Taxi

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Jueves » 20. Police on my back

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Police on my back

Al taxista le quedan cinco minutos para llegar a la hora prevista. Apura el híbrido, un par de rojos y también la buena suerte para cruzar el resto en ámbar o verde, pero cuando las niñas bajan de la mano de su madre a la portería, Sandino está fuera ya del taxi, esperándolas, apoyado en éste como un padre separado de serie. Lleva una espléndida camisa color magenta y se ha rociado con el perfume más caro del baño de su hermano.

Llámame Nat no se acerca a él, sino que las crías echan a correr después de haber saludado a Julián y se meten dentro del vehículo. Llámame Nat se queda de pie junto al portero, en la entrada del edificio, sin buscar ninguna excusa para llegarse donde está Sandino, quien se siente decepcionado como un colegial. El perfecto idiota. En su cabeza se habría armado una estructura mental —escenas, diálogos, gestos— y hubiera dado por supuestas demasiadas cosas, estupideces sin ningún fundamento. Lo sabía antes y lo sabe ahora. O quizá todo es más sencillo. Se dice que hoy necesitaba que Nat le hablara. Le habría hecho sentir mejor. Simplemente eso: querer, necesitar, aliviar. Nat lo saluda, educación ante todo, con la mano. Sandino le devuelve el saludo con una inclinación de la cabeza. La mujer se da la vuelta y entra en la portería. Intercambia un par de frases con Julián y toma el ascensor hasta el piso mil quinientos treinta y siete por encima de Sandino, quien, metido en el coche, ya se ha colocado en el tráfico y se dirige hacia el Cardenal Spínola. Las niñas cuchichean entre ellas. Regina le llama por el nombre, pero el taxista no quiere contestarle. Sólo si insiste, lo hará. E insiste.

—Sandino… Señor Sandino…

—¿Qué…?

—El cuento de hoy es raro. ¿Es para Valeria o para mí?

Sandino ve por el retrovisor a Regina y a Valeria enfrascadas con el libro mortuorio. Frena sin comprobar si algún coche lo sigue y se dirige a las crías en un tono que, sólo al ver las caras de espanto de ambas, se percata de que quizá esté siendo demasiado brusco, demasiado distinto al Sandino de siempre, todo un Long John Silver al que acaban de desenmascarar. Ha de tranquilizarse.

—Hoy no he podido traeros un cuento. Mañana os traeré los de hoy y los de mañana. Eso no es un cuento, cariño. Es un libro así como de ir a misa. Dadme. Alguien se lo ha debido de dejar en el coche y luego lo reclamarán. Seguro. Y lo que tú tienes entre las manos, Valeria, es un jarrón de mi abuela. Dámelo, vida, con cuidado, que si se rompe, mi madre me mata. Muy bien.

Sandino deja ambos objetos en el asiento del copiloto y retoma el trayecto en dirección al colegio. De todos modos, con ese último sobresalto decide alterar la lista de tareas, por lo que telefonea a Ahmed, que no lo coge. Insiste en vano, pero enseguida recibe un WhatsApp del marroquí. ¿El Olimpo? Al parecer, Ahmed no recuerda, o no le importa lo más mínimo, que Sandino le dijo que prefería quedar en cualquier otro sitio en lugar de allí, pero no tiene la mente lo bastante clara para pensar una alternativa y lo deja estar.

A punto de llegar, Sandino se percata de que quizá ha estado demasiado áspero con las crías. Le da vueltas a la manera de devolverlas a la normalidad del resto de días. También —podría llegar a reconocerlo sin problemas— hay una parte de él que hoy quiere dejar las cosas así. Evitar verlas como las ve siempre y más como trabajo, mercancía que transportar, propiedad del escritor y de esa ama que va diciendo Llámame Nat de modo displicente al servicio. Es su pequeña venganza por la inmersión en esa bañera de decepción y tristeza que le ha infligido la madre de las crías. De todos modos, es Regina quien trata de resolver el mal momento, añadiendo, sin saberlo, sal a la herida:

—Ayer llamó nuestro papá.

—¿Sí? ¿Y qué os dijo?

—Que nos quería mucho. Que nos había comprado algo y que nos echaba de menos. ¿Irás a buscarlo?

—No, no puedo, cariño.

Han pasado ya unas horas y aún se nota dolido. Aún le duele Llámame Nat. ¿Por qué tan vulnerable? Eres un niño caprichoso y mimado, taxista. Todo esto es porque es la novedad, porque está fuera de tu alcance y porque —reconócelo ya— te recuerda a Verónica en algo que aún no sabes definir.

Tipas complicadas. Seguro que la pija también lo es.

Piensa en Verónica porque está en Madrid, porque no sabe su teléfono, porque no está muerta, porque es inalcanzable. Ella dijo no y él, su amor propio, su necesidad de control, respetó su no. La tuvo un momento y se abrió la jaula. Se fue para dejarlos a todos atrás.

Piel de serpiente, caballito de mar.

La quería, la quiere, la amaba, la amó: nada de todo eso.

¿Quién sabe qué?

¿Qué hacer con las lecciones aprendidas que no sirven de nada, con las intuiciones, las fantasías, la atracción hacia lo que te anula, el triunfo de la soberbia, las moralejas de todos los cuentos?

«El amor es un producto de consumo —le decía Verónica—, pero, de todos modos, prueba a amarme. Yo siempre te querré más. Siempre».

¿Y cómo sucede, cómo se enamora uno? Ah, la casualidad buscada.

Aprovecha este tiempo muerto que pasas en la parada para contestar a esa pregunta, ahora que no te apetece seguir con Manchette ni empezar con el de Lina Meruane o los poemas del tipo ese, polaco, que nunca recuerdas su nombre, y cuando te das por vencido, lo buscas en la portada del libro de Lumen, siempre te dices que es fácil de retener, pero lo cierto es que no te lo resulta y siempre acaba siendo el polaco ese, pobre hombre.

¿No eras escritor, tarado? Pues escribe. Venga. Lo hiciste años atrás y ahora te has empeñado en ser tú el libro y así nos va. ¡Escribe, hijo de puta!

Las fases del amor. Punto uno y dos. La hora del lobo. Acción.

Ahí, con el motor parado, alineado con el resto de coches, y de repente hay un orden de prelación y alguien aprieta la corona de espinas contra tu frente y reaccionas, y con eso y con ella, todos los saxos ululantes y las orquestas chinas y los paraguas de colores diciéndote que pongas en pie el Coliseum y dirijas todas las películas y canturrees todas las canciones pop que conozcas porque ella es para ti y tú para ella y eres James Brown en el TAMI Show.

Y un día se gasta la ilusión porque sólo es meterla y sacarla un determinado número de veces. Porque el alma, el reflejo, el contrincante tiene también sus orquestas chinas y de la televisión rusa, derviches enloquecidos girando como peonzas y saxos de la otra parte de la ciudad, y el cine de barrio y a Juliette Binoche vendiéndose el colchón y aspirando a la libertad, y ella es los Stones en el mismo TAMI Show.

Dos párrafos: descansa. Una década o más, lo que necesites para volver a ser escritor.

Todo es efímero excepto lo que no se consigue, monigote.

Saltas la valla, consigues lo que quieres y lo conviertes en ti mismo: fin del juego.

¿Dónde está el otro, el que era distinto, en el que me iba a diluir yo?

Lo que no se quema es el fantasma que te visita en sueños, el rumor dentro de la caracola, el sabor de tu primer refresco, las burbujas, el amargor de la droga buena, la parálisis de los brazos, las piernas, la imposibilidad absoluta de saber si estás bien o estás mal, la transgresión, el ser vejado, lo decepcionado, lo que no debía ser y no tendrías que haber ido y te dije que no llamaras.

El verdadero amor es un gusano. Está en esa antigua amante que se humilla suplicándote que la vuelvas a querer, que se te abre de piernas para que te la folles y le mientas sin necesidad de que tus mentiras parezcan creíbles. Ese yonqui que hará cualquier cosa por un chute es el amor. Ahí está el verdadero amor, how deep is your love: ¿lo aceptas deforme, o no?

Que alguien llame a una emisora para un rescate de emergencia.

Y ¿a qué viene esto, taxista?

Viene a que Llámame Nat es una versión demudada de Verónica y Verónica está lejos, Sandino. Viene a que Vero se fue y sabes por qué. Y ese irse y no llamar ni regresar ni suplicar parece contener una verdad que no es menor, que nunca conocerás: la de la gente que elige ser por un instante lo que parece ser. La de quien se toma en serio eso de decidir y no ser la mujer de Lot.

Sabes por qué se largó.

No, no lo sé: no quiero oírmelo pensar.

Por Héctor, sí, pero no sólo por él.

—¿Adónde va?

—A la calle Artesanía.

—Suba. Me viene de camino. Le abro el maletero.

Lo único cierto es que las luces de Navidad ya están dispuestas para encenderse el día que la Colau diga y en nada llegarán a la calle Artesanía y allí tenía un amigo y su padre tenía una tienda de marcos y una novia que siempre andaba malcarada y todo eso se lo engulló el tiempo. Parece que a Sandino sólo le quedan en esta ciudad sombras como las manchas que quedaron en paredes y escalones de Hiroshima después de la bomba del Enola Gay.

—¿Sabe por dónde es? Por Llucmajor.

Sandino ya está en otro sitio y sólo quiere poner el piloto automático y pensar en Verónica, en Lola, en por qué todo acaba sin haberle dañado de veras, sin haber apostado todo en la timba. Quiere saber de Verónica. Quiere follarse a Nat y enamorarla. Ha de llamar a Lola. Quiere el punto cero. Quiere empezar desde un lugar en el que pueda creer que son posibles los principios y las rupturas. Un lugar sin Verónicas, sin Lolas, sin Nat, sin nadie. No puede seguir con todo eso. Le está estallando por dentro. Quiere una capilla tranquila, arrodillarse, arrepentirse de todo y, ya limpio, volver a ensuciarlo todo otra vez.

Oh, Dios mío, redímeme, hazme dormir, hazme olvidarlo todo.

Aún con el pasaje dentro, llama con el manos libres a Lola, pero Lola cuelga. Unos segundos más, otro intento y Lola vuelve a colgar. Otra y otra más. Buzón de voz. Lola mintiendo detrás de su voz grabada: «Sé que estás».

—Dele tiempo. Igual está ocupada.

La señora interviene, conciliadora, pero también inquieta por la actitud del chófer cada vez más pendiente de su teléfono que de la circulación. Afortunadamente están a punto de llegar, enfilando ya la cuesta de Artesanía.

—Déjeme a la altura del colegio.

—Es mi mujer. Nos hemos discutido.

—Hablando se entiende la gente. Ya verá como no todo es tan trágico.

El pasaje paga y se baja. Sandino también. Abre el maletero. Descarga el carro de la compra. Luego, el Toyota sube hasta llegar a Karl Marx y se detiene en una zona azul libre. Vuelve a marcar el teléfono de Lola. Espera el contestador y es el contestador el que sale a recibirlo.

—No quería decir lo que dije. Yo qué sé, no sé qué coño me pasa, qué nos está pasando desde hace tiempo. Sé que nada funciona entre nosotros pero yo te sigo queriendo, Vero… Lola.

Cuelga bruscamente.

Hija de puta.

Desde Madrid, las ondas malignas de su bruja favorita.

Mejor dejarlo todo como está. Quizá no escuche el mensaje o lo entienda mal o mejor no pensar más en ello.

Joder, joder, joder: ¿cómo puedo ser tan idiota?

Enfila hacia las Rondas para dejarse caer por el túnel de la Rovira, gritando como un loco y golpeando el volante una y otra vez. Dobla antes de llegar al túnel, dejando a la izquierda las primeras viviendas del Carmel, entre las cuales está el piso que la amiga de Cris les deja a veces, esa mujer de la que no le da la gana recordar en qué trabaja. Toma Pedrell y a la izquierda todo derecho, atravesando Font d’en Fargues y, tras unas cuantas curvas, la Casa Usher. Consigue aparcar en el vado inutilizado de unos vecinos. Antes, cuando era una calle cerrada al tráfico, era un cul de sac que exigía bastante pericia de los conductores y siempre había sitio para aparcar. Ya no es el caso.

Después de abrir varias puertas y subir algunas escaleras, tiene frente a él a su padre, que llora encorvado sobre una urna con cenizas de su madre, arena perfumada de gato y restos de Winston y saliva de sus hijos. El viejo llora y llora, hipando, dejando ir todo su dolor y su rabia hacia aquella mujer que le dio la vida y también llegó a amargársela. Es obvio que lo grotesco de la escena sólo lo conoce Sandino, que se duele y, en cierto modo, se asusta ante la fuerza del dolor de su padre, forzándose a recordar que nada importa, salvo la fe en que lo que no ves, está. Con eso es más que suficiente. Sin saber muy bien cómo debe abrazar a su padre, Sandino lo intenta, lo rodea como si fuera un mueble al que han de alzar hasta un camión de mudanzas.

Fina, unos metros detrás de ellos, está abrazada a sí misma, mirándolos emocionada, buscando un pañuelo con el que enjugarse nariz y ojos, quizá calibrando, ya que el director de escena no vino hoy al ensayo, cuándo debe intervenir, qué ha de hacer o decir y si ha de improvisar. Como siempre, ella sabe elegir la línea de texto correcta.

—Voy a hacer café.

Sandino aprieta el abrazo para hacerle sentir que está con él. Su abrazo es una carrera loca y a oscuras en busca del hombre al que quiso, aquel dios que sabía qué estaba bien y qué mal, que conocía los nombres de casi todos los jugadores y de los actores, que había visto todas las películas de vaqueros y romanos y de hundimientos de barcos y nazis, que cuando estaba enfermo le llevaba tebeos y recortables de Sant Antoni, que lo acompañaba al colegio cuando se le escapaba el autocar sin una queja o reproche, que le enseñó a conducir, a chutar con el empeine, que lo llevó a ver a Cruyff contra el Salamanca. El abrazo era más intenso porque el pasillo se estrechaba, la carrera enloquecía y encontraba todos esos recuerdos pero no el amor, no el sentimiento primario, no a Skywalker y Darth Vader, no a Abraham e Isaac. Sandino teme que al final no sea más que otra habitación vacía. Por eso, algo hace que el abrazo se convierta en otra cosa. Que el cinismo se apodere de los mandos y ese abrazo no le parezca más que otra escena copiada de un abrazo de telefilme de domingo por la tarde.

La madre llega con los tres duralex de café con leche. Indica el descafeinado para Josep, que se lo lleva al sofá donde se sienta, agarrado a las cenizas de la abuela Lucía. La mujer entrega el suyo a Sandino. El café que compra su madre no es café y la leche no es leche pero se lo va tomando de a poco.

—Debería irme, mama. —Sandino está pensando en Ahmed—. Te devuelvo el libro de la niña aquella.

—¿Te lo leíste?

—Por encima —miente.

Con un brazo, la mujer se coloca alrededor de Sandino. La cabeza de Fina en el pecho de su hijo.

—¡Qué bien hueles! Te quiero mucho, hijo.

—Yo también. Tengo que marcharme.

—Ve, ve: lo primero es el trabajo —dice el viejo, sentándose en el sillón con la abuela Lucía en el regazo y el Ventolín agitándose en una mano.

Fina lo acompaña hasta la puerta. Le dice que espere. De regreso de la cocina, lleva en la mano un tupper. Son boquerones en aceite. Sabe que a Lola le encantan. Pero Sandino no va a llevar y traer boquerones por toda la ciudad.

—¿Por qué eres así?

—¿Cómo?

—Así.

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