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Miércoles » 14. Up in heaven (not only here)

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Up in heaven (not only here)

Aparece de la nada, se contonea, parece que se vaya a caer. En lo alto de unos zancos, el payaso exagera teatralmente su falta de equilibrio. Desde uno de los extremos del semáforo en Muntaner, abajo, casi tocando a Diagonal, su acompañante, una chica jovencísima de pelo rapado y piercings en cejas y orejas, nariz y nuca, le va pasando una serie de tres, cuatro bolas que resultan ser naranjas. El gigante las lanza al aire de una en una, las recoge y las vuelve a soltar. Ya no finge estar en un tris de perder el equilibrio. Es bueno y rápido para aprovechar los escasos segundos antes de que cambie el semáforo. La chica empieza a pasar el sombrero entre peatones y conductores que, detrás de los cristales de sus automóviles, fingen no verla, como en una mala película de ciencia ficción. Un panel de hermosa melancolía con los restos del día va disolviéndose entre neones y todos los discos de semáforos en verde de la bajada de la calle, a los sones del acento uruguayo que Sandino reconoce como el de Lola.

El malabarista, en lo alto de sus zancos, sonríe y da un mordisco a la pulpa de una de las naranjas. Sandino duda que todos los números acaben así. Quizá es el final de la fiesta de hoy. El taxista anda añorando una cama, probablemente la suya, descalzarse, alzar la espalda, continuar con el libro que tuviera en la mesita de noche o los poemas de aquella antología de Cadenas que Vero le dejó con la promesa de devolvérsela dos días antes de que ella desapareciese.

—Con lo señora que ha sido Barcelona y mírala ahora: Nueva Delhi.

—Lo hacen bien.

—Ése no es el tema, muchacho. Esto es una calle, no un circo. Además, es la calle Muntaner. Tampoco es cualquier calle. Però és clar, la senyora Colau no en sap res, d’això. Però vostè segur que la va votar? ¿La votó?

Sandino no contesta.

Bé, ja sé que sí, pero el problema es otro. Es el respeto. ¿Sabe lo que le quiero decir?

Lo sabe. Es sólo que, de tanto en tanto, se harta de los ataques de nostalgia lanzados desde el asiento trasero contra la ciudad, en una suerte de furioso oleaje contra lo real. El de hoy lo escenifica un señor distinguido dentro de un terno caro. Exhibe unos ojos azules que, a buen seguro, han eclipsado toda su vida las otras partes de su cuerpo, muecas o gestos. Ojos como un imán, dos agujeros que debieron ir tragándoselo todo a su paso. Delgado, un rostro de hombre guapo con todas las arrugas, pliegues y delitos pertrechados. A su lado, una mujer también hermosa, algo más joven que él, menuda, angulosa, elegante, vestida de traje y abrigo azul marino y una blusa blanca. Si el señor aparenta algo más de setenta, la mujer, sesenta. Los ha recogido en Madrazo, a apenas unos metros de donde se hallan ahora. Los ha de llevar a la ladera de la montaña de Montjuïc. Cenan en el Martínez. Por eso, aprovechando la cercanía del lugar donde suele quedar con Sofía, la ha convocado allí dentro de media hora. Quiere y no quiere saber sobre qué parte no le ha dicho toda la verdad. Sofía contesta: le va justo. Está en la otra punta de la ciudad. Pero si no puede, avisará.

Deixa en pau al noi —interviene la mujer—. La seva feina és portar-nos, no aguantar-te.

—¿Le molesto?

—No, no, en absoluto. Entiendo lo que quiere decir, pero cada generación tiene su ciudad. Los chicos de ahora, cuando tengan su edad, añorarán cuando en los semáforos había payasos que comían naranjas encima de unos zancos.

—En el fondo, uno lo que añora es ser joven. ¿Quiere usted decir eso? —le pregunta el hombre.

—Eso precisamente es lo que dice el señor. Y yo estoy de acuerdo —remata la que parece ser su esposa.

—Yo también, pero sólo en parte. Me parece usted un tipo inteligente. Pero no crea que el progreso es siempre mejora. No, ésa es una idea que ya hace muchos años está en entredicho. Hay cosas que empeoran y en mi opinión…

—Andreu…

Deixa’m, dona… Yo pienso que hay valores como la decencia, el respeto a las personas, a las leyes, a los lugares, que si se relajan, si no se tienen en cuenta, al principio parece que no sea nada importante, que dé igual, pero no da. Decía un escritor importante, Chesterton…

Déu meu, ara Chesterton…

—… decía Chesterton que lo malo de dejar de creer en Dios es que acabas creyendo en cualquier cosa… I és una gran veritat. Decir que el cristianismo es una mentira, dejar la Iglesia para acabar pagando a alguien para que te eche las cartas es absolutamente peor. Empeora, en serio, el mundo empeora. Aunque soy creyente, puedo entender a un ateo, pero no a un esotérico de ésos… ¿Usted cree en Dios?

Si us plau, Andreu. No le conteste.

Sandino sonríe.

No pateixi, senyora. No, no crec en Déu, però sé qui era Chesterton. Vaig llegir fa anys les aventures del Pare Brown. I puc estar d’acord amb el que diu.

Vaja… Molt bé! El problema —vuelve al castellano, quizá por una vieja reminiscencia de hablar al servicio, de cuando las cosas eran mejores y más ordenadas— no es el payaso ni la chica que lo acompaña, que seguro que sus padres no saben ni dónde está. El problema es que son duros con nosotros pero débiles con los otros. Ya vio lo que pasó con los dibujantes aquellos de París.

—Lo sé. Pero creo que mezclar una cosa y otra es hacerlo todo demasiado sencillo, ¿no? El mundo es ahora muy complejo.

—Sé que es listo usted y sé que entiende lo que quiero decir. —El taxi ya ha salido del embotellamiento de Diagonal y Francesc Macià. Sandino toma una de las vías hacia el Paral·lel—. Aquí todo el mundo puede insultar a mi Dios y mis creencias, pero esos mismos piden respeto hacia aquel otro dios y hacia las suyas. ¿Y todo sabe por qué? Porque ellos matan y nosotros, no. Son cobardes. Los unos y los otros.

—Le veo pesimista…

Tot el dia així, fill meu…

—Por cierto, ¿el Martínez estará abierto? Como ya estamos en octubre…

—Es una fiesta privada. Un aniversario de bodas muy especial. No el nuestro, el de mi hermano Jorge. Terceras o cuartas nupcias, no sé yo ya.

La pareja pasa a hablar entre sí. Sandino, después de tantos años, ya sabe que no volverán a conectar con él. El trayecto por el Paral·lel quizá suma al viejo en un nuevo embudo nostálgico de cuando aquella vía se quiso convertir en Montmartre, de cuando se llamaba Marqués del Duero, de cuando, además del Arnau y el Molino, había bastantes más teatros dando cobijo a cupletistas, flamencos, cómicos y vedetes de piernas largas, plumas y estrellas que cubrían pezones. En una de las arterias también está la sala porno Bagdad, abierta al morir el dictador, y a la que aún acuden la turistada y las despedidas de soltero. Era famoso un negro con una polla que levantaba una campana de treinta kilos. Sandino está tentado de preguntar a su pasajero si también hay nostalgia de eso, si de ese tipo —que, cree recordar Sandino, llevaba turbante— vino Bin Laden.

Ya están en el lateral de Ronda Litoral. El puerto, el mar frente a ellos. Encara la rampa de la montaña por la que subía con sus padres de niño hasta el edificio de Miramar, donde retransmitía la televisión pública cuando desconectaba de Madrid. Más allá estaba el parque de atracciones, la competencia moderna del de toda la vida, el que estaba en la otra montaña, la del Tibidabo. Su familia era más de Montjuïc porque las atracciones eran más divertidas y estaba construido por un venezolano en plan Disneylandia en lugar del diseño demodé del Tibidabo con sus espejos, sus autómatas y su ridículo avión. El Tibidabo aún permanece, mientras que las atracciones de Montjuïc no llegaron al cambio de siglo. Sandino piensa que ese parque de atracciones era más hortera, más de familias en desarrollo, emigración y actuaciones de Camilo Sesto. El del Tibidabo era como ir a ver el domingo por la mañana a la tieta solterona en su casa del Eixample de techos altos, pasillos con terrazo modernista y olor a nicho, con balcón delante y detrás, todo Plan Cerdà y pastelería Mauri. En Montjuïc había una ballena que hacía de bar, la montaña rusa más grande de España, una escultura de Carmen Amaya y otra de una sardana para compensar lo miserable del barraquismo migratorio del barrio de Poble Sec.

—Perdone si le he importunado. Me pongo un poco pesado. Tuve una empresa más de cuarenta años. Tuve cuatro hijos. Y ahora —sonríe— ya no tengo nadie a quien dar la paliza. Y además, tendré que aguantar a mi hermano Jorge toda la noche.

—Ya verá como luego se lo pasa bien.

—Después no encontrará la hora de volver.

—Son diecisiete cincuenta.

Pagan y se apean. Sandino los ve alejarse. La mujer ayuda a su marido con el abrigo. Sus siluetas y el perfil del restaurante se recortan contra el horizonte: sombras moradas, azules y negras. El Prius da la vuelta sin demorarse mucho más. Para hacer tiempo, baja hasta el Paral·lel, reposta y vuelve a subir. En esa parte de la montaña, unos metros más abajo, en la ladera queda la recta industrial de la Zona Franca, donde su padre le enseñó a conducir domingo por la mañana tras domingo por la mañana; esa zona que comentó Sofía, cerca de las vías del tren, que llaman el Infierno por ser territorio de putas, yonquis muchas de ellas, de edad, producto nacional la mayor parte, que se quedaron atrás de cuando bastaba con chuparla o dejarse follar, cobrar, andar unos metros hasta Can Tunis y gastarse lo cobrado en droga para seguir soportando todo aquello, por vicio o por superar los tembleques. Ya hace años que el supermercado drogata se echó abajo, los camellos se largaron a otro lado, pero estas putas se quedaron atrás, como aquellos soldados japoneses en la jungla, ajenos al hecho de que la guerra había finalizado. A Sandino le gusta subir a la montaña por la otra ladera, aunque desde allí, con esas vistas y ese maravilloso y caro restaurante, hoy escenario de una fiesta privada para lectores de Chesterton, nada indica lo que sucede unos metros más abajo, algo que todos saben.

El Toyota llega a la explanada cerca del cementerio. Sofía no está. Tampoco ha vuelto a escribir. Sandino detiene el coche, pero no quita el contacto. Pone música y cierra las portezuelas.

Parece una escena para un asesinato, piensa, para un suicidio de poli, casi un cliché. Por lo que decide bajar la ventanilla y evitar la paranoia televisiva. Se enciende otro Lucky con la promesa de fumárselo tranquilamente. Después, y sólo después, llamará a Sofía, pero a las dos caladas ya está llamando. Mientras no lo coge la taxista, da sorbos al Monster helado que ha comprado en la gasolinera.

Marca el teléfono de Sofía.

Apagado.

Llama a Lola.

—Hola.

—¿Vas a pasar por casa?

—No lo sé.

—Jose, ¿a qué estamos jugando? ¿No te parece un poco infantil?

Sandino se acerca el cigarrillo a los labios. Una calada. Humo. Cáncer. Impotencia. Otra calada. Monster. Infarto. Ictus.

—Tengo trabajo. Es sólo eso. No hay nada más. Llevo días con lo del insomnio. Lo aprovecho para trabajar. No te engaño, que tampoco es que tengamos mucho que hacer últimamente los dos, ¿no? Igual nos va bien estos días sin vernos mucho.

—¿Qué días? Te dije que quería hablar contigo. Te lo dije el mes pasado. Te lo dije el fin de semana pasado. Anteayer. Ayer. Me dices que hablamos cuando vuelvas y no vuelves. ¿Te has ido de casa? ¿Es eso? Es por saberlo. Por hacer cajas y demás…

—No te pongas cínica.

—No me pongo cínica: sólo estoy cansada. No creo que pida mucho si te digo que quiero hablar.

—¿Hablar de qué? ¿De mi correspondencia privada?

Sandino ha dicho lo que temía decir. Ha estropeado, quién sabe si a sabiendas, la tentación de hacer como que no lo había visto, no lo sabía, no había pasado lo que pasó. El silencio le indica que Lola también desearía no haberlo escuchado.

—Lola, joder, yo te quiero.

—No me hagas esto, por favor.

—¿El qué?

Se te rompe un tanto la voz. Eso es todo. ¿Qué tal tratar de llorar cuando sólo estás preparado genéticamente para lloriquear?

¿Acaso la quieres?

La quieres, claro.

Por eso no quieres que lo que no tenéis se acabe.

Quizá puedas llorar.

Todo el mundo llora: ¿por qué tú no?

Los actores lloran. Y su llanto mientras dura es más verdad que la verdad. Sienten las lágrimas. Sienten el desconsuelo. Eso bastaría ahora.

Los niños lloran. Lo hacen cuando tienen miedo, cuando se sienten solos, cuando quieren conseguir algo.

Los cocodrilos se decía que lloraban. Abrían tanto las fauces que lloraban. Ahora ya no se dice: igual no era verdad.

Los políticos lloran. Cuando matan a gente, en sus funerales, en los discursos, cuando se quedan sin escaño.

Los futbolistas lo hacen cuando fichan por dinero por otro equipo.

Los dictadores lloran cuando hay niños que también lloran, les entregan flores o suena Schubert o les hacen una mamada.

Los asesinos lloran.

Los estafadores lloran.

Los creyentes lloran cuando se mueren sus madres, aun sabiendo que irán al cielo.

Los payasos con zancos lloran cuando por error muerden un limón creyendo que es una naranja.

Los taxistas enamorados y mujeriegos y enamorados una y otra vez deberían poder llorar.

¿Llorar porque la quieres?

Y si la quieres, ¿por qué no estás con ella?

Y cuando estás con ella, ¿por qué no te sacia? ¿Por qué no te basta con la armonía? ¿Con el cobijo, con los ojos cerrados? ¿Por qué no consigues ser feliz si no estás a punto de perderlo todo, de perder nada, porque no tienes nada cuyo valor no sea el mantenerlo?

Eres un adicto, pero aún no sabes a qué.

Es la lucidez de haber perdido la guerra de tratar de ser normal cuando no eres normal. El desespero de no haber sido descubierto.

Después de un tiro mortal hay elefantes que aguantan diez días de pie antes de caer. Eso le dijo un cliente. La mayor parte de esos diez días están muertos. Muertos, pero de pie. Todo está bien por fuera y muerto por dentro.

Eres un adicto de pie y te caes sin avisar como un árbol en la jungla, y hay una tentación de no dejar nada a salvo. Y caes y sigues vivo o estás de pie, muerto, qué cojones sabes, taxista.

—Por favor, no me hagas esto. Vuelve y hablemos como adultos.

—No quiero volver. No quiero hablar. No quiero que me dejes. No quiero seguir contigo. Quiero que nada de esto haya existido. Que no esté pasando. Que no duelas.

—Quieres que no exista.

—¿Qué dices…? Lola, no sé…

—Sí lo sabes.

Silencio.

—Dilo…

—Quiero que no existas. Quiero que no exista nada. Que se caiga de una vez el elefante.

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