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Martes » 9. The crooked beat

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The crooked beat

Ha ido anocheciendo, pero los viejos se resisten a encender las luces. Fina, en la penumbra del comedor, está sentada en la mecedora, inmóvil, recortada su silueta junto a la ventana, dibujada por los reflejos de las farolas del exterior. Sandino, al abrir la puerta, un giro de la muñeca hacia el lado opuesto al habitual para abrir las puertas del resto del mundo, sortea la rinconera que hace de recodo, se introduce en un pasillo conocido y ve esa silueta, esa mujer, su madre. Ésta advierte su presencia sin necesidad de mirar. No dice nada. En el código familiar, ese mutismo es sinónimo de que está enfadada, quizá sólo molesta y puede que hasta triste. De hecho, en Fina todo acaba siendo lo mismo. Anda estirando calcetines, bragas, calzoncillos. Los coge de una palangana verdosa que Sandino recuerda desde siempre. Luego, una vez doblados y distribuidos sobre el hule de la mesa en una suerte de reparto de juego, el universo se asemeja a un lugar algo más ordenado y sensato. Más adelante, de la palangana pasarán a los cajones de las mesitas de noche que correspondan.

Josep está en el sofá, a oscuras, sin el reflejo de la iluminación municipal. Sólo repara uno en él si se toma el esfuerzo de escuchar su Ventolín. Sandino ya sabe cómo son los viejos, sus manías, sus seguridades enquistadas. Una posguerra primero y una misérrima pensión después de haber pagado autónomos dan para lo que dan. Así que hay que ahorrar energía. Sus padres están acostumbrados y disfrutan, con un punto de vanidad, ante la visita de un extraño, moviéndose con la destreza de los ciegos en la oscuridad. El viejo enciende el televisor. Ésa es otra de las maneras familiares de decirle a Sandino que no está para mucho hablar. Fina lo censura porque prevé la hora de los deportes, así que reza un conjuro, suspira pero permite. Resignación. A Josep le molesta tanto el rezo como el suspiro. También ese permiso de carcelero, así que opta por apagar el televisor, invertir resignación y culpabilidad, y volver a fundirse en negro mientras inhala el Ventolín teatralmente como si fuera opio y él Noodles.

Empieza a llover.

La uralita de la terraza lo anuncia como un eco lejano, llegado desde la memoria de los tres que comparten allí oscuridad y estancia que trae de regreso al Sandino adolescente y prisionero, el que abría la ventana de su habitación y escuchaba ese llover dentro de una boca de lobo mientras pensaba en chicas, canciones y ciudad.

Una de las gatas entra desde la terraza. Fina escupe un chasquido a modo de latigazo contra el serrín del circo. La gata se cuela bajo el sofá del huérfano. Sandino aprieta el hombro de Josep mientras se acerca a su madre, junto a la ventana. El plan de Sandino era dormir allí. Un plan difuso por improvisado. Las cervezas con Sofía y el Orfidal le han enviado señales de sueño, pero no quiere hacerse demasiadas ilusiones de poder dormir unas horas. Tampoco se le ocurre cómo hacerlo sin que sus padres monten un drama.

Tictac, tictac.

El reloj de cuco, comprado por la abuela Lucía en uno de aquellos viajes por Europa con la parroquia, marca los minutos, esculpiéndolos en el espacio del comedor de la Casa Usher.

Los viajes de la abuela.

Ella y el cantaor de jotas al que asesinó viajaron por el continente desde una España cateta en la que aún vivía el dictador. Lo que obtuvieron de más de una decena de países, culturas y lenguas se podía resumir en dos o tres aforismos y una balcánica idea nihilista contra la Santa Sede que después se repitieron en aquella casa cientos de veces. A saber: como en España no se come en ningún sitio. Los comunistas siempre están tristes y un expediente algo más complejo sobre las riquezas de los curas en el Vaticano y la idea altamente subversiva de la abuela Lucía, según la cual, si se vendía todo aquello, se acabaría el hambre en el mundo. La vieja, a pesar de haberse criado en una familia beata y combatiente por la fe verdadera —o quizá por eso—, siempre apestó a quema de conventos, preparada, si fuera preciso, para volver a asesinar a Sissí.

Fina se sube las gafas y emplaza sin un objetivo concreto a su hijo con una mirada directa. Luego la baja. Tiene los ojos enrojecidos a causa de todo un poco: coquetería, tacañería y, quién sabe, quizá lágrimas. Una vez enfocado, dispara:

—¿Qué? ¿No me explicas nada?

En eso llega un WhatsApp. Es de Lola. Le pregunta si irá a cenar. Él le contesta que no. Su mujer no responde y deja de estar en línea.

—¿Lola bien?

—Lola bien.

—Bien mal, me parece a mí.

—Entonces ¿para qué preguntas?

—Deberías llevar las cenizas a las monjitas.

—Me voy.

—¿Ya?

—Fina, esas cenizas son de mi madre y quiero que estén conmigo.

—Pero que al menos las vean. Igual les ponen agua bendita o algo así. Tú llévatelas, y las traes. No las dejes. O igual se puede dejar una bolsita de cenizas con ellas y el resto, con la urna —subraya lo de la urna para tranquilizar a su marido—, aquí. Eran sus hermanas, al fin y al cabo.

—Qué manía con que eran sus hermanas. No lo eran. Su única familia era yo.

—Tú te las llevas, Jose —dice, bajando la voz—, y si las monjitas quieren un poco de la abuela, se lo das.

—¿No me has oído, Fina?

Le enerva el enjambre de discusiones y cuitas nunca resueltas del todo de sus progenitores. En venganza, y sin previo aviso, Sandino enciende las luces y sus padres parecen roedores deslumbrados. La madre da órdenes inmediatas a su marido para que ambos, prestos y casi militarizados, bajen las persianas para evitar los mundialmente famosos francotiradores apostados en las ventanas del Guinardó.

—A ti que te gustan las cosas históricas, te encantará lo que te explicarán de la abuela.

—Mama, a quien le gustan esas cosas es a Víctor.

—A ti de niño también, que sacabas sobresaliente en historia.

No es verdad, pero qué más da. Sandino cree que sólo queda viva una de las monjas, pero en su casa siguen hablando de ellas en plural. Supone que, si se presenta con las cenizas, esa monja le explicará algunos detalles más de la historia de su abuela con aquella familia rica de matrimonio y cien hijos, la mayoría misioneros, monjas, sacerdotes y algún postulante del Opus Dei. Nunca entendió qué pintaba en todo eso la abuela Lucía. Tampoco prestó mucho interés una vez decidió que la vieja se inventaba todo sin tener memoria ni esforzarse en tenerla. Fina se levanta y se dirige hacia el mueble que domina y gobierna todo aquel comedor. Un coloso de madera de nogal que guarda documentos, papeles, fotos, estampas, servilletas, recibos, contratos, dibujos de niños, testamentos y pentagramas, todo ello en el interior de aquellos misteriosos cajones profundos y aromáticos. En sus vitrinas, abigarradas de porcelanas y copas de cristal llenas de polvo, de llaves de cerraduras ya desaparecidas, figuritas de pastores con ovejas esponjosas, pordioseros con espinas en las plantas de los pies, libros del Círculo de Lectores sobre grandes hombres cuando eran niños —Napoleón, Edison, Charlot…— y de Ana María Lajusticia sobre la bondad del ajo, jarroncitos, un gallo ibicenco de terracota, recuerdos de Aranjuez, Mallorca, Viena, Granada y la Ciudad Eterna, vídeos VHS con clips y conciertos grabados por Víctor y por Sandino de programas musicales de los ochenta, así como uno Beta de Los cañones de Navarone, al que el padre se resistió a otorgar rango de especie extinguida.

De uno de los cajones, la madre saca un paquete envuelto en papel pinocho y se lo deja a Sandino entre las manos, no sin antes avisarle de que puede llevárselo pero, bajo ningún concepto, perderlo. No pregunta Sandino, sino que se limita a quitar el papel y descubrir de qué se trata. Es una especie de cuaderno negro en el que en la portada está grabado «1971». En sus primeras páginas, una foto antigua de una cría vestida de colegio, con raya esculpida a un lado y ojos grandes y tristes. La encuadernación es de 1971, pero el libro tiene otra fecha, 1933, tres años después de la muerte de la cría, fallecida con sólo quince años. Se llamaba María del Pilar Granadell i Vigil, otra de las hijas de la familia adoptiva de la abuela Lucía. Es un libro funerario que explica la corta vida de la niña para evitar que se la engullera el olvido.

—Es una historia preciosa, la de esta niña.

—Mama, joder. ¿Me estoy llevando de tu casa unas cenizas y un libro de una niña muerta? ¿Te das cuenta?

El Orfidal. Otro ahora mismo, aunque quizá ya sea demasiado tarde.

—Hay fotos de la abuela. Ya verás cómo la llaman hermana y todo.

Sandino se va, pero no del todo. Su madre le dice que espere un momento. Se pierde en una de las habitaciones y reaparece con sábanas nuevas. ¿Cómo lo ha sabido la muy bruja? Parece empeñada en bajar al dormitorio de la fallecida y hacer la cama, pero Sandino se lo impide. Baja él las escaleras, abre la puerta para hacer creer a su padre que se marcha. Despacio, abre la puerta de la casa de la abuela levantándola un poco, como aprendió a hacer de adolescente, ya que se hinchaba por la humedad y al arrastrar se quejaba lo suficiente para oírse en el piso de arriba. Lleva encima las cenizas de Lucía y piensa que ésa no es sino una manera de despedirse de ella.

Abre las ventanas del comedor y se sienta en uno de los sofás en los que tanto su abuela como su abuelo pasaron media vida mirando, horas y horas, lo que el televisor les quisiera dar. El olor de la lluvia sobre la tierra de las macetas en la terraza se mezcla con el aroma agrio a cerrado y vejez. Vejez en los muebles, en las ropas, en los cuerpos que habitaron todo aquello. Además del comedor, dos habitaciones húmedas e impersonales que desembocan en un baño habilitado hacía poco para la escasa movilidad de su última inquilina. Allí vivía alguien que no se esmeró apenas nada en hacer de aquello no ya un hogar, sino un simple lugar agradable o sentimental. Las paredes se pintaron sólo para tapar manchas y en modo alguno para procurar algo de calidez, o tratar de conseguir algún tipo de belleza, aunque fuera fracasando. La abuela Lucía fue un animal y aquello no era sino una fresquera en verano y, gracias a las ruedas de la Butater, una cueva acogedora a tramos, durante el invierno. Ella ocupaba el primer piso de la Casa Usher. Era, como el resto de la vivienda, una construcción hecha por los mismos que iban a vivir en ella. Todas las torres de la calle, las antiguas, las auténticas, otorgaban ese rango de pequeño pueblo, más que de barrio, a aquella calle. Casas sin apenas cimientos que se aguantaban unas contra otras, distintas, personales a base de ser lo único que sus constructores sabían hacer. Y éstos eran gente extraña, enloquecida, evadida de algo o de alguien y, por eso, con ganas de vivir y de hacerlo sin leyes ni policía. Habían venido de todas partes y todo, lo bueno y lo malo, las inquinas y las lealtades, se sustentaba en un código que nadie había escrito, ni siquiera hablado. Nada de eso existe ya. De todos esos vecinos sólo quedan sus padres, atados a la maldición de una casa inmensa, vieja, destartalada, imposible de limpiar, amaestrar, adecuar, caldear o enfriar de una manera civilizada. Una torre de tres plantas con jardín y huertos construida para permanecer por los siglos de los siglos protegida y maldecida por el mismo sortilegio que impide que alguien pueda salir vivo de ella. Probablemente ni Sandino. La han tasado. Dicen de venderla. Es un leviatán demasiado grande, demasiado exigente para la pareja. Le duele, pero lo entiende. Sandino se mantiene al margen. Víctor es el cerebro y el brazo ejecutor. Al menos, en esta ocasión goza de tiempo y entusiasmo en esta nueva fase de su vida entre novio y novio.

Parecía que amainaba, pero de repente el cielo retumba, se encabrita y llueve con más furia todavía. Sandino, en el comedor, sentado en el sofá, cerca de la ventana con mosquitera y reja andaluza pintada de blanco sobre minio. El baturro que se iba consumiendo se sentaba allí mismo. La abuela Lucía, con una toquilla sobre las rodillas, apresada por imperdibles, a su lado. Y después, su mujer, su asesina, no tuvo reparos en seguir sentándose en ese mismo sofá. Algo más allá, una mesa redonda, sillas baratas de La Garriga, un armario de algo que es imposible que sea madera y un radiocasete traído desde Alemania en los setenta, con una cinta de Mocedades introducida en 1981 y nunca más extraída. En la pared del comedor, como en el resto de la casa, fotos de Víctor haciendo la comunión, de Sandino y su hermano, modositos y endomingados, postales chinas recortadas de calendarios, enmarcadas con lustres dorados, una foto de cachorros de perros, alguna virgen y cuadros, una docena de cuadros grandes, medianos y pequeños. Una reproducción de Murillo, una jauría devorando un jabalí de ojos demenciales, una batalla naval, un viejo cazador en una posada con varios conejos muertos en la mesa junto a una jarra de barro. Y también una foto de época. La abuela, ojos grandes, cara de luna bonita y espléndida, vestida de niña bien, rodeada de otras niñas bien, su familia adoptiva que nunca pudo adoptarla sin que nadie supiera muy bien por qué.

Todo eso lo podría estar explicando sin necesidad de volver a verlo como lo ve ahora. Y es que todo eso siempre ha estado ahí, siempre ha sido de esa manera. Pasan los minutos y Sandino permanece sentado en el sillón, con el comedor en penumbra, escuchando cómo fuera sigue lloviendo. Furia sobre la mesa de mármol y las sillas metálicas, la tierra húmeda.

¿Quién soy?

En el piso de arriba, los viejos van de un lado para otro, preparándose para cenar. Piensa Sandino en la abuela muerta, en la pobre niñita también muerta en 1933, con ese librillo que tiene en el regazo, en las pocas oportunidades que tuvieron ambas, las dos con diferentes cartas, todas malas. Piensa luego en los amigos muertos, en los profesores, en los vecinos, en sus héroes que empapelaban las paredes de su habitación, todos muertos. Piensa en lo que era él, en lo que fueron todos, en el mundo que se ha ido extinguiendo día a día, en el que fue un Edén deshabitado y absurdo lleno de plantas carnívoras y máquinas de millón y juegos feroces y seres incapaces de ubicarse y adaptarse a nada ni por nada. Los vecinos de sus padres son ahora gente cabal. Gente decente con trabajos normales, descendientes de familias estructuradas y homologables. Han contratado a arquitectos y han solicitado permisos municipales. Han hecho jardines botánicos, han aislado puertas y ventanas. No tienen ningún primo en la Legión Extranjera, no hay embarazos antes de los dieciséis, no hay romances con paletas que vienen a arreglarte unas goteras y te arreglan la mujer, no hay gatos envenenados ni hogueras de tres metros en las calles ni viejos que bajo una manta a cuadros van y vienen cocidos de bar, llueva o nieve. Ahora en la calle han instalado contenedores de reciclaje, todo el mundo paga impuestos y compra y vende y sale a correr al punto de la mañana y desayuna tostadas con mermelada y café, cereales americanos y zumos de pomelo y limón en terrazas protegidas con toldos.

Todo es mejor, todo es una mierda.

¿A qué lugar pertenezco? ¿A éste? ¿Esto soy yo?

La congoja querría despertarse en un llanto. Pero es como si se hubiera olvidado de llorar. Sandino es sólo un despojo de ruidos y muecas. Nada más. ¿Quería a la vieja loca? ¿Y al baturro? ¿Y a su hermano y a sus padres? Pero sólo los quiere un poco más que a una cafetería a la que sueles ir y te hace sentir a gusto. A un perro que tuviste de muy niño. A un jugador de tu equipo. Nada de eso le parece a Sandino especialmente generoso ni valioso. Pero al menos es sincero. Añora a sus muertos como añora a Toni Soprano o a los Smiths.

¿Es así como acabó queriendo a Lola? ¿Como le quiere ella a él?

¿No deberían amarse como en las pelis francesas, como Amy Winehouse cantando «You know I’m no good», como los putos Macbeth?

¿Todo eso no son sino fantasías pop, de adolescente, de crío, libros…?

Stop.

Stop.

Stop.

Tiene que intentar descansar unas horas en ese sofá. Engarzar algún tipo de sueño. Sabe lo que el insomnio le merma día a día primero, hora a hora después. Pero duda que pueda hacerlo. Acabará por levantarse dentro de media hora, una, dos, pondrá la tele, se subirá al coche, dará vueltas, quizá vuelva a la playa a pesar de la lluvia.

Recuerda la voz del hipnotizador, esas viejas cintas de casete, «aprenda alemán mientras duerme», que guardaba la abuela Lucía. El Gran Riccardi, maestro de la autosugestión. Descanse usted. Cierre los ojos. Piense en su cuerpo como un templo, una estancia vacía, una iglesia.

Una habitación pegada a la otra y a la siguiente como espantapájaros con la cabeza de paja que se aguantan unos a otros ensordeciendo ahora el sonido de la lluvia.

Va hasta la vieja cocina, con la misma nevera de siempre atada con un pulpo de baca de coche. La misma fresquera donde la abuela Lucía dejaba los platos calientes. De uno de los armarios coge un vaso. Lo pone debajo del grifo y, después de unas toses, sale la suficiente agua como para quitarle el polvo al vaso y dispararse un Tranxilium contra el paladar para ir al rescate de las últimas prestaciones del Orfidal, sin noticias suyas desde el frente. El taxista se apoya en la pica y consigue ver algo, como un reflejo de su cara.

¿Éste que veo soy yo?

Vuelve al comedor. Le llega un WhatsApp. Un segundo. El primero es de la madre de las niñas preguntando si podrá llevar, a eso de las seis de la madrugada, a su marido al aeropuerto. Ok, Llámame Nat. El otro mensaje es de Sofía: «No te he contado toda la verdad. ¿Podemos hablar mañana?».

Hijas de puta. Las dos.

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