Taxi

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Martes » 7. Rebel waltz

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Rebel waltz

Cuatro horas después de la incineración, los familiares pueden recoger las cenizas. Sandino recibe un SMS en esos términos. Encocha aquí y allá con la pretensión de que lo acerquen a la zona de Horta, pero no es así, por lo que, en un momento determinado, apaga la luz verde y se encamina hacia el cementerio. El empleado de la funeraria le entrega la urna con la placa identificativa para que los deudos tengan la certeza de quién hay ahí, encerrado el genio en su lámpara. Regresa al automóvil, en la fila de taxis, con la abuela Lucía. Mira al vacío con los ojos inundados de imágenes, conclusiones, certezas, sonidos. Le viene a la mente su padre besando al cadáver, el tono en la voz de Lola hace un rato, la posibilidad de que todo tenga un sentido si ella está con otro, la llamada que ha hecho a Sofía y que ella ha despachado diciendo que estaba con un cliente.

—Aquí estamos, abuela: tú y yo, y bien jodidos —bromea dirigiéndose a la urna morada, sobre sus muslos.

Si Sandino algún día quiso a su abuela, fue en la infancia y de eso hace demasiados años. El declive sólo comportó la costumbre de ser familia. Ya no queda absolutamente nada de la vieja que le pellizque lo suficiente para emocionarle. La veía los últimos días, lela, mitad niña, mitad monstruo, y en su rostro veía casi al mismo tiempo a su padre y se veía a él.

Eso sí, la abuela consiguió lo que siempre había querido: se murió en casa, rodeada de los suyos, molestando a todos y con seis de las diez cuotas del seguro de deceso impagadas. Muy abuela Lucía, se dice su nieto. Muy pelota de Santana.

Suena el móvil. Contesta. A bocajarro.

—Me han dicho que has robado algo y no lo devuelves.

—¿Qué dices?

—¿Qué has hecho esta vez?

—Nada.

—Pues los macacos andan preocupados.

—¿Qué macacos? Ah, ésos. Menuda historia. Ya te contaré. Diles que no tengo nada.

—Yo no tengo por qué decirles nada, Sofía. Díselo tú cuando los veas. ¿Qué es lo que se dejaron?

—Ya hablaremos. ¿Nos vemos hoy en el cementerio?

En ese momento, una mujer abre la puerta del taxi y pregunta si está libre. Sofía lo oye y se despide. Sandino duda porque delante de él hay otro vehículo, pero al parecer está sin chófer. La mujer que entra en el Toyota tiene unos setenta años, viste camisa, falda negra y un jersey beis. Conserva una belleza del sur, de rasgos delicados pero bastos, sin cuidar. Le da la dirección. Plaza Orfila. Al rato, Sandino oye los gimoteos. El taxista le alcanza uno de los kleenex que suele comprar a la gitana que transita como una sonámbula por el tablón de barco pirata que conforma Río de Janeiro cuando está a punto de desembocar en avenida Meridiana. La señora lo acepta. De hecho, se permite coger otro más.

—¿Se encuentra bien?

—Sí, sí, no es nada. Es sólo que… ¡oh, dios, dios…!

—Tranquilícese, mujer…

—Si yo le explicara…

Explique.

Fue un encuentro casual en una parada de autobús. Ocurrió ayer por la mañana. La buena mujer —«me llamo Carmen»— creyó reconocer a aquel chico, Jesús, y éste, una vez notó la mirada clavada en él, no tuvo dificultad en hacer lo propio. Ella volvía del mercado, donde había comprado un poco de todo, nada que pesara mucho. Desde la muerte de su único hijo, ella y su marido debían hacer un esfuerzo titánico para comer, vestirse, salir a la calle, no dejarse llevar por una inercia tenebrosa a la que sólo se podía combatir con los lazos invisibles que aún los unían a lo funcional y cotidiano.

Carmen seguía acudiendo a la iglesia aunque ya no obtuviera tanto consuelo como antes. Su confesor le decía que ese estado de ánimo era normal. Había perdido a un hijo y esa pena era la más grande de todas las penas. Como muestra de ello, Dios envió al suyo para que lo torturasen y clavaran en una cruz. Carmen entendía el sacrificio divino. Tendría Dios sus motivos, no decía ella que no, pero la situación no era la misma. No, no era un buen ejemplo, dicho con todos los respetos. Dios podía crear otro Hijo en cuanto quisiera, pero ella ya no, y ninguno como el que había perdido.

—Se llamaba Juan José, mi niño. ¿Usted tiene hijos? Aún es joven, no se preocupe, ya llegarán.

Sandino mantiene en la cabeza la multiplicación de hijos de Yahvé como en una secuencia de Matrix. Recuerda a Ahmed. Recuerda la cantidad de veces que estúpidamente ha defendido que ya están liberados de la idea de dios, de Freud y la secuencia enfermiza de padres e hijos. Recuerda a Lola y también a Verónica por el mismo motivo, miradas desde lados opuestos de una misma calle. ¿Por qué todo está unido a todo?

—¿Le parece bien que coja el túnel de la Rovira, giremos hasta Ramón Albó y bajemos por Valldaura?

—Lo que usted decida me parecerá bien.

A ella, aunque luego le doliera, le encantaba hablar con gente que hubiera conocido a su hijo. Por eso se quedó escuchando a aquel chico. Mientras se le nombrara, seguiría estando entre nosotros. Pero no se trataba sólo de recordarle, sino de completar el puzle. Saber cosas de Juan José cuando no estaba con ella, las que uno hace cuando no está en casa. Todo eso a su marido lo enervaba. Él había optado por encerrarse a cal y canto en casa. Se pasaba los días —él, que había sido siempre tan entusiasta y emprendedor, con tantos amigos y tantas cosas de las que hablar— viendo la televisión y escuchando, a oscuras, viejas casetes de Roberto Carlos y Los Panchos.

Jesús y Carmen charlaban y charlaban y dejaron pasar dos, tres, cuatro autobuses. Ella le puso al día de la enfermedad, agonía y muerte de su hijo. Jesús, aunque a veces parecía que se le perdía la mirada en algún sitio alejado de aquel lugar y aquel momento, perfectamente podía estar escuchándola con atención. Después, Jesús le explicó cosas que recordaba de Juan José. De cuando se levantaba casi media hora antes para cruzar el barrio —a pesar de que tenía el colegio a dos calles de su casa— para irlos a buscar a su hermano y a él…

—¿Cómo se llamaba tu hermano?

—Gabi.

—Sí, Jesús y Gabi. Ya me acuerdo. Vivíais al final de Torres i Bages, ¿no? Vuestra madre era gallega, cosía, hacía arreglos ¿verdad?

Jesús recordaba que su hijo tenía una especie de piano electrónico —«sintetizador, eléctrico», se dice el taxista— aunque sólo sabía encenderlo, apagarlo y tocar el principio de algunas canciones, le dijo. Eso la ofendió un poco, la verdad, pero enseguida el tal Jesús dijo que la gente con talento suele parecer perezosa o torpe no siéndolo y eso la recompuso. Ella siempre quiso que Juan José fuera a la Escuela Massana porque de crío dibujaba muy bien, pero su marido la disuadió y lo inscribieron en Formación Profesional y se sacó la carrera de delineante. La pobre mujer, en su intento de reconstruir el rompecabezas, de buscar causas y efectos, culpables y razones a la injustica, enlazaba el cáncer pancreático con esos estudios porque seguro que allí, en la Escuela Industrial, habría metales, fermentos, gases cancerígenos, mientras que la mina de los lápices, el óleo y los pinceles de la Massana sólo le hubieran manchado los dedos y la ropa.

—Mis padres en Horta y mi único hijo en Les Corts. Atravieso la ciudad para estar con mis muertos. ¿No cree usted que el Ayuntamiento podría hacer algo? No sé: algo. ¿Por dónde iba yo? Ah, sí. A ratos me daba que no regía, pero me pareció más despistado que loco. Tenía un no sé qué bueno. No sé cómo explicarlo. Además iba muy pulido. Aseado, cuidado. Los locos siempre van descuidados, despeinados, ya sabe, como si vivieran en la calle o en su casa no hubiera espejos…

Carmen, después de muchos meses, se sintió acompañada. Pero se había hecho tarde y debía marcharse. ¿Qué llevaba allí? ¿Una hora? Su marido estaría preocupado. Y no le podría explicar el motivo del retraso para que no se enfadara aún más. Entonces, Carmen se rompió. Las lágrimas le salían a borbotones a pesar de que no quería llorar ahora que se iba a subir al autobús. Jesús la abrazó conformando una Pietà inversa, un pequeño milagro de la ternura surgido de inmediato. Carmen se percató de que olía bien, de que su ropa era de calidad además de estar planchada, muy bien planchada. Él notó que la mujer se percataba de eso y le explicó que venía de una revisión médica y por eso se había duchado y afeitado, puesto una camisa discreta y una chaqueta marrón. No dijo más. Ella no preguntó de qué estaba enfermo. Quizá debería haberlo hecho.

—He de marcharme. Me alegro de haberte encontrado después de tantos años, Jesús. Te agradezco que hayas tenido tiempo para esta vieja.

—¿Quieres que vayamos a ver juntos a tu hijo?

—¿Al cementerio?

—Sí, vamos a verle, venga.

—¿Cuándo?

—Ahora.

—Imposible: mi marido me está esperando para comer.

—Pues cuando tú quieras. ¿Qué te parece mañana a las diez? Quedamos en la puerta del cementerio, ¿de acuerdo? Les Corts, ¿no? ¿La del Camp Nou, verdad?

Sin saber muy bien por qué, esa idea, esa sola idea, a Carmen la puso de buen humor. No dijo nada a su marido durante el transcurso del almuerzo. De haberlo hecho, él le hubiera prohibido quedar con aquel extraño, así que se lo ocultó. Pero a medida que pasaban las horas, la idea se fue ensombreciendo más y más hasta convertirse en algo opresivo, sin sentido alguno, más allá de la certeza de un peligro inminente, algo doloroso a buen seguro, de un modo que no podía saber de antemano. Con todo, habían quedado a las diez de la mañana. Aquello estaría lleno de gente… ¿qué le podía pasar en esas circunstancias? ¿Por qué siempre había que pensar mal de las personas? Aunque trató de convencerse de la inocencia de la propuesta de Jesús, Carmen se fue a la cama con la decisión tomada de no acudir al cementerio donde reposaba su hijo, comido el desgraciado por los gusanos y el olvido de casi todos a medida que pasaban los días, los meses, los años. Al despertar, sin embargo, la visión de aquel chico, aquel amigo de adolescencia, esperándola y ella sin acudir la torturaba. No sabía qué hacer, pero los minutos cayeron y no se presentó a la cita. Se arrepintió cuando ya no podía hacer nada.

—¿Sabe usted cuando haces algo porque sabes que te dolerá no hacerlo? ¿Sólo por eso?

No duró mucho esa sensación, porque el tal Jesús la llamó. ¿Cómo había conseguido su teléfono? Él le dijo que lo recordaba desde chaval. Tenía muy buena memoria. La llamaba desde la puerta del cementerio una hora y pico después de la hora convenida. Aún seguía allí, esperándola. Le dijo que se había tomado un café caliente y un donut para hacer tiempo. Le preguntó por qué no había acudido. Ella le mintió. Quedaron para el miércoles.

—¿Le puedo pedir un favor? ¿Me podría acompañar mañana? Quedamos en plaza Orfila a eso de las nueve y media. Me lleva al cementerio. Le pago la carrera. Usted le ve y me dice si me puedo fiar. Sólo eso.

—Pero señora…

—Carmen, por favor.

—Carmen, ¿qué sentido tiene? Me puedo equivocar con el tipo. Además, está pasando de confiar en un extraño a otro.

—Sé que me hará bien acudir a ver a mi hijo con él. A Juan José le hubiera gustado. Y con respecto a usted, sé que puedo confiar. Me parece que usted es buena gente, alguien de quien puede una fiarse.

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