Taxi

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Miércoles » 17. Let’s go crazy

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Let’s go crazy

—¿De qué lo conoces?

—¿A Jesús? De aquí y de allá. Vive fuera de Barna, pero cuando baja se queda unos días y parece estar en todos sitios. Es músico. ¿Conoces a Sebas? Le deja el estudio. Creo que duerme allí. He escuchado lo que graba y es flipante. Raro de cojones. Se lo paso a todos los indies y alucinan. Lleva catorce años grabando y regrabando esas canciones. ¿Conseguiremos desaparcar el coche? ¿Lo conseguiremos, Sandino? Dímelo, por favor, necesito saberlo.

—¿Cuántas rayas llevamos ya?

—Menos de las que serían aconsejables. ¿Te hago una?

—No. Espero que desaparque mi amiga para controlarla un poco. Pues esta mañana al músico le he conocido tratando de resucitar al hijo de una mujer en el cementerio de Les Corts.

—No jodas. ¡Qué grande es el cabrón!

Sandino mira a su conocido ante la duda de si está bromeando o no. No consigue descubrirlo, ya que el otro anda ocupado con la papela.

—¿Qué ha pasado?

La raya de coca tiene una pinta estupenda, piensa el taxista, así que opta por apartar la mirada. Le explica de modo apresurado el suceso del cementerio.

—A veces le da por rollos místicos. Se llama Jesús y a veces ejerce así como de Mesías. Un ratito, ¿eh? Tampoco da mucho el coñazo. Hoy se ha traído a esas dos tipas y ha dicho que son hermanas y que se llaman Marta y María. Para mí que no lo son. Seguro que no. No se parecen una mierda. Pero tampoco hablan mucho las hijas de puta. Sólo beben y espero que no sean como tú y se droguen. Va, una pequeñita.

—No me toques los huevos.

—Ok, ok… ¿Puedo preguntarte algo? ¿No lo echas de menos? Porque tú te metías y duro.

Niega el taxista, pero claro que lo añora, especialmente en días como éste, en que el suelo parece moverse bajo sus pies. Lo horrendo de la adicción acaba difuminándose y sólo se te queda lo dulce. La piel recuerda el doble una caricia que una herida. En esto, observa que, finalmente, el intermitente de salida del SAAB preludia su ingreso al tráfico. Le llegan recuerdos como si hubieran estado atrapados detrás de sus ojos y ahora acudieran sin freno. Saca el coche y el SAAB lo sigue. Santi esnifa la droga, guarda la papela, baja la ventanilla, escupe al espacio exterior una goma de mascar que escondía en la muela del juicio, busca y no encuentra un Lucky en algunos de sus cien bolsillos. Todo eso en apenas diez segundos.

Sandino intuye que sería mejor inmovilizar a Sofía, sacarla de la circulación lo antes posible, que tenerla conduciendo ebria transportando a su grupo de apoyo del frenopático. Quizá hasta lleve encima las pastillas de escopolamina. Eso sería muy de Sofía. Debería habérselo preguntado antes de ponerse en marcha. Llegan al barrio de la Barceloneta sin mucho incidente ni ningún encontronazo con controles de alcoholemia. Aparcan en el parking del mercado, a distancia de dos coches el uno del otro. Sandino va hacia el SAAB. Jesús habla con las chicas. Se ríen y se miran entre ellas para prolongar una risa cuyo eco resuena cruel en ese sótano.

—Oye, chica lista —dice, apoyándose en la ventanilla del conductor—, la mierda esa estará en casa, ¿no?

—Claro.

Sale la taxista. Cierra. El coche hace el conocido jueguecito de luces y sonido. Sofía presume de coche nuevo. Lo compró hará un par de meses. Kilómetro 0. Echan a andar.

—He estado pensando y creo que tienes razón. Me la quito de encima. La llevo a la poli, la tiro por el váter o lo que sea. En realidad, no pensé detenidamente qué iba a hacer. No sé, a veces me pierdo yo sola.

Sandino se alegra de ver que conserva, al menos, un poco de sensatez.

—¿No hay problema en que me quede en tu casa?

—Ningún problema.

El grupo aparece en medio de la plaza. El mercado cerrado y el bullicio de gente en la calle que aún puede ampararse en las temperaturas cálidas que el verano no se ha llevado. Están los bares de siempre o, al menos, los que han querido conservar los nombres de toda la vida. El Electricitat, Durán o Mi Casa, y los nuevos que van cambiando de dueño y nombre porque cierran o los cierran y vuelven a abrirse con el mismo camarero con peor cara o bien con fichajes de un garito a otro. Deambulan en diagonal por la plaza, turistas como en cualquier lugar de la ciudad pero más adaptados a la fauna local, gente que —según asegura ahora Sofía— ante las últimas razias en busca de apartamentos turísticos ilegales del ayuntamiento, empiezan a desarrollar tics paranoides. «Negarían hasta ser turistas», ha bromeado la taxista. Jesús se acerca a un grupo más clásico de la fauna local: el quinqui con la camiseta española de Sergio Ramos, el de la muleta por esguince eterno, un cubano desubicado y con tatuaje carcelario y, seguramente, la novia de éste, un saco de huesos con pómulos redondeados por el jaco, cuyo máximo atractivo debe de ser el permiso de residencia derivado de un matrimonio por amor. Jesús podía pedir un cigarro y fuego a cualquier otro de los grupos que en corros están en ese momento en la plaza, pero elige ése. Y consigue su objetivo. «Es el lelo que cae bien», piensa Sandino. Ya viene hacia ellos dando piruetas a lo Gene Kelly y sonriendo con el cigarrillo a punto de perder la lumbre. Tose. No sabe fumar. Se lo ofrece a Sandino, que lo rechaza, sonriendo. «Si no lo querías ¿para qué lo pides?». Trata de dar alcance a Santi y las chicas, que ya vuelven en retirada porque en la Leo la persiana está bajada.

—Ése es un crack, ¿no? —dice Sofía.

Sandino no contesta porque Jesús vuelve a estar con ellos. Hay un bareto escondido en una callejuela de ese antiguo barrio de pescadores. Se llamaba Special y servían sólo bebidas y un par de tapas. Sandino lo recuerda de cuando solía ir con una novia de instituto, Anna. En invierno, las puertas dejaban entrar todo el frío posible y Anna era, por aquellos tiempos, la friolera más bonita de su mundo. Un día, Anna volvió con su novio. Le envió una carta diciéndole que ya no eran novios. Una carta, por el amor de Dios, ¿cuánto hace de todo?

—La Leo chapada. ¿Vamos al Siria?

—No.

—¿A cuál?

—Será por bares.

El Electricitat es un buen lugar, si hay sitio. Uno de los camareros guarda un más que buen parecido con Robert De Niro y, si tiene la noche agradable, da espectáculo. Todos se sientan alrededor de una de las mesas: hierro y mármol. Hay quien pide tapas. A todos les parece bien. Tenedores y cervezas.

—¿Birras, ahora? Estamos acabando la noche por el principio.

Llegan las consumiciones traídas por el sustituto de De Niro, un gaditano parco en palabras. Sofía, sentada al lado de Sandino, trata de hacer con él un aparte. Santi se entretiene en descubrir cuál de las dos chicas es menos rara.

—¿Ves, Sofía? Ése se parece a De Niro, o sea que no la cagues llamándole Serpico o algo así.

—Podemos —obviando el tema, Sofía sigue a lo que le importa— también pasar de la poli. Hablar con Pelopo y ésos. Lo están buscando, ¿no es así? Se lo damos a ellos y sanseacabó.

Sandino da un primer trago a la cerveza. Está a punto de decir lo que parece lo más acertado cuando Jesús se le adelanta.

—Yo no lo haría —interviene éste.

La cara de Sandino y la petición de explicaciones a Sofía no pasan desapercibidas por Jesús, que sonríe con algo que podría ser malicia, temor o simplemente un espacio entre situaciones dentro de su cabeza.

—Nos ha escuchado antes y me lo ha preguntado en el coche.

—No jodas. No hemos hablado nada delante de él.

—Es verdad: me lo has dicho tú —indica Jesús.

—Tú cállate, por favor. Estaba nerviosa. El tipo parece tener coco. Era como hablar en voz alta. Necesitaba una segunda opinión.

—Es muy difícil saber fumar. Tienes que empezar de niño. Mejor si tu madre ya fuma.

—¿No lo ves? El tipo que te parece que tiene coco está loco.

—No digas eso. A nadie le gusta que le llamen loco.

—No me importa. En serio. Soy loco cuando quiero. Si no soy loco, ¿qué soy? Tú eres Nadie. Tampoco eres mucho.

—No me vayas de Syd Barrett, ¿vale?

—¿Por qué dices vale? Hoy en día nada vale. Vale, vale. Todo el mundo dice vale y nada vale. Tú vas diciendo vale a toda la gente. En realidad, nada vale. Cada cosa que haces es mala para alguien. Tu vale mata, hace daño a alguien.

—Esta mañana, sobrio, estabas más tranquilo: sólo querías resucitar a los muertos.

—Vale. Es así, ¿no? Vale.

Sandino se lo mira y decide cambiar el tono, las maneras.

—Mira, tío. Me da igual que estés como estés, pero no nos compliques la vida. No tengo el día.

—De acuerdo. No pasa nada. Todo bien.

—Vale.

—No vale.

Con la llegada de las tapas, la tensión parece relajarse. Sandino no tiene apetito. Jesús, Santi y Sofía, sí. Entra un tipo rumbeando. Se acerca por todas las mesas. Santi se hace el espléndido con el músico cuando llega a la suya. Luego se levanta con la chica más joven y van al baño. El dueño del bar, aleccionado y como activado por un resorte, mira hipnóticamente el televisor: Lluís Llach lleva gorro de lana y es diputado.

—Me encantan las canciones cantadas así —dice Jesús al grupo—. Porque tiene que ver con la verdad. La cosa es la que es. Te quiero. Ven. Vete. Muérete si ya no me quieres. La rumba mola. ¿Os gusta la rumba, chicas?

Nadie contesta a su pregunta, pero Sandino quiere saber más de él.

—Eres músico, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabes?

—Yo también tengo poderes.

—No es verdad.

—Claro que no es verdad. Es una broma. ¿Tú no dices nunca mentiras?

—Mi psiquiatra me dice que si pudiera mentir no estaría loco.

Se liquidan las jarras de cerveza. Piden otras. Sandino deja de mirar a Jesús para que éste deje de hablar con él.

—Yo hablaría con esos idiotas, pero no se lo daría a ellos. Que te digan quién es el dueño, o los dueños, y que se lo quieres devolver a quien sea en persona.

—A cambio de…

—A cambio de nada, Sofía, hostia. A cambio de que tú salgas ilesa.

—Pero según la legislación española, si tú devuelves algo, el otro tiene la obligación de abonarte el cinco por ciento de… —Jesús interviene.

—Joder, tío. Vamos a devolver algo que no es legal, por lo que no podemos pedirles que acudan al Código Penal.

—Civil. Código Civil.

Sandino suspira. Alza la vista al techo. Intenta contar hasta diez, pero llega al tres y se levanta de la silla. Saca diez euros de la cartera y los deja sobre la mesa de mármol. Se larga del local. Al abrir la puerta, entra una ráfaga de un viento llegado desde el mar que se ha levantado hace nada. El grupo queda en silencio. Santi regresa con María del baño.

—¿Adónde va ése?

Alguien llama al camarero. Santi y una de las chicas rematan sus cervezas, ya calientes.

—Pedid lo que queráis.

El camarero toma nota y se aleja hacia la barra. Otra vez la ráfaga de viento, una sombra en los espejos y la sorpresa.

—Venga, resucita a ésta.

El camarero gaditano, desde la barra, espera que ese recipiente plantado en la mesa de mármol no sea lo que parece ser.

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