Teme

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LOS PROS Y LOS CONTRAS

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LOS PROS Y LOS CONTRAS

26 de enero de 2006, 09:55

Cuando Janie está a punto de salir de la segunda clase de la mañana, el señor Wang le pregunta:

— ¿Puedes quedarte un minuto, Janie?

—Claro.

El profesor espera a que la clase se vacíe para decir:

—Solo quería felicitarte por tu trabajo. Tienes un talento especial para la psicología, y tu primer examen ha sido brillante.

Janie sonríe, un poco asombrada.

—-Gracias.

— ¿Has considerado la posibilidad de estudiar Psicología?

—Bueno... sí, de vez en cuando, pero todavía no estoy segura de la carrera que cursaré.

—Luego... ¿piensas estudiar una carrera? —la voz de Wang tiene un dejo de incredulidad—. ¿Con becas?

Janie parpadea al sentir el desdén, al sentirse pobre, como si por no vivir en la zona rica de la ciudad se esperara menos de ella.

— ¡Pos ya me gustaría, ya! —responde dando a su voz un tono nasal e ingenuo—, pero el pequeño Earl está en camino y mi ma no pue quedarse sola en la caravana, ¿sabe usté? Tendría que encontrar a papá Earl p’agenciarme un poco pasta, ¿sabe usté?

El señor Wang la mira con unos ojos como platos.

Janie da media vuelta y sale de clase a toda prisa: llega tarde a Química.

Perdón —le dice al señor Durbin al sentarse a su mesa del fondo del laboratorio. Los demás ya están trabajando. Janie copia las ecuaciones de la pizarra. Sigue asombrándola lo bien que ve.

Se inclina sobre su mesa y garrapatea los números en una hoja de cuaderno. Luego completa la fórmula y la comprueba por duplicado. El señor Durbin recorre el aula lentamente, dando indicaciones y bromeando.

De vez en cuando Janie levanta la mirada para observar su lenguaje corporal y su forma de relacionarse con los alumnos, sobre todo con las chicas. Como no ha dicho ni hecho nada inapropiado desde el pequeño incidente ocurrido unas semanas antes, Janie empieza a cuestionarse su primera impresión. ¿Pasó realmente, o se sentía tan mal consigo misma aquel día que solo fueron imaginaciones suyas?

Desde luego, es un profesor fantástico.

Sí, y ahora se detiene junto a su mesa y observa su trabajo.

—Tiene buena pinta, Hannagan —dice en voz baja, pero en realidad no está mirando el preparado, que hierve alegremente sobre el quemador.

Le está mirando el escote.

Al acabar la clase, la llama cuando ella se dirige a la puerta.

— ¿Tienes un papelito para mí? —le pregunta.

Janie se queda desconcertada.

— ¿Un qué?

—Un justificante.

— ¿De qué?

—De tu retraso. Has llegado tarde.

Janie se da un manotazo en la frente.

— ¡Huy! Hum... No, no lo tengo, pero el señor Wang me entretuvo al salir de la clase anterior. Él responderá por mí.

—El señor Wang, ¿eh?

—Sí.

—Espera un momento mientras hablo con él.

—Pero...

—Tranquila, te daré una nota para tu próxima clase —dice el profesor marcando el teléfono del aula del señor Wang.

Este parece confirmar la versión de Janie. El timbre que señala el principio de la clase siguiente suena. El señor Wang dice algo más y el señor Durbin suelta unas risitas.

-—Así es —corrobora, y escucha de nuevo—. Ya te digo —añade mirando a Janie de reojo. Mientras cuelga, sus ojos se detienen otra vez en el pecho de su alumna.

—Muy bien —dice sonriendo—, te ha sacado del atolladero. Cuéntame, ¿quién es el padre de la criatura?

Janie sonríe avergonzada.

—Ha sido una broma —dice y se humedece los labios—. Gracias. ¿Puede escribirme la nota?

Claro —contesta él, y escribe sin prisas sobre una hoja de papel reciclado. Luego deja la nota donde la ha escrito, para que Janie tenga que acercarse a recogerla—. ¿Qué te parece? —pregunta sonriendo.

Janie mira el papel.

— ¿Quiere que lo lea?

El asiente y escribe una segunda nota:

—Y esta es para tu profesor.

Janie la recoge también.

—Ah, vale. Er...

—La primera te informa sobre una pequeña fiesta que doy cada semestre en mi casa, solo para alumnos de Química 2. ¿Sería posible que hicieras unas invitaciones para repartirlas entre tus compañeros?

Janie mira el papel.

—Claro, con mucho gusto.

—Tienes pinta de manejar bien el ordenador, ya sabes —comenta risueño agitando los dedos—, de ser ducha en informática.

—Eso es por mis gafas de empollona —dice ella alegremente.

—Las gafas te están de maravilla, Janie. ¿A que ves mejor?

—Sí, veo genial. Gracias por el interés —contesta sonriendo—. Creo que... debería irme ya. ¿No tiene usted clase a esta hora?

—No, es mi hora libre.

—Ah, qué bien. Quería preguntarle una cosa... ¿Lleva a sus alumnos a alguna feria o competición de Química?

El señor Durbin tamborilea con los dedos sobre la mesa.

—Este año no iba a hacerlo, porque se celebra lejos, en Houghton, en la Universidad Tecnológica de Michigan, pero eres la tercera persona que me lo pregunta. ¿Te interesaría que formara un equipo? Tendríamos que correr mucho: la feria es el mes que viene.

Los ojos de Janie se iluminan.

— ¡Oh, sí, me encantaría ir!

—El viaje en coche se hace eterno. Y habrá que reservar habitaciones en algún hotel. ¿Sería viable? No creo que haya ninguna beca disponible.

Janie sonríe.

—Puedo conseguir doscientos dólares.

El señor Durbin la observa.

—Creo que podría ser una gran experiencia —dice, en voz baja y lenta.

Janie asiente.

—Claro, estupenda. Ya me dirá. Le daré pronto las invitaciones. ¿Diez copias?

—No hay prisa, la fiesta es a primeros de marzo. Sí, diez copias estarían muy bien, pero casi mejor doce, por si Finch pierde la suya, como todo lo demás. Gracias, Janie.

—Por usted lo que sea —responde ella sonrojándose—· Vamos que... ya sabe... —se ríe y menea la cabeza como avergonzada—. No me haga caso.

No pasa nada, Janie. Hasta mañana —dice el profesor, sonriéndole a su escote.

14:05

Janie se sienta a su mesa y saca el móvil de la mochila con disimulo. Lo enciende y envía a Cabel un mensaje de texto: «¿Podrías conseguir las listas de Química 2 del pasado semestre?».

Poco después llega la respuesta: «Claro. ¿Nos vemos a las cuatro?».

Al inclinarse hacia delante, Janie lo ve. Él le guiña un ojo y ella sonríe y asiente.

15:15

Janie llama a Komisky.

—He convencido a Durbin para que lleve un grupo a la feria de Química. Es el mes que viene, en el quinto pino, en Houghton.

—Excelente trabajo, Janie. Como tendrá que llevar una carabina, estarás a salvo.

—Además, va a dar una fiesta en su casa para los alumnos de Química 2. Creo que la da todos los años en marzo y noviembre.

La comisaria hace una pausa para mirar sus notas.

— ¡Bingo! La primera llamada fue el cinco de marzo, la segunda a principios de noviembre. Creo que hemos dado con algo interesante, Janie. Buen trabajo.

Janie cuelga, dominada por la excitación nerviosa.

«Esto es demasiado raro», piensa.

16:00

En casa de Cabel, anota con más detalle la conversación mantenida con Durbin (de la que ya había tomado notas al llegar a su siguiente clase). Cabel se contiene para no enfadarse, tal como le había prometido.

Ha conseguido la lista del semestre anterior, así como la de la primavera pasada.

—Bien pensado, Cabe.

—Mañana les seguiré la pista a las chicas de esos periodos para ver dónde tienen clase.

—Genial.

Janie imprime una invitación para la fiesta. Se iba a celebrar el sábado cuatro de marzo. Hace catorce copias más y Je entrega dos a Cabel.

—Una para ti y otra para la comisaria.

—No sabes lo que me gustaría estar allí...

—Pero estarás cerca, ¿no?

—Demonios, pues claro.

Janie se levanta y le da un abrazo.

—Tengo que irme.

Él la mira con nostalgia.

— ¿Tengo que preocuparme por que lleves tres semanas sin pasar la noche aquí?

— ¿Qué te parece si me quedo mañana por la noche?

Cabel sonríe y exige:

—Y el sábado.

—Vale. ¿No tienes «cosas» que hacer?

—Este finde no.

—Pues hecho.

—Genial. Hasta mañana —dice él acercándose para besarla. Después Janie se va a toda prisa, corriendo sobre la nieve.

18:37

Janie, consciente del interés de Komisky, retoma los archivos de la señora Stubin. Ya hace más de un mes que la comisaria se los dio, pero son muy interesantes y está aprendiendo mucho. Cómo obtener información de un sueño, cómo saber qué buscar en cada uno de ellos... La señora Stubin era capaz de pausarlos y de obtener panorámicas, como si fuese una cámara, y de ver cosas situadas a su espalda. Algunas veces hablaba de rebobinar lo soñado para verlo por segunda vez. Janie no es capaz de hacer nada de eso aún, pero lo intenta en todas las horas de estudio. Quizá ese fin de semana pueda practicar con Cabel.

22:06

Está acabando el último archivo y se frota las sienes mientras lee. Le duele la cabeza. Se toma una excedrina y vuelve a la lectura.

Está fascinada, cautivada, y no deja de preparar su lista de preguntas para formularle a la anciana en el próximo sueño.

Por fin cierra el archivo y lo deja con los demás. Ya solo le faltan unos cuantos papeles sueltos y un cuaderno verde de espiral.

Mira los papeles, son notas garrapateadas con una escritura ilegible (los otros archivos estaban mecanografiados, por suerte). La señora Stubin debió de escribirlas después de jubilarse y quedarse ciega.

Janie las deja aparte y abre el cuaderno verde.

Lee la primera línea. La escritura es desgarbada pero legible, mucho más que la de las notas. Parece el título de un libro:

El viaje hacia la luz

de Martha Stubin

Debajo hay una dedicatoria:

Dedico estas líneas a los cazadores de sueños en especial a los que sigan mis pasos cuando yo me haya ido.

La información que deseo compartir consta de dos aspectos: el amable y el aterrador. Si no deseas saberlo que te espera, cierra este cuaderno. No vuelvas esta página.

Pero si tienes valor para combatir la parte negativa, más vale que la conozcas. Por otra parte, te obsesionará de por vida. Por favor, considera este asunto con la mayor seriedad. Lo que estás a punto de leer contiene mucho más de aterrador que de amable.

Siento no poder tomar la decisión por ti. Debes hacerlo tú. Por favor, no la dejes en manos de nadie más. Lo destrozarías.

Decidas lo que decidas, te queda por delante un camino muy duro. Piénsalo bien, pero ten confianza en tu decisión, sea cual sea.

Buena suerte, amigo o amiga.

Martha Stubin, cazadora de sueños.

Janie siente un nudo en la boca del estómago.

Empuja el cuaderno sin mirar, para quitárselo del regazo.

Lo cierra.

Le cuesta tomar aire; continúa mirando la pared.

Hunde la cabeza entre las manos.

Después recoge el cuaderno, lo mete en la caja, lo tapa con los archivos y esconde la caja al fondo del armario.

03:33

Se precipita al vacío. Cuando mira abajo ve que el señor Durbin la espera con los brazos extendidos, sonriendo malignamente.

Antes de que consiga agarrarla, Janie se desvía hacia un lado y es absorbida por la calle Center, cuyo viento la lleva hacia el banco de madera y la deposita en él. El profesor ha desaparecido.

Al lado del banco, en su silla de ruedas, está Martha Stubin.

—Tienes preguntas que hacerme —espeta la anciana.

Janie, asustada, intenta recobrar el aliento. Se aferra al brazo del banco.

— ¿Qué pasa? —pregunta a voces.

La señora Stubin la mira sin verla. Del lagrimal de su ojo derecho brota una lágrima de sangre que se desliza lentamente por su arrugada mejilla. Lo único que dice es: —Vamos a hablar de tu trabajo.

— Pero ¿qué pasa con el cuaderno verde? —Janie está histérica.

—No hay ningún cuaderno verde.

— Pero... ¡señora Stubin!

Esta vuelve el rostro hacia Janie y profiere una risa burlona.

Janie la mira.

Y…

la señora Stubin se transforma en el profesor Durbin, cuya cara se derrite hasta convertirse en una calavera.

Janie jadea y se despierta gritando, cubierta de sudor frío.

Se quita de encima las mantas, se levanta de un salto, enciende la luz y camina de la cama a la puerta para calmarse.

—No era real —se dice—. Esa no era Martha Stubin. Solo ha sido una pesadilla. Nada más que una pesadilla. Ni siquiera intentaba ir a esa calle.

Pero le da miedo volverse a dormir.

Le da miedo regresar a la calle Center.

27 de enero de 2006

La mente de Janie está muy lejos, o dentro de un cuaderno verde o en el interior de su última pesadilla. Como va tan abstraída por los pasillos del instituto, está a punto de tropezar con Carrie entre las clases de Corta y Doc.

—Hola, Janie, ¿nos vemos esta noche?

—Claro... Hum, es que... No, no puedo, lo siento.

Carrie la mira de una forma muy rara.

— ¿Te pasa algo? No irás a caerte redonda, ¿no?

Janie se sacude las telarañas cerebrales y sonríe.

—Perdona. No, no me pasa nada. Es que estaba distraída. Pensando en universidades y demás. Tengo un montón de trabajo y mi casa está hecha un asco y me duele la cabeza...

—Vale. Es que pensaba que te gustaría enterarte de los últimos cotilleos —dice Carrie. Parece alicaída Ya solo busca a Janie cuando a Stu le toca jugar al póquer, y aunque a aquella no le importa servir de repuesto, está demasiado ocupada para tener a Carrie pegada a los talones.

— ¿Por qué no quedas con Melinda?

—Gracias —responde Carrie mosqueada—, no hace falta que me busques compañía, sé entretenerme sola. Hasta luego.

Janie parpadea.

—Como quieras —farfulla, tras lo cual entra en el aula del señor Wang. Aunque el profesor finge mirar el papel que sostiene en las manos, observa la entrada de Janie, que le sonríe de forma automática. Cuando él no le devuelve la sonrisa ni aparta la mirada, Janie le guiña un ojo.

Eso lo consigue.

El profesor baja la vista, se sonroja y se sienta de golpe.

A tercera hora le toca clase con el señor Durbin. Janie espera hasta el final para darle las invitaciones de la fiesta. Recoge sus cosas despacio, a fin de que salgan todos los demás. Por el rabillo del ojo ve que el profesor la vigila.

Saca las invitaciones y se apresura a llevárselas al escritorio, como si no quisiera llegar tarde a su siguiente clase.

— ¿Le parece bien así? —pregunta.

Él las mira y profiere un silbido de aprobación.

—Ya lo creo —dice. Luego se vuelve hacia ella y arquea las cejas—. Me encantan —añade mirándola fijamente.

Janie se inclina un poco sobre el escritorio.

—Pues si necesita algunas más —contesta—, se las haré con mucho gusto.

El profesor traga saliva.

—Gracias.

Janie sonríe.

—Tengo que irme.

—Solo una cosa —dice él—, tengo autorización para formar un grupo de siete alumnos y acudir a la feria. Será el veinte de febrero. Nos iremos el domingo diecinueve a mediodía, pasaremos allí la noche, acudiremos a la feria y saldremos hacia aquí a las seis de la tarde del lunes, así que solo perderemos un día de clase. Aquí tienes la información y el permiso para que lo firmen tus padres. El coste es de doscientos veinte dólares, más el dinero de las comidas. ¿Te apuntas, entonces?

Janie sonríe.

—Me apunto —contesta. Después recoge los papeles que le ofrece el señor Durbin y sale disparada en dirección a su siguiente clase, mirando mientras corre la lista de alumnos del equipo. Janie es la única que va de su clase.

«Perfecto», piensa.

Lelo, Loca y Lerdo están como de costumbre. Aunque desde que Cabel se empeñó en ponerla en forma, a Janie le gusta la Educación física, sigue sin tragar a Lerdo. También le gustan las clases de autodefensa que da dos veces por semana. A veces Cabel la deja practicar con él.

Aunque pocas.

Sobre todo desde que lo lanzó al suelo de culo La Educación física vuelve a ser mixta, y a Cráter el Lerdo le encanta poner a Janie como ejemplo de por qué los chicos no deben jugar con las chicas en los deportes de contacto; y total porque, en un partido de baloncesto del último semestre, Janie le arreó a Cabel un golpe en los... webs. Aposta.

Hoy, que Lerdo los obliga a hacer las pruebas de esfuerzo que exige el Estado, Janie consigue el récord femenino de flexiones de brazos en la barra fija. Lerdo advierte lo musculosos que tiene los brazos y los hombros y, mientras está allí arriba colgada de la barra, la llama «monada». Janie pone los ojos en blanco y desea tenerlo justo enfrente, preferiblemente en una calle oscura y desierta, para enseñarle un par de monerías.

El aula de estudio está muy tranquila. Janie solo es absorbida por un sueño, y es uno muy débil. No se trata de ninguna pesadilla. Cuando advierte que es una fantasía sexual entre dos chicos que no tiene el menor interés en ver desnudos, sale a toda prisa y con gran facilidad.

Sonríe orgullosa.

Como ve que Cabel la está observando, le dedica una sonrisa y los pulgares en alto. Él le devuelve la sonrisa.

Al acabar los deberes, escribe unas notas sobre Durbin y Wang.

Corrección: sobre Feliz y Doc.

Después se queda allí sentada, mirando al vacío y pensando en Martha Stubin y el cuaderno verde, experimentando una sensación bastante... en fin... aterradora.

De camino a casa entra al supermercado y compra algo de comida, sobre todo por que su madre no se muera de hambre, y unos objetos para el fin de semana. Ya en casa mete en una bolsa de aseo el cepillo de dientes, el champú, y los aceites y las velas, que le obsequió la comisaria. Luego guarda la bolsa en la mochila y se dirige a casa de Cabel, tras dejarle a su madre una nota para decirle dónde puede encontrarla si la necesita.

Después de hacer ejercicio, se duchan y se sientan en el sofá para comentar lo sucedido durante el día, pero a Janie le cuesta concentrarse: cada vez piensa más en el cuaderno verde y en la misión que les han encomendado. Cabel se da cuenta.

¿Dónde estás? —le pregunta al cabo de un rato. Janie se sobresalta y le sonríe.

—Lo siento, cielo... Aquí.

Pero no es verdad, no está allí. Sigue dándole vueltas al sueño Durbin-Stubin, aunque cada vez está más convencida de que había sido una pesadilla, no una visita de la anciana.

Cabel guarda silencio, la mira a la cara y carraspea.

Janie lo ve de repente, ve de pronto al chico con el que quiere estar; y va a pasar todo el fin de semana con el. Se quita a empellones cualquier otra cosa de la cabeza y le sonríe.

—Ups, me había ido otra vez.

Cabel la mira haciéndose el ofendido.

—Qué poco caso me hacen por aquí últimamente —se queja.

Janie le acaricia la mejilla y le besa en la boca, recorriendo sus dientes con una lengua juguetona hasta que la de él se rinde al juego.

Una oleada de algo — ¿de amor?— hace que a Janie le cosquillee la piel, pero también se amedrenta cuando piensa en el futuro, en esa maldición de los sueños que siempre se cernirá sobre ella. Nunca había pensado en tener pareja. Nunca había imaginado que habría alguien dispuesto a lidiar con sus estrambóticos problemas. Se pregunta sin querer cuánto estará dispuesto a aguantar Cabel antes de cansarse de todo y mandarla a freír espárragos.

Desesperada, aparta de sí aquel pensamiento y trata de sentir tan solo el calor del cuello de Cabel contra los labios.

Le tira de la camiseta y desliza sus temblorosas manos por debajo para explorar de nuevo su irregular piel, las cicatrices de su vientre y de su pecho. Sabe que él siente a veces lo mismo que ella: que nadie quiere compartir sus problemas. «Es posible que duremos un montón», piensa, « ¿por qué no? Inadaptados y unidos».

Las manos de Cabel trazan un lento camino entre sus hombros y sus caderas mientras se besan. Después se quita la camiseta y abraza a Janie.

—Esto está algo mejor —le susurra al oído.

— ¿Solo algo?

Cuando la penumbra del anochecer cubre la habitación, Janie desabrocha poco a poco los botones de su blusa y la deja caer al suelo.

Cabel se queda quieto, observándola, sin saber que hacer. Cierra los ojos un instante y traga saliva con dificultad.

Janie se lleva las manos a la espalda para desabrocharse el sujetador. Después vuelve la cara lentamente hacia su compañero.

— ¿Cabel? —dice mirándolo a los ojos.

— ¿Qué? —pregunta él en un susurro casi inaudible.

—Quiero que me toques —le contesta, tomando su mano para guiarle—, ¿vale?

—Sí.

Luego se saca un preservativo recién comprado del bolsillo, lo deja sobre el vientre del chico y le desabrocha los vaqueros.

Cabel se queda un momento mudo, indefenso, incapaz de sentir nada salvo el deseo. Después, con suspiros entrecortados, toca su piel, sus senos, sus caderas. Mientras la oscuridad gana terreno, se besan como si sus vidas dependieran de ese aliento compartido y, con urgencia, por primera vez, se aman con los ojos y los cuerpos, como si aquella fuese la última oportunidad de sus vidas.

Por la noche, mientras yacen juntos en la cama, Janie se da cuenta de que ha llegado el momento. Antes de leer el cuaderno verde, antes de que pase lo que tenga que pasar, necesita decir lo que siente, porque Cabel es la única persona que le importa.

Practica mentalmente.

Forma las palabras con los labios.

Después las pronuncia en voz alta:

—Te quiero, Cabe.

Al no obtener respuesta, se pregunta si Cabel se habrá dormido, pero en ese instante él hunde la cabeza en su cuello con infinita ternura.

1 de febrero de 2006

Janie se pasa la semana intercambiando indirectas sexuales con el señor Durbin, cruzando miradas equívocas con el señor Wang y haciendo bromas maliciosas con el señor Cráter.

Cabel sigue averiguando el paradero de las alumnas del anterior semestre de Química 2. Trabaja sin parar entre bambalinas, sin comentar gran cosa al respecto y tratando de controlar la inquietud que le provoca que el tal Durbin ronde a la chica que ama. Es muy consciente de que cualquier comentario no hará sino aumentar la tensión entre ellos.

—Entonces —dice con precauciones—, vais siete alumnos más Durbin. ¿Y quién va de carabina?

Janie levanta la mirada del libro de Química.

—La señorita Pancake.

Cabel lo anota en su cuaderno.

—Cuatro chicas. ¿Compartiréis habitación?

—No —contesta Janie—, yo dormiré con Durbin.

—Ja, ja—refunfuña Cabel. Después le quita el libro, le acaricia el cabello y la besa—. Te estás buscando un lío, Hannagan.

— ¿Y tú eres...? -—pregunta Janie entre risitas.

—El lío.

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