Taxi

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Jueves » 23. The call up

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The call up

La morosa pereza del trayecto sin pasaje del taxi lo transporta a un estadio agradable de su insomnio. En cierto modo, Sandino podría reconocer que las cosas se han ido colocando en algún sitio. Tiene ahora casi una tolerada sensación de retorno a algo parecido a una normalidad. De tal modo que su cerebro le gasta una mala jugada al casi hacerle pensar en ir o no a comer a casa, si recogerse pronto sin decidir dónde o alargar la tarde hasta la noche sin aventurar un porqué que no sea escapar, dejarse manejar por el insomnio. Se acuerda de Lola, pero incluso eso le parece, de repente, reconducible. Ella sólo quiere hablar y Sandino sabe hablar y hablar, convencer, persuadir, darle la vuelta a las cosas hasta que una sea la contraria y ésta la primera. Casi no entiende el pánico a afrontar esa conversación que le ha desesperado todos esos días. Pero desconfía. Sabe que el insomnio otorga, a ratos, lucidez, como recuerda los espasmos de la cocaína, ese llenar el agujero hasta anestesiar el vacío, las preguntas, un dolor extraño. Resolver las preguntas con una parte del cerebro, aprovechando que el resto ha declinado la oferta de debate.

«Si vuelves a casa, que sea para afrontar la situación. Si no, no vuelvas».

Ella puede saber cosas. O peor aún: a ella esas cosas pueden ya no importarle. Quizá le ha molestado ya el error en el mensaje dejado en el contestador o… Las preguntas no son las correctas, taxista, y las respuestas todas falsas, la partida anda amañada desde buen principio. La fe en sí mismo —a veces rota, a veces indestructible— le hacía creer que podía hacer posible lo imposible. Pero esa misma fe, que no dejaba de significar creer en lo que no es o no está, demuestra su propia debilidad. En esos momentos, lo ve con toda claridad.

Sandino, ¿no estás ya agotado de convencer? ¿De ser tú quien transmite la enfermedad? Hacer creer, hacer ver, como en un perverso ejercicio de ilusionismo, que es quien no es, quien los demás quieren que sea y esta chica seccionada en dos mitades y aquí la paloma y usted estaba pensando en el dos de picas.

Convencer de que no estaba allí, que no pudo coger el teléfono a tiempo, que se olvidó, que no pensó, que no sabía.

¿No estás cansado de mirarte al espejo antes de acostarte y no ver sino ojeras y miedo, mucho miedo, mucho miedo doméstico?

Miedo a todo. Miedo a ser descubierto. A no serlo. Miedo a no ser perdonado. A serlo. Miedo a morir sin que nadie sepa quién eres. Miedo a perder cualquier cosa, al nunca más, a cambiar algo, a que todo siga igual. ¿Qué hacer con todo ese miedo?

La flecha fallará las veces que quieras, Sandino, pero la herida, no.

Diez días, el elefante muerto, esa imagen otra vez.

Y es que hay algo en la discusión con Sofía que le ha dolido y enojado más que el modo y la resolución de ésta, y es que aquella tipa, aquella persona tan infeliz, asaeteada por la soledad y el fracaso, sus paranoias, excesos y carencias, se acerca mucho a quien es. Con todas sus contradicciones. Con su ridícula operatividad. La misma que es capaz de albergar a un loco en su casa o afrontar ante los demás que no le interesa follar o que vive acumulando propiedades, deudas y ahorros ante el pánico de verse sola y en la calle. Y todo eso, toda esa vida precaria, pobre y fea, le parece en ese momento a Sandino más hermosa, más cierta que la suya, llena de abundancia y confusión, de partidas ganadas, escaleras, puertas y carne, porque Sofía, llegado un momento, elige. Ha ido eligiendo quizá porque no tenía alternativas, es posible que ése sea todo su mérito. Y hace un momento lo ha vuelto a hacer. Ha elegido sacarle a él del asunto. Ha elegido quedarse con el dinero. Ha elegido asumir las consecuencias. Ha elegido subirse a lomos de su miedo y seguir cabalgando hacia el precipicio. Todo lo contrario de lo que hace él: correr paralelo a ese precipicio, fingiendo que no lo hay, que con él las cosas son distintas, que es inmortal, que él sabe algo que los demás ignoran. Aunque quizá los otros no sean ni siquiera inocentes. Puede que más culpables que él.

Quizá Lola sabe más de él de lo que cree y no le importa.

Quizá Lola lo engaña con otros hombres.

Quizá lo ha hecho desde siempre.

Quizá ahora anda enamorada o, simplemente, ha descubierto que ya no lo necesita. Que puede dominar su miedo, subirse a él, abrir la boca y comérselo entero.

A la altura de Doctor Letamendi sube al taxi alguien que le pide si conoce una capilla, una iglesia pequeña y tranquila donde ir a rezar, del mismo modo que dentro de unas horas le pedirán un club donde las chicas entren en el precio de las copas. O esas tres amigas que cuando la primera de ellas se baja y el resto sigue a otra dirección dicen aquello de «ahora podemos hablar»; el corbata que desde su móvil anuncia a su esposa que sigue en Valencia o el hombre que consuela a una mujer por una pérdida, por una enfermedad, por algo que Sandino no quiere escuchar, la cara conocida que le molesta si la reconoces o le molesta que no lo hagas, el músico pelirrojo que al escuchar a Nick Curran en el taxi le dice que tocó con él y que ese fin de semana él y su combo tocan en el Jamboree y «¿por qué no te vienes?». Y la señora que tiene el dinero justo y el que le dice que si puede bajar el volumen de la música, que le duele la cabeza, y quien llega de fuera y pregunta qué tal en el Berlín catalanufo de 1932 y el que le pregunta si votará a los que aman a este país, a los de siempre, a los que ya no robarán más.

—¿Está usted casado? ¿No? Bien hecho.

Cuando Sandino se queda solo, ya son más de las tres de la tarde. Ha sido una buena mañana, con mucho trabajo. Las niñas, Ahmed, Sofía y Héctor parecen cosas que le sucedieron hace años. Es posible que incluso a otra persona.

Pasa por Fórum y decide quedarse en la parada. Una chica negra cruza el paso de peatones. Una vez estuvo enrollado con una chica negra que ahora vive en la otra parte del país. La busca en el móvil. Su WhatsApp le dice que se conectó hace un mes. Quizá murió o cambió de número. Quizá le bloqueó, una buena forma de olvido.

Le entra un mensaje. Hay una foto. Mireia. Se ha hecho una foto de las tetas. Detrás se ve una lavadora, el cierre metálico del balcón. Mireia pregunta «¿Quedamos?» y él dice «¿Cuándo?» y ella contesta «Hoy. En una hora donde siempre». Y él dice «Claro» y ella pregunta «¿Me deseas?» y él responde «No», a lo que ella le dice «Cabrón».

Y luego Sandino ve un mensaje de hace días. Inés. Hace meses que no se ven. Es una de esas personas que le ponen y le quitan la escalera bajo los pies. Le desespera, a ratos le divierte. En el fondo la desprecia, la compadece, la desea. Ella se queja de su silencio. Sandino pregunta «¿Quedamos?» y ella dice «¿Cuándo?» y él contesta «A las nueve donde siempre» y ella dice «Bueno. Pero me gustaría hablar», y él odia esa dignidad, esa concesión a un bovarismo innecesario. «Hablamos después de hacerlo, si quieres» y ella a eso ya no responde.

«Mejor», se dice el taxista.

Tienes dos citas en donde antes no tenías nada ni querías tener nada: ¿por qué?

Ahora lo desconvocarías todo, ahora ya no quieres. Ahora irías a esa capilla, a esa iglesia pequeña y tranquila donde rezar unas oraciones que ya ni recuerdas más allá del primer verso.

Enfermo, inmortal, adicto: meterte todo lo que el cuerpo resista hasta ser un muerto en vida. Ésa es tu manera de autolesionarte. De hacerte daño en lo más íntimo: la inocencia, la piel, la iglesia vacía.

Las venas no se cortan a la altura de las muñecas sino más abajo y en diagonal, a la altura de la polla, del corazón.

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