Taxi

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Jueves » 18. If music could talk

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If music could talk

Las venas no se cortan a la altura de las muñecas, sino más arriba y en diagonal, te dijo Lola muy al principio de conocerla.

La promesa que te ata a algo que no quieres que esté en venta. La promesa que le hiciste a Lola. No me drogaré, Lola, y tú no volverás a probar a quitarte la vida. Todo aquello de Lola, sus abismos, ya quedaron atrás los suficientes años como para parecer que no habían sucedido nunca. Aprendió a quererse. Él también ayudó. Se quisieron mucho, supone, pero nunca fueron uno.

Cuando le preguntaba por qué tantas veces, loca, qué pasó en su adolescencia, ella decía todo y decía nada. Era guapa y la hacían sentir fea. Era lista y la hacían sentir tonta. Era flaca y se veía gorda. Era tímida y la hacían sentir estúpida. Era distinta y se veía rara. En el fondo, una adolescencia de lo más convencional, bromeaba y no bromeaba con ella Sandino cuando era otro Sandino aunque ya la engañara, porque siempre la engañó, o así lo recuerda siempre con números decimales.

Sandino apareció por su vida cuando ya estaba lista para dejar cosas atrás, para no golpearse la cara y la boca, poder levantarse del suelo y colocar bien atrás a esa madre gélida, esos caimanes de novios oscuros de los que Sandino tampoco supo mucho nunca. Se reconocieron enseguida porque ambos eran supervivientes. Sandino arrastraba su carisma, su seducción, en el mismo lado del corazón en que se le marcaba, bajo la sonrisa, el oportunismo, la amoralidad, esa tendencia tan suya a la mentira como simple estado de ánimo. Lola fue una manta, un escudo, el reverso de la piel de un puerco espín.

Pero Lola ya no te espera y eso significa que eres libre, esta noche eres libre.

Un voto absurdo, sin sentido excepto para él y para ella.

Del Electricitat han pasado a un local ya de copas y luego a otro.

Es muy pronto para estar tan borracho, Nadie, pero lo estás; lo has conseguido. La suerte está echada. Los recuerdos, a partir de ahora, serán livianos o espinas, quién sabe. Dejan los coches en el aparcamiento y andan por el Marítim un buen rato hasta que pueden subirse a un bus y aligerar así el itinerario hasta el Paral·lel. Salen de un bar y se meten en otro y en otro.

Hay quien dice que si todos saben que acabarán en el Psycho por qué no ir ya.

Sofía quiere ir a Gràcia, al Vinilo.

Hay quien propone tratar de colarse en el Apolo.

Todos los bares son iguales si sirven alcohol.

La música la llevas dentro, Watusi.

Mira Sandino su móvil. Un frenesí en el WhatsApp, pero nada interesante. Hope Sandoval pregunta si está bien. Sandino la quiere, pero se hace el Valmont y no contesta, invirtiendo la carga de la prueba, la punzada de la mala conciencia. No hay Tanqueray, pues Bombay, que también era una canción, una mierda de canción, eso sí.

«¿Te conozco de algo?».

Puede ser.

No todo el mundo va de cara. No todo el mundo es patriota. No todo el mundo vota a la CUP. No todo el mundo te ofrecería un trabajo por muy amigo que fuera. No a todo el mundo le gusta follar. No todo el mundo rechaza la violencia. No todo el mundo es todo el mundo.

Por ahí anda el estado de la cuestión en el grupo de Sandino, con algunas nuevas incorporaciones, y entonces él piensa en Johnny Rotten y podría gritar ever get the feeling you’ve been cheated? hasta acallar todo ese ruido de fondo, incluso a una de las chicas que suelta de repente que Robin Williams se ha suicidado.

Sandino decide parar de beber de manera convulsa. Una idea algo delimitada sobre la mayor de las chicas le cruza la mente. Nada muy definido ni definitivo. Sólo un quizá. Sólo que si pudiera. Sofía le pone otro gin-tonic en la mano. Lo abraza. Lo besa. Le dice que es su mejor amigo. Él se quita ese cariño borrachuzo de encima a la primera oportunidad.

—Dime tu nombre o te seguiré llamando Marta o María.

—Me llamo Marta.

—¡No jodas! ¿Sí?

—Pero tranquilo que mi amiga se llama Pilar. Tú no te llamarás Nadie, ¿no?

—Sandino. Me llamo Sandino.

—Un nombre raro, ¿no?

—Piensa que fui Testigo de Jehová dieciocho años —se inventa él—. ¿Sirve eso de excusa?

—Supongo.

Suben por las viejas escaleras del Apolo. Cada dos escalones Santi se encuentra a alguien, por lo que deciden dejarlo atrás. Guardarropía. Abrigos, bolsos, las cenizas de la abuela Lucía que Santi ha tenido la genial idea de sacar del Toyota, a escondidas primero de Sandino y luego con su complicidad socarrona. En la oscuridad de la sala cree encontrarse con dos o tres caras conocidas que se disuelven en extrañas. Más bebidas. Más ir y venir al baño. La tal Pilar, ex María, ya no tiene pupilas y anda locuaz comiéndole la oreja a Santi y a alguien que una vez tocó en algún grupo que grabó un single o algo así que nadie recuerda muy bien, pero que va dando la chapa. Santi dice que va a llamar a su dealer para verse en el Psycho y Sofía mira a Sandino y sonríe. Da unos sorbos a su vaso, pero a la que puede se lo deja a medio beber en cualquier lado porque sabe que debería estar frenando. Apenas ha pagado ninguna consumición. La tacaña de Sofía le cubre al completo: así de desesperada está. En nada habrá sesión de DJ. El tiempo justo quizá para una copa apurada y largarse. Jesús reaparece. Trae a un nuevo prosélito.

—Este chico es judío. Los judíos van por libre: ni Mesías ni hostias.

Una pantalla enorme se instala frente a ellos. De repente, sin sonido, blanco y negro, los Beatles embutidos en sus trajes ridículos. Chicos y chicas enloquecidos. «No soy judío, soy palestino y odio a los judíos». «Da igual eso». «¿Cómo que da igual?». «A nosotros nos da igual. Nos la trae floja mientras no seas del Real Madrid». «Hay muchos motivos, pero yo tengo los míos». «No nos gusta hablar de política, señor Palestina Libre, somos una comunidad de ocio». «Han destruido mi país. Odio a los judíos pero también odio a los árabes. Tengo dos hijos y saben hebreo e inglés y tienen pasaporte israelí para salir y entrar». «Perdona, pero no nos interesa». «Me gusta Obama, por ejemplo. En serio, pero por otro lado odio a los americanos».

—Escúchame. No nos des la noche. Aire. Fuera. Odiamos lo que sea que te guste.

El tipo se larga llamándolos nazis y sionistas. Todos ríen. Sofía ha estado sembrada. Jesús sonríe, pero es obvio que le resulta complicado saber quién habla en serio, quién bromea, el uso de la ironía. Sandino lo coge por el hombro y lo fuerza a mirar la pantalla. Aun sin sonido, sabe que están tocando «I’m down».

—Déjate de rollos, tío. En serio. Eso es real. La capacidad de contagiar entusiasmo. Éstos molaban y no Jesucristo. ¿Por qué no los resucitas? A los dos. A George y John. Y a Billy Preston.

—¿Por qué no me tomas en serio?

—Porque he estado esta mañana en el cementerio.

—¿Cómo se ha quedado la mujer?

—Mal. ¿Cómo quieres que se quede?

Dejan el Apolo y suben hasta el Psycho, que está a rebosar. Sandino rechaza la nueva copa, pero se pide un Redbull con cola. Pasa de largo la siguiente, la otra y la cuarta ronda, así como contempla los sucesivos viajes al baño. Alguien trae consigo a una compañera de trabajo que explica que vivió en Alemania y estuvo con un chico alemán que, mientras trabajaba ella, él estudiaba y un día lo abandonó porque no encontró en todo el puñetero día el novio el momento para pulsar el botón de apagado de la lavadora. Sofía explica anécdotas de taxista, mitad verdad, mitad inventadas. Santi ha perdido casi toda oportunidad con Pilar porque está medio grogui en la portería de al lado y a lo sumo le aguantará la papa o esperará colocarla en un taxi y seguir la fiesta más adelante. Santi vive en Les Corts y tiene un perro que se llama Carlos por lo de la canción de Tom Waits. No hay ningún loco ateo. No hay ningún creyente que no tenga miedo a morir. No hay ningún fan de Paul Weller que no se la mamara si él se lo ordenase. No hay nadie que se crea que fuimos a la Luna. Yo me lo creo. Tú sigues siendo Nadie. No hay nadie que haya visto nunca a Sandino comprar tabaco. No hay ningún ginecólogo que sienta placer con su mujer. No hay ninguna mujer que no ame a su padre. No hay ningún padre que no se quiera follar a su hija. No hay ningún moro que no se alegre de lo de Charlie Hebdo. No hay ningún hombre que piense que es mortal.

Es obvio que el cóctel de medicación y alcohol empieza a disparar la cabeza de Jesús. Sandino se pide otro Redbull. Santi propone esnifarse a la abuela Lucía en homenaje al padre de Keith Richards. Sandino, por precaución, recoge de encima de la barra las cenizas que alguien dejó allí. Quizá fuera él. La abuela Lucía ha ido de mano en mano desde que ha entrado en el bar.

Sofía le entrega el manojo de llaves cuando Sandino le dice que se va sí o sí.

—Gracias. Recuerdas dónde tienes aparcado el coche, ¿verdad? En el aparcamiento del mercado.

—Sí, sí. Segunda planta. Tendríamos que hablar de aquello.

—Mañana.

Sofía vuelve a darle un abrazo. Más besos. Empieza a darle indicaciones de entrada a la casa que Sandino ni se molesta en retener. La pequeña, la de la portería. La naranja para la cerradura de abajo.

Sandino se despide de todos menos de Marta, que le acompaña sin haberlo hablado. A medida que pasan los minutos la euforia se va diluyendo como agua sucia por un desagüe. Una congoja triste lo va empapando por dentro como un trapo mojado. Toman un taxi para ir hasta el aparcamiento de la Barceloneta. Espera estar despejado al llegar, lo suficiente como para conducir.

Apenas hablan al llegar al Paral·lel y coger allí un taxi que los lleve hasta la Barceloneta. En el Toyota, ella se sienta en los asientos traseros para eludir los controles de alcoholemia. El taxista la mira y sonríe por el retrovisor. Ella le devuelve la sonrisa y escribe algo en el móvil. Llegan a casa de Sofía, en Via Júlia. No les cuesta aparcar. Todas las puertas se abren a la primera con las llaves de Sofía. Sandino decide que su lugar para pasar la noche será el sofá, pero allí no caben los dos. Da la mano a Marta y la lleva hasta el dormitorio de Sofía. Luego decidirá cómo se organizan. La besa. Es suave, dulce hasta cuando ella le muerde los labios. Sandino le quita la blusa sin dejar de besarse. Le abre el sujetador y la atrae caliente hacia sí. Ella le ha quitado la camisa. Resigue con un dedo todos los lunares, los granos de pimienta de su torso.

—Son graciosos. Parecen una constelación.

Sandino le mete las manos bajo la falda, le retira el tanga y deja la palma de la mano contra el coño. Ella le baja los pantalones. Sandino se descalza. La chica se fija en la cicatriz del muslo del taxista.

—¿Y eso?

—Un jabalí.

—Tú no dices nunca la verdad, ¿no?

Ella, al decir eso, ve algo en el rostro de Sandino, como una sombra fugaz corriendo por una pared.

—¿Estás bien?

—Estoy bien.

—¿Seguro?

—Sí. Mañana me iré temprano. Tengo que llevar a unas niñas al cole y no les gusta llegar tarde.

Sandino la empuja contra la cama. Se pone encima de ella. «Cuanto antes empiece, antes acabará», piensa. Eso le pone aún más triste, como si, por mucho que cierre los ojos, no pudiera borrar nunca el horizonte, el recuerdo siempre de otra mujer que no es la que está besando.

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