Taxi

Taxi


Domingo » 34. Silicone on sapphire

Página 48 de 56

34

Silicone on sapphire

—No te puedes quedar aquí —le espeta Sandino a Jesús mientras mastica.

—¿Por qué? —contesta Jesús al tiempo que introduce en su boca un buen número de macarrones ensartados con un tenedor.

Sandino está a punto de contestarle, pero no lo hace. Si Jesús tiene derecho a su locura, él tiene derecho a que se le respete la inteligencia y, a su criterio, eso implica no malgastar su tiempo y energías explicando cosas evidentes.

—¿Puedo ver a Sofía?

—Puedes verla. Pero está en una habitación individual de hotel. Quiero decir que tú eres del tipo nervioso y vas a parecer un animal enjaulado. No vayas para agobiarla. Además, una cosa. —Sandino se echa atrás en la silla, en la cocina de la taxista, donde ha improvisado una comida de plato único para dos—. ¿A qué viene tanto amor y tanta dedicación? Acabamos de conocerte. Acabas de conocernos. Que no te pille el rollo obsesivo y luego no podamos arrancarte ni con agua caliente.

—No te preocupes. Yo tengo mi casa y mi vida.

—¿Y por qué no estás ahora en tu casa y en tu vida?

—Porque trabajo aquí. He venido a trabajar.

—Trabajas.

—Estoy grabando un disco.

—Ya. Es verdad.

—Sí.

—¿Cómo lo grabas? —El taxista decide mostrar algo de interés.

—Solo. Hay gente que me ayuda con los teclados y la caja de ritmos, pero luego acabo regrabándolo yo todo. ¿Hay postre?

—Hay manzanas en la cesta y algún yogur debe de haber en la nevera.

Jesús se levanta y coge una manzana de la cesta. Abre la nevera y también saca un yogur.

—¿El yogur es para mí?

—No. ¿Quieres uno?

—No, es igual.

—¿Te duele la mano?

—Me molesta. El cuerpo, la rodilla sobre todo, en cuanto remite el efecto de los antiinflamatorios. ¿Tu brazo ya está bien?

—Casi. Me quité yo el vendaje. Me curé solo.

—Ah, claro. Si puedes resucitar a alguien pudiste curarte el brazo. Y no me burlo, señor susceptible. Bueno, sí, un poco.

—Simplemente puedo hacerlo. Lo hago. Siento que puedo y lo hago.

—Con mi abuela no pudiste.

—Con cenizas no puedo. Ahora lo sé.

—¿Y George y John? ¿Y Billy Preston?

—Ése ya está vivo, pero cuando uno vuelve a la vida no es el mismo. Necesita adaptarse. Los otros dos son lo mismo que tu abuela. Los incineraron.

—Vaya… Así que Billy Preston ya está vivo.

—Mira.

Jesús acerca su silla a la de Sandino. Pone la palma de su mano sobre el muslo del taxista. Éste finge no hacerle caso y va liquidando macarrones. De pronto, nota calor en la zona de la pierna sobre la que tiene depositada la mano aquel hombre. Éste arquea las cejas y exhibe una mueca de suficiencia a Sandino. Sabe que lo está notando. El taxista retira la pierna.

—Quema, ¿eh?

—Calorcito. Igual es sugestión.

—¿Por qué te niegas a creer? Seguro que hay cosas en las que depositas tu fe y no son ciertas.

—Sí, seguro, pero no es lo mismo confiar en alguien o creer que te has enamorado, que creer que has resucitado a Billy Preston.

—Dame la mano. La de los dedos rotos.

—Déjame en paz, tío.

—Dámelos.

Sandino se levanta y va hacia la cesta, donde aún queda una Golden. La coloca bajo el grifo y le pega un mordisco. Mira la manzana y en el borde de la mordedura hay rastros de la sangre de sus encías.

—Tienes miedo de que te cure.

—¿Dónde te dejo?

—¿Tú vas a ir a ver a Sofía?

—No lo sé. Si quieres te llevo y te arreglas con ella.

—¿Cómo vas a llevarme, si no tenemos taxi? ¿Está lejos? ¿Está más lejos que el Vinilo?

—No tenemos taxi, pero tenemos el SAAB.

Da un par de mordiscos más a la manzana y tira el resto a la basura que está en el armario, bajo el fregadero. Recoge los platos y realiza la misma operación. Jesús le sigue esperando sentado a la mesa. Sandino acaba por claudicar y se sienta. Localiza un cenicero y enciende un cigarrillo. Ofrece uno a Jesús, pero enseguida recuerda que el pirado no fuma porque no sabe, y no sabe porque considera que es muy difícil fumar y seguir respirando. Jesús le coge la mano herida. Cubre con la suya los dedos entablillados. Sandino da una calada.

—Y todo aquello del Mesías. Eso lo dice la gente, no tú, ¿verdad?

—Me llamo Jesús. Mi madre, María, y su madre, Ana.

—Eso sólo demuestra que tu madre fue a un colegio de monjas.

—Los evangelios apócrifos. Los del Mar Muerto. Esos que la Iglesia quiere ocultar hablan de episodios de la niñez de Jesús que me pasaron a mí. Pero no sé si soy el Elegido. Sólo sé que hay cosas que he de hacer.

—¿Como qué?

—Las oigo cuando debo hacerlas. Como lo de curarte los dedos.

—Siempre me ha intrigado la gente que cree. Quiero decir que me interesa, que me cae bien. No tengo prejuicios con Dios.

—Yo no creo en el dios de la comunidad.

—Por supuesto: tienes uno para ti.

—Todos tenemos uno, pero no a todos habla.

—Una temporada me acostaba con una chica que después de correrse, se lo agradecía a Dios.

—¿Por qué todas tus historias son de cama?

—Cada uno elige las iglesias a las que va a rezar, ¿no?

Jesús deja los dedos de Sandino. Lo exhorta a comprobar la mejora. El taxista la nota. Duda que estén curados, pero sí que la presión y el calor que emanaron de la mano de Jesús le han aliviado el dolor. Parece que hasta podría doblarlos.

—¿Me quito las vendas?

—Como quieras.

—Mejor luego. ¿Vamos tirando?

—Sí. Voy al lavabo.

Los ruidos de la cisterna y del grifo del lavabo ponen banda sonora a la comprobación de Sandino de que sus dedos le responden mejor. Se resiste a quitarse las vendas porque se resiste a verse en la obligación de reconocer a ese tipo parte de lo que sostiene. Pero lo cierto es que puede incluso doblarlos.

Dejan el piso. Atienden a las acciones de apagar luces y cerrar puerta. Llevan consigo la bolsa de la basura, que licencian en el primer contenedor con el que se encuentran. El SAAB está en un aparcamiento a escasas calles del domicilio de Sofía. Sandino lo recuerda porque ese lugar lo ocupaba antes el taxi que ahora vete a saber dónde estará. Es un aparcamiento de seis plazas del que salir cuesta una serie de maniobras que le recuerdan que, a excepción de los dedos, el resto del cuerpo sigue muy dolorido. Jesús trastea con la música mientras ya están en circulación.

—¿Qué vas a hacer?

—¿Qué voy a hacer con qué?

—Con todo esto. Con quien te pegó, con quien destrozó los espejos, con quien quiso matar a Sofía.

—Hoy iré a hablar con quien creo que lleva el cotarro. A quien se le debe la pasta.

—¿Para devolvérsela?

—Sí.

—¿Y ya está?

—Sí, ya está. ¿Qué quieres hacer?

—No sé. ¿Y el del bar?

—El del bar se estará quietecito.

—¿Seguro?

—Sí.

—¿Y no te dan ganas de vengarte? ¿De hacerle daño?

—Claro, pero no soy idiota. Suelo embarcarme en guerras que puedo ganar. No me dejo dar hostias porque sí.

—Hay que ir también a las guerras que sabes que has de perder.

—Eso es una estupidez, joder.

—No, no lo es.

—A uno que ambos conocemos lo crucificaron por eso mismo.

—Al final ganó.

—Una mierda. Se murió y del resto se encargaron los trovadores y los fanáticos.

—Es tu opinión.

—No es mi opinión. Es la verdad.

Sandino reconoce que en esa vehemencia tiene mucho peso que su interlocutor le haya dicho lo que él se decía pero no quería escuchar: Héctor, su victoria, la humillación, las risas a sus espaldas, el dinero retornado. Todo por nada.

—Siempre ganan los que no tenían que ganar. Elvis era de Duluth, los Beatles de Liverpool. Paletos, huérfanos, pobres.

—De Tupelo. Elvis era de Tupelo. De Duluth es Dylan.

—Otro. Bob Dylan. Jesús de Nazaret. La guerra de Troya no la gana Aquiles ni Áyax ni Moisés. La gana Ulises.

—¿Moisés en Troya?

—Pues uno parecido. Moisés seguro que tampoco tenía que ganar.

—Ok. Te pongo ejemplos de lo contrario. Hitler. Steven Spielberg.

—Al Pacino.

—¿Al Pacino? ¿Qué coño pinta aquí Al Pacino?

—Porque se me ha ocurrido cómo podemos hacer para que Sofía no se confunda. Le diremos que piense que todas las películas que ella cree que ha hecho Al Pacino las ha hecho el otro. ¿Qué te parece? ¿Adónde me llevas?

—Brillante. Vamos a Gràcia. Te dejo cerca del Vinilo.

—Bien. ¿Querrías ver el estudio?

—No sé. Tendría que descansar un poco. Quiero tener la cabeza serena cuando vaya a hablar con esa gente.

—En el estudio hay un sofá. Yo duermo allí las noches que pierdo el tren. Luego podemos ir juntos a hablar con ellos.

—Prefiero ir solo.

—Solo, solo, solo. Todo siempre solo.

—Sí, todo siempre solo.

Lo cierto es que Sandino no sabe muy bien qué hacer hasta que llegue la noche. Su habitación está ocupada por Sofía. Y el resto de posibilidades conllevan tener que dar demasiadas explicaciones sobre su aspecto, el coche que ahora lleva y demás.

Andan por las callejuelas hacia el territorio de los gitanos, y en una portería, casi tocando a plaça del Diamant, un primer piso apenas iluminado, Jesús encuentra las llaves que le permiten entrar por ese pasillo atestado de libros y cuadros por colgar. El pasillo da a dos habitaciones. Una de ellas tiene la puerta abierta y, por el trípode contra la pared y la placa para los reflejos, parece ser el lugar donde un fotógrafo trabaja. La que está cerrada da paso a una estancia acolchada e insonorizada que tiene tanto de local de ensayo como de estudio.

Y, efectivamente, hay un sofá.

—Ponte cómodo.

Sandino obedece y se repantinga en ese sofá que nadie ha limpiado desde que llegó a la habitación. Pide que le ponga algo de lo que haya grabado. Jesús le dice que espere. De un cajón saca un cigarro de hachís que enciende, da un par de caladas y se lo pasa al taxista. En medio del humo, Sandino se oye decir lo que llevaba rato queriendo escuchar:

—Lo de Héctor he de pensarlo. Tienes razón: esto no puede quedar así.

—Yo creo que no.

De repente, suena una música rara, tocada por instrumentos que, a ratos, se le antojan guitarras o teclados o ninguna de las dos cosas. Llega la voz de Jesús tras una cortina de música hermosa. Una voz lenta, arrastrada, melódica. Algo bello naciendo de esa cabecita loca. La maravillosa historia de siempre.

—Obama. Era un estudiante brillante de Harvard. Nació para ganar.

—Sandino, Obama es negro. Y además se llama Bin Laden. Lo tenía todo en contra.

—Joder, tío, no se llama Bin Laden —contesta, riéndose—. Se llama Osama, cabrón. Bin Laden…

—Lo que sea.

—Lo que sea, sí.

—Así que quieres acompañarme esta noche.

—Sí.

—¿Tienes madera de héroe…?

—Devuélveme el cigarro, Sandino, que parece que no me entero, pero me entero.

Ir a la siguiente página

Report Page