Taxi

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Miércoles » 11. One more time

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11

One more time

—¿Hoy has llevado a papá al aeropuerto?

Por eso están llegando tarde. Pero el taxista, sin motivo aparente, no anda muy locuaz con las crías. Valeria tampoco ha abierto la boca. Está absorta en la pantalla de su móvil. El taxista ha pensado en más de una ocasión que quizá sea demasiado pequeña ya para andar con esos artilugios, pero ¿qué sabe él de cosas sobre las que no puede saber nada? Eso es algo que debe a Lola: decirse, corregirse, volverse a decir, afilar el lápiz para que la línea escrita sea clara. Corrige su pensamiento sobre la cría y sigue callado. Su mente trata de recuperar fechas y concretar qué factura de qué hotel podría aparecer en el extracto del último mes o qué números más frecuentes pueden salir en el listado de teléfonos, todo disparado y chocando entre sí en su cabeza a modo de particular pinball. A ratos cree que nada especialmente comprometedor y a ratos, todo lo contrario.

Lola no tenía ningún derecho a abrir su correspondencia privada. Él no tenía ningún derecho a engañarla. Aunque ¿qué es engañarte, Lola? ¿Irme y volver, volver para volver, siempre volver porque pude irme y no lo hice, lo pensé pero volví? No busques un escondrijo, taxista: engañar es no decir la verdad, te la pregunten o no. Eso es engañar.

—Se iba a Milán.

—Lo sé. Me ha dicho que estudiéis mucho. Que hagáis caso a vuestra madre.

—Mamá no se quiso despedir de él anoche.

—¿Por qué no te callas, Regi?

Valeria al rescate.

Valeria discreta y Regina bocazas: podría llegar a adorarlas incluso como pareja cómica.

—Yo tampoco me he despedido esta madrugada de mi mujer y no pasa nada. Hoy es el día de las parejas que no se despiden. ¿No lo sabíais?

—Mentira. —Regina empieza a pillarle el tono de burla seria a Sandino—. ¿Cómo se llama tu mujer?

—Lola.

—Lola. Es raro.

—¿Por qué es raro?

—No sé.

Como llegan tarde, Sandino pone las luces de emergencia para parar en la entrada del Cardenal Spínola. Un guardia urbano a unos metros le da al silbato y gesticula como un títere. «Que te follen, payaso». Regina se ríe. Eso aparecerá en el parte de guerra a la hora de la cena. Seguro. Deja a las niñas, baja por Cartagena y a la primera que puede va en busca del Instituto Jovellanos, antiguos Cuarteles de Gerona. De crío, allí dentro se paseaban militares montados a caballo. Esta zona de la ciudad, impersonal por lo fluido del tráfico, sin tiempo para quedarse parado y mirar las fachadas de las casas, las gentes que se sientan a dos palmos de la vía a tomarse su café con leche o su cerveza, aspirando monóxido de carbono y restos de una vida entre el Gerplex y la villa de Gràcia. Por calles paralelas —todas iguales, todas las mismas: bancos, bares regentados por chinos, bazares, viejas bodegas, tiendas de informática o de muebles para ancianos que no tienen quien les lleve a IKEA— llega hasta passeig de Sant Joan. No encocha porque quiere desayunar y, aunque se dice que no, sabe que acabará por estar en plaza Orfila, en el barrio de Sant Andreu, en algo más de una hora.

Nada más entrar en el Olimpo, Héctor le dispara lo habitual («¿Has venido por fin a contármelo todo?») para luego seguir con la urgencia de Ahmed.

—Ha estado aquí esperándote hasta hace nada.

—Ya le veré mañana.

—Parecía urgente.

—Pues que llame. Ponme un café y una pasta. La que tengas.

—La rusa te atiende.

—¿Sabes? Tienes mal puesto el nombre. Héctor no es para ti. Héctor era un tipo tranquilo y amable. El mejor de los suyos. De los troyanos.

—¿Y qué le pasó?

—Lo mató Aquiles.

—¿Ves lo que pasa por ser tranquilo y amable?

—A tus padres les faltó más griego: tú eres más Aquiles que Héctor.

—Piensa que tuve suerte. Héctor fue cosa de mi madre. Mi padre quería ponerme el nombre de mi abuelo.

—¿Cuál era?

—Los cojones te lo voy a decir.

Tatiana está entre las mesas, da la vuelta a la barra y le pregunta qué quiere. Sandino vuelve a pedir y el café se convierte en cortado acompañado por un croissant. El taxista acepta el cambio. Se toma el cortado con celeridad y quiebra la pata del croissant que, hace varios días, estuvo tierno. Héctor, desde el otro extremo de la barra, tiene el día Magic Johnson: mirada clavada en televisor y Sandino como pase lateral. Pero éste no está para un intercambio de golpes. Mira el móvil. Hay llamadas, mensajes, whats, pero ninguno de Lola o del marroquí. Sandino sabe que durante unas horas las probabilidades de que telefonee su mujer son nulas, y en realidad lo prefiere. Ella ya debe de saber que él ha estado allí y que no se ha quedado a dormir ni ha esperado a que despertara para hablar. Ella ya sabe que él ha decidido escapar. Por eso no llamará. Lola nunca llama en esas circunstancias. Sabe jugar con él. Sabe negociar con su ansiedad y quizá ya no le importe mucho si vuelve o no.

—¿Pudiste hablar con ella?

El Bólido se le ha puesto al lado, en la barra. Huele a noche larga. Sandino no recuerda haberlo tenido tan cerca jamás. Tanto que repara en que va muy bien afeitado y en un lado de la cara tiene un lunar en el que no se había fijado antes. Sandino espera olvidar todos esos detalles de inmediato.

—¿Te gustan los croissants duros? Toma. —Le acerca el plato con la pasta.

—Sandino, joder, que parece que te mola buscarte líos.

—Te aseguro que no.

—El otro día nos pusimos tontos. Todos. Yo, el primero.

—¿Entiendes que ése no es asunto mío?

—Si has hablado con la bollera sabrás que es importante.

—He hablado con ella. Y sí, la cagada fue importante. Pero ella me ha dicho que lo entregó en los mossos de Aiguablava.

—Ya.

—Vi el papel —miente Sandino y comprueba la decepción en el rostro de su compañero de profesión—. O sea, eso es lo que hay. Tatiana, cóbrame. —Es Héctor quien acude, recogiendo como con un garfio las monedas—. Para cobrar sí que vienes tú en persona, ¿eh?

—¿Pasa algo, Bólido? —pregunta el dueño del Olimpo.

—Nada pasa. Conversaciones privadas —contesta Sandino.

Sin esperar réplica de ninguno de los dos, Sandino sale a la calle. Le esperan. Unos minutos después Carmen se sorprende al ver bajar a Sandino del taxi y hacerle una señal. Le sonríe. Mira a un lado y otro de la plaza por si alguien la viera. No fueran a pensar vete a saber qué. Camina deprisa hacia él. Resopla al entrar. Lleva un ramo de flores. Ha pensado, con buen criterio, que aquí serían más baratas que en el cementerio.

—Creía que no iba a venir. Que se le pasaría.

—Habíamos quedado, ¿no?

—Sí, bueno, gracias.

—No hay de qué.

Apenas hablan durante el trayecto por las Rondas, que tienen el tráfico justo para estar atento sin tener que reducir la velocidad. Sandino piensa en poner algo de la música que ha robado de su propia casa, aunque no le apetece elegir nada en especial. Al final acaba sintonizando una de las emisoras programadas. Música clásica. Papilla de oboes y chelos, de todos esos tipos de nariz roja y pelucas polvorientas, sonatas y gigas y coros infantiles sólo interrumpidos por la voz grave de locutores probablemente encerrados desde hace años en algún sótano de la ciudad de Praga.

Beethoven sólo escribió una ópera. Schubert tenía la sífilis mientras que Schumann no sabía orquestar sus sinfonías. Chopin y George Sand igual ni follaron.

Esas cosas que a Sandino se le quedaron en la cabeza, fascículo a fascículo, de una colección que la abuela Lucía le compraba en el quiosco de la calle: cada semana, un disco y un fascículo. La cabellera blanca e indómita de Karajan, flores sobre el teclado de un piano o las verdes aguas de una cascada en un lago en las portadas de esos discos que al final quedaron abandonados en una mudanza apresurada de un piso del Eixample en los noventa.

—Qué música tan bonita. Relaja. ¿Qué es?

—Bach.

—Ah.

—Pues a mí Bach me tiene harto: le gusta a todo el mundo.

—Las cosas bonitas gustan a todo el mundo, ¿no? ¿Qué hay de malo en ello?

Sandino no contesta. La mujer aprovecha para repetir, más o menos, la misma versión que le explicó ayer del encuentro con el tal Jesús. Llegan relativamente rápido al cementerio. La mujer paga la carrera a Sandino y se empeña en que coja veinte euros más por acompañarla hasta donde la espera aquel tipo. El taxista se resiste, pero ella insiste hasta que se los acepta. Si no lo hace él —se justifica éste—, acabará quedándoselos, a buen seguro, el tarado aquel. El taxista lo distingue sin problemas entre la gente que está aprovechando estos cálidos días del mes de octubre para ver a sus muertos antes del Día de los Difuntos. Es alto y delgado, pelo lacio, largo, con canas, abierto en dos por una raya en medio que alberga grasa y caspa. Viste la misma ropa que hace dos días, de eso Carmen se da cuenta, pero lleva distinto calzado. Anteayer llevaba zapatos viejos, de rejilla, a lo gitano, y hoy lleva unas sandalias de tiras de cuero cruzadas. «Como Moisés», piensa la mujer, y le viene a la mente Charlton Heston, con sus ojos encendidos y su vara hecha serpiente y el agua convertida en sangre y los pobres primogénitos muertos por su cabezonería. A ver, ¿qué le costaba haber cedido un poquito con Ramsés? Hay cosas en la Biblia, sigue enredándose Carmen, que son así como de gente cabezota, dicho con todos los respetos, Dios mío. Aquel que le dicen que mate a su hijo y casi lo mata. La intransigencia de Moisés. Lo del diluvio. San Pablo, que pide que le crucifiquen boca abajo para no morir como Nuestro Señor Jesucristo. En cierta manera le recuerdan un poco a la gente esta de la CUP: intransigente, sectaria, muy a sangre o fuego. Y es que ella sigue siendo mucho de Artur Mas y aún espera que todo vuelva a ser lo que fue cuando fue lo que era.

—Es ése.

—Agarre bien el bolso.

La mujer no capta del todo si es broma o advertencia, pero obedece.

—Hola, Carmen. Hoy sí, ¿eh? Y acompañada.

—Sí, es… es…

—Su sobrino.

Jesús alarga la mano:

—Encantado, sobrino. Yo soy Jesús.

—Tú puedes llamarme Jose.

—José.

—No, Jose.

—Jose, el sobrino.

—El Sobrino del Diablo.

El trato era acompañarla hasta la entrada del cementerio, pero Sandino decide hacerlo hasta la tumba, ver cómo se comporta ese tal Jesús. Carmen parece una buena mujer y al aceptar los cincuenta euros se ha comprometido, en cierto modo, un poco más con ella.

Carmen y Jesús van tres o cuatro pasos por delante de él. Franquean la puerta abierta en la pared de piedra, coronada por una cruz y una farola, unidas al muro por un brazo de metal que quiere semejar una antorcha con la que guiar a visitantes y almas en pena entre las tumbas. Viudas como cuervos negros, parejas, grupos de tres o cuatro personas dedicándose a limpiar nichos y lápidas, cambiar flores marchitas por frescas, hablar con sus muertos, muchos gatos cruzando aquí y allá. Se topan con un par de gitanas que andan ya un buen rato buscando sin fortuna la tumba de uno de los suyos. Pobre gitanico perdido. La más joven asegura que ya avisó en su momento que si lo enterraban «en un ladito no se iba a ver y lo acabarían perdiendo».

Familia Riera. Molins. Masdéu. Bon repòs. Familia Sánchez. En paz descanse. Iglesias, Fernández, Gil, Mosqueda. Juana López Domínguez, que nació en 1887 y murió en 1969. L’amor sempre és present en la vida i en la mort. Eusebio González Gálvez, de 1919 a 1981. Nunca podremos olvidarte.

Carmen mira de tanto en cuando hacia atrás por si les sigue el taxista. El Pau Riba aquel «¿qué podrá hacerle? Igual sólo es un pirado al que le gusta sentirse útil con los ancianos, tener algo que hacer», piensa Sandino. Escaleras de piernas abiertas como bichos de pesadilla, tijeras de dos metros con mujeres allá, en lo alto, encaramadas con bolsas de Bonpreu, gamuzas, limpiacristales.

—Unos muertos contentos. Limpios, visitados, relucientes. Otros sucios, olvidados, entre telarañas y restos de flores de plástico…

—No hables así, Jesús.

«Puto tarado, ¿por qué haces esto con esta pobre mujer?», piensa el taxista. Jesús se detiene, se quita en un plis-plas las sandalias y reanuda su andar con ellas colgando de los dedos. Los dedos de los pies de Jesús se abren y se contraen en contacto con el asfalto y los trozos de arena que se encuentra. Sandino fantasea: cristales, clavos infectados, perros con la rabia, tétanos, todos aquellos temores de la infancia convocados al Aquelarre.

¿Por qué siempre acabas liado en cosas así, taxista?

Una alfombra de rosas rojas para un recién llegado, como una lengua exhausta, arrancada por un carnicero despiadado. El muerto por descomponer, rodeado de sus semejantes, las voces que no callan, ensordecidas por los pasos de los vivos, los de la limpieza, los de las máquinas y sus rugidos y sus bocinas. Angelotes con los brazos arriba bendiciendo la entrada en los cielos.

A Carmen aún se le encoge el corazón al recordar el caudal de dolor y lágrimas de cuando enterraron a su Juan José. Ver a sus nietos, entre asustados y tristes, agobiados de tanto beso con olor a viejo, a ropa negra, al salitre de las lágrimas al correr por caras y narices, labios, y por dentro de las gargantas anegando el pecho. Vino mucha gente. Los jóvenes tienen muchos amigos a la hora de las despedidas. Juan José tuvo muchos amigos y amigas desconsolados, sí, pero hace nada que murió y ahora Carmen los ve en la calle, en las terrazas de los bares, riendo, felices, sin ningún apuro al mostrar impúdicos esa vida como renovada, sus incontenibles ganas de seguir respirando. No ha hecho mella en ellos la pérdida del amigo, del exnovio, del colega. Y eso, la hipocresía —aquella del cementerio y ahora la del día a día— es otra de los cientos de cosas que Carmen ni entiende ni quiere esforzarse por entender. Para ella el dolor por la muerte de su hijo debería impedir que saliera el sol cada mañana.

—Los recuerdos son el perfume del alma.

—Muy bonito.

—Lo he leído allá.

—Mejor, porque me parece una tontería. Los recuerdos son dolorosos. ¿De qué valen tantos recuerdos? —estalla Carmen, que ahora parece perdida entre las calles. Es Jesús quien la orienta, con una mano en la espalda.

—Rece, póngale flores y váyase —le aconseja Sandino.

—Tengo que subirme a una escalera.

Se cruzan con unas mujeres. Una de ellas dice a las otras que «cien gramos de judías cocidas y cien gramos de garbanzos cocidos no son alimentación para una mujer con cáncer». Carmen, sin mirar a Sandino, dice:

—Mira que una escucha sin querer conversaciones raras en un cementerio.

El taxista le sonríe. La mujer, por miedo a tropezar, se coge a su brazo. Suena el móvil de Sandino. Es Ahmed.

—Te he esperado donde Héctor un buen rato.

—Creo que he llegado cuando acababas de irte. ¿Qué pasa?

—Necesito saber si estarías libre para un viaje largo.

Sandino piensa que nada le satisfaría tanto ahora como tener un buen motivo para desaparecer de su propia vida.

—¿Adónde?

—¿Podrías o no podrías?

—Sí, ajustando lo de las niñas, podría. ¿Cuándo sería?

—¿Cuándo podríamos vernos? ¿Mañana en el bar?

—No sé si me apetece volver allí. —El taxista ve que Jesús tuerce bruscamente su ruta. Carmen le dice que se equivoca, pero el otro no escucha—. Te llamo luego y te digo dónde podemos vernos. Tengo que dejarte ahora.

Sandino localiza una escalera y la transporta sobre sus ruedas mal engrasadas. Un mosquito le pica en el brazo. Su mano llega a tiempo de matar al bicho. Sangre, su sangre libada por aquel bicho, estampada contra su brazo.

—Te saldrá una buena roncha. Aquí los mosquitos se alimentan de los muertos y cuando pican, pican…

Sandino se queda mirando a Jesús, pero no acierta qué contestarle. De cerca ve que lo tiene todo grande: boca, narizota, ojazos. Su fisonomía es vulgar pero agradable. Huele bien. Tiene un perfume extraño, sofisticado, dulzón. En ese momento se da cuenta de que Jesús está temblando. A Sandino, la mujer, aquel tipo tembloroso, él mismo, le parecen de repente piezas a medio colocar en un tablero de un juego sin jugadores. «Es un exadicto —piensa—. El exyonqui que mejor huele de toda Barcelona, eso sí». Sandino finge que no se ha percatado de sus temblores.

—Subo yo. Tengo que subir yo.

Carmen trata de alcanzarle las flores y los utensilios de limpieza, pero Jesús ya se ha encaramado dos escalones arriba. Sandino ve como esos pies descalzos se agarran al metal y suben decididos. Sandino sostiene con firmeza la escalera. Desde arriba, Jesús oye parlotear a Carmen, pero poco más. Sigue temblando. Trata de imponer su voz a las voces que cree oír, o que se avecinan como salidas del fondo de un túnel, allá dentro en su cabeza. La mujer se sorprende de que también sepa cuál es la lápida porque es sólo cemento, un número y una letra —1052 A— y el nombre de su hijo —Juan José Valero Geli (1965-2016)— escrito con pintura sobre la cal por su nuera, pero no le menciona su sorpresa a Sandino. Le da algo de vergüenza que no tenga una buena lápida, limpia y reluciente, pero es que no había dinero para eso. No lo hubo ni lo hay ni lo habrá.

—Las flores, te has olvidado las flores —le ruega Carmen.

—¿Para qué las quiero?

—Anda, baja y deja a la mujer que ponga las flores a su hijo —tercia Sandino.

—Ya le darás las flores luego.

—Baja.

—¿Cómo que se las daré luego?

—Mujer, voy a resucitar a tu hijo.

Carmen sabe ya desde ese mismo momento que se halla ante un loco y mira a Sandino, quien no sabe qué hacer ni con uno ni con la otra. Finalmente, decide subir y tratar de bajarlo a rastras. Imagina lo que debe de estar sintiendo la madre que tiene a su hijo allí enterrado. Asegura la escalera y hace el gesto de subir cuando la mujer lo detiene.

—Espera. Déjalo, a ver qué hace.

—¿Qué quiere que haga?

¿En serio que esa vieja por un momento ha pensado que ese loco podría hablar con su hijo y resucitarlo? ¿Un nuevo Lázaro? Ni ella lo sabe. Pero ha probado casi todo: rezar, hablar con curas, llamar al gordo ese de la televisión que le aseguró que su hijo estaba vivo en otro país, escuchar las charlas en el centro cívico que aseguran que somos luz y nos transformamos en luz y, bueno, el resto ya no lo entiende mucho. Así que ¿por qué no esto? No puede perjudicarle, ¿verdad?

—Mire, yo me voy. No tengo tiempo para chorradas, la verdad.

Ella no le contesta. Anda hacia atrás para ver en condiciones qué está pasando en el tercer piso, en la lápida 1052 A de aquella construcción llena de lápidas, muertos y flores. Hay un banco de piedra en medio del sendero. Se sienta en él. Deja las flores húmedas en su regazo y mira y espera y quién sabe.

Sandino se queda de pie a unos metros tanto de la escalera como de la mujer. Mira hacia arriba. Decide aguantar la escalera.

A Jesús la idea se le apareció brillando en la mente el otro día al ver tan desconsolada a la madre del amigo de instituto. Fue la convicción, la fe, el querer ayudar a esa mujer, recuperar a aquel viejo camarada de la adolescencia. Padece de vértigo Jesús, ahora lo recuerda. Por eso cierra los ojos, pero es imprescindible que los abra cuando llegue a la altura de la 1052. Sigue temblando, pero ya no sabe por qué: por las voces, por la altura o porque va a resucitar a un muerto. Mira hacia arriba, al cielo límpido, a los pájaros y sus autopistas entre nubes, aviones y Dios Padre. De pronto repara en algo:

—¿Has traído ropa limpia?

Sandino resopla mientras mira a los lados, se caga en su estampa, aunque, hasta un cierto punto, ha de reconocer que se está divirtiendo.

—¿La has traído o no? Te dije que trajeras ropa limpia.

—No, no me dijiste nada.

—Te lo dije.

—No me lo dijiste: de algo así me acordaría.

—Espero que la ropa no esté en muy mal estado.

Había que reconocerle valor. Cuando lo explicara, nadie le iba a creer.

El tipo aquel encaramado a la escalera coloca las palmas de sus manos sobre la fría superficie del nicho. Resigue con el índice las letras pintadas que componen el nombre del amigo que se fue. Lo recita. También el número, en busca de la cábala adecuada. En algún momento le llegará una fórmula, una adivinanza, alguna canción dictada por Él a modo de mantra que le permita resucitar a ese muerto. Una fórmula como aquellas que ha conjurado otras veces, pero sin atreverse nunca a devolver a nadie a la vida. Ronronea por hacer algo. Por no defraudar a la vieja.

Se le ocurrió que.

La estupidez parecía tan brillante.

Y ahora.

Las manos, mientras, siguen oprimiendo el cemento. Al lado, el cuerpo descompuesto de su amigo Juan José, garfios arañando el cemento. Apenas recuerda cómo era su amigo. Apenas. Y de pronto, se le desenreda el ovillo que tiene en la cabeza:

Shirueto ya kage ga kakumei o miteiru. Mo tengoku no giu no kaidan wa nai. Shut up! Shut up!

El tiempo parece detenerse para la madre cuyo hijo está allí enterrado tras una fina capa de cemento. Carmen escucha esa voz, esa salmodia de palabras ininteligibles, y piensa que quién sabe, por qué no, si ya pasó con otro Jesús y al pobre Lázaro lo vinieron a matar luego a la puerta de su casa, pero a Juan José, si vuelve, no le pasará eso porque piensa encerrarlo en casa para que nadie le haga daño y lo cuidará y el páncreas ya estará bien curado y…

Shut up! Shut up!

El taxista no sabe qué hacer. Mira a Carmen y está llorando, sin saber si dejar salir ya la loca esperanza bajo aquella costra de pus de lo aceptado como irremediable, dejar desbocado el corazón. Mientras, en lo alto, Jesús ha desconectado de cualquier toma de tierra, farfullando una y otra vez esas palabras que, por alguna razón, están almacenadas en su cabeza. Las palmas de las manos, que al principio se habían contagiado del helor del cemento, parecen haber hecho el camino a la inversa. Su calor es el que está derritiendo aquella placa de tierra o acaso sus uñas que arañan, rompen y se rompen, vuelven a arañar hasta la sangre.

Hay algo más.

Hay alguien que desde el otro lado le está ayudando a reventar aquel muro. Vuelven las voces. Quizá sean del resto de difuntos, que se quejan de no haber sido ellos los elegidos. Que exigen su derecho a ser devueltos a la vida, donde tantas cosas les faltaban por hacer. Pero también está esa otra voz. Esa clamorosa voz de alegría de Juan José Valero desde el otro lado de la pantalla de cemento rebozada de cal que les separa. Sí, es él, no cabe la menor duda. No sabe qué le dice, pero sabe que se alegra de que por una vez haya sido Jesús quien vaya a buscarlo a casa y no al revés. Igual ya no tiene ojos ni oídos, pero bueno, supone que ya le saldrán después. Casi puede notar los dedos de los pies de Juan José rasgando la lápida tal como él ha empezado a hacer con los de la mano. Menuda sorpresa. El siguiente mensaje va más claramente dirigido hacia su viejo compañero del Korg, aquel con el que pactaron en una bolera en los ochenta montar una banda que revolucionara el mundo:

… super creeps…

Hay jolgorio en aquel nicho. Hay envidia en el resto de muertos y hay algo extraño, temible, en las voces que en hebreo, desde el pequeño cementerio judío a apenas cincuenta metros de allí, le reclaman, le exigen que deje de hacer lo que está haciendo, que eso no puede hacerlo él sino sólo Yahvé, o el Mesías que ha de venir. Pero él insiste en acabar lo que ha empezado. La ropa, la ropa, piensa. Si acaso, le dejará la suya. Al menos, camisa y calzoncillos. Todo empieza a moverse, trozos de cal y cemento, otra uña que se le rompe, pero él continúa.

Va a aparecer el muerto en vida.

Va a devolver un hijo muerto a su madre.

Y tiene que hacerlo deprisa porque las otras voces están ya muy crispadas y, además, tiene ganas Jesús de meterse un gin-tonic, la medicación y una buena siesta, previa fumada quizá —«Juan José, ¿me escuchas? ¿Quién eres? ¿Eres tú?»—, y, de pronto, todo se convulsiona, se siente zarandeado a izquierda y derecha y ha de agarrarse a la escalera al menos con una mano para no caer. Pero en el próximo envite de Carmen, Jesús no tiene tanta suerte y trata de bajar por la escalera, hacerle entender a la mujer que está a punto —¡a punto otra vez!—, un poco de paciencia, por favor, sólo un poquito más, cinco minutos y, de repente, pierde pie, su brazo queda entre dos escalones, colgando como un ahorcado.

Sandino trata de arrancar las garras de la mujer de aquella escalera, pero no lo consigue. Luego, ya es demasiado tarde para evitar que el pirado ese caiga desde una distancia de tres, cuatro metros en una posición nada benévola.

Carmen va hacia él, le golpea con las flores, con el bolso, con todo su inmenso dolor.

—Hijo de mala madre, cabrón, maldito seas…

Shut up! Shut up!

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