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Miércoles » 12. One more dub

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One more dub

Sandino se estira como un gato. Cierra los ojos. Si pudiera, se desvanecería en el aire. Ésta no es su cama ni la de ella. La cama es de una amiga de Cristina que sólo usa una parte del mes este piso del Carmelo, Ramón Rocafull, en el que hay algunas fotos de ella. Sandino le ha preguntado varias veces a qué se dedica su amiga y Cristina se lo ha dicho y él lo ha olvidado todas las veces que se lo ha dicho. Algo relacionado con la fotografía, con llevar la agenda a un pintor andaluz, acompañarlo por todo el mundo, de todo un poco. Cristina se ha empeñado en hacer café. Sandino se ha tumbado en la cama que hay en la misma estancia, separada por un mueble de madera que contiene velas rojas y moradas, fotos de su novia danesa y un botellero para vinos. Detrás de ese mueble, un televisor, el sofá, una mesa baja para comer y al fondo, fuera de la cocina, la nevera, en cuyo interior hay cervezas, estuches de pasta fresca y algo de verdura. En la puerta, una fotocopia de una dieta de 1500 calorías pegada con un imán de Praga, una visita al médico para abril, una receta de Sumial.

Abre los ojos Sandino, pero enseguida los vuelve a cerrar. El aroma del café al hervir se expande como un perfume irresistible. Se descalza ayudándose sólo con los pies. Quizá nunca vuelva a dormir —¿Cuándo fue la última vez? ¿Hace cuatro, cinco días?—. Cuando no consigues acercar el sueño, tienes que agotarlo tú. Llevártelo al límite de su resistencia. Abandonar los somníferos y calmantes e ir por los estimulantes. Ganarle por arriba ya que no has podido por abajo. Si quieres algo, aléjate. Algo tan simple, tan cierto.

¿Quién hay mejor que tú? Nadie.

Eso le decía su abuela. Eso le decía que le había dicho a ella el abuelo italiano que sólo ella conoció. Vete tú a saber. A la abuela le gustaban mucho las naranjas. Las pelaba seccionando la piel de arriba abajo y utilizando los dedos para abrirlas en vez de mondarlas con un cuchillo. Para un niño era mucho más fácil esa manera. También le enseñó a atarse los zapatos. La vieja también le pegaba. A veces casi sin sentido, cuando se ponía nerviosa, por ejemplo. A su padre le daba tremendas palizas. Él dice que se las merecía. La abuela Lucía opinaba cosas absurdas, despiadadas, ridículas. Hablaba mal de su padre, de su madre, de su abuelastro, de sus otros abuelos, de los vecinos, se cagaba en Dios y en Franco y en Suárez y en Pujol y en cualquier cosa que no fuera ella. Luego se asustaba y lloriqueaba, diciendo que la iban a dejar morirse sola. Que los padres de Sandino se cansarían de ella y la dejarían. Le aterraba quedarse sola. Vivir sola, morirse como un perro, decía. Sandino se recuerda consolándola. Ahora la entiende. Allí aprendió a consolar, a temer, a fingir creerse las mentiras, decir las suyas, tiernas pero falsas. Y probablemente aprendió a no saber llorar: sólo muecas y pucheros. Aquélla era una mujer carencial, colérica, cruel, que sólo fue buena en su capacidad de destruir una y otra vez todos los puentes que los demás construían para romper su aislamiento. Era una mala ama de casa, tanto como una mala esposa y una mala madre, cuya demencia de abuela conectó con su nieto. Fría y autodestructiva, con un dolor dentro que cegaba lo que pensaba, decía y hacía porque nada —ni tan siquiera, o especialmente, las pequeñas cosas— se correspondía con lo que había previsto idealmente horas, minutos, años antes. Ahora Sandino caía en la cuenta de que también ella conectaba en ese pánico a la soledad, a no verse en los ojos de nadie, a ser sólo una inmensa mentira que se han creído todos los demás.

—Mi abuelo, bueno, el hombre que me hizo de abuelo, porque no era el padre de mi padre, tenía un tatuaje en el brazo con la cara de una mujer que no era mi abuela. Y en el antebrazo, esa misma mujer desnuda de cuerpo entero. Era un tatuaje mal hecho, de tinta azul, de presidiario. Yo le preguntaba si era la abuela y me decía que sí, pero era mentira.

—¿Y quién decía que era? —contesta Cristina, rasgos raciales, nervuda, alta, cuerpo de niña, flexible, duro.

—Era su primera mujer. Se divorció con la República. Era tan evidente que no podía engañar ni a un niño. Ni tan siquiera a mí. Pero lo que le encantaría a él —ambos siempre se referían así al marido de Cris, psiquiatra— era que había intentado quemar la cara de aquella mujer para, supongo, evitar las broncas de mi abuela. Era un cuerpo desnudo con la cara desfigurada.

—Así estás tú. Si quieres te doy su teléfono para que te dé cita.

Desde que la llamó, Sandino ha notado que Cristina lleva al día la lista de agravios, las viejas y nuevas entradas, tales como las últimas veces que él ha desconvocado el encuentro, los últimos polvos aprisa y corriendo entre una actividad y otra, su falta de empatía respecto a sus problemas en el trabajo, con su marido, con su hijo adicto, con su hija embarazada, con su preocupación por el estancamiento del proceso de independencia, con la inminente llegada de la Navidad y, con ella, sus cincuenta años.

Nunca se tomó en serio esta relación Sandino, así que nunca se detuvo a pensar en cómo se agriaba el carácter de Cristina al menor contacto con la desafección y el despiste inherente a él. Cree saber que de haber querido forzar él —hace ya ¿cuánto?, ¿dos, tres años?— una ruptura de Cristina con el psiquiatra lo hubiera conseguido, aunque también es consciente de que a ella le hubiera gustado hacer de Sandino algo mejor, algo distinto, algo más exhibible que un taxista que lee libros y al que le gustan músicos que casi nadie —al menos ella y su entorno— conoce. Cristina, funcionaria del Ajuntament de Barcelona, Departament de Cultura, luce ese progresismo con clase que pasó sin apenas mella de la manifestación y el grupo de parroquia comunista a la bicicleta y a la misa campesina del 15M, como solía burlarse su marido.

«Has renunciado a tus sueños —dijo en una ocasión la mujer a Sandino—. Conmigo, los hubieras conseguido».

¿De qué sueños hablas, Cristina? Yo sólo quiero no tener jefe pero sí dinero para comprar lo que quiero comprar.

Y no aburrirme.

Estar siempre enamorado.

Que no me hagan daño, que no me dejen, que no dependan de mí.

No hacer daño.

Ésos son mis sueños. Y casi cada día los cumplo.

Sólo eso.

¿Te parece poco ser inmortal día a día?

Uno y otro recuerdan más o menos aquella conversación de hace unos meses como si fuera el texto que algún dramaturgo les hubiera hecho memorizar como un convenio entre ambos, para saber a qué atenerse en caso de duda o conflicto.

La cafetera silba a Cristina, que hace mutis por un extremo del escenario.

¿Quiere estar ahí?

¿Quiere estar en ningún sitio?

Ha decidido buscar hoy a Cristina por su brebaje tranquilizador, por el poso que le deja el sexo con ella. Llamando a Cristina, quedando en el piso de sus encuentros, en el piso de aquella amiga, accediendo ella a lo que él quiere, cuándo y de la manera que él quiere, bloquea su miedo, lo tranquiliza en cierta manera. No quiere pensar. Necesita estar ocupado. Discutir, follar con Cristina, putearse.

Ésta llega con dos tazas humeantes de café recién hecho. Se sienta en la cama doblando las piernas como hacía Sandino de crío cuando quería fingir que era Jerónimo, gran jefe indio. Entrega una de las tazas a Sandino. Pertenece a una colección con caras de escritores. A Sandino le toca Joyce. A Cristina, Beckett.

—¿De qué me dijiste que trabajaba tu amiga?

—Nunca me escuchas, ¿verdad?

Sandino se pone de lado con la cara apoyada en la palma de una mano, un brazo bajo la cabeza. El sexo con Cristina es bueno. Ella querría que le hiciera daño, pero Sandino no sabe, no quiere, no lo desea al menos con ella. Lo ve como algo impostado. Choca con su particular código de la autenticidad. A veces piensa que es una lástima no poder ser frívolo. Cambiar de una forma caprichosa de ropa, de peinado, de gustos, de ideas. Sandino empezó a fumar muy tarde precisamente por eso. Veía a sus amigos con trece, catorce años, hacerse los mayores, de repente encender un cigarrillo. Para Sandino uno debía nacer fumando para poder ser fumador, como tenían que gustarle los Pistols desde 1976. La violencia privada en el sexo fue un descubrimiento que aceptaba si la otra, la que había abierto aquella puerta, ejercía una naturalidad inmaculada, no algo comprado de rebajas hacía dos temporadas. Sin razón alguna, el taxista había asignado a este último grupo a su amante.

Probablemente era injusto con ella.

Su búsqueda de placer y dolor era honesta.

Era él el inconveniente.

Pero no cambiaría: dulce prevaricación entre sábanas.

—Te he llamado porque la otra noche soñé contigo.

—¿Sí?

—Sí. Soñé que estabas tomando una taza de café en una cama y de pronto dejabas la taza, te ponías de pie en la cama y te desnudabas. Luego me bajabas el pantalón, el calzoncillo y te la metías en la boca.

—El otro día soñé que me decías eso para que me callara.

—También puede ser. Los sueños son muy hijos de puta.

—¿Sabes? —prosigue Cristina—. Hubo un tiempo en que mi máxima ilusión era, bueno, que te enamoraras de mí de tal manera que no pudieras ni respirar. Que te cayeras muerto de amor en el suelo, en la calle, en el baño. En todas partes. Que te hicieran un escáner y encontraran tu cerebro lleno de amor, inundado de amor por mí. Que no pudieras dejar de pensar en mí, en nosotros.

—Fue así.

—No, nunca fue así. Una vez lo consigues, una vez lo controlas, ya está: te destensas.

—No es verdad.

Cristina da un sorbo a Beckett y lo deja en la mesita de noche. Desabrocha el pantalón del taxista, se lo quita. También el calzoncillo. Toma la polla y los testículos de Sandino con una mano. Luego se pone de pie encima de la cama. Sin despojarse del vestido, se desabrocha el sujetador y se lo quita por una de las mangas. Luego se baja las bragas y se sienta encima de Sandino. Se introduce la polla. Cuesta un poco, pero eso les gusta a ambos. Él le pone la mano por detrás, la agarra de la nuca y le acerca la cara para besarla en la boca. Ella se resiste. Al final cede y más que besarse se golpean las caras.

Sandino folla para que Cristina se corra, correrse luego él, despedirse y se dejen atrás como cuando él lleva a alguien al sitio donde le han dicho y se aleja con el coche y mira por el espejo retrovisor y esa persona ya no está o ha seguido a lo suyo como si no hubiera existido ese viaje en taxi. Aplastar esos momentos con más momentos hasta olvidarlos como se va olvidando el desayuno, la pesadilla con la que te despiertas, las primeras noticias que escuchas en televisión.

Cristina folla para correrse, para compensar con placer la frustración de sólo ser para ella lo que él ha querido que sea. También folla para que Sandino se muera de placer, pero como una especie de dominio, de señal marcada en su cuerpo, para dejarle atrás y poder recomponer el horario, regresar a tiempo al trabajo, llamar a su marido y comprobar que todo sigue inmovilizado en su otro planeta, dejar aquel piso en condiciones, cambiar las sábanas, reorganizar todo ese juego de espías con agentes dobles, confidentes y nombres en clave.

Sandino mira hacia abajo. Le excita ver cómo entra y sale su miembro de Cristina. Le coge con una mano primero una muñeca y luego la otra por detrás, y con la libre se acerca un pecho a la boca. Le muerde el pezón hasta que sabe que le hace daño. Le encantaría anhelar el deseo de hacerle daño. Se conocen lo suficiente como para saber que encaran la recta final de su relación. Le gusta mirarle la cara, desencajada, imposible incluso para ella controlar los gestos, el pelo alborotado, la mirada ansiosa, sudada, la necesidad de morirse, de dejar de pensar, de saber qué hacer de manera inmediata después de ese preciso instante. Ella empieza a gemir. Al correrse, estirará hacia abajo como hace siempre. Sandino se deja ir. Sabe lo que está a punto de pasar. Sabe que ha estado detrás de él, escondida en sus pensamientos, al acecho. Ahora que está a punto de correrse, la deja venir. Necesita que sea ella. Necesita oírse decir su nombre como antes fue el de Hope o cualquier otra. Necesita correrse como está haciéndolo ahora, soltar un grito sordo que acompañe el de Cristina, sin dejar en ningún momento de tenerle cogidas las manos por detrás de su cuerpo, los dos brazos de la mujer, como si corriera atada, prisionera.

Ya está en el centro de su cabeza. Gritando Sandino su nombre. Es la primera vez, pero sabe que no será la última. Se corre con las tres letras de su nombre, con la cara, el cuerpo de aquella mujer a la que desea y desprecia por inaccesible, por lo que tiene de continente no alcanzado, de venganza, de noche de antorchas y asalto a los pabellones de invierno.

Nat.

Como un chiste sin gracia, como el punto amargo con el que no contabas al beber o besar. Esa melancolía. Nat. Ese fulgor que afea ese cuerpo, esos dos cuerpos, esa habitación prestada, ese llegar a horas distintas, Nat, ese disfraz de cotidianidad: el café, la conversación, ponerse cómodos, Beckett y Joyce. La fealdad de la mentira, de la traición, de la cobardía, del miedo a ser lo que se es —Nat— y a no dejar de serlo, a ser lo que no se es, a no saber qué se es.

Nat.

—Ríndete.

—Cállate.

La voz de Sandino ha sonado reverberada en un desprecio que Cristina sólo puede aceptar si lo imagina impostado. Ella también juega con él. Ya no piensa en retenerlo más allá de su gen competitivo, sus ganas de no perder nunca. Ha fantaseado mucho con dejarle, con buscar algo que la haga menos vulnerable. Hasta que llegue eso, quiere conservar esta historia porque la hace sentir menos solitaria. No podría regresar al pasado, acostumbrarse a no tener eso. Sandino puede transformarla en mezquina, pero los días en que se ven, una sensación de algo colocado en su sitio, positivo en cierto modo, la pone de buen humor.

Sin embargo, sus miradas se cruzan y él lo ve.

Y recupera el eco de sus palabras mandándola callar.

«Se ha vuelto a enamorar otra vez», se dice la mujer.

Eso la confunde, la enfurece, hace que saque la polla de su coño, pero se queda pegada al cuerpo del hombre. Lo mira a los ojos y le tranquiliza convencerse de que aquello ha desaparecido —«la nueva es una más»— y ve lo que siempre ve. Esa mirada de buen chico que le ayudará a ahuecar la almohada, cambiar las sábanas y abrir la cafetera para sacar los posos, que le propondrá una cerveza en el bar de la calle de abajo que regentan unos ecuatorianos. Pero no. Aún no quiere eso. Tampoco lo otro. Quiere recuperar el control e incomodarlo. Aprieta su cuerpo contra el del taxista y busca dentro de sí lo vergonzante, lo transgresor hasta encontrarlo y poder mearlo. Se está portando mal. Sandino debería castigarla. Espera que lo haga. Va a dejar la cama empapada, pero no le importa. Que se jodan todos menos ella.

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