Taxi

Taxi


Miércoles » 13. Lightning strikes (not once but twice)

Página 19 de 56

13

Lightning strikes (not once but twice)

Es imposible que suene Sinatra pero él oye a Sinatra. El Sinatra de los primeros sesenta, el que vendía muchísimos discos, el del sombrero para disimular la alopecia, el del nudo bajo de la corbata, el que ya no importaba: cada vez más ancho, cada vez más calvo, cada vez más viejo.

Es Sinatra. Es imposible. Las monjas no escuchan a Sinatra. Sinatra no era aún Sinatra, pero sin embargo es Sinatra, taxista triste, taxista recién follado, taxista niño.

Son días de diciembre, desapacibles, muy próximas las fechas a las venturosas veladas de la Navidad. Cada año se repite todo aquello, una lo sabe y espera, pero no por ello es menos hermoso. Un manto de buena voluntad, de paz, de misericordia, cubre la faz de la Tierra. La gente va enfundada en sus abrigos, encadenada al vaho que le sale de las bocas, sempiternos cigarros humeantes, el niño de madera de Collodi que avisa a alguien desde dentro. Hay escarcha por la mañana en las calles de Barcelona y la gente engalana sus casas para que todo el mundo sepa que ya ha llegado la hora, que el Niño va a ser alumbrado, que por fin es otra vez Navidad.

En la catedral han puesto los nacimientos e iremos con papá, mamá y el aya a verlos una tarde de éstas, probablemente mañana, recién acabadas las clases en las escuelas católicas. Hoy es el último día, día de función, día en que cantamos todos con la exalumna seglar, Angustias Romero, que dicen que quiere ser científica y que, como cada año, vendrá a tocar al piano piezas de los maestros alemanes. En las calles hay calesas y taxis de caballos y cafés y chocolaterías, así como grupos de niños que cantan villancicos y piden por las puertas el aguinaldo. Hoy papá, solemne y bueno, ha pagado el suyo al sereno, al cochero, a las criadas y a gente de la que no sé apenas nada pero que trabajan para él. Tampoco sé en qué trabaja papá, pero sí sé que debe de ser el jefe de todo porque en casa somos muchos y vivimos bien y felices y no nos falta de nada. No derrochamos porque mamá siempre dice que debemos pensar en los demás, en los que nada tienen y en las enseñanzas del buen Jesús. Damos mucha caridad. Antes, la familia vivía en las Islas Filipinas cuando aún eran españolas. Mi padre cobra la pensión que le correspondía a mi abuelo por ser gobernador de no sé qué ciudad o isla. Nunca consigo recordar el nombre.

Joló, la isla se llamaba Joló.

Perfectamente puede ser «Almost like being in love».

Pero es imposible que sea «Almost like being in love».

Joló es un nombre extraño pero no imposible.

Pienso en todo ello mientras estoy aquí, nerviosa como un flan, a la espera de que me llegue turno para salir a escena. Me sé el papel, claro que me lo sé, lo he memorizado en clase de teatro y en casa con la abuelita y el aya, pero soy tan insegura que temo subir al escenario y quedarme en blanco. Voy disfrazada de demonio con alas que simulan ser de murciélago, obra de la imaginación de una modista amiga de una de las chicas de casa. Mi función es asustar y tentar a los pastorcillos. Hubiera querido que me eligieran como Virgen María, perdone Dios la vanidad, pero un año más han elegido a Pilar Pardo. Ella siempre saca buenas notas en religión, historia, ciencias y… aritmética. Además es alta y guapa, con ese pelo largo y negro como boca de lobo. Por mucho que me fastidie, la elección es acertada, pero podían cambiar de vez en cuando, vamos, digo yo. La hermana Sarito pasa por mi lado y bromea sobre mi atuendo. Dice que por donde paso huele a azufre. Yo me río y me pongo más colorada que el disfraz, si cabe. También estoy nerviosa por lo de después. Por decírselo a los papás. Nadie sospecha nada, pero lo tengo decidido. Mi camino está en Él. El otro día le dije a mi hermana Julita que estaba enamorada de Jesús y ella se puso a reír a carcajadas, con la mano tapándose la boca y con unas ganas locas de ir a contárselo a los demás. Pero no estaba bromeando ni exageraba. No creo que pueda querer a nadie más que no sea a Él. Creo que le quiero más que a papá y a mamá, que son lo que más quiero en el mundo. Si no fuera una blasfemia, creo que es amor de mujer. ¡Qué vergüenza! Me gustaría poder dedicarle toda mi vida a Él y a Sus Obras. Mi deseo es seguir los pasos de mis hermanas mayores y hacerme Hija de la Caridad. Sé que a mi padre le agradará, pero no lo tengo tan claro con mamá. Somos muchas ya las que, en cierto modo, la vamos abandonando para ir detrás de Él.

Con todo, aún le quedan críos que le hagan reír y la preocupen con sus travesuras y sus resfriados, paperas y sarampiones. Están Damián y Javier, Úrsula, Juana, Francisco José y Lucía. Todos ellos son mis hermanos. De hecho, Lucía no lo es, pero eso es algo que nadie debería saber y que ella, por supuesto, desconoce. Un secreto de las mayores y de los papás, claro, del que yo me enteré porque intervine activamente en todo aquello. A mí me encantan los secretos. Sobre todo cuando, en el fondo, son secretos piadosos como el de Lucía.

Siempre, por estas fechas, mamá y algunas de nosotras vamos a visitar el Cotolengo y hospitales de beneficencia. Ayudamos un poco a las hermanas enfermeras y visitamos a gente malita, algunos agonizando, entregados a la decisión de Dios. Una vez estuve presente en la extremaunción que un Padre de la Iglesia de Belén dio a un moribundo y aquello sacudió algo dentro de mí. Aquella cara, contraída por el dolor, pero al mismo tiempo beatificada por lo que recibía, por saberse limpia para ir al encuentro del Creador, que le sanaría y acogería por toda la eternidad… No entiendo cómo hay gente que nos critica, que no cree en el milagro que se produce diariamente en nuestras iglesias, en hospitales, en los corazones de los creyentes. Me queda poco para salir a escena, así que me apresuraré con lo que quería contar. Hará unos años, cinco o seis, hubo una epidemia de tifus en la ciudad. Un barco chino, dijeron. Bueno, no sé. Visitábamos uno de aquellos hospitales y vimos aquellos ojos iluminando como dos soles. De hecho, aquello no era una niña, sino dos ojos inmensos, limpios, implorantes de ayuda. Era Lucía, que estaba a los pies de la camita de su mamá, agonizante de tifus. La niña, de apenas dos añitos, estaba con ella por aquello de la cuarentena. Pasamos por su lado, pero tuvimos que volver. Era imposible olvidar aquellos ojos que nos seguían hablando minutos y minutos después de haberlos visto. Mamá conversó con la hermana, quien le confirmó que era tifus y que a la madre de Lucía le quedaban días para el infeliz deceso. La niña no parecía estar contaminada. Seguimos la visita, pero yo insistí hasta hacerme pesada para que nos lleváramos a aquella niña de ojos como brasas para que viviera unas navidades bonitas como las que celebrábamos en casa. A mí se unió Julita, y mamá, aunque negaba y negaba, tampoco lo hacía con mucha convicción, todo sea dicho.

Tanto insistimos que aquella misma noche mamá habló con papá y éste, tan piadoso siempre, dijo que quizá aquellas navidades serían las únicas buenas y decentes que pasaría aquella niña en su vida. O sea, que accedió. El pacto era que estuviera con nosotros sólo esas fiestas. Los papás fueron a los dos días a buscar a Lucía. Su madre seguía agonizando y nadie sabía nada del padre. Recuerdo que sonó el timbre y bajé al galope para recibirlos. Allí estaban aquellos ojos de princesa de cuento. Era tímida, llevaba ropa de pobre pero limpia, y olía a medicina. Ya sabía que dormiría conmigo. Me la subí al cuarto y jugamos con mis muñecas. Apenas hablaba. Me dijo, eso sí, su nombre y que en su casa también tenía una muñeca de trapo a la que llamaba Gloria y que se la habían traído los Reyes Magos el año anterior. Su Mago favorito era Melchor, y el mío también. Yo le conté lo que me había dicho mi padre la noche anterior. Que él conocía a los Reyes de España y podía hacer llegar el encargo a los Magos de Oriente para que ese año dejaran los regalos de ella en nuestro comedor, a los pies del árbol de Navidad, grande y engalanado. Ella me sonrió y creo que la quise desde ese momento. Eso nos pasó un poco a todos. De tal manera que al término de las navidades no quisimos que volviera al hospital. Pero su madre, milagrosamente, sobrevivió. Eso hizo que papá y mamá no la pudieran adoptar legalmente porque nunca fue huérfana. Sin embargo, la madre de Lucía, y que Dios me perdone, no era ni de lejos una buena madre. No tuvo ningún reparo en desprenderse de ella. La dejó bajo nuestra tutela, corriendo nuestra familia con los gastos y la educación, ya que —eso era cierto— estaría mejor con nosotros que con ella y su futuro sería el de una señorita decente y llena de expectativas, porque mis padres otorgaban idéntica educación a sus hijos, tanto si eran varones como hembras. Si yo tuviera hijos no los daría a otra familia por muy miserable que fuera mi vida. El acuerdo era que Lucía nunca supiera que los que creía sus padres y hermanos no éramos tales y que aquella mujer que de tanto en tanto la venía a visitar no era sino una de las ayas que le dio el pecho al nacer por la falta de leche de mamá. Aquello nos ilusionaba más que si todo se hubiera resuelto de modo legal, he de reconocerlo. Era como estar dentro de una hermosa historia de Carlos Dickens, una prueba, un espejo en el que Dios se reflejaba, nos miraba y sonreía.

Todo ello permaneció más o menos así hasta que Lucía cumplió dieciocho años. Los tiempos habían ido derivando hacia el caos y el odio, la guerra y la ignominia. El olor a iglesia en llamas, a impiedad, a sanguinaria revuelta de hombres ennegrecidos por ideas y actitudes, ésas sí, apestando al azufre de Belcebú, parecía inundar las calles, el barrio y hasta las habitaciones de casa, por mucho que los papás quisieron proteger y aislar a su familia. Pero he de acabar aquí porque esto último que os he explicado lo he hecho de oídas, ya que un mal feo en el intestino me postró a los diez años en cama y acabó por darme muerte entre fiebres y dolores en el mes de octubre, seis años antes de que Lucía cumpliera dieciocho y estallara la revuelta que puso orden en España, al precio de una masacre entre hermanos. Pero ésos son todos malos recuerdos que yo no pude ni vivir. Desearía —¿puedo?— dejar mi relato un poco antes. Cuando Lucía venía a mi lecho, corría el tul que colgaba de las barandillas y se quedaba en silencio mirándome, agarrada a Gloria, aquella vieja muñeca suya de trapo. A veces me hacía una caricia, a veces abandonaba su cabecita en la colcha cerca de mi mano para que fuera yo quien se la acariciara como se hace con un cachorrillo. En otras ocasiones yo la miraba, casi espiándola. La veía en el suelo de la habitación, jugando con mis cosas, vestida ya con mis ropas. Como si Dios hubiera querido aliviar la pena de mi muerte entregando a mamá y papá una sustituta. Ese pensamiento a veces me reconciliaba con Nuestro Señor porque me sentía dentro de un Plan, el suyo, Divino, Maravilloso, aunque también Ininteligible para mí, en el que mi sufrimiento era una escalera para llegar a la Gloria Eterna. Pero a veces, debo ser sincera, la propia enfermedad hacía que el demonio se aprovechara de mi debilidad y me lamiera las heridas con su envidia y sus celos. Entonces no acertaba a entender aquella injusticia, aquella última prueba. Pero tampoco quiero recordar eso ahora. Lucía, mientras yo viví, fue mi hermana más querida. Una más de nosotros. ¿Qué más puedo decir de ella? Que no le gustaba mucho estudiar. Era muy melindrosa y algo mentirosilla y… Lo siento, he de dejaros con Julita porque tengo que salir a escena a atemorizar y tentar a mis pastorcillos y además estoy muerta y los muertos no suelen hablar tanto como he hablado yo.

No sé cómo fue, pero a los dieciocho años se enteró de que no era hija natural. Que nuestros apellidos eran postizos. Que aquella señora era algo más que la que le daba de mamar en las primeras lactancias. Lucía siempre tuvo un carácter fuerte, pero aquello la hizo llegar más lejos, si cabe. Tomó una decisión, un montón de decisiones, unas detrás de otras, todas equivocadas, absurdas y algunas hasta perversas, entiendo yo, porque lo cierto es que todos la considerábamos una más entre nosotros y nada debía cambiar a partir del momento en que la verdad salió a la luz.

Todo aquello estalló como una bomba. Resultó un enorme disgusto para todos, en especial para los papás. Entiendo que ella se sintiera engañada, estafada. De repente, se le apareció ante los ojos una vida que se le antojaba una burla, una comedia, pero no era así, nunca lo había sido. El carácter se le amargó. Perdió la cabeza. Un día quería seguir nuestros pasos y ser religiosa, cuando nunca había tenido inclinación alguna en ese sentido. Otro día buscaba las cosquillas a mamá hasta sacarla de sí y que ella, en su interior, incluso se arrepintiera de haberla traído a casa, de tal magnitud eran los sapos y culebras que salían de su boca. Lo que más sorprendía era que, repito, nada tenía por qué cambiar. Era nuestra hermana en el corazón. Había crecido con nosotros. ¿Qué más daba el secreto, la no verdad de todos esos años…? Con el tiempo creo que lo que le pasó en la cabeza no fue consecuencia de sentir que papá y mamá le habían mentido. El mal estaba ya dentro de ella. Su madre fue una mujer egoísta y sin sentimientos. Que entregó sin dolor a su hija a cambio de quitarse un problema de encima. Y ese mal, quieras o no, se lleva dentro. No se extirpa así como así. Años, muchos años más tarde, en una pequeña aldea de la India, conocí a una niña que estaba a los pies de la cama de su madre ya muerta. El cólera había asolado a aquellas gentes. La mirada de esa niña me recordó la de Lucía. No era dulzura o inocencia del alma, como podía parecer en una primera impresión. Era algo más. Nacía del limpio y gélido filo de la venganza ansiada. El demonio deja a veces la simiente en los envoltorios más dulces y hermosos. Cuesta de creer, pero es así.

Pero el mal carácter, la búsqueda de conflictos sin razón y a todas horas, la saña con la que Lucía buscaba el punto débil de todos y cada uno de nosotros no pareció bastarle. Me temo que aquella podredumbre moral y familiar no hizo sino dejar más maltrecho el corazón de nuestro padre, ese que tanto había sufrido en la guerra, años de persecución de anarquistas y rojos, y acabó por rematarle. Pero aún habría algo más. Algo más sucio y maligno. En la cabeza de Lucía se gestó una idea que nunca he querido valorar seriamente que fuera premeditada y consciente. Quiero pensar que fue más bien un sentimiento malinterpretado, algo a priori bueno que abre la puerta equivocada, presa de la confusión. Ella nos quería. Mucho, según decía, aunque no siempre se traducía en acciones. Soy de las que cree que te quiere quien no te hace daño. Quien no te complica la vida. Nos había querido como hermanos y hermanas, pero ahora, de un modo absurdo e infantil, decidió que no podía querernos así. Que ya no era nuestra hermana porque tenía padres distintos. ¿De qué manera podía, debía, querernos ahora? No le bastaba con ser nuestra familia en el corazón y en el día a día. Ella quería un mismo rango, una similitud que ostentar, orgullosa, de cara al resto del mundo.

Mi hermano Francisco José no mostró interés en ofrendar su vida a Nuestro Señor Jesucristo. Siempre fue piadoso, cumplidor con ritos y obligaciones de Nuestra Santa Madre Iglesia, pero no tuvo vocación. Construyó, eso sí, una familia de mujeres y hombres buenos, decentes y temerosos de Dios. Era apuesto, buen mozo, brillante estudiante de la carrera de Leyes. Quería a Lucía como a una hermana y ella le quería como a un hermano hasta que decidió que, ya que no lo era, podía quererle como a un hombre. Si no podía ser nuestra hermana, sería su mujer, la nuera de nuestra madre, nuestra cuñada. Aquello era incestuoso, malvado, de un retorcimiento diabólico. Es por ello que no hago del todo responsable a Lucía, que ya tuvo bastante castigo luego.

Una vez que Lucía decidió acceder a su nueva consideración, persiguió a nuestro pobre Francisco José de todas las maneras posibles. Primero de una forma equívoca y hasta disculpable. Después, ya de un modo evidente y pecaminoso, con encendidas cartas de amor de bordes dibujados a tinta china con flores y caras de lánguidas heroínas de cabellos alborotados. Cartas subidas de tono, citas indecentes a medianoche en su habitación —que ahora ya no compartía con la pobre Teresa, ya en el seno del Altísimo— a las que mi hermano nunca acudió, falsas amenazas de suicidio sacadas de noveluchas francesas y encontronazos más propios de una arrabalera que de una señorita a la que mis padres habían entregado dinero, estudios, cariño y esfuerzos sin fondo.

Todo ello llevó a que mi hermano planteara a mi madre una drástica solución: o se iba Lucía o se iba él. La decisión fue que ella se fuera a una institución para señoritas en el barrio de la Bonanova. No era una condena, no era una prisión. E incluso pareció que la decisión había sido acertada y que las cosas volvían a su cauce. Todos queríamos que Lucía entrara en razón, que fuera otra vez la que había sido todos aquellos años. Venía los fines de semana, por fiestas, y todo parecía estar en orden. Pero estalló la guerra y mi padre, amenazado por los malhechores de la FAI, tuvo que huir y pasar a la zona nacional. La familia cerró la puerta de su casona y decidió acompañarlo a donde fuera, claro está. Pero en ese traslado no nos iba a acompañar Lucía. Lamentablemente, tampoco siguió operativa la institución en la que estaba ingresada. Con apenas dieciocho años, mi madre no iba a dejar a Lucía en la calle. Así que la devolvió, con gran dolor de su corazón, a casa de su madre biológica mientras nosotros huíamos a Burgos, donde mi padre tenía contactos y las Hermanas de la Caridad, centros educativos y de formación religiosa.

En el fondo, no es el dinero lo que diferencia a las personas sino la educación, el aceptar nuestro lugar y las penas y alegrías que Dios Nuestro Señor nos envía, el que cada uno se reconozca en su Plan y lo acepte, resignado, sabedor de que Dios Padre nos reserva lo que nos merecemos.

Sandino no ha querido dejar ni un puñado de cenizas de la abuela Lucía con aquellas monjas. Que se joda su madre, que se jodan todos. Un cigarrillo, necesita fumarse un cigarrillo, uno, medio aunque sea. Salir, pedir un cigarrillo. Pedir fuego. Pedir algo de piedad para la vieja, enloquecida de amor, potro de rabia y miel que cantaba aquél.

Soy la simiente del demonio. Soy la mujer estafada, la apestada, la no querida. No tengo nada de lo que creía mío, pero soy una mujer y vosotros no. Sólo sois olor a cera e incienso, sólo sois pasos en el suelo de una iglesia desierta y oscura, hipócrita bondad de puertas afuera y mentiras y maldad y disimulo para dentro, no sois más que angelotes castrados, monjas, curas y beatos de tormento, misa diaria. Yo soy una mujer y los hombres en la calle me miran los pechos, se mueren por adentrarse entre mis piernas y darme placer e hijos y la venganza y la salvación de mi dolor y mis delirios. Y a vosotros se os mira no con respeto, sino con pena, con piedad como a un jardín escarchado, un huerto yermo, unos monstruos que nadie considera humanos y por eso cualquier noche un adoquín romperá vuestros cristales, os encenderán los techos con antorchas y odio almacenado durante años, siglos.

No me llevé nada que no fuera mío. Sólo traje a Gloria, mi muñeca de trapo, y sólo me llevé esa misma muñeca de trapo. Y ahora que estoy muerta como vosotros, os lo digo: os maldigo, os odio, os quiero, os quiero con toda mi alma. Y yo que tuve clases de piano y francés, una habitación enorme y baños con jabones de París y muñecas de porcelana y un hogar, de pronto he de bajar al Barrio Chino con una maleta de madera rellena de ropa planchada y un misal. He de buscar una puerta en una calle oscura donde jamás da el sol. Y he de hacer sonar la aldaba cuatro veces, una por cada piso, y esperar que esa hija de perra que me abandonó, que no supo ni morirse, que no me fue a buscar, que no me quiso, que se hizo pasar por aya, con leche amarga de madre que nunca fue tal cosa. Esa mujerzuela fea e ignorante me abriría la puerta permitiéndose hasta reprocharme que no hubiese aprovechado yo la oportunidad que me brindó la vida. Y aquel piso, todo aquel piso de una sola habitación, cabía en el ropero de la mansión de donde venía. Pero no me importó. Tampoco no encontrar cariño o piedad en aquella mujer. Era todo lo demás: el rencor, el desamor, el estar sola, lejos de la luz, de vuestros rezos y canciones. No sé ni cuántos días permanecí llorando y sin querer salir a la calle. Ayudaba en casa pero no me gustaba estar con aquella mujer que me pedía que la llamara madre. ¿Por qué tenía que quererla y respetarla cuando ella hizo aquello que ni a la madre de una gata callejera se le ocurre hacer…? ¿Por qué? Y no salí hasta que salí y entonces durante semanas no volví. Me escapé en pos de mi venganza. Y cuando tenía dentro de mí a aquel desconocido sabía que estaba pecando, que estaba ensuciando la cara de Dios, todas las limpias líneas, rezos y caligrafías, pentagramas y oraciones. Os veía a todas y todos, con vuestras caritas inmaculadas y vuestros himnos a la Virgen María, madre de Todos Vosotros, a vuestros santos martirizados y vuestras santas violadas, sin ojos, pechos cercenados y quemadas en hogueras como brujas y putas: ¿qué diferencia hay entre unas y otras en las llamas…? ¿Sabéis verlo vosotros? Y el placer de la carne no fue tanto como el de saber que os estaba haciendo daño. Y también a ti, hermano que no eras tal, tus ojos cambiaron al mirarme, pero estoy segura de que no tu deseo, aunque me mentiste, me despreciaste, me negaste tres veces tres y el gallo nunca cantó para mí. Y cuando de aquella vez supe que llevaba dentro un hijo, gocé y gocé al saber que os enteraríais y os sentiríais responsables. Yo no era culpable de nada. Habíais sido vosotros y vosotras, papá y mamá, reyes de las Filipinas y todas las putas iglesias de este mundo. Había pecado, llevaba un niño que no tendría padre y aunque volví a la habitación que era mi casa y mi madre se dio el lujo de pegarme e insultarme, quise tenerlo para que supierais hasta dónde llegaba vuestra maldad. Si no hubierais hecho lo que hicisteis. Si no me hubierais mentido. Si no me hubierais dicho la verdad. Si no me hubierais rescatado. Si no me hubierais condenado.

Todo fue culpa vuestra. Yo no pude hacer nada. Quiero que eso os quede claro. Todo, vuestra culpa. Porque después me junté con un hombre a quien no amaba, pero que me sacó de las calles y que traía de su pueblo comida que en la ciudad ya ni recordábamos cómo era. Un hombre divorciado, analfabeto y ruin. También disfruté con todo aquello porque cuando me veíais con él seguíais teniendo presente vuestras clases de señoritas, las capitales del mundo y los reyes canturreados, las teclas del piano y las semejanzas de los santos y las santas y que yo me había condenado por culpa vuestra. Nunca me casé. Nunca fui feliz. Nunca os dejé de odiar. Nunca quise a un dios que lo da todo a unos pocos y quita todo a casi todos. Que acumula riquezas y dice ser el dios de los pobres. Un dios que gana una guerra con armas y bombas. Un dios que se pone al lado de dictadores y fascistas. Un dios que tampoco os quiso a vosotros porque no quiere a nadie. Un dios que tuvisteis que ir a buscar a la India porque aquí ya estaba muerto y enterrado. Un dios que permitió que yo volviera a casa de mi madre, aquel piso sin luz ni calefacción, con una sola habitación que apestaba a col hervida y pozo ciego.

Me echasteis de mi infancia, del único lugar en el que fui feliz.

Sandino echa a andar hacia el coche aparcado en Enrique Granados, casi tocando a Provença. Lleva consigo las cenizas. Le han echado algo de agua bendita, eso sí. También lleva el diario de una niña muerta, escrito por su director espiritual, un mensaje en el móvil de Ahmed emplazándole a verse mañana en el Olimpo —al final, allí—, pero algo más tarde de lo habitual y, a todo esto, Sinatra sigue dentro de la cabeza del taxista.

Debería llamar a su madre y decirle que Julita murió hace más de un mes y que una monja le ha explicado todo: lo que quería saber y lo que no. Debería, de hecho, hacer tantas cosas.

Hoy ha podido entender —sin que haya una clave o razón que lo explique— la rabia ciega de la abuela, su mansedumbre de pobre ante la derrota diaria y total, sin prórroga ni tiro de gracia. Que la vieja hizo todo lo posible por seguir siendo querida, porque no la expulsaran del Paraíso por unos pecados que no eran suyos: ser nada, ser hija de otros, que estallara una guerra.

Suena Sinatra y Sandino ve a Charlot evitando por todos los medios que lo echen de la cabaña, del camarote, del restaurante que no puede pagar.

Le sacan por una puerta y entra por la ventana, por la otra puerta. Charlot era su abuela. Charlot también es él. Claro que es él. Nunca se quieren ir del sitio donde hay calor.

Ir a la siguiente página

Report Page