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Martes » 6. Something about England

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Something about England

La puerta del piso de Hope abierta. La música, lejana, al fondo del pasillo. Una pandereta golpea en tu cabeza, envuelta en una nube de guitarras acústicas, la voz morosa de una mujer que es casi como la puerta de un club de madrugada cuando amortigua el sonido de lo que está pasando dentro. Pisadas en diagonal desde el pasillo al comedor. De una puerta a otra como un duende. Hope aparecerá saliendo del lavabo. O entrará en la cocina. Hope siempre parece que anda jugando a un juego cuyas reglas sólo conoce ella. A Sandino siempre le falta alguna pista, pero no importa. Casi es mejor así.

Ya se han visto. Ya sonríen.

¿Qué quieres ahora? ¿Qué esperas que suceda?

Eres el tío de la buena suerte.

Hay novedades en la mesa de la cocina desde su última visita: un ratoncito que, si le das cuerda, gira sobre sí mismo y un libro de postres caseros. Sandino abre la nevera y espera que haya cervezas, pero no hay. Nunca hay. Leche, un bol con macarrones, salsas, una bolsa de pan de molde y «El Ártico se derrite» en una pegatina en la puerta.

Desaparecer en ti.

Quizá pudiera ser feliz aquí.

Un buen sitio en el que evitar la intemperie hasta que llegue el próximo amor verdadero.

No puedo hacerte eso, Hope, ya lo sé.

—Pasa. Estoy aquí. Tendrás que ayudarme con la cortina del lavabo.

Esta vez no sucederá nada. Se lo prometieron la última vez que sí sucedió. Cumplirá su palabra a pesar de que ver, estar, rondar a Hope le estimula el deseo de caer, de tenerla, de desearla como un indolente momento robado al resto de la vida. Hope tiene cuerpo de niña pero es una mujer, una maraña de rizos, una sonrisa automática, hermosa, que huele a nada, a ningún perfume, a ella, a querer demasiado, a tener mala leche, a gritos y risas, a velas y no salir de casa, a subir hasta el cementerio y gritar como en la canción de los Love of Lesbian, cenar una pizza, no ver la televisión, una bicicleta en el pasillo, cojines al lado de los ventanales, libros y libros, habitaciones que Sandino nunca ha abierto en ese piso de alquiler. Hope sabe que Sandino está casado. Nunca hablan de ello. Sandino nunca le pregunta nada de su vida privada a Hope. No se ven mucho pero cuando lo hacen siempre andan dando saltos uno alrededor del otro, llamándose mutuamente la atención, enamorados, livianamente enamorados el uno del otro todos los segundos de cada minuto que suman, cada cierto tiempo, un cuarto de hora. Pero esta vez no pasará nada. Se lo prometieron la última vez, no porque fuera mal, sino porque, a pesar de que siempre acuerdan saltar en cuanto el tren se ponga en marcha, el pie se les queda en el estribo y los arrolla. Son días de no llamarse y si se llaman ella le dice que son días de No Bien, y él que si algún día, bueno, si algún día hiciera lo que debe hacer, la iría a buscar, y ella dice cállate, porque yo no quiero nada contigo, y es verdad que no lo quiere, que no puede ni sabe, pero también es cierto que con Sandino recuerda la alegría de algunas cosas, o quizá mejor no pensar, sentir, ponerse contenta, no sufrir mucho luego. Ella quiso y no quiso, porque no soportaría compartir con él el resto del día, amputado ese trozo de una hora en el que Sandino juega al escondite con alguien que no es ella.

—¿Te apetece un té? Tienes mala cara.

—Es sueño: otra vez me cuesta dormir.

Hope se cruza con Sandino. Éste no la deja pasar y la abraza con fuerza. Ella ríe. Sigue hacia la cocina. Hope tiene un hijo pequeño. Sandino nunca lo ha visto. Hay dibujos suyos por toda la casa. Todo lo que venga de Hope le gusta. El niño le gusta. Una noche de hace ya algunos veranos, cuando Hope aún fumaba maría, estuvieron hablando de su matrimonio, de por qué no tenía hijos, de quién era él, de por qué le costaba tanto hablar de sí mismo. No lo sabía, o mejor sería decir que se le hacía difícil de explicar. Todo tenía sentido dentro de su cabeza. Todo encajaba. Todo lo que hacía o sentía era hermoso, limpio, tenía su derecho a ser hecho o sentido. Pero cuando quería expresarlo con palabras, las ideas le nacían muertas, sucias, pequeñas, ridículas y censurables.

—No me lo vas a explicar, ¿verdad?

—Igual luego.

Sandino la hizo hablar. De su trabajo. Del crío. Temas que le dejaran a salvo de ella, como cuando uno coloca las cosas frágiles en los estantes más altos para que nadie, en un descuido, en un giro brusco, pueda estrellarlas contra el suelo y romperlas. Se sentaron en aquellos mismos cojines del estío al lado de los ventanales, la música suave, las tazas calientes de té. Hope se ha rescatado a sí misma un montón de veces, vital y abisal al mismo tiempo, en un mismo latido. Tan capaz de electrificar una habitación, una canción, un mundo, como de enterrarse en un capullo bajo la arena y adaptar lánguidamente su respirar, horas y horas, al ritmo de la tierra.

Aunque le tiente hacerlo, sabe que no le va a decir lo de Lola. Ni él sabe el motivo por el que está ahí. Quizá sea ése, Lola, o quizá cualquier otro o ninguno: ¿por qué todas las acciones han de tener su motivo? No, no, I don’t want to talk about it. Sabe que si Lola lo abandona, acudirá a Hope. Se lo dice a sí mismo y se avergüenza de haber concebido tamaño plan, lleno de mezquindad y cobardía. No está seguro de que Hope lo aceptara. Puede ilusionarse con él, pero no quiere atar su vida a un hombre como él. Hope quiere, necesita mucho, y Sandino, ni rebuscándose en los bolsillos, cree tener tanto. Es posible que Sandino sólo posea ráfagas de entusiasmo, de enamoramiento, como esas tormentas de estío que apenas se dibujan en los cielos.

—¿Te quedarás a comer? Hay macarrones, eso sí.

—Me acabo el té y me marcho. Estaba jodido y quería verte. Sólo eso.

—Tú siempre andas jodido.

—Sí, qué pesado, ¿no?

—También tienes cosas que molan. Creo —bromea.

—Sé a qué te refieres. Venga, la cortina del baño.

Hope va en busca de la cortina. Sandino le pide que lo deje solo mientras lo intenta. El lavabo es estrecho. A rebosar de botes de champú, cremas, pastas de dientes, tres cepillos donde antes había dos, algo que Sandino no preguntará. No es fácil colocar la dichosa cortina. Tras una media docena de intentos, lo consigue. Sale del baño y se besan en la boca. Largo. Se despegan. Suena La Bien Querida. Va en busca de la taza para dejarla en el fregadero de la cocina. Vuelven a abrazarse y besarse. Él le muerde la boca. Ella ríe y le empuja hacia la puerta. Un tercer cepillo. No importa, Sandino sabe que no importa, que nunca ha importado. Las reglas de la libertad son querer o no querer, desear o no desear, nunca imponer ni hacer al otro transparente.

—Nos llamamos.

—Sí.

Espera el ascensor. Cuando llega, Hope cierra la puerta de su casa. Sandino entra en la cabina y pulsa el botón que le lleva abajo. Querría haber hecho el amor con Hope. Para eso ha venido hasta aquí. Ahora lo sabe. Pero acepta las reglas. De los dos. Se siente mejor cuando las cosas son así. De otro modo, la sensación de que entra en su vida y la desordena a cambio de no poder ni tan siquiera quedarse, jugar sin la mínima posibilidad de perder algo, le parece tan injusta como egoísta. Se mira en el espejo del ascensor y, en verdad, no tiene muy buena pinta. Tararea «Fade into you» a pesar de que no ha sonado en ningún momento hoy allí dentro, pero para Sandino Hope nunca será Sonia sino Hope, suene Hope Sandoval o no suene. Cierra los ojos y el ascensor llega al fondo del limbo y da un golpecito. Sandino abre una de las portezuelas, pero no sale.

¿Qué tal pulsar el timbre y subir?

Pulsa, sube. En el rellano, llama al piso. Abrirá y la casa tendrá luces azules de acuario: Hope bajo el mar. Ella sabía que volverías. No quería o no quería querer que lo hicieras. Quién sabe. Qué más da, ¿no?

Enamorarse es que te hieran en medio de la batalla, caerte del caballo y saber que estás perdido. Desear es cuando un dios tiende la palma de la mano hacia abajo y te golpea y te quiebra como un tallo el cuello, y te tira del pelo, te turba la mirada, fuera el morrión de la cabeza, desata la coraza, estás desnudo, te golpea la espalda y los hombros: entrar en ella, bajar sus escaleras, duermes bajo la lluvia caliente en su porche. Ya no te queda más que morir para poder, tiempo después, resucitar y escapar, ileso.

La abrazas. La tienes contra la pared. Te coge de la mano y te lleva a su cama. Se desnuda. Te desnudas. Muerdes sus pezones, lames su piel, besas su boca. Ella se abre a ti, te mete dentro, te tiene y la tienes, y la luz sigue siendo azul y un dios benévolo te apaga los ojos, pero hasta ciego conseguirías llegar hasta esa mujer siguiendo ese olor y ese sabor. No lo haces, no pulsas el botón, sino que sales del ascensor, das unas zancadas hacia la calle y durante unos instantes te desorientas sin saber si has de subir o bajar para llegar hasta tu taxi. Sandino a veces olvida lo tremendamente brutal que suele ser la violencia del deseo para gente que ya no sabe ni amar ni esperar que se le pase la urgencia, la vigencia del enamoramiento siempre confundiendo, cambiando los muebles de lugar.

Ha sido su lealtad la que ha hecho que ni pulse ni suba. Debería estar orgulloso.

A los pocos pasos, Hope le envía un WhatsApp.

«Lo siento, cariño. Aún no puedo engañarle».

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