Taxi

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Jueves » 21. Midnight log

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Midnight log

Deja pasar dos pasajes hasta que se percata de que lleva la luz verde que lo identifica como libre. No le cuesta encontrar aparcamiento cerca del Olimpo. En la barra lo espera Ahmed. Pide la consumición y, extrañamente —porque Ahmed es hombre de barra, según Sofía, y Sandino puede mostrarse de acuerdo—, el marroquí le indica que vayan a sentarse a una mesa algo alejada. El personal del bar es, en cierta manera, distinto del que suele haber cuando quedan una hora o dos antes. Hay mossos, dos de uniforme y dos de paisano —vaqueros, camiseta de La Roca, chaqueta sin mangas—, que es como un segundo uniforme de policía, hasta más ostentoso. El resto, lo habitual: la señora con carro de la compra frente a la máquina tragaperras, jugándose si esa noche su familia cenará merluza o sardinas. En la otra máquina, un chino percute monedas como un poseso. Sandino ya conoce al tipo. Acaba llevándose el premio, sale corriendo por si alguno se lo va a robar y al día siguiente vuelve. Dos viejos en una mesa junto a la ventana. Uno lee el periódico. El otro le habla en periodos de treinta segundos, como una vieja canción de Pixies, se oye bromear Sandino en la cabeza: «deprisa, rápido, deprisa, grito, silencio, grito». A veces no se soporta de lo ocurrente que es. El viejo habla haciendo preguntas al otro, que las contesta mediante silencio administrativo.

—¿Qué pasa?

Está intrigado con Ahmed. Más aun cuando lo poco que sabe Sandino de Ahmed es legal y aburrido. Lo considera buena gente más allá de esa lengua de escorpión que él puede entender porque también la tiene. Es trabajador hasta decir basta y no se le conocen vicios. Generoso sin inmolación, siempre responde cuando lo necesitas. Es por eso que el misterio de ese decir sin decir le tiene francamente intrigado.

—Yo lo mataba así: pim pam.

Sandino levanta la vista hacia quien habla, Héctor, a una velocidad que le parece lenta, como si se moviera con una gravedad distinta del resto de terrícolas. El insomnio prolongado, a ratos, produce eso. Héctor sigue a lo suyo —«pim pam»—, simula con los brazos un rifle contra la pantalla del televisor. También parece que el sonido por un momento se haya escondido dentro de un túnel, haya pasado a mono, pero de repente acelera, se abre, las voces vuelven al estéreo. Héctor Abarca se dirige al locutor, pero también a los policías que esperan el desayuno, sentados alrededor de una de las mesas. Las balas imaginarias impactan en el villano local de esas semanas, el tema estrella después de la enésima diada sin libertad y las pateras de refugiados sirios hundidas en el Mediterráneo. El Calvo. El Asesino de Prostitutas. Imágenes de grúas excavando en la montaña en busca de cuerpos, los cadáveres supuestamente enterrados allí por el asesino.

—Todos lo saben. Lo sabe la policía, lo saben los jueces, lo saben los periodistas y el hijo de la gran puta en libertad a la espera de juicio. —Nadie le contradice—. A ésos, cuando yo era poli, era mira para allá que yo te la endiño por aquí.

La audiencia, de acuerdo.

—Y le entierras donde la Verónica —se suma a la chanza Ahmed.

—Allí mismo —acusa la broma Héctor, divertido—, debajo de ese hotel tan bonito, el Vela. Allá. Bajo la piscina está.

Héctor ya arrastra las bromas de viejas, piensa Sandino mientras bebe un sorbo de la cerveza que ni recuerda haber pedido. No cree que sea lo mejor para cómo va teniendo la cabeza, pero cualquier cosa que decida tomar tiene burbujas, lleva alcohol o es agua.

—¿Por dónde empiezo? Es sobre Emad. Sabes que estoy preocupado hace tiempo. Ha cambiado. El otro día preguntabas por lo del grupo de rap. Lo dejó. No porque no le gustara, sino porque le han ido metiendo ideas y llenándole la cabeza con cosas que no le convienen. Que no convienen a nadie. Él no es malo. Mis padres no nos educaron para ser malos musulmanes. Y la música le hacía bien.

La música es diabólica o no es música, se dice Sandino. Ellos, los fanáticos, saben esa verdad. Jerry Lee Lewis también. La música no le ha dado la paz ni le ha hecho conformarse con lo que tiene. El demonio, por supuesto. Pero todo eso es una memez que Ahmed no se merece escuchar como respuesta a su preocupación.

—Le hemos leído algunos correos. Mi hermana Maryam y yo.

Algo que no sabía de Ahmed es que tuviera una hermana menor que él y mayor que Emad. Estudia Derecho. Es guapa, pero tiene novio. Esa última información no la entiende. Sandino se sonríe y no dice nada mientras piensa que quizá se lleve bien con Ahmed porque, por motivos distintos, ambos son muy discretos con su vida privada.

—Ha dejado a los amigos que tenía desde que eran niños. ¿Te acuerdas de aquel módulo en la España Industrial que empezó? Nada. Tenía miedo de que cayera por el lado del dinero fácil, pero no fue así. Quise que se viniera conmigo a Mercabarna, pero un primo mío le consiguió un empleo mejor. Limpiando vagones del AVE. Contrato y todo. De acuerdo. ¿Qué duró? Una semana.

El reclamo de Siria, de la guerra, de ser un héroe, de encontrar un sentido a su vida, una aventura romántica, una nueva manera de empezar, tirar los muros del geriátrico y acudir al eros y la muerte y el riesgo y las balas disparadas, la soberbia castigada, la mujer dócil, la vida renacida, fluyendo a borbotones.

—Hasta mi padre habló con él desde Tánger y nada. Él dice que sí a todo, pero luego, en la mezquita, sabemos que también dice que sí a todo. Dice que sí a todos y luego hace lo que quiere.

Ir a buscar al Che a Bolivia, vengar a los que se burlan, el sueño de la supremacía, el Dios que te elige para luchar contra los demonios.

—Está bajo mi custodia, Sandino, y no quiero que se arruine la vida. Que lo eche todo a perder. Que nos avergüence. A mis padres los destrozaría. Han luchado toda la vida para que edifiquemos algo sólido, para que vivamos en paz, tranquilos, felices. Si queríamos estudiar, estudiábamos. Las hijas y todo.

¿Y yo? ¿Qué pinto yo en tu historia, Ahmed?

—Catherine y Philippe son profesores de universidad en París. Son como unos segundos padres para Emad. Estuvieron viviendo en Marruecos y conocen a mi familia. Les he hablado de todo esto. Ellos están de acuerdo. Hay que atajar esto antes de que sea demasiado tarde. Se lo comentamos a Emad y no nos lo esperábamos, pero se mostró encantado. Tanto que nos sorprendió. Al principio dijo que era para ver a Catherine y Philippe, pero luego se vino abajo. Es un chaval, Sandino. Y dijo que aquí no sabía cómo decir no a determinada gente. Que tenía la cabeza liada.

«Otro tipo de madeja», piensa Sandino, que empieza a entender cuál es su papel en todo eso. Los mossos se quejan de la espera. Héctor grita a Tatiana, labores de cocina y camarera hoy. Ella contesta con un bramido. La señora de la tragaperras sale del bar oliendo a sardinas. Tampoco el chino tiene suerte hoy, pero sigue allí con estuches de monedas sobre la barra, disparando su uña sucia y larga contra limones y campanas.

—Ahmed, yo no entiendo mucho de casi nada, pero no sé si llevar a un chaval que se está radicalizando… —A Ahmed, la expresión no le gusta o quizá no le parece apropiada—. Llevarlo a Francia con todo lo que hay allí montado…

—No van a estar en París. La idea es llevarlo a la segunda residencia que tienen ellos en la Bretaña, en un pueblo de pescadores. Penmarch se llama. Es un sitio precioso. La gente de allí se lamenta de que apenas hay inmigración. Bueno, pues ya tendrán a su morito.

—Lo que no veo es para qué me necesitas. —Sandino liquida la cerveza—. El chaval está convencido. Ellos están de acuerdo…

—Quiero que lo lleves tú en el taxi.

—Pero ¿qué dices? Nadie coge ya un taxi para irse a Francia.

—Tú dijiste que habías hecho viajes…

—¿Yo? Mi padre había hecho viajes a Francia cuando los trenes eran como eran. Pero ahora es absurdo. ¿Por qué no puede ir en el TGV o en avión?

Te callas algo, Ahmed. Hay algo más, ¿verdad? Algo que no me puedes decir. Algo que apesta.

—¿O lo quieres sacar de aquí por algo que no mola, Ahmed? Eso no es muy leal, ¿no crees?

Sandino hace ademán de levantarse. El marroquí le detiene. Ambos se miran a los ojos. Nunca hasta hoy lo han hecho de esta manera. «Nunca hay tiempo para esas cosas tan importantes», piensa de repente el taxista. Lo que ve en los ojos del marroquí le hace confiar. Son amigos. Es código de barrio. Distinto barrio de distinta ciudad, pero el mismo código. No, no puede estar tratando de enmierdarle. Ha de confiar, sí.

—Si estuviera en algo peligroso, créeme que yo mismo le denuncio a la policía. No, no hay nada. Al menos, que nosotros sepamos. De lo que yo tengo miedo, de lo que la familia tiene miedo, es de lo que no sabemos. —La voz de Ahmed se rompe un instante—. Hemos pensado que si sale de España por tren o aeropuerto, los controles son más severos. Y si la policía tiene algo, van a detenerlo y entonces ya no sabemos qué puede pasar. Entraría en un agujero negro. Lo sabemos por otros casos, en ocasiones, de gente inocente. Sandino, nosotros pensamos que si sale en un taxi contigo… Te acompañaría Maryam, que es medio abogada, da muy buena impresión, tiene labia como tú y sabría a quién llamar en caso de problemas, abogados de extranjería y eso. Pero no ha de haber ningún problema. Al menos, nada que te pueda afectar. En la aduana verán un taxi. Tú serás sólo el chófer de ese taxi que transporta a Maryam y a un chaval. Es llevarles a París, todo pagado. El hotel que quieras, o te quedas a dormir con ellos y te vuelves. Eso como te vaya mejor a ti.

—Ahmed, a ver… Así de pronto, me parece una idea delirante. Te voy a decir que no. No puedo ausentarme ahora, he de arreglar, no sé, todo lo que se me está desmontando. No es buen momento.

—Vaya… ¿Y dentro de una semana? Podemos esperarnos eso, o quizá algo más. —El marroquí se mesa el cabello—. ¿Y Sofía? He pensado en ella como segunda opción. ¿Crees que Sofía lo haría?

—No lo sé. Pero ¿no hay ninguna otra idea? ¿Acudir a la poli a que te digan si tienen algo?

—¿Y ponerlos sobre aviso? Ni de coña.

Sandino está de acuerdo: ésa es, sin duda, la peor idea de todas las posibles. Algo produce en su mente una descarga eléctrica entre dos polos a priori separados el uno del otro.

—Tu hermana vendría. ¿Eso es seguro? —Ahmed asiente—. Mira, se lo comentaré a Sofía. Si la ves, no le digas nada, que ya sabes cómo es. Se atabala ella sola. ¿Cuándo querríais iros?

—No hay fecha. Pero lo antes posible. Lunes, martes, pero podríamos hablarlo.

—Hablo con Sofía y te digo, pero no dejes de pensar en otra solución por si ella no puede o no quiere, ¿de acuerdo?

Ahmed dice que sí con la cabeza, consulta la hora en su móvil, se despide y se va. Sandino se acerca a la barra para pagar. La idea del marroquí le parece un poco grotesca, pero confía en el sentido común de Ahmed. No hay motivo por el que le quisiera endosar un marrón de esa magnitud. Y por otro lado, seguro que le habrán dado vueltas y vueltas y, aunque parezca una idea nefasta, quizá sea la menos arriesgada. Pensando en Sofía, no estaría nada mal, acabara como acabara la cuestión del dinero y las pastillas, desaparecer del radar de quien sea por unos días, los máximos posibles.

Héctor va hacia Sandino. El dueño del Olimpo siempre juega al mismo número: idénticas bromas, idénticas moralejas. Tampoco es distinto el campo eléctrico que se establece entre ambos: podrían estar a punto de comerse la boca o partirse el cráneo.

—Me vas a decir ya lo vuestro, ¿no?

—Algún día te lo diré para que te calles ya.

Se sonríe el exmosso mientras da un meneo a la ensaladilla rusa que de tan consolidada parece hasta quejarse, y ve que Sandino ha sacado una hoja del bolsillo. La reconoce de inmediato. En el televisor, casi sin sonido, una bomba ha estallado lejos de aquí, Usain Bolt gana su carrera, Obama encanece y lluvias en Valencia. «Dos cuarenta»: cobra el dueño del Olimpo a los viejos. El que no leía viene a pagar a la barra. Cuatro monedas de cincuenta y dos de veinte. Parecen mojadas o sudadas, pero a los ojos de insomnio de Sandino son monedas brillando en el fondo de un pozo mágico.

—¿Por qué siempre tienes que estar tú en medio de historias raras?

—Te aseguro que no tengo ni idea.

Tatiana avisa de que los bocadillos de tortilla están listos. Héctor le dice que los sirva ella misma. Los polis y sus bocadillos de tortilla, esa deliciosa imagen costumbrista, piensa Sandino. A la mujer, salir del agujero y coquetear con los hombres le parecen dos ideas magníficas, así que en un instante está entre las mesas del bar.

Verónica, entre Sandino y Héctor, ha conformado un nexo tan fuerte como extraño. Una charca interior hace a Héctor distinto de la mayoría de seres capados y civilizados con los que uno se encuentra. Sigue siendo un animal salvaje y herido. Sandino no olvida lo que a Vero se le escapaba de cuando a ese hijo de puta se le iba la mano o cómo se la follaba. Y su pasado, mitad bravatas, mitad cuanto menos verosímil. Y está ese jugar al un, dos, tres, pica pared: me doy la vuelta y te quedas quieto. En el fondo, Vero como un trofeo que uno quitaba al otro hasta que ella decidió borrarse de la lid. Héctor es colérico, pero está encerrado en el bar como un dios fallido, charlatán, inflexible, rígido. Le desespera la gente como Sandino, aquí, con ese papel en las manos, con sus medias verdades. Esa naturaleza iridiscente, líquida, escurridiza, tan distinta a la suya.

—Pelopo y todos ésos van dando por saco. Ella entregó a la poli todo menos unas pastillas. La idea es devolver también las pastillas. En el papel está.

«Ah, hay un plan, una idea retorcida», piensa Héctor.

—¿Y el resto?

Que Sandino nunca vaya derecho desespera a Héctor. Siempre mentiras, trampas, laberintos. Es un diletante profesional. De tal modo que ni él sabe dónde está la verdad ni qué es realmente lo fingido y disimulado. Héctor puede tratar mal a una mujer, pero sabe en todo momento cuál es su cama y su coño. Sandino es un mujeriego y Héctor lo desprecia aún más por eso, como si le jodiera tanto la posibilidad de haber sido engañado como que su mujer sólo hubiera sido una más para el taxista.

—¿Qué resto?

Debería callarse. Héctor lo sabe. Debería haberlo hecho ya antes. Debería dejar de hablar. Pero nunca ha podido pararse a tiempo. Ahora ya es viejo para cambiar.

—Sandino, Sandino, que uno no nació ayer. Esa historia es muy bonita, pero faltan cosas. No me mires así. La gente no sólo se sincera en los taxis: están también las iglesias y los bares.

En la tele dicen que vuelve la Champions.

—Brevemente. Un poco para que dejemos de jugar, que seguro que los dos tenemos mejores cosas que hacer. No hay nada más seguro que un taxi para hacer pasar bolsas con dinero, drogas o con lo que sea. En las películas, los camellos van en cochazos. Esto es Barcelona. Aquí el dinero anda siempre disimulado. Ostentar es de mal gusto. Mira el puto Millet o los hijos del padre de la patria. Tú eres polaco como yo. Lo sabes perfectamente. Tu amiga, nuestra amiguita, tomó un pasaje que no era el suyo. Pasa lo que pasa y devuelve la bolsa. Okey. Hasta ahí, incluso los malos lo hubieran visto normal. Pero no. Mete la mano en esa bolsa. Y antes de que me pongas esa carita de no sé de qué me hablas, te diré que estoy hablando de dinero.

—Allí no había dinero. Me lo ha dicho.

—Te lo ha dicho.

—Sí.

—¿Y te lo crees?

—Sí.

—¿Por qué? ¿Porque tiene un par de tetas?

El chino saca premio. La música dura poco: se trata de una combinación menor pero inoportuna, a juzgar por la mirada de Héctor.

—¿Sí? Bueno, yo más no te puedo decir. Sólo que o tú me engañas ahora, o ella a ti, pero me suda la polla el orden de los… ¿cómo se…? Bueno, da igual. Yo creo que deben de dar por perdido lo que tiene la poli pero el resto lo quieren todo. Se devuelve y punto. Así es como lo veo yo, rompebragas.

¿Rompebragas? ¿Desde cuándo te permito que me hables así?

El taxista ha conseguido sacar a la fiera del itinerario del circo. Ahora ya no va a poder contenerse. Héctor mete un berrido al chino. Otro a Tatiana. Falta un tercero, el de Sandino que está allí, tramando qué replicarle, recuperar en algo la chulería, la distancia que otorga la barra. Si Verónica estuviera mirando vería qué tipo de hombre son uno y otro. Le duele eso: quisiera ser, al menos esta vez, el puño y no la boca.

—Te lo has ganado. Confesaré. Me acostaba con ella. La volvía loca. Es más, estábamos enamorados a lo bestia. Ahora ya lo sabes. No me lo preguntes más.

Héctor rompe en una carcajada algo afectada. Quizá ése sea su tercer grito. Sin embargo, la mirada a Sandino es divertida, cómplice. No le acaba de creer. No puede aceptar eso. O quizá ya ha aprendido a jugar dando vueltas y vueltas al cebo. Pero la naturaleza de Héctor no es así. Al poco le ciega la duda de la revelación. Podría explicar cualquier cosa, a borbotones, ahora, de golpe. Necesita dejar fluir la ira. No conoce límites, por eso está sirviendo cafés y trapicheando. La bestia no puede contenerse.

—Venga. Confesaré yo también. La bollera miente. Y lo sé porque tres de cada diez billetes eran para mí.

Ahora es Sandino quien sonríe, y, afectado por la escena, le levanta una peineta y sale. Ya fuera, está tan desconcertado que incluso Barcelona le parece otra ciudad, y toda su vida hasta hace media hora, la de otra persona. Todas sus Lolas, Llámame Nat, sus polvos, las cenizas de la vieja, su madre molesta por no aceptarle unos boquerones, le parecen la vida de alguien a quien apenas conoce. Alguien envidiable y feliz, ciertamente, nada comparable con quien es ahora: sogas, cadenas y anclas pesadas al cuello.

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