Taxi

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Martes » 3. Junco partner

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Junco partner

1973

Una cinta BASF de sesenta minutos, negra y naranja como una abeja reina. Hermosa caligrafía llena de bucles y tirabuzones: Nochebuena de 1973. Una casete con chistes, villancicos, voces fantasmagóricas, la mayor parte pertenecientes ya a muertos.

1981

Hasta esa fecha, una escabechina. Su tío, sus dos abuelos, el bueno y el postizo, su abuela Carmen. Muchos de sus amigos. Los dioses no se saciaron de la sangre de los suyos hasta la década de los ochenta. Sandino sostiene que, por una extraña razón, el tecno-pop los calmó. La broma le pareció tan buena que la repitió años y años. Nadie se rió nunca mucho de ella. Es probable que fuera una mierda de broma.

Le ha dado tiempo de recoger a sus padres y a Víctor, y van hacia el cementerio de Horta, que queda encima de las Rondas. Nadie se ha creído las excusas de Lola, pero no han dicho nada. Sólo se han permitido una mirada entre hermano y madre que Sandino ha hecho por no ver. Confía en que no haya nada más, pero sabe que se equivoca.

—Me sabe mal.

—¿El qué?

—Lo de Lola.

—No me rayéis con el tema. No viene y ya está.

Silencio.

Un minuto, dos, tres, cinco: ya pasó.

¿Has tenido una buena vida cuando toda la gente que va a tu entierro cabe en un taxi?

Tramposa pregunta.

La muerta tiene casi cien años. A esa edad no queda nadie vivo, excepto algún vecino y los pocos o muchos descendientes que hayas tenido.

Y Kirk Douglas, claro está.

Lucía, La Abuela Loca, La Abuela Colérica.

Noventa y nueve años, tres meses y diez días: una vida longeva, a punto de rebasar la línea de meta de la inmortalidad. ¿Cuántos años tendrían hoy esos nombres de los que hablaba ella, Anastasia Romanov, Lluís Companys, Rodolfo Valentino, Millán-Astray, el ratoncito Mickey, Carlos Gardel?

Lucía, la abuela demente que perseguía a Sandino y a su hermana por los pasillos de casa con su dentadura postiza en la mano, en una suerte de ventriloquia diabólica. La que encadenaba enfermedades, dolencias tan postizas como esos dientes. La que les quería más que a nada. La que no sabía querer a nadie. La que pegaba calcomanías de rosas rojas en los cabezales de todas las camas donde durmiera. La que los lunes freía huevos para toda la semana. Ésa, casi cien años.

En el taxi, detrás de Sandino y Josep, su padre, está Víctor, en plena etapa de vinculación emocional con su entorno paterno ahora que vuelve a estar en marcha la venta de la Casa Usher. De la promiscuidad gay a las drogas, de las drogas al alcohol, del alcohol al caldo del comedor de los papas combinado con caldo de sauna. Cuando le dejó el taxi a Sandino, revivió su viejo sueño de ser actor de teatro y doblaje o quizá lo entendió mal, porque ahora tiene otro negocio farandulero que Sandino nunca acaba de recordar. A veces, el hermano menor del taxista engola la voz. La proyecta. Lola y él bromean siempre sobre el actor que pugna por declamar dentro de Víctor, que puede ser divertido y buen tipo cuando el litio le deja ser promiscuo, en definitiva, ser quien es: un ser de extremos, cariñoso, lunático, familiar y conservador a su manera.

Al lado de Víctor, Fina, la madre, el centro del mundo de todos ellos.

—Un poco más y el Papa la hubiera felicitado.

Nadie contesta a ese mantra que Fina ha ido repitiendo los últimos días de la agonía de la abuela, pero ella —guapa, de ojos vivos, edad indeterminada entre sesenta y setenta años, rubia teñida desde hace cuatro décadas, manchas en las manos y delgadez redondeada por años de menopausia— sigue sin percatarse —o quizá sí y no lo remedia— del hartazgo que propicia:

—El Papa felicita a quien cumple cien años. Le envía una carta por llegar a esa edad.

Silencio.

Uno, dos…

—Como es argentino, supongo que lo hará en castellano.

El cerebro de la vieja es una máquina de millón con mil bolas extras. Cuando se cuela una, de inmediato se le dispara otra. Ahora se le ha iluminado como un letrero de neón preguntar por el trabajo a Sandino, ensalzar al Papa, temer las nuevas elecciones, lamentar el cáncer de una compañera del coro parroquial y denunciar la injusta situación de Piqué con la selección. Todo al mismo nivel, en el mismo tono y todo sin solución. En la radio, a alguien se le ha colado «Only when you leave», una de las favoritas de la adolescencia new wave de Víctor, lápiz de ojos y, por mucho que le moleste, más Tino Casal que Marc Bolan. Sandino recuerda cómo odiaba, de joven, todo lo que no fuera lo que debía ser en cuestión de gustos musicales y cómo la madurez lo ha ido amansando: hace treinta años hubiera devuelto el coche al concesionario para que sacaran a los Spandau Ballet de la radio, pero hoy casi agradece la escucha inesperada.

Josep, el hijo de la abuela Lucía, mira a través de la ventana la hilera de árboles, sedientos y enfermos de dióxido, que en apenas nada dejarán el sitio a cipreses municipales más voluntariosos que disciplinados. Padre huérfano. Casi cuesta unir ambas palabras. A Sandino le parece que Josep se ha echado encima diez años en unos días.

Lóbregos pensamientos de cementerio parecen cruzar por la cabeza del viejo, pálido y empequeñecido, disfrazado más que vestido con una chaqueta y un pantalón, negros y enormes, una corbata también negra sobre impoluta camisa blanca. Sigue insistiendo en llevar bigote y en olvidarse las gafas en casa. Movimientos lentos, gravedad lunar.

Todo va mal y tiende a empeorar.

Juegos de manos, juegos de villanos.

Si te quedas quieto, igual no te ven y pasan de largo.

Cabeza de ratón a cola de león.

Quédate en casa, cierra las persianas, apaga las luces.

Mañana lo verás distinto.

Desde que se casaron, Fina y Josep viven en la torre de Lucía, la madre de Josep. Hubo amagos de fuga tanto antes como después de tener los hijos, pero las alarmas saltaron a tiempo y la luz del campo de concentración barrió el patio para que, como siempre, todo quedara como estaba en los dominios de la demente normalidad de la Bruja Lucía, antaño Casa Encantada, ahora Casa Usher.

El viejo regresa de donde quiera que estuviese. Gira la cabeza como un perro. Mira hacia adelante, parece recuperar el contacto con el aquí y el ahora. Carraspea. Va a hablar, a expresar algo que debe de haber visto allá donde ha estado, un recuerdo, una impresión, un color intuido.

Una frase para la posteridad, papa, una pista sobre quién eres, cómo sientes, el dolor por esa madre brutal y desesperada.

—Qué bien va este motor. Se conecta y desconecta sin ni un ruido.

Gracias, papa, gracias.

—Hasta los cincuenta kilómetros por hora vas con el eléctrico. Luego pasa a funcionar con gasoil —apunta Víctor, para remarcar que fue él quien compró el coche que va pagando Sandino.

—Y así al arrancar y frenar el coche no sufre.

¿Cuántos millones de veces esta misma conversación?

Su madre lleva unas flores en el regazo. Canturrea por lo bajo una melodía. Fina canta en una coral. Ensaya los lunes. Los domingos y sábados, autocar arriba, autocar abajo por toda Catalunya. En el repertorio está Yesterday. Su madre siempre remarca lo de Yesterday.

John, Paul, John y Ringo.

Fina nunca consiguió retener el nombre de George así que para ella los Beatles tenían, al igual que los apóstoles dos Santiagos, dos Johns.

Fina y su mundo.

Fin de trayecto. Aparcamientos desiertos, edificios bajos, familiares que esperan a los vivos de los muertos. Excepto a ellos. Nada ni nadie ha venido aquí por la abuela. Ella no tendrá velatorio ni misa. Sólo un agujero donde quemarán el cuerpo y la caja. No hay dinero para los chicos. Ganas, tampoco. Ni motivos para rezarle, para decir cosas buenas, para creer en el cielo, en alguien que la espere, que la juzgue o la absuelva. En la familia de Sandino nadie ha creído nunca en nada. La única tierra prometida que han conocido es la que tienen los árboles enfermos alrededor del agujero en el asfalto. Son la parte baja de la clase media. Hospital y cemento, inyección y pared, reunión de vecinos, bolsa de plástico, caucho en el asfalto. Además del padre y el hermano, sus dos abuelos fueron taxistas y, antes de serlo, uno de ellos trabajó de mozo de cuerda para que aparcaran los camiones, y el otro era el que llevaba aquellos camiones a aparcar, quizá los mismos. Ser taxista —ese destino del que Sandino quiso escapar— es casi un estigma en su familia, que nunca ha tomado parte en revoluciones y contrarrevoluciones. Jamás iniciaron o evitaron guerras, pero han ido a todas y han perdido la mayoría y se han pasado de bando a la primera ocasión para comer caliente en casi todas. Ni épica ni galones.

En la rampa que lleva hasta la entrada hay un camión de Fanta estacionado con el conductor dormido dentro. El centro de incineración abre dentro de cinco minutos. Víctor propone ir a hacer un café. Josep dice que para qué. Su padre no entiende ese consumir por matar el tiempo. El viejo decide quedarse solo haciendo guardia al lado del camión pintado de amarillo y naranja, como si se tratara del fantasma del guardavía. El chófer del camión abre la portezuela y, de un salto, baja a tierra. Se despereza como un gato grande e intercambia unas palabras con el viejo. Es probable que éste le esté pidiendo disculpas si su llegada lo ha despertado. Josep es capaz de eso. Cuando ellos eran críos, su padre dejaba propina en los peajes.

«En el fondo —piensa Sandino—, quizá Josep tenga razón».

¿Para qué bajar las escaleras de la cafetería, localizar al camarero, pedir los cafés y abrasarse las gargantas con agua hervida en los diez minutos escasos que faltan para que abran el centro?

Quizá les haga bien llevar un rito en este entierro sin ritual.

Nadie dice nada. Nadie llora.

Su abuela era más un personaje de novela que real. De hecho, no saben nada cierto de ella. Todo fueron mentiras que ella creyó ciertas o no, de tal modo que nunca tuvo necesidad de sincerarse de nada. La fueron reconstruyendo luego, pero el sendero no tenía fiabilidad alguna. Es obvio que su familia no sabe qué hacer ante la muerte de la abuela Lucía. Porque al ser hijos de la gleba, prácticos, esenciales, medulares, les falta poesía y entonces es sólo que la vieja ha muerto y piensan más en lo que se ahorran y no en lo que pierden, si es que se pierde algo al enterrar a esa mujer de casi cien años.

De camino a la cafetería —todos menos Josep—, Víctor se saca de la chistera un ejercicio práctico del último gurú sacacuartos al que debe de haber acudido. Su plan es que cada uno hable de los recuerdos de la abuela, convocarla, formalizar el rito a precio de un café por barba.

Víctor proyecta, ahora sí, esta vez seguro, un poco la voz.

Si estuviera Lola, buscaría la mirada de su marido y sonreiría.

Veamos qué tiene él por aquí.

La abuela poniendo su belén en la puerta de casa. Una campana verdosa en cuyo interior cabían burro, vaca, padres, niño y tres pastores arrodillados. La abuela acunando día y noche a un pájaro enfermo lleno de parásitos. La abuela entregándole una pelota de tenis que le había dado Manuel Santana. Sandino tardó años en reconocer la trola. Bendita inocencia. Santana y su abuela vivían en universos paralelos, por el amor de Dios.

—¿Sabéis yo de qué me acuerdo? —dice Fina—. Cuando era la noche de Reyes y vosotros pequeños, la abuela subía de su piso, veía los regalos que yo había colocado en los sillones, elegía una o dos cajas y se las bajaba. Y siempre eran los mejores regalos, las cajas más grandes.

Lo cierto es que los críos siempre se preguntaron a qué se debía que los Reyes fueran más generosos en casa de la abuela que en la suya. Su madre, brillante mentirosa a tiempo completo, en su día les hizo un apaño: los Magos llegaban tan cansados que en el primer piso dejaban los regalos más pesados.

—¿Por qué se lo permitías? —pregunta Víctor.

—¿Crees que no traté de impedirlo? Pero buena era la señora.

Un momento: ése no era el plan de Víctor.

—Centrémonos en las cosas positivas: en lo que nos dio.

Todos hacen ascos a cafés y cortados que, como todo parecía augurar, están horribles. Sandino empieza a divertirse ante el ninguneo a su hermano. Le gustaba más el gremlin que fue hace años que la conversa puritana de los últimos meses. Supone que se quieren aunque, si no fueran hermanos, ni se habrían tratado. Siéndolo, se buscan, se ven, se detestan, se vuelven a buscar: hermanos a fin de cuentas.

—Mama, dinos la verdad, lo que pasaba es que tenías miedo de que te pasara como al abuelo.

—¿A qué te refieres?

—A que te matara. Seguro que nunca le dabas del todo la espalda.

Los hermanos ríen.

—No digas tonterías, nene.

—No jodas, mama. Tú misma me lo has dicho…

—No…

—Si lo primero que dijo cuando el médico salió a daros la noticia fue si le harían la autopsia.

—Bueno, sí, eso fue raro.

—¿No confesó un San Esteban?

—Sí, lo hizo, mama —se apunta Víctor.

—Pero estaba piripi.

—¿Piripi? Estaba como una cuba. Dijo que lo había matado. Bien claro además.

—No dijo eso, sino que había acabado con él.

Sandino lo recuerda. Entre lágrimas de cocodrilo. «Lo he matado, perdonadme, lo he matado pero no era buena persona: le pedía dinero para comprarme unos zapatos, para los escamarlans, y siempre me decía no, no y no. Además quería dejar la casa para su primera familia. No soltaba el mando a distancia, siempre tan alta la dichosa tele, día y noche. Le hablaba y no me escuchaba».

En su familia nadie discutía los motivos por los que cada uno hacía lo que hacía. Los hechos se asumían, se disfrazaban, se escondían y luego, llegado el caso, se negaban incluso bajo tortura pero los motivos jamás eran juzgados por el resto.

Cuando la abuela Lucía, la que hoy va a ser incinerada, envenenó con matarratas a su pareja, no quería quedarse sola. Los padres de Sandino determinaron que él, como hermano mayor, durmiera con su abuela, en aquella habitación de dos camas, viejas y rústicas, estancia con cuadros de cacerías de jabalíes, vírgenes aterradas más que anunciadas y una foto descolorida, enmarcada y colgada frente al espejo de la ciudad de Toledo. También el Cristo de Velázquez colgado entre las dos camas acababa por alegrar aquel nicho. Sandino recuerda que aquellas sábanas aún parecían oler al muerto. Las fundas viejas de la almohada, lavadas, zurcidas, zurcidas y lavadas.

Sandino aceptó sin protestar, como casi siempre, que le entregaran como rehén. Dormiría en el piso de abajo, con la vieja loca, mientras por el techo escucharía cómo andaban, reían y chillaban sus progenitores y su hermano. Tuvo la sensación, a veces, de estar muerto y enterrado, en otra dimensión, bajo el mundo de los vivos. La abuela Lola roncaba, hablaba en sueños, liberaba metano y meaba a presión en un orinal a pocos metros de él. Era todo tan horrendo que Sandino ha de recordar que sólo era un crío, que eran casi finales de los setenta, que aquello era Europa, que España era una democracia, su madre tomaba anticonceptivos y su padre había bailado con las canciones de Elvis. No eran unos psicópatas: la gente antes hacía cosas así. Parecía la mejor opción dado que la relación de Josep con su madre era volcánica, probablemente agresiva por parte de ella, y Sandino apaciguaba hasta a las bestias, según Fina.

Una de esas noches, la vieja, ojos desorbitados, sudada y visiblemente aterrada, despertó a Sandino. Había visto en sueños al abuelo, sí, y éste le había dicho que no podía perdonarla. Le decía: asesina, mala y cosas peores. Ella lo había matado sin que pudiera despedirse de nosotros y sus amigos del dominó y, por eso, no la dejaría en paz tan fácilmente. Sandino trató de tranquilizarla. La abuela se durmió, pero el chaval cogió almohada y sábanas y se fue hasta la escalera, a medio camino entre el mundo de los vivos y el de los muertos, donde durmió aquella noche lejos de la vieja. Su abuelo le quería. A él no le haría ningún daño. Aunque estaba seguro de ello, lo cierto es que rezó para que no viniera.

El abuelo no se presentó. Ni ésa ni las siguientes noches. Sin pedir permiso ni dar explicaciones, Sandino volvió a dormir en el piso de arriba y la abuela hizo las paces con el fantasma del asesinado.

—¿Sabéis que un poco más y el Papa la habría felicitado?

—Joder, mama, estás empezando a chochear. Deberías mirártelo, igual es principio de alzhéimer.

Víctor el Delicado.

—¿Tú crees que el abuelo vendrá, Joselito?

—No, abuela, no vendrá.

—Me defenderás si viene, ¿verdad, Joselito? Dime que lo harás. Júramelo.

Te lo juro: te defenderé.

Nunca he sentido nada igual a esto.

Te quiero.

Te amo.

Estoy perdidamente enamorada de ti.

Sí, sí, sí, yo también: ¿hasta qué hora puedes quedarte?

Nunca te dejaré: me dejarás tú antes.

Me esperan en casa.

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