceder y otra muy diferente que sucediera. Se estremece y se obliga a caminar despacio, y a reflexionar sobre lo ocurrido.

De camino al aparcamiento advierte que se ha dejado la maldita mochila sobre la maldita mesa del laboratorio.

Sus llaves están en esa mochila.

Y ya han cerrado la secretaría.

Y no tiene un puñetero móvil. «Buenasss, aquí el 2006. Llamo para comunicarte que eres una pringada».

De todas formas vuelve atrás, aunque se sienta una completa imbécil. Se encuentra al señor Durbin en el pasillo, cargando con la mochila.

—Supuse que nos encontraríamos por el camino—explica el.

Janie piensa a toda prisa. Ya sabe lo que debe hacer Forcejea para ignorar el factor miedo.

—Gracias, señor Durbin. Es usted el mejor —dice y, sonriendo con timidez y un punto de coquetería, le da un pellizquito en el brazo. Luego se vuelve y se dirige a la salida dando zancadas, muy consciente de lo que él está mirando.

Antes de doblar la esquina vuelve fugazmente la cabeza. Él sigue allí, contemplándola, cruzado de brazos. Janie lo saluda con la mano y desaparece.

No piensa contárselo a Cabel.

Se disgustaría.

En cuanto llega a casa marca el teléfono de la comisaria, el de su móvil, para contarle su presentimiento.

—Buen trabajo, Janie —la felicita Komisky—, tienes un talento innato. ¿Estás bien?

—Creo que sí.

— ¿Podrás seguir con esto un poco más?

—Sí... sí, seguro que puedo.

—Estupendo. Pues concretemos los detalles. ¿Vais a celebrar un concurso de Química o algo así? ¿Algún con curso estatal entre institutos al que Fieldridge envíe un equipo? ¿Algo parecido?

—No lo sé, pero creo que sí. Debe de haberlo. De Matemáticas hay uno, desde luego.

—Averígualo. Si lo hay y el tal Durbin piensa asistir, quiero que te apuntes. Te pagaremos, por eso no te preocupes. No se me ocurre ninguna otra manera de que puedas entrar en los sueños de ese profesor o de sus alumnas. ¿Y a ti?

—No, señora. Quiero decir que sí, que me apuntaré —acepta Janie, aunque suspira al recordar el viaje en autobús a Stratford.

— ¿Has mirado ya los informes de Martha?

—Un poco.

— ¿Quieres preguntarme algo?

Janie duda, pero recuerda las palabras que la señora Stubin le dijo en el sueño.

—No, todavía no.

—De acuerdo. Ah, Janie...

— ¿Sí?

—Me estás llamando desde tu casa. ¿No te he dado todavía un maldito móvil?

—Pues no.

—Bueno, pues te lo daré y, de ahora en adelante, quiero que no te separes de él, ¿entendido? Pásate por aquí mañana al salir de clase; lo tendré preparado. Y, si no lo has hecho aún, cuéntale a Cabel lo de ese tipo. No quiero que te enfrentes a esto tú sola, ya me agobia bastante que ese psicópata puede acosar a otras escolares; solo faltaría que te pasara algo a ti.

—Sí, señora.

—Una cosa más. I

— ¿Sí?

Hay una pausa.

—Feliz cumpleaños. Aquí sobre mi escritorio tengo un regalito para ti. Mañana, si no estoy cuando vengas, llévatelo también; lo dejaré junto al móvil.

Janie se queda sin palabras.

Traga saliva.

— ¿Entendido? —pregunta Komisky.

Janie parpadea para no echarse a llorar.

—Sí, señora.

—Perfecto —en la voz de la mujer se escucha una sonrisa.

Janie no llega a casa de Cabel hasta bastante después de las seis. Mientras agita las llaves para buscar la adecuada, él abre la puerta. Janie lo mira y sonríe.

— ¡Hola!

— ¿Dónde estabas?

—Perdona. Han pasado muchas cosas —responde quitándose el abrigo y las botas.

— ¿Qué cosas?

Janie olfatea el aire.

— ¿Qué estás cocinando?

—Pollo. ¿Qué cosas?

—Bueno, ya sabes, llegué tarde a clase y todo me salió mal y demás. ¿Nunca has tenido un mal día?

Cabel se acerca al horno para darle la vuelta al pollo.

—Claro, prácticamente todos los del último semestre fueron malos, ya sabes, todos esos en los que no me hablabas. Cuéntame qué ha pasado.

Janie suspira.

—Me explotó el vaso de precipitados, en la tercera hora, con Durbin. Tuve que quedarme después de clase para repetir el experimento.

Cabel la mira, con las pinzas de cocina en la mano.

— ¿El tipo del supermercado?

Ella asiente.

— ¿Y?

—Y… puede ser el que estamos buscando. He llamado a Komisky.

Cabel deja las pinzas sobre la encimera, con bastante fuerza,

— ¿Por qué piensas que puede ser él?

—Me tocó... y fue raro —responde Janie a toda prisa, tras lo cual da media vuelta y se dirige al baño.

Pero Cabel le pisa los talones, y no se puede cerrar la puerta del baño con el pie de Cabel entre la hoja y el marco.

— ¿Dónde? —grita él.

Janie se encoge, suelta un chillidito, suspira, se recompone y le lanza una mirada asesina.

— ¡Ya está bien, Cabel! ¡Si no eres capaz de llevar esto sin tocarme las narices, solo conseguirás que no te cuente nada!

El la escucha.

Desorbita los ojos.

—Ay, cariño —susurra echándose atrás y palideciendo. Vuelve lentamente a la cocina y se inclina sobre encimera. Hunde la cabeza entre las manos; el cabello le cubre los dedos.

La puerta del baño se cierra.

Cabel se aparta el pelo de la cara y, por fin, frustrado, decide llamar también a Komisky.

— ¿De qué va todo esto, comisaria?

Su pregunta no obtiene respuesta, así que añade:

—-Janie dice que la tocó. Solo he podido sacarle eso

Asiente.

Se tira del pelo.

—Sí, señora.

Escucha atentamente.

Le cambia la cara.

— ¿Cómo dice?

Y después:

— ¡La madre que me...! —masculla—. ¿En serio? —cierra los ojos—. ¡Para matarme! No sabía nada.

Cuelga el teléfono.

Lo deja en la mesa.

Se dirige al baño.

Apoya la frente en la puerta.

—Janie —dice—, lo siento mucho. No soportaba la idea de que el tipejo ese te hubiera tocado. No volveré a perder así los nervios nunca más, te lo prometo.

Espera. Escucha.

—Janie—repite.

Empieza a preocuparse.

—Janie, por favor, dime solo si estás bien. Dime algo, por favor, solo para saber si estás bien...

—Estoy bien.

— ¿No podrías salir?

— ¿Vas a dejar de gritarme?

—Sí. Lo siento mucho.

—Me estabas volviendo loca —dice Janie al salir— y, además, me dabas miedo.

Cabel asiente.

—No vuelvas a hacerlo, ¿vale?

—Vale.

19:45

En la cocina, Cabel reduce al mínimo el fuego del pollo para intentar salvarlo. Janie está en la sala de ordenadores, escribiendo sus notas.

Cabel entra en la habitación y se sienta enfrente de ella, delante del ordenador libre. Navega un poco, teclea un poco, pulsa «Enviar». El ordenador de Janie emite un tintineo; cuando acaba de escribir las notas, mira el nuevo mail.

Es una felicitación.

Sencilla y bonita.

Te quiero y lo siento, y soy gilipollas.

Feliz cumpleaños.

Besos,

Cabe

Janie baja la mirada hacia las teclas, ordena sus pensamientos y redacta la respuesta.

Querido Cabe:

Gracias por la felicitación.

Significa mucho para mí.

Llevaba nueve años sin recibir una, y acabo de darme cuenta de que eso es la mitad de mi vida. Yo también siento ser gilipollas. Sé que te saca de quicio que no me cuide... Por eso estabas enfadado el otro día, ¿verdad? Intentaré trabajar más con los sueños, para que no me confundan tanto, y desde hoy llevaré las provisiones en mi mochila (nada de coches). Si hubiera hecho eso desde el principio, te habría ahorrado muchas preocupaciones.

La cuestión es que me encanta que estés ahí para ayudarme. Contigo siento que hay alguien a quien le importo, ¿sabes? Así que lo mismo he sido descuidada a propósito, precisamente para que te preocuparas, ¡Es increíble, menuda idiota! Te aseguro que de hoy en adelante eso va a cambiar.

De todas formas... ¿por qué te agobias tanto por este caso?

Yo lo único que sé es que te echo de menos. Mucho.

Besos,

J.

Janie lo relee y lo envía.

El ordenador de Cabel tintinea.

El chico lo lee y contesta:

Querida J.:

Tengo que explicarte algo.

Después de prenderme fuego... mi padre murió en la cárcel, mientras yo aún estaba en el hospital con los injertos de piel y demás. Por lo tanto, nunca tuve ocasión de reprocharle lo que me había hecho, y no solo físicamente, sino por dentro, ¿sabes? Así que durante un tiempo me desquité con otras cosas.

Ahora estoy, y soy, mejor. Con ayuda mejoré de verdad, pero estoy muy lejos de ser perfecto, y aún tengo que luchar para mantener mi mejoría, por así decir. El caso es que tú... Tú eres la única persona que me importa de verdad, y respecto a eso soy muy egoísta. No quiero que te toque nadie más ni quiero que corras ningún peligro. Por eso odio este caso. No soportaría que te hicieran daño ni verte tan confundida como estuve yo; supongo que por miedo a perderte.

Me gustaría que siempre estuvieras a salvo. Me preocupo un montón por ti. Si no fueras tan cabezona respecto a la independencia... pero, en fin. Aunque hemos pasado mucho en los últimos meses, no nos conocemos bien, ¿no crees? Me gustaría que eso cambiara, ¿a ti no? Quiero conocerte mejor, saber lo que te gusta y lo que temes, y que tú sepas lo mismo de mí. Te quiero.

Intentaré no hacerte daño nunca más. Sé que soy un neuras, pero seguiré intentando mejorar a tu lado mientras tu me dejes.

Besos,

Cabe

Enviar.

Tras leerlo, Janie traga saliva a duras penas y se vuelve hacia él.

—Sí, yo quiero lo mismo que tú —dice, después de lo cual se levanta para sentarse sobre sus muslos y rodearle el cuello con los brazos. Él la abraza por la cintura y cierra los ojos.

10 de enero de 2006, 16:00

Janie entra en la comisaría, pasa por el detector de metales y sube las escaleras.

— ¿Qué hay, chica nueva? —dice un treintañero cuando la ve llamar al despacho de Komisky—. ¿Hannagan, no? La comisaria ha dicho que entres y recojas unas cosas que te ha dejado. Yo soy Jason Baker, trabajé con Cabel en el asunto de las drogas.

Janie sonríe.

—Encantada de conocerte —dice dándole la mano—. Gracias —añade abriendo la puerta del despacho. En una esquina del escritorio está el más diminuto teléfono móvil que ha visto en su vida y, al lado, una caja de tamaño mediano y un sobre. La caja está adornada con un lazo. Janie sonríe, recoge los objetos y sale del despacho. Cuando llega a su coche, contempla la caja y el sobre, disfrutándolos.

Por fin, decide abrirlos en casa.

16:35

En cuanto se sienta en su cama, lo primero que abre es el sobre. Es una tarjeta de felicitación bastante clásica cuyo único rasgo personal estriba en la firma: «Fran Komisky». Dentro hay un cheque regalo para un curso de autodefensa en el gimnasio Artes Marciales Mario, i Genial!

La caja contiene toda una serie de caprichos que Janie jamás se habría permitido: velas relajantes, aceites para el estrés, sales de baño y una plétora de lociones aromáticas en frasquitos minúsculos y deliciosos. A Janie se le escapa un chillido. Es el mejor regalo de su vida.

Llama al gimnasio y se apunta a un curso que empieza al día siguiente, después consulta la guía en busca de ópticas. Pide cita en una que abre por las tardes. La recepcionista le dice que hay una cancelación a las cinco y media, y que si le viene bien.

Estupendamente.

Luego recoge los ahorros de la universidad.

Una hora después sale de la óptica con cuatrocientos dólares menos y unas gafas molonas y sexys. Le encantaa Y, encima, ve.

Ahora se da cuenta de lo mal que veía antes.

La diferencia es increíble.

Va derechita a casa de Cabel, porque no puede quedarse mucho. Llama a la puerta principal, que Cabe abre toalla en mano, secándose el pelo. Janie le sonríe de oreja a oreja.

Él la observa boquiabierto.

— ¡Dios bendito! Pasa —dice tirando de ella hadad interior y cerrando de un portazo—. ¡Qué bien te sientan!

—Gracias —responde Janie poniéndose inconscientemente de puntillas una y otra vez—. Además, tienen otra ventaja.

—A ver si lo adivino... que ves.

— ¿Cómo lo has sabido?

—Pura chiripa.

— ¡Oye, vamos a cambiárnoslas!

Cabe sonríe con malicia, pero se quita las suyas y se las da. Janie hace lo propio y se pone las de Cabe, que la mira divertido.

— ¡Madre mía! ¡Qué asco de ojos tienes! —exclama Janie.

—No —replica él—. Esos son los tuyos. Mis gafas apenas tienen graduación...

Janie se las quita y se las devuelve apretándoselas juguetonamente contra el pecho.

— ¡Mira que eres capullo! Tú no necesitas gafas, ¿a que no?

Cabe la agarra por la cintura y la atrae hacia sí.

—Eran parte de mi imagen —admite riéndose—, y acabé por acostumbrarme a ellas. Me gustaban, así que seguí poniéndomelas. Me hacen sexy, ¿no crees? —dice, y le planta un beso en la coronilla.

— ¡Qué bien hueles! —exclama Janie estrechándolo entre sus brazos—. ¡Oh! Mira —añade sacándose el móvil del bolsillo—. No tengo ni idea de cómo funciona, pero a ¿que es una monería?

Cabel se lo coge y lo examina. A fondo.

—Este teléfono —dice por fin muy serio—, este teléfono es el que yo quiero.

Ella se ríe.

—Pues es mío.

—Janie, me temo que no lo entiendes. Lo quiero.

—Pues te aguantas.

—Dispone de identificador de llamadas; internet; video, cámara y grabadora digitales. ¡Lo más de lo más!... Me estoy poniendo de un calentito...

— ¿Ah, sí? —pregunta Janie con voz grave e insinuante—· ¿Quieres jugar con mi móvil, pequeño?

Él la mira con ojos ardientes.

— ¡Pues más bien sí! —contesta. Luego le acaricia el cabello, desliza las manos hasta metérselas en los bolsillos traseros de los pantalones y se inclina para besarla.

Las gafas de ambos chocan.

—Mierda —rezongan a la par, riéndose.

—De todas maneras no puedo quedarme —añade Janie—, y encima he aparcado en tu camino de entrada.

—Espera un segundo, ¿vale? —Cabel se marcha y vuelve un momento después—. Toma —dice entregándole una cajita—, es para ti. Por tu cumple.

Janie se queda boquiabierta. Siente algo muy extraño al tener que abrirla delante de él. Se humedece los labios y examina con gran atención la caja y la cinta que la rodea.

—Gracias —dice bajito.

—Err... —Cabel se aclara la garganta—, la verdad es que el regalo está dentro, ¿sabes?, la caja es solo una especie de regalito de propina. Aquí en el planeta Tierra somos así de raros.

Janie sonríe.

—Es que quiero disfrutar de la caja... y del hecho de que me hayas comprado algo. No tenías por qué hacerlo, Cabe.

—Solo ha faltado que me dijeras que tu cumpleaños era ayer, así habría podido dártelo en su día.

—Sí —responde Janie con un suspiro—, pero así soy yo; me gusta compadecerme de año en año. Debería habértelo dicho. ¿Cuándo es el tuyo?

—El veinticinco de noviembre.

Janie le mira a los ojos.

—El fin de semana de Acción de Gracias.

—Así es. Tú estabas con el asunto de los sueños, y no nos llevábamos precisamente bien.

—Debió de ser un fin de semana asqueroso.

Cabe guarda silencio un instante antes de decir:

—Ábrelo, Janie.

Ella quita la cinta.

Abre la caja. Hay un diamante muy pequeño, un diamante que cuelga de una cadena de plata y que, al recibir la luz, esplende.

Janie profiere un gritito ahogado y se echa a llorar.

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