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Martes » 4. Ivan meets G. I. Joe

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Ivan meets G. I. Joe

Después de la incineración y de dejar a sus padres en el mercado de la plaza Virrei Amat para que aprovechen el día y hagan ya la compra, Sandino circula a lo largo del passeig Maragall hasta que a la altura de Sant Antoni Maria Claret encocha a una pareja de traje chaqueta y abrigo de El Corte Inglés. Los deja en passeig de Sant Joan y allí recoge a una familia de Estocolmo que se ha liado con la numeración de los autobuses y no sabe cómo llegar a la Sagrada Familia. El resto de pasajes dejan de diferenciarse. Son trayectos donde la cháchara de los pasajeros no le llega o, si lo hace, es amortiguada en una suerte de muzak sin sentido en el que sólo un determinado golpe de voz le indica que se están dirigiendo a él.

En cada parada de semáforo, si no lleva pasaje, Sandino aprovecha para seguir leyendo una vez más Una soledad demasiado ruidosa. Se lo ha vuelto a comprar porque el anterior ejemplar lo regaló. Es, la suya, una manera de leer nerviosa, neurótica, bulímica. Como si buscara con desespero algo que sólo sabe qué es cuando lo encuentra. En un cambio de semáforo a verde que le pilla por sorpresa, Sandino lanza el ejemplar sobre el asiento del copiloto, donde rebota como en una cama elástica, entre estuches de cedés, vales de lavado, el android y un manojo con todas sus llaves.

Ese asiento es una tirada de dados, cristales de un caleidoscopio, un sonajero mudo. Seguro que alguien podría leer su destino mirando los objetos dispuestos caprichosamente en él. Verdades ocultas por descifrar y qué bien si sonaran los Cranberries y esa canción que le regalaron hace años. Verdades, mentiras, de eso trata la decisión de parar un taxi y subirse a él. Barcelona no es tan grande y para ir a un sitio determinado tienes tus piernas o los autobuses o el metro, pero allí no puedes mentir ni escuchar las mentiras del otro, como al oído, en la casi onírica confidencialidad de un taxi.

Es mentir como si robaras toallas de un hotel.

Mentiras sobre sexo, sobre dinero. Sobre quién eres. Sobre qué haces. Sobre qué sabes tú que no sabe nadie más.

Una bañera llena de mentiras.

Pasajeras que se te insinúan, matrimonios que te proponen un trío, blade runners buscando taxistas replicantes: mentiras.

Verdades, medias verdades y más y más mentiras.

Pasajeros que viven de rentas, que especulan con terrenos y construcciones, alquileres y subarriendos en Bulgaria o Marruecos, que van y vienen alrededor del mundo a causa de sus fabulosos empleos que no saben explicar, altos directivos, trajes estrechos, despachos acristalados, rascacielos de oficinas, supervillanos Marvel: medias mentiras, mentiras y media, exageradas, puro dopaje de la realidad.

Verdades, paranoia, tesoros descubiertos siglos después del naufragio.

Individuos que conocen los pactos secretos entre los partidos del orden y el desorden, lo que hará Puigdemont en los próximos meses, que Cristiano Ronaldo ya tiene casa en Londres, que acabará ganando Trump porque WikiLeaks trabaja para Putin, que Jordi Pujol aún no lo ha dicho todo.

Verdades, todo verdades, claro, por supuesto, verdades y mentiras.

Salarios, licencias, acciones, hijos que se marchan mañana a estudiar al extranjero, proyectos, ideas, planos, trenes y pendrives. Niñas, mujeres, hombres, amantes, monitores, secretarias, amigos, psiquiatras, lanzadoras de cartas y de tiro al arco, finales felices, administradores de web, despedidas en estaciones, Vivaldi y Alejandro Sanz, incentivos, excedencias, minusvalías, defraudaciones, contraseñas bloqueadas, sanciones, hijos que vuelven mañana de trabajar en el extranjero, madres, hijastros, abogados, aviones, penetraciones anales, iglesias, manos limpias, escuchas, habitaciones por horas y la seguridad social que no entra en el cómputo de los salarios.

Confesión, penitencia, evacuación de zona no militarizada.

El espejo no importa: sólo el reflejo.

La impunidad de mentir a un extraño. Es sólo el arte del engaño por el engaño. El taxista no te cree a ti y tú no crees al taxista y la ciudad pasa alrededor, en el batiscafo, a través de los cristales, como salvapantallas de tu portátil que ya conoces, que no son parte ya de tu realidad, siempre en medio de otro lugar.

Sandino quiere creer que la mayor parte de las cosas que le dicen u oye son mentiras. Quiere creerlo. Porque si son verdades es aterrador.

Un pasaje, de madrugada, le dijo que acababa de follarse a una tía que tenía la cara desfigurada. Parecía ser la secuela de un ictus. Tenía buenas tetas. Vivía sola. Luego resultó que no. Había alguien en la otra habitación: dos niños que, por fortuna, no se despertaron. Mientras lo hacían, la tipa, desde su boca en forma de signo de tabulación de su cara qwerty, le pedía que la insultara, que le dijera que era un monstruo. Eso parecía verdad. El pasajero dijo que no le había hecho caso. Eso parecía mentira. Eso parecía un pedazo de un cuento de Denis Johnson que leyó la otra noche. Entonces no era mentira, era verdad, era ficción, la jodida verdad de lo inventado.

En otra ocasión, una mujer lloraba volviendo del ginecólogo. Estaba embarazada de alguien que no era su marido. Había sido una estupidez, un tipo que había conocido en el trabajo. Ella amaba a su marido. No sabía qué hacer. Llevaba tiempo queriendo ese hijo. ¿Qué haría usted? ¿Puede uno guardar toda la vida un secreto así? Eso también parecía verdad. No puedo hacerle eso a mi marido, sentenció. Eso parecía mentira.

Gente buena, mala gente.

Buenos dados, malas partidas y también al revés.

—Si le explicara lo que me acaba de pasar, no se lo creería.

Un tipo asegurando haberse follado a Amy Winehouse cuando aún no era famosa. Otro que había matado a un tipo. Un hombre que afirmaba tener la vacuna contra el cáncer, pero por cederla gratis le habían retirado la licencia y ahora le perseguían. Otro que decía ser capaz de tener relaciones sexuales durante veinticuatro horas seguidas.

—¿Sabe usted que Serrat me hace vudú con sus canciones? Todo empezó con «Tu nombre me sabe a yerba».

Un hombre asediado por el fantasma de su madre, que había permanecido muerta en su cama quince días. Los vecinos avisaron a los servicios sociales. Los servicios sociales a él. ¿Qué haría usted? ¿Qué explicaría usted? ¿Qué excusa puedo tener? Eso también podía ser verdad y esa verdad iba desesperadamente en busca de una mentira que la salvara.

—En «Cada loco con su tema» o «Penélope».

Pobre loca.

La puta vida dando tumbos, un Dios borracho buscando la manta con la que taparse al mismo tiempo cabeza y pies.

—Un crío se ha debido de dejar esto aquí.

El cliente, un procurador de los tribunales al que Sandino está llevando a la Ciutat de la Justícia, se refiere al tebeo de tapa dura que Valeria se ha dejado olvidado o no ha tenido a bien llevarse.

—Gracias. Es de mi hija.

También uno miente por armonía, como ahora miente Sandino. Por nostalgia de algo hermoso.

—Es de los antiguos.

—Sí, era mío, de cuando chaval.

Sandino deja con mimo sobre el asiento del copiloto el viejo cuento de historias de los hermanos Grimm. Compró, hace ya varios domingos en el mercat de Sant Antoni, un buen número de tebeos y cuentos para las crías. Pero éste es de los que cogió de casa de sus padres. Se conoce de memoria todas las ilustraciones. La textura un pelín áspera de las hojas, la portada nacarada con las puntas romas de cien golpes, y aquellos dibujos a color con personajes de grandes cabezas, pies suaves y diminutos, espadas, brujas y madrastras, patas de pollo, manzanas apenas mordidas y agujeros excavados en la roca.

Cuando deja al pasajero, abre el libro de cuentos al azar. Dos hermanas. La buena y la mala. La hacendosa y la perezosa. La tacaña y la que no guarda nada para ella. La del baño de oro y la del baño de pez.

Qué tranquilidad vivir en un mundo con esos cimientos. Una línea clara e inamovible entre virtud y pecado. El mar abierto que, tras el último de los esclavos, se cerrará sobre el faraón.

—¿Sabe una cosa?

—¿Qué?

—Nos ha encantado que no trabaje con GPS.

—Si no sé dónde está Consell de Cent…

—Le aseguro que nos hemos encontrado con más de uno y de diez que no sabían ni de qué estábamos hablando.

—Ya.

—También nos ha encantado —esta vez es la otra abogada, caballuna y desgarbada, al contrario que la que le abona la carrera, menuda y algo más joven, de la misma edad del taxista— que no sea paquistaní o de por ahí.

Ríe una, ríe la otra. Sandino se limita a sonreír. Devuelve el cambio. Lo sabe todo de ellas. Ha escuchado mil veces las mismas cosas a mil personas distintas.

Bordea la Facultad de Teología bajando Balmes. Gira a la derecha por Diputación hacia plaza España. Nadie. Sube, baja y acaba desplazándose más allá de rambla Catalunya y passeig de Gràcia hasta que opta por detenerse en la parada del hotel Renaissance. Seguro que estará la fauna de rigor, pero quiere tener tiempo para decidir si llama a Lola, si le pregunta lo que sea o se conforma con que descuelgue, con interpretar las inflexiones, el tono de su voz.

Cuando se detiene en una parada no suele bajarse del taxi a menos que esté solo o el resto de taxistas sean desconocidos. En esta ocasión, el Renaissance es territorio de gente a la que detesta. De hecho, se arrepiente enseguida de haber parado allí. Sandino suele llevarse bien con algún taxista de la vieja guardia, casi de cuando había que llevar camisa azul para ser conductor. También con alguno de los jóvenes, estos que como él se han encontrado sin trabajo y tratan de hacerlo lo mejor posible. Pero están todos los demás y algunos de ellos paran en el Renaissance.

Veinteañeros, treintañeros, cuarentones, vampiros, zombis metropolitanos. Al pasar la cincuentena se convierten en algo más oscuro, tremendamente resentido pero ya amansado. Ya no se rapan las calvicies. Ésa es la señal. Ésos viven en un escenario sin horario creyéndose una especie de Batman vicioso, arrogante y lerdo, embriagado en sus propias frustraciones, el ambientador de canela y el hedor del esfínter en el que haya guardado su coca el dealer. Tipos feos que parecen salidos de una mala noche de peor speed cortado con tiza, vestidos con ropa comprada por sus nenas en La Roca y con un vocabulario de trescientas palabras que, en ocasiones, no son ni capaces de combinar. Gafas de sol incrustadas en medio del occipital, tatuajes, barrigones y, muchos de ellos, españoleando en demasía con tal de tener algún motivo con el que acabar cualquier discusión. Sus vehículos derrapan, pero no se calan ni se gripan. Un poco como ellos, que aún creen que hay mujeres que se sienten impresionadas por un chófer.

Sandino, para aliviar la espera, recoge a Bohumil Hrabal de la última mala caída. Al poco, alguien, con los nudillos en el cristal a medio bajar, reclama su atención. Es Sebas. Las ya consabidas gafas de sol con bordes dorados, flequillo de nutria mojada, perilla selección Primera Eurocopa Gol de Torres, colonia Hugo Boss robada y ademanes de manual de matón en fotocopia barata. Chaqueta de cuero larga, olor a República de Weimar. Sebas siempre es el enviado, el de los recados, el pídeme un café, anda.

—Perdona que te moleste.

—Tú nunca molestas —contesta Sandino sin alzar la vista del libro.

—Andan buscado a la Sofía pero nadie de por aquí tiene el teléfono y como sois de la aristocracia y no tenéis Radio…

—Si la veo, le digo que la buscas.

—Yo no la busco. La busca el senyor Adrià. Está allá con los otros y pregunta por ella y por ti.

—Puedes decirle que estoy aquí. Que se venga. Cap problema.

El senyor Adrià es un taxista viudo que no se acaba de jubilar nunca. En las paradas, los días que está melancólico, saca del maletero una vieja guitarrica española que nunca estuvo afinada, al igual que su voz, e intenta una canción que yendo hacia una ranchera acaba siendo un bolero llorón en el que en algún momento se le cruza la imagen de su mujer, se le hace un nudo en la garganta y aparece el amor que no se marchita, o simplemente no puede continuar. El senyor Adrià es buena gente, pero miedoso sin filtro. Todos son sus amigos. Aunque le humillen o simplemente le tomen el pelo. Él finge no darse cuenta o quizá no le importe lo suficiente como para enfrentarse a ello.

Sebas sigue allí.

Y allí seguirá mientras no haya un cambio en la escena, y Sandino lo sabe.

Bohumil Hrabal se le desvanece entre las manos, leyendo una y otra vez el mismo par de frases.

Puede poner en marcha el Toyota y largarse. Puede hacerlo, pero en vez de eso desiste de la lectura, abre la portezuela con un ceremonioso paso atrás de Sebas y ambos echan a andar hacia el corro de gente. Sebas anda haciendo muecas porque los otros babuinos —el Bólido, Rafa y Pelopo— se ríen al tiempo que siguen fumando, sorbiéndose la moca o mirando con pulso de francotirador el culo andarín de alguna chica que pasa a un par de kilómetros de ellos. Dentro de uno de los taxis hay un paquistaní. Ya es raro que se detengan en una parada. Pedirles que salgan del vehículo es demasiado, piensa Sandino, adicto también a ese racismo indolente, el mismo del que hacía gala la abuela Lucía. «¿Qué pasa, abuela?». «Nada, el negro así con gafas. Que me hace gracia».

Sin sorpresa comprueba que el senyor Adrià no está con ellos.

—Oh, qué astutos: caí en vuestra trampa.

—Astutos… Siempre aprenderás alguna palabra nueva si Sandinismo está por aquí —indica el más peligroso de los tres, Pelopo, simiesco, rapado, dos pendientes en una oreja y tatuajes en los dedos que Sandino ni se ha molestado nunca en leer.

—¿Lo otro también era invención, Sebas? Eso sería ya muy sofisticado. So-fis-ti…

—Cómo me cansa este tío. Es que los cojones se me caen al suelo y se me quedan allí hasta que lo vuelvo a perder de vista.

—Buscamos a la Sofía. No directamente —interviene el Bólido, achinado, bajo y borracho, que heredó el apodo de su padre, también del gremio, que a veces, aunque ya está jubilado, se pone al volante, yonqui del gasoil y del dinero en efectivo—. El otro día un cliente se dejó algo en el taxi de tu amiga bollera. Memorizó el número de licencia y dio parte.

—¿Y qué se dejó? ¿Un paraguas?

—Un montón de paraguas —sentencia Pelopo mientras simula un número de baile con pies y contoneo de cabeza, en el enésimo coletazo de la euforia de la noche anterior.

«Sólo te falta Baloo», piensa Sandino.

—¿Y quién la busca?

—La virgen puta… ¿te lo escribo? La persona que se dejó la bolsa. Se ve que son documentos importantes y tu amiga se los ha quedado por la cara. La empresa de esa persona ha contactado con la emisora y al no ser abonado, pues eso, antes de que se líe más y sabiendo que os conocíamos, nos dijeron que lo más fácil es teléfono, llamar y sefiní.

—No tengo su teléfono. En serio. Nos vemos al parar, en el aeropuerto. A ella le gusta mucho ese viaje.

—Desde que pasó eso, a la parra no ha ido.

—Tampoco lo sabemos al cien por cien, Rafa —dice Sebas, de modo pueril.

—Es sólo que la gente con la que hemos hablado que suele ir a la parra dice que desde hace días no se la ve por el aeropuerto. ¿Mejor así?

«Demasiado interés —piensa Sandino, que se reafirma en su actitud con ellos respecto a Sofía—. Ni lo del aeropuerto debería haberles dicho, aunque ya lo sabían». El silencio se instala entre ellos. El Bólido resopla y hace ademán de darse la vuelta y largarse. Sandino cuenta los segundos necesarios para que no parezca que les tiene algún tipo de respeto o de temor, antes de proceder a encerrarse en su auto y largarse aunque sea de vacío.

—¿Sabes qué me jode de ti, Sandinismo? Te lo voy a decir. —Es Pelopo quien dispara—. Ese rollo de superioridad con respecto a los demás. ¿Quién coño te crees? Porque te gusten músicas raras o hayas leído unos cuantos libros, ¿eso te hace mejor a los demás?

Libros y música: ¿eso les pone nerviosos?

—A ver —finge que contemporiza Sebas—, él no es mejor que nadie, ¿verdad, Sandino? Lo que pasa es que es así como distinto, especial, ¿a que sí? ¿A que es eso? Eres especial.

Sebas antes vestía con un cierto rollo rocker. Probablemente por eso conoce la canción de Los Rebeldes que canturrea en esos momentos mientras regala un impagable ejercicio de air guitar.

—Tanta mierda de que fuiste a la universidad, que ya veríamos si es verdad, y ¿pa’qué? Para acabar haciendo lo mismo que yo y ganando mucha menos pasta —sentencia el Bólido.

—Pero ¿de qué coño va esto? —contesta Sandino, aunque nota que la voz le tiembla como en las peleas en el colegio, aquellos círculos, aquella arena, aquel sudor agrio—. ¿Por qué no dejáis de bajaros series de malotes, pedazo de subnormales?

Sandino les da la espalda y se encamina hacia su automóvil.

—Subnormal, tu puta madre, idiota.

—Pasa de él…

—El día menos pensado irás a subirte al coche y te darás cuenta que subes en silla de ruedas, gilipollas…

Sandino se vuelve de inmediato y va hacia el Bólido y se le coloca a escasos centímetros de la cara. Ni él sabe de lo que es capaz su cólera porque siempre la ha controlado. No sabe perder el control. No sabe qué hay después del control.

—El día menos pensado ¿qué? ¡Di! ¿Qué? Hijo de puta.

Alguien —supone que Sebas: también ése es su papel— dice algo como que no vale la pena. Sandino reanuda entonces el camino hacia el vehículo. Mala idea parar. Mala idea hacerlo aquí. Hoy es el Día de las Hostias, Sandino. Hoy vendrán todas. Más vale que estés preparado. Te has calentado demasiado pronto. Van a venir los tres por ti. Ahora mismo lo están haciendo. No los oyes pero están corriendo, se abalanzan, están ya en el aire, así que te medio giras para ver que no es cierto. A la gente del Renaissance no les gustaría una pelea en su acera, y ellos lo saben. En otra parada probablemente hubiera sido distinto. Se sorprende lamentándolo. Lleva dentro una extraña sensación de querer abandonarse a la violencia: de pegar y recibir hasta el coma clínico y luego dormir un millar de años y que el mundo gire sin él.

Llega al Toyota. Está a punto de entrar cuando una pareja yanqui de mediana edad se le acerca con el objetivo de coger un taxi. Está tentado de encocharlos él, pero sabe que Sebas y los otros estarán pendientes y no quiere una escenita folklórica delante de esos guiris. Sandino les indica que se dirijan al grupo de conductores.

Dentro del auto, nota cómo tiembla de arriba abajo. La furia y, especialmente, la contención de la misma le enardecen aún más. Como le pasaba de crío. Cuando no sabía contestar a tiempo a los insultos, a las bromas pesadas. Cuando fingía no haber escuchado una humillación, o rehuía una situación que podía llevar a una pelea. Ese volver a casa con la conversación que debería haber sido dentro de la cabeza, la proyección privada de los diálogos, los puñetazos, el principio y el final de la reyerta. Siempre tarde, chaval. Y sabiendo que la próxima será igual. Nunca encontró la manera de reaccionar en el momento. Era como si su honor sólo pudiera ser reparado con la destrucción absoluta del mundo. Como Sansón. Como Carrie. Todo postergado para el Armagedón.

Se dirige a la parra. Da igual que lo haga sin pasajeros. Qué importa eso. Irá en busca de los aviones. Los verá ir y volver, sus barrigas llenas de maletas y señores y señoras. Tratará de hablar con Lola. Acudirá a su trabajo si es necesario. Pedirá perdón por todos los delitos del mundo.

Llámala. Ahora. Coge el móvil y hazlo.

Ve que tiene una llamada perdida de Ahmed. Que él recuerde, hasta hoy nunca le había llamado. Igual ha marcado por error.

Llama a Lola.

Venga.

Pero teclea un número que no es el de Lola. No sabría muy bien decir por qué si se lo preguntaran.

—¿Tienes trabajo?

—Tengo, pero ya estoy harta. Odio los lunes.

—Hoy no es lunes.

—¿No? Entonces tengo una semana de lunes.

—¿Me puedo pasar?

—No sé si es una buena idea.

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