Taxi

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Martes » 8. Look here

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8

Look here

Sofía, tras bajar de su Seat Toledo, se acerca renqueando al encuentro de su amigo. Sandino hubiera preferido quedar más tarde, después de cenar, para dejar abierta la posibilidad de tomar algo después de la cena, pero lo que van a hacer ahora es un mal menor: beber sentados sobre el capó de los coches en una de las explanadas cerca del cementerio de Montjuïc, con unas vistas maravillosas de la ciudad a la altura de la parte industrial del puerto, y luego despedirse antes de las diez. Ya que el insomnio sigue agarrado a su cabeza con tenazas y que no piensa volver por casa —una decisión que ya tomó al salir esta mañana y que sólo habría cambiado si Lola hubiese demostrado que lo que quería decirle era cualquier cosa menos que lo suyo había terminado—, le hubiera ido mejor alargar las horas de la noche como una goma caliente. Sofía siempre tiene sus propios planes, excepto cuando te involucra en ellos, y entonces tú no tienes más planes que los suyos.

Le dura mucho, piensa Sandino, esa cojera debida a un espolón que sólo mejoraría con infiltraciones. Pero cada intervención queda postergada una y otra vez porque, al parecer, resultan muy dolorosas. Sofía tiene treinta y dos años, complexión media, cabello moreno en media melena, ojos pequeños como pequeñas son las facciones, es despreocupadamente bonita. Sus movimientos son perezosos pero seguros. Nunca se le resbalará una taza de las manos, nunca sus gestos dirán algo que no quieran decir. Bebedora de cualquier cerveza y whisky caro, trabajadora, tacaña e independiente. Pelopo, Sebas y la mayor parte de la gente opinan que es lesbiana, pero Sandino —que la conoce y se lo ha preguntado abiertamente, con seguridad demasiadas veces— sabe que no es así. A Sofía simplemente no le interesa el sexo. Lo ha probado con unos y con otras. Y le resulta un incordio follar. Follar, el antes y después de follar y ser follada.

Sandino parece alardear de su cigarrillo recién prendido, esgrimido como si fuera una espada láser. Desde la perspectiva de la mujer, parece que haya aparcado casi en el borde de la ladera de la montaña. El taxista, que ha llegado temprano a la cita, ha estado hasta hace apenas nada mirando el paisaje, dejándose llevar por esa vida inmóvil, envidiándola. Esas aguas quietas con sus yates de lujo, los barcos mercantes, las canoas de los regatistas que aprovechan las últimas luces de media tarde de ese mes de octubre. En tierra, containers como edificios de apartamentos guardan toneladas de ropa, material explosivo, juguetes, drogas, muebles y comida. En el cielo, por encima de la línea del horizonte, las nubes blancas se tornan malvas mientras un ruido de fondo, casi imperceptible al principio, un sonido espeso, aplasta —en cuanto eres consciente de él— el silencio de los muertos de allí al lado, en el cementerio, el roer de los gusanos, los detritus, el propio maquinar de los pensamientos de Sandino.

Sofía llega a su altura y se sienta al lado, en el capó del Toyota. Piensa en bromear pero no lo hace. Se autocensura el tono erróneo que supondría su broma nacida muerta. Sofía se limita a contemplar el espectáculo y suspira.

—Creo que había un programa de radio en el que el locutor decía algo así como: «¡Qué bonita eres, Catalunya!». Mi padre siempre lo repetía cuando íbamos los domingos por ahí.

—…

—Creo que el locutor se lió con la Isabel Gemio cuando era una cría.

—A mí me ponía de chaval, la Gemio.

—Tú ya estabas enfermo.

Sandino no responde. Da una profunda calada a su Lucky y espera. Al principio de conocerse y frecuentarse, una noche estuvo a punto de liarse con ella. No recuerda qué pasó, pero no lo hicieron. Tampoco por qué han seguido viéndose. A veces repara en que quizá no sean ni amigos. Igual hubo un baile y en el baile hubo un malentendido y se toparon y acabaron bailando pegados y, en estos años, ni Sofía ni Sandino han encontrado el momento de aclarar ese malentendido, decirse abiertamente que no tienen que salir juntos cada noche que hay baile. Recuerda cómo se conocieron, el porqué de su simpatía al modo de los chavales en el instituto. Fue en la cola del aeropuerto. Ella era rara y no se hacía con nadie. Le gustaba Morrissey y algunos grupos españoles que molaban de los ochenta. Y no coqueteó con él.

—Tengo maría. Y liada ya. ¿Fumamos?

Ésa es la única droga que quedó fuera de la promesa que, en su día, Sandino hizo a Lola. Fue una promesa cruzada. El historial de Lola también quedaría cerrado. No más autolesiones. No más encauzar la angustia hacia un dolor físico. Pero de eso ya hace mucho mucho tiempo. Ahora ella ya sabe quererse sola, por eso puede decidir dejarle. Desde dentro de esa súbita amargura en la que acaba de tropezarse sin querer, Sandino enseña su cigarrillo. Esperarán. No mucho, ya que el taxista apura el pitillo para percutirlo lanzándolo montaña abajo, una vez liquidado el capullo contra el capó de su automóvil.

Sofía, cuando se la saca de su rutina, puede mostrarse incapaz de descifrar la realidad conforme a los mínimos parámetros de cualquier sentido común. Su voluntarismo, su querer que las cosas sean como ella quiere que sean, exaspera a Sandino, más dado a pensar y repensar las cosas que se pueden gestionar, y obviar el resto. Hoy la taxista está de un buen humor sobreactuado. No tarda en hacer su número de magia, en el que, de la nada, aparece un canuto. El hombre le da lumbre, con la que se le ilumina el rostro a la mujer: pálido, dientes salidos, labios y nariz carnosos. «Un buen muerdo, un buen beso», piensa Sandino. Le tienta sincerarse, pero sabe que Sofía no es el mejor interlocutor posible para según qué temas sobre los que no hablan, pues hacerlo le genera, enseguida, una sensación de agotamiento que lleva el olor pestilente de lo que se pudre apenas lo enuncias.

—¿Sabes que los Beatles tenían contratados a dos tipos cuya única función consistía en liarles porros?

—Lola me deja.

—Es buena la hija de puta, ¿eh?

Sandino inhala la marihuana mientras asiente con la cabeza. Sin saberlo, lo necesitaba, pero está a punto de toser como un niñato.

—¿Por qué te deja? ¿Tiene un lío ella? ¿Se ha enterado de algo?

—No lo sé. En realidad, hace tiempo que lo que teníamos ya no está, pero a mí me da igual. Me basta con estar. Con que ella esté.

—Igual a ella sí que le importa. Igual se ha cansado de que tú estés, pero no estés. Tú estás hecho de piel de cebra, chaval. ¿Sabes por qué tienen esos dibujos las cebras?

—Sí: todos vemos los mismos documentales.

Sandino devuelve el canuto. Una brisa agradable se levanta. Esa sensación, sumada a la marihuana, hace que cierre los ojos y quiera estar al mismo tiempo ahí y en otro lugar, en cualquier momento en el que no le suceda nada a su vida. Recuerda cuando de chaval subía con sus colegas a este mismo cementerio. Cuando se dejaban caer a la cola del grupo María José y él para besarse entre las tumbas, magrearse, las manos bajo aquellos jerséis a veces hechos por abuelas o comprados en Marga en un tres por dos. Ese aroma a acné, cigarrillos, sexo y colonia de bebé, llevado y traído por una brisa como aquélla, salada, espesa, de un estío que nunca era como uno imaginaba, dentro de una ciudad que no parecía haberlos tenido jamás muy en cuenta ni a ellos ni a sus padres.

—¿Qué? ¿Me dices qué se dejaron en el taxi?

—Biblias.

—Vete a tomar por saco.

—Se dejaron una bolsa de deporte.

Sofía deja en los huesos el porro y se lo entrega a Sandino para el tiro de gracia. Éste se empieza a aburrir de querer saber, de estar allí, de estar pendiente de Lola, de no caerse de sueño en ese suelo de tierra si fuera necesario. Lleva demasiados días sin haber dormido más que unas cabezadas a deshoras y no hay señal de que su cerebro quiera, por el momento, apagarse.

—Había pastillas, muchacho. Un montón de pirulas. De todos los colores del arco iris, Sandino. Eso había. Y una bolsa de supermercado, del Mercadona creo, con dinero. Billetes de cincuenta. No sé cuántos.

—Joder.

—Sí, joder. Te explico lo que me pasó, pero no me vas a creer. En serio, casi no me lo creo ni yo. Y lo peor es que, por una vez, me digo: Sofi, no seas idiota, haz lo que debes hacer.

—¿Dónde está ahora esa mierda?

—¿Me quieres escuchar? Hice lo que debía. Fui con la bolsita de las narices a la comisaría de los mossos, les expliqué lo que había pasado, me pidieron los datos y adiós muy buenas, señora ciudadana del año, ya la llamaremos para la entrega de la llave de la ciudad.

—Y los otros no te creen.

—No, pero lo que no entiendo es qué tienen que ver ellos con todo esto. Fue un pasaje de calle. ¿Cómo se han enterado? ¿Qué les va en esta historia? Eso me mosquea.

—Igual los propietarios de las biblias acudieron a las emisoras para localizar el taxi.

—Estamos en lo mismo. ¿Qué más les da a ellos?

—Pero ¿quién se dejó la bolsa?

Sofía se levanta del capó del Toyota y se dirige hacía su Toledo. Por un momento, cuando ve cómo abre el maletero, Sandino cree que va a traer la bolsa, la droga, la puñetera caja de Pandora. Pero no. Son las cervezas —Alhambra: seguro que de ocasión— que se conservan moderadamente frías en la nevera portátil que suele llevar Sofía a esos encuentros en el cementerio. Una para ella y otra para Sandino.

Chas.

El maravilloso primer trago.

—Todo fue raro desde el principio. En realidad, al meterse esos mierdas he llegado a la conclusión de que yo me adelanté, vamos, que no era el taxi que esperaban. Había tres tíos, uno gordo y dos flacos, espigados, en Ciutat Olímpica. Yo creía que salían del casino. Estaban cerca. No en la puerta, cerca, por allí. Tampoco en la parada, si no, no los hubiera recogido, en el lado de La Luna. Uno de los tíos no parecía de aquí. Se sube el gordo con una bolsa de deporte, la jodida bolsa de marras. Los otros se despiden. El tío me dice de malas maneras: «¿Quién eres? ¿Y los morenos? ¿Ya no quedaban o qué?». O algo así. Yo creía que me vacilaba. Le seguí el rollo. Dije que si no había negros, cogían a mujeres con mala hostia. Eso le hizo gracia. Pero en nada volvió al tono de antes. Me dice: «¿Quieres arrancar de una vez o qué?». Era turno de noche, Sandino. Estaba cansada. No quería problemas, así que hago como que no he escuchado nada. Arranco. Le digo que adónde vamos. El tío me insulta, yo me reboto. No mola nada aquello. Lo sé. Al final, me da una dirección. En Terrassa, donde estaban las casas okupas, la Synusia, ya sabes. No mola, pero es lo que hay. Al rato, nada, un par de minutos, empiezo a notar movimientos por atrás. Echo un ojo por el retrovisor y no veo al hijo de puta. Me giro y está allí a medio caerse y no parece que esté en plan de echarse una siesta. Detengo el taxi. Me bajo. El tío está francamente mal. Tiene espasmos, trato de bajarlo del coche. Él no quiere. Y de pronto, la gran cagada: empieza a vomitar sangre. Como si se le hubiera reventado algo dentro. Tuve un cuñado que murió de algo así en medio de una reunión familiar. Tenía jodido el hígado y eran varices en el esófago. Se te revientan y apenas tienes tiempo de nada. Desisto de sacarlo. Me subo al taxi. A toda leche. A tomar por culo: semáforos en rojo y coches, en plan peli americana. Llegué en nada al Hospital del Mar. El tío aún boqueaba, pero tenía muy mala pinta. No llevaba documentación. Nadie sabía quién era. Eso sí, tenía una pistola en el bolsillo de la chaqueta. Vino la poli. Yo dije lo que sabía. Lo poco que recordaba. Ok. Muy buenas. Agur.

—¿Y la bolsa?

—La bolsa se me había quedado en el coche. Con todo el lío se quedó tirada en el suelo del taxi. Estaba tan atacada que me fui a hacer una cerveza donde el Manel y luego para casa. Cuando dejo el coche en el garaje, decido limpiar la sangre y la veo. La abro y el tesoro. Y aunque nadie se lo crea, tuve los santos ovarios de volver a sacar el taxi a la calle con sangre y todo, y me dirigí a Aiguablava y les entregué la bolsa de marras. Expliqué lo del hospital, claro.

—¿No te tentó? Hace unos años, la bolsa hubiera llegado por la mitad.

—¿Qué hago yo con toda esa mierda? Paso. La gente está muy loca y para qué me voy a buscar la ruina. Ya tengo casi todo lo que quiero.

Sandino empieza a aplaudir. La maría es buena. Los botellines han caído. Las sombras se han apoderado de casi todo el escenario. Los muertos deben de estar a punto de salir de sus tumbas y ahora esa sublime interpretación de Sofía, la taxista más tacaña, devolviendo dinero en efectivo. Seguro que fue así.

—Muy bien, chica, muy convincente. Ahora saca la bolsa y pásate unas pills, venga.

—Hostia puta, que la devolví, tío. ¿Por qué nadie te cree cuando dices la verdad y todo el mundo se cree cualquier mentira, por absurda que sea?

—Cuesta pensar que no pillaras al menos algo de la pasta. Yo lo hubiera hecho. No todo, pero algo sí.

Sofía no contesta. Su amigo cree que está sopesando confesar o no hacerlo. Aunque quizá le haya dicho la verdad y ahora se arrepiente de haberse asustado y haberlo devuelto. Hay que reconocer que quitarse de encima pronto y bien esa bolsa era la opción más inteligente. En los atestados se relaciona todo. Y los billetes, uno a uno. Los propietarios de ese dinero podrían saber con facilidad qué había llegado a manos de la policía y qué no.

—Hablaré con esos gilipollas, les enseñaré el papelote de la denuncia y se lo explicaré para que se lo cuenten a quien sea menester.

—Eso, menester… ¿Sácate otra birra, no?

—Ve tú. —Sandino obedece y se aleja de Sofía—. Bueno, ¿y tú qué?

—Yo, nada.

Sandino espera a regresar con las cervezas para, después de entregar la suya a la taxista, contestar algo, cualquier cosa.

Chas otra vez.

—Nunca he entendido por qué te acojona tanto que te deje.

—No lo sé. Nunca he sabido estar sin ella. He podido estar sin otras tías, pero no sin ella.

—De una manera retorcida, suena bien. En realidad, aunque tú y yo somos distintos nos parecemos en algo. Lo jodido que nos ha venido el sexo. A mí las relaciones, al menos las que me funcionan, lo hacen hasta que el sexo saca la cabeza y lo monopoliza todo. Tú, sin sexo, eres un animalillo romántico, una peli de Julia Roberts de domingo por la tarde.

—En realidad, no creas que disfruto mucho con el sexo.

—¿Entonces…?

—Disfruto con el poder de dar placer y con esos segundos de no ser yo.

—Eres demasiado complicado para mí.

—¿Puedes cenar?

—Lo siento. Quizá mañana. Acepté una cena con mi hermana y mi cuñado. Coñazo, pero así veo a mis sobrinillos y eso.

En nada será noche cerrada. Deberían irse. Empiezan a llegar coches con parejas para hacérselo con vistas al mar. Si se quedan, parecerán polis.

—Esto se está convirtiendo en un sitio peligroso, ¿lo sabías? ¿Te has enterado del tarado ese que mataba prostitutas y las enterraba aquí, en Montjuïc, en la ladera de las vías?

—Algo leí o vi, no sé.

Apuran las cervezas. Sandino eructa. Sofía le da un codazo. Los mismos ritos de siempre. Quizá a base de rituales se construye una amistad.

—Has hecho bien en devolverlo. Aún haré algo bueno de ti.

—Yo ya soy algo bueno sin ti, Al Pacino.

—De Niro, lista. Si la broma (como siempre) va sobre Taxi driver, es Robert De Niro.

—La broma era por otra peli.

—¿Qué peli?

La taxista mira por detrás de su amigo, fingiendo estar distraída o aburrida de hablar.

—Igual no la has visto.

—La he visto. Las he visto todas de todos.

El corazón del ángel.

—Ahí sí que está bien Al Pacino. Está de cojones haciendo de huevo duro.

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