Taxi

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Miércoles » 10. Somebody got murdered

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Somebody got murdered

Ha entrado en su propia casa como un ladrón. Lola está dormida en el sofá, delante del televisor encendido. Imágenes fantasmagóricas, bustos parlantes, testigos de crímenes crueles y terribles, representación teatralizada, el impacto del hacha, la trayectoria del proyectil, el cuchillo en la cocina. Mientras alguien emita en esa frecuencia y las voces se mantengan en ese tono, Lola no se despertará.

Debería ducharse, pero sería una imprudencia. Cree que aún sigue pagando el gimnasio al que nunca va porque ve absurda la gimnasia, los gimnasios y la gente que acude a ellos, como ve absurdo casi todo y casi todo lo ve absurdo a él a medida que se le acumulan los años. Se duchará allí en cuanto pueda. Se cambia. Coge algo de ropa —camisas, calzoncillos, calcetines—, mucha música casi sin mirar qué —a excepción de Albert Pla y Loquillo para las niñas—, libros —uno de Manchette y Submundo y cuentos de Cheever, todos a medio leer, Anagramas color crema, y otro recién empezado del imbécil del marido de Llámame Nat—. Cepillo, pasta de dientes, peine, desodorante. Mientras va colocando con cuidado todo eso en una bolsa de deporte levanta la vista y comprueba que tiene una pinta terrible. Un quiquiriquí de abuela traspuesta que trata de domar con agua y lo consigue a medias. Ojeras, mirada triste, piel cetrina. Pinta de refugiado, de Machado en Colliure, piensa. Oh, qué lástima ser tan brillante y que el mundo no te lo reconozca, taxista. Qué pena que todo sirva para una mierda, porque ya ni haces crucigramas ni Lola te pregunta quién dirigió tal o cual película o por qué César cruzó el río aquel, sentados los dos delante de ese mismo televisor que ahora muestra a una cría y su madre, aterradas bajo su cama, mientras los pies del homicida van de aquí a allá sobre la alfombra.

Sabes demasiado. Has oído demasiado. Has visto demasiado. Has vivido demasiado por la superficie de las cosas, como ese bicho feo y orejudo —ahora, en televisión: ¿qué ha pasado con el asesino, la madre y la hija?— que vive en no sé qué latitud y corre sobre las aguas, como Jesús, como el tipo ese que espera dentro de unas horas a aquella pobre mujer en el cementerio de Les Corts. El mundo es un absoluto disparate y ahora le viene a la memoria, sin saber por qué, Leonard Cohen sin saber si Cohen está vivo o muerto.

Vuelve Sandino a su agujero, donde se acumulan todos aquellos compactos, casetes y vinilos de música, todos aquellos libros leídos y por leer, mausoleo de sus ganas de trascender, de ser otro, de saltar y caer de pie. Rebusca y encuentra —estúpida manía de tratar de hacer épica de la pequeñez—, el Sandinista! y un recopilatorio de singles de la banda. Pasa por el comedor de camino al recibidor. En la entrada se vuelve a mirar en otro espejo y ve, detrás de él, el cuerpo confiado, por inerte, de su mujer y le pasa por el pensamiento la posibilidad de matarla ahora, allí mismo. Agarrar un cenicero, por ejemplo, y reventarle la cabeza e incinerarla y llevarla con la abuela en el maletero del coche, y así podría ducharse y dormir lo poco que le queda antes de acudir a buscar al padre de las niñas para llevarlo al aeropuerto.

Asesinarla.

¿Qué coño estás pensando, tarado?

¿Tienes tan bloqueados los sentimientos que crees que te sería más sencillo matarla que decirle la verdad y afrontar la vida con la mirada de Lola odiándote, despreciándote, ignorándote…?

¿Es eso, Sandino? ¿De verdad piensas eso?

Eres un hijo de puta, Sandino, un cobarde. En eso consiste el miedo, en ser un cobarde. Así de sencillo.

Quizá hoy bastara con la heroicidad de ducharte y que ella no se despertara o, al contrario, despertarla, hacer un café, escuchar lo que te quiera decir. Decidir. Poder empezar de nuevo. Hoy mismo. Renunciar al perdón.

Llevas demasiado sin dormir, te crees el responsable de todo, niño miedoso. Estás tratando de enterrar los pies en la arena para que no se te lleve la corriente y no lo consigues. Por eso seguirás siendo el hámster más rápido en la rueda.

No mataré a mi mujer.

No soy el tarado de la montaña de Montjuïc, soy un buen hombre. Basta de asesinatos. Busco el mando a distancia y cambio a otro canal. «Las 100 mejores Canciones de Amor de los años 70». Mejor compañía catódica para quien, probablemente, fue el amor de su vida. El primero, el último. Un amor que ahora sólo es una bolsa de plástico en la que soplar tus crisis de ansiedad. Y decide sentarse a su lado unos minutos. Luego, ducharse. Quedarse hasta que despierte. Hacer una cafetera. Hablar. Jugar desde el fondo de la cancha, sin subir a la red, sin levantar el partido, esperando tirar fuera la bola.

Está en casa. Ésta es su casa. Él es él en casa. Ella es casa.

Pero de repente, ante él, en la mesita de delante del televisor, ve los sobres destripados de las cuentas de su móvil y el sobre nominativo de su banco con los gastos y entonces cierra los ojos unos instantes para luego levantarse y dirigirse hacia la puerta. George Michael lo despide desde el televisor y Lola se mueve en el sofá para seguir dormida o seguir fingiendo que está dormida, que para el caso es lo mismo.

—¿Con qué compañía vuela?

—Ryanair, creo, espera. —El hombre, pelo mojado, recién salido de la ducha y rasurado, abre unas hojas que lleva a modo de punto de libro en una gruesa novela de la que Sandino lleva rato intentando leer el título en la portada—. Espera: Vueling.

Sandino deja esas últimas palabras colgadas entre ellos dos. Debería haber dicho a Llámame Nat que no le iba bien esa carrera porque no va a poder encochar en el aeropuerto, sino que deberá volver de vacío para recoger a las hijas de ese tipo que ahora mira por la ventana a una ciudad aún dormida. Ya andan a la altura de Bellvitge. En nada habrán llegado. El padre de las crías, el marido de Llámame Nat, es un hombre grande, por encima de su peso, de piel fina y brillante, nariz y ojos grandes, señalados con sendas cejas en arco que le dan un aspecto de niño asustado. Pelo castaño, retirado en los lados. Ni guapo ni feo, ni alto ni bajo. Ahora que ha cerrado los ojos, Sandino ve que, debido a la textura de su piel, se distingue una vena enrojecida en un párpado, una zeta caprichosa que, seguro, mientras duerme a su lado, su mujer le resigue con uno de sus largos dedos de uñas pintadas de azul cobalto.

Un listo, un memo listo, un memo, listo y engreído a juicio de Sandino por motivos totalmente arbitrarios y señalizados en el mapa del odio de su cabeza. Al taxista le gusta dejarse llevar a veces por los pasos perdidos del odio sin argumentos. Celos deportivos, casi un matarratos. El rey David deseando enviar a la batalla a Urías para que lo maten, para que no vuelva a la cama de Betsabé. Una manera como cualquier otra de no pensar en otras cosas ni preguntarse qué debió decir o hacer o sonar esa noche en la piscina con globos para que Llámame Nat eligiera a ese hombre y no a él.

—¡Por fin nos conocemos, Sandino! —ha dicho nada más entrar en el coche hace unos minutos—. Mis hijas están entusiasmadas contigo.

—Son encantadoras.

—Sí que lo son.

Sandino no le dice que está leyendo una novela suya. Es más, cree que la va a dejar sin saber aún si le está gustando porque no puede, en ningún momento, olvidar con quién duerme quien la escribió.

—¿Viajas por cosas de los libros?

—Sí.

—Suena bien eso de viajar y hablar delante de gente sobre lo que has escrito.

—Bueno, no sé. Hay días que piensas que sí y otros que no.

—Hacer doce horas diarias en el taxi te aseguro que convierte los días en no.

—¿Ves? A eso me refiero. Días que sí y días que no… Acabo hablando como uno de esos gilipollas a los que detestaba. ¡Da la vuelta, me meto en la cama! Nat me dijo que escribías. ¿Aún lo haces?

—¿Yo? No, ya no. Embarcas por ahí.

—Gracias. ¿Qué te debo?

El taxista se lo dice y el novelista paga con tarjeta. Mientras es aceptada, consensúan otro silencio incómodo. Aquél quiere dejar propina, pero Sandino se lo impide. El hombre se apea del taxi. Se detiene para sacar unos auriculares de futbolista en concentración, colocárselos así, como la bolsa en bandolera, y desaparecer por las puertas giratorias. En eso, Sandino repara en que el padre de Regina y Valeria se ha dejado olvidadas las hojas que llevaba con los datos del vuelo. Pone las luces de emergencia, baja del coche y va hacia la zona de embarque. Unos metros más allá está el escritor. Le llama, pero no se gira. Ha de echar una carrera hasta darle alcance. El escritor se da la vuelta, ve a Sandino y los papeles y lo entiende todo. Se quita los auriculares. Suena una vieja canción de los hermanos Gibb.

Menudo capullo.

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