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Miércoles » 15. Midnight to Stevens

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Midnight to Stevens

Que le den a Sofía. Ahora le ha dicho que le es imposible acudir al cementerio, que queden más tarde en otra parte, en medio del vertedero del Port Olímpic, Zombiland. Sandino se sube al taxi y se larga de aquella montaña. Con la luz del día debilitándose, sólo luces de linternas y hogueras, unas pocas farolas operativas a modo de iluminación farisea para esa zona de la ciudad cuya existencia nadie quiere aceptar. Una parte de la ladera que cae desde el cementerio aún retiene bajo toldos o tiendas de campaña a aquellos refugiados, mendigos, delincuentes o sin techo que cuando apriete el frío pasarán a ocupar cajeros automáticos y portales.

Tiene que volver a llamar a Lola.

Tiene que decirle que no sabía qué se decía.

Tiene que recordar los días aquellos, los que pertenecieron a ambos. Quién era Lola. Quién era Sandino. Quiénes eran antes de ser quienes son ahora. Ha de encontrar un lugar firme desde el que saltar al vacío y volver a caer de pie.

Pero no recuerda nada. El insomnio lo vela todo. También las fotografías vividas hasta ese momento. Si cierra los ojos sólo ve espasmos de luz. Jirones de frases, escenas, momentos, representaciones, de par en par abierta la puerta del cuarto oscuro.

Quizá debería ir a urgencias. No sería mala idea. No, no lo sería en absoluto.

Que le dieran lo que fuera para dormir. Pero las dos o tres veces que ha ido lo quieren ingresar y eso ya no es para nada una buena idea.

Debería pasarse por el zoológico a que le dispararan somníferos de oso pardo. Algo así. Definitivo. Casi letal. Caer dentro de una piscina desde lo alto de un trampolín, bajar y bajar hasta el fondo de las profundidades abisales, todo oscuro, ponerse a dormir con Bob Esponja y el calamar ese gigantesco que dicen que existe aunque nadie lo haya visto.

Quizá luego acudirá al hospital, al zoológico, a la piscina.

Luego, más tarde, sí.

Hasta ese momento debería centrarse. Buscar el punto fijo. Encontrarlo y no perderlo de referencia bajo ningún concepto.

Taxista. Trabajo. Una nueva carrera. Hacer tiempo hasta Sofía. Conduciendo a la espera de que alguien le llame. Sabe dónde será. Sabe dónde ocurrirá. Lo sabe todo de esa ciudad y de sus habitantes. Los clientes suben, bajan. Piden ir aquí o allá. Podría hacerlo todo con los ojos cerrados. Guiarse por el sonido de los intermitentes —Lola, cuando le llamaba en horas de trabajo, siempre descubría cuándo los ponía y quitaba con su superoído mutante—. También los cláxones, el sonido de los pasajeros al sentarse —ese «¡bum!»—, el momento antes de dar la dirección del destino, el chirriar de los neumáticos en según qué calles, la inminencia de un accidente, de una moto o una bicicleta colocadas en su ángulo muerto. Reconoce el latir de los semáforos de Pau Claris, y dónde ha de acelerar para tomar el tercero desde Diagonal en ámbar y hacer casi pleno hasta Aragón, girar por ésta, bajar por Villarroel, o subir por Aribau hasta arriba sin un solo frenazo. Todo parece nuevo, peligroso, acechante, pero lo cierto es que cualquier cosa que suceda en un momento del día sucedió mañana y sucederá ayer.

Las luces se encienden siempre a su hora.

La gente aparece en las esquinas agitando la mano a la misma altura de la calle, en los mismos chaflanes, como parte de un juego de consola. Cada uno cree que es distinto, que agita su mano de una forma distinta, que esos minutos han sido desencadenados por el azar, pero no es así.

Un control de alcoholemia.

Los urbanos no te paran, de noche, si vas con la luz verde, si tus amigos se sientan detrás, aunque estés bebido y drogado como un ratoncito colorado. Siempre habrá un compañero que sacará a relucir la excepción a esa regla. No hay que hacerle caso. Hay gente que habla para escucharse y así descubrir que los demás aún oyen su voz y que es probable que siga vivo.

Los urbanos se aburren.

Son arbitrarios, son gente al servicio de una gente a la que detestan. Un cliente le dijo que, en Cuba, dada la enemistad entre ciudades, los policías de La Habana suelen ser santiagueros, y los de Santiago, habaneros. Sólo por hacer eso vale la pena una revolución.

Bahía de Cochinos. Misiles. El Che. Antonio Banderas. Madonna. Evita. La carne argentina de la que siempre hablaba la abuela Lucía. Allende y la Casa de la Moneda. Resiste Víctor Jara. Sandinista. Todo un triple elepé a precio doble, un doble a precio sencillo. Manifestaciones por toda Europa en apoyo a Charlie Hebdo.

Por mucho que corras, no pillarás a la casualidad por sorpresa.

Por negarte a coger ese cliente no evitarás coger al siguiente o al otro, que será el mismo cliente.

Qué tentación volver a casa. Meterte en tu cama. No salir nunca de ella. Dormir años, décadas, siglos. Que el mundo pase de largo. Morirte ya dentro del nicho. Estar tú dentro de ese coche en llamas que soñaste o leíste o creíste ver ayer o anteayer, ya ni lo sabes. Estás cansado. Quieres dormir pero no hay sueño que te asista.

Subes a dos ecuatorianos. Recuerdas la regla de Sofía: no cojas nunca a ningún ecuatoriano o mexicano a partir de la una de la madrugada. El alcohol los posee. Éstos parecen buena gente. Uno de ellos se ha mareado y su amigo lo acompaña a la mutua. Le piden comprobante para el patrón. Cuatro troncos ingleses incrustados sobre ocho columnas sonrosadas sin medias, incrustadas a su vez en ocho zapatos horteras de tacón. Despedidas de soltera en el Tercer Mundo. Son ruidosas y maleducadas. La que se sienta al lado de Sandino trata de acariciarle la nuca como si fuera un esclavo. Sandino está rápido. Atrapa por la muñeca el brazo de la chica y le clava una mirada oscura. La chica sonríe. Está borracha y es idiota. Sandino se apiada al pensar en Kirsty MacColl y en Tracey Ullman y reduce la presión en la muñeca de la chica. El resto del trayecto hasta un local de calle Aribau prosigue con canciones de las Spice y Adele y burlas que ellas creen que no entiende el taxista. Se les cae la propina.

Más calles de un solo sentido. Más calles donde los coches circulan en dos direcciones. Pasajes privados. Calles sin salida. Zona peatonal. Dejándose caer hacia los genitales de la ciudad como el extremo enloquecido de un yoyó. Via Laietana abajo. Encadenas semáforos, podrías girar hacia Trafalgar, donde Hope y su amante estarán lavándose los dientes cada uno con su cepillo. O en dirección contraria, hacia donde Cristina estará en el diván de su marido, esperando el regreso de sus hijos de sus cien actividades extraescolares. O Bea. O Lou. O Anna. O Rocío. Islas diseminadas por la ciudad como los lunares del bote de la pimienta que salpican tu cara y tu cuerpo.

No se encuentra bien y decide parar en un chaflán. El pecho se le rompe por el centro. Un cable eléctrico trata de convertirle en árbol de Navidad. Un cable que, enroscado a una de sus muelas, se le clava en medio de la espalda. Respira hondo, taxista, ya sabes lo que es. Respira hondo. Busca una bolsa de plástico. Todo ese aire para ti. Luego, ve al hospital. Haz caso. O si no, ahí tienes Laie. Entra y compra libros. Una tonelada de libros.

Unos minutos, unos minutos y se va. Siempre acaba yéndose.

Alguien golpea el cristal de su ventanilla. Sandino, que se encuentra con la cabeza contra el volante, la levanta, suspira y ve que se trata de una anciana pequeña, diminuta, bien vestida y casi recién peinada de peluquería.

—No estoy de servicio, señora. Coja otro.

—¿Puede usted ayudarme? Es que creo que me he perdido.

Sandino va a repetir la negativa, pero es evidente que la señora finge una normalidad con más voluntad que acierto. Además, reconoce esos ojos. Y esa búsqueda de alguien que te ayude a la que se acoge porque se lo decían de niña. Si te pierdes, acude a un policía o a un señor de uniforme, que llamen a tus padres. Un taxi, en cierto modo, sigue siendo una especie de uniforme, un servicio público, como se vanagloriaba su padre: «en “profesión del padre” no pongas taxista, Joselito. Pon conductor de autotaxi». Un taxista sigue siendo un personaje bueno de Capra o Berlanga.

—Déjeme salir. Cuidado con la puerta, que no le haga daño.

Una vez apeado, le pide un momento a la señora. Se dobla. Aún le duele, pero menos.

—¿Se encuentra bien?

—Sí.

—¿Es la tripa?

Sandino sonríe.

—No, no es la tripa. A ver, ¿en qué la puedo ayudar?

—Es que he salido de casa y me he perdido. Ya llevo un buen rato y me he desorientado. ¿Puede usted llevarme a mi casa?

—Claro. Suba.

Sandino le abre la portezuela. La anciana se sienta y sonríe cuando el taxista le cierra con delicadeza la portezuela.

—¿Adónde la llevo?

—A mi casa.

—Pero ¿dónde está su casa, señora?

—No me acuerdo de la dirección, pero si pasamos por delante seguro que sé cuál es.

El taxista resopla. Mira a uno y otro lado por si tuviera la fortuna de ver algún urbano o alguien que pueda hacerse cargo de la mujer.

—Yo vivo por el centro. Al final de lo que era Conde del Asalto.

—Hace muchísimos años que no se llama así. ¿Usted vive por lo que era el Chino?

—Distrito V lo llamaban cuando era niña. Sí.

—Lo que ahora es el Raval.

—Sí, yo vivo allí. El Raval.

—¿Cerca de Colón? ¿Por la rambla del Raval?

—Sí, por ahí seguro que me sitúo. Son mis barrios.

—¿Seguro que vive por ahí?

—Toda la vida. ¿Por qué lo dice usted? Allí vivimos mucha gente honrada.

—Lo sé, lo sé. Busque en el bolso. Seguro que lleva el carnet de identidad y allí está su dirección.

La mujer abre el bolso y empieza a sacar cosas de él. Un pañuelo, un bote rosa de colonia que Sandino hacía décadas que no veía, billetes, muchos de cinco, veinte, cincuenta euros, una estampita de San Martín de Porres.

—Déjeme, por favor. Tranquila: no le quitaré nada.

No lleva identificación. Sólo un papel con teléfonos.

—Si vamos a Colón, el Raval, allí me oriento. Es que lo cambian todo y me he despistado. No sé qué ha podido pasarme.

—Mire, lo probamos. Yo bajaré por las Ramblas hasta abajo. Usted mira por la ventanilla y me va diciendo si le suena, ¿de acuerdo?

Sandino se dirige hacia el oeste de la ciudad por ronda de Sant Pere para recorrer las Ramblas. De vez en cuando echa un vistazo a la anciana que sigue allí, sentada, tranquila, consciente de estar en zona segura, sin mirar mucho por su ventanilla, como si hubiera olvidado que el conductor se dirige hacia una dirección desconocida. Llegan a Colón. A las preguntas de Sandino de si van bien, la mujer responde afirmativamente. Entran en la rambla del Raval. Sandino se acerca a una acera y para en una zona de carga y descarga.

—¿Qué? ¿Tenemos suerte? ¿Es por aquí?

—Algo sí, pero como ya es de noche…

—¿Vive sola? ¿Vive con su familia? ¿Tiene usted teléfono móvil? Le he visto un papel con números apuntados.

—Sí, sí que tengo teléfono. En casa. Pero acabo de acordarme. Vivo en la calle de la Luna. ¿Está lejos de aquí?

—No, qué va. Lo que pasa es que no podremos ir en coche hasta allá. Espere. Malaparco aquí y la acompaño a pie.

—No quisiera molestarle.

El paseo del Raval, en pleno cambio de guardia, está lleno. Los pisos pequeños albergan, en ocasiones, a demasiada gente que prefiere estar fuera hasta la hora de dormir. Chavales de familias magrebíes se persiguen, ríen y juegan en un catalán amable y fluido en sus gargantas. Sus madres, hermanas, tías, con el pelo suelto o con hiyab, vigilan, hablan, esperan. Los paquistaníes salen de los badulaques, así como lo hacen los camareros de sus restaurantes de cocinas libanesas, tradicionales, internacionales, cubriendo las terrazas mientras aprovechan para fumar un cigarrillo, dejar pasar el tiempo, mirar la vida. Están los bares de siempre con los hombres amarrados a la barra, de mirada acuosa y vencida. Estudiantes fumando, tocando la guitarra, turistas despistados, gente entusiasmada por la tristeza de los demás y viceversa.

Por allí, como atravesando una rúa de carnaval o un infierno, Sandino, de cuyo brazo se ha colgado la anciana, cada vez tiene más dudas de que ésta viva en la calle de la Luna. Ha decidido ir por una de las aceras del hotel Barceló Raval y la Filmoteca de Catalunya porque en el centro dos borrachos empiezan a ladrar sin morder. La anciana anda a pasos lentos, cada vez más, como si las fuerzas la estuvieran abandonando. A la altura de la calle Sant Rafael, se detienen porque Sandino teme que vaya a desvanecerse. Cambio de estrategia. Debería haberlo hecho desde un buen principio. Le pide el bolso y ella se lo entrega con prevención. Coge Sandino el papel con los teléfonos. En uno de ellos parece que ha escrito «Silvia, hija». Sandino echa mano al bolsillo para darse cuenta de que se ha dejado el móvil en el interior del taxi. La distancia de regreso no es mucha pero es imposible confiar en las fuerzas de la anciana. Una muchedumbre de hombres ataviados a la manera musulmana emerge de la mezquita Tariq Bin Ziyad. La señora se asusta. Es casi de noche y ahora aquí están Alí Khan y sus secuaces y ese pobre taxista que no da la talla como Guerrero del Antifaz. ¿Dónde estarán su padre o su madre ahora para protegerla? Sandino le indica que deben volver sobre sus pasos cuando ve pasar ante ellos a Emad, el hermano de Ahmed, hablando con dos compañeros. Sólo cuando le toca el brazo y Emad le mira, recuerda que la última vez pareció que fingía no verlo ni conocerlo.

—Emad, me vienes de coña. ¿Puedes hacerme un favor? ¿Puedes quedarte con esta señora, que está desorientada? Ha olvidado dónde vive y voy a por el móvil para llamar a algún familiar suyo.

El marroquí mira a la señora, que le sonríe, casi a punto de ponerse a llorar o gritar. Sabe que Sandino espera una respuesta. Las dos personas con las que hablaba dan un paso atrás.

—No hay problema. Me quedo con la señora. ¿Tienes el taxi muy lejos?

—Nada, a cincuenta pasos. Se queda con él, señora: es amigo mío. No se asuste, ¿vale?

La señora niega con la cabeza. No quiere soltarse del brazo del taxista. Ya no finge haber olvidado la dirección. De hecho, no se ve capaz de fingir nada. Es la certeza de que está perdida. De que no conoce a nadie y que sólo la cara de ese señor le es familiar.

A Sandino se le ocurre la posibilidad de pedirle el móvil al hermano de Ahmed, pero sin saber muy bien por qué, supone que se lo negaría, que generaría algún tipo de prevención. En ese momento se percata de que, a unos pasos, tiene el Barceló Raval.

—Es igual. Cambio de planes. Me acerco al hotel. Ya puedo solo con ella, Emad. Gracias.

—¿Seguro?

—Sí, sí, seguro. Pero hazme un último favor. Tengo el coche aparcado en esta acera, en la entrada. El móvil está a la vista de todos y no quiero que me lo roben. ¿Te doy las llaves y me traes el móvil?

—Claro.

Mientras Emad parte en dirección al taxi, a Sandino se le dispara la intranquilidad sin poder concretar en nada el motivo de su precaución. «Putos prejuicios: es el hermano de tu amigo, gilipollas», se oye decir a sí mismo mientras la señora, en un entorno más amable y con una de las recepcionistas haciéndola sentar en un sofá de la entrada, parece más tranquila. La otra recepcionista llama al número apuntado en el papel que la anciana llevaba encima. Cuando le contestan se presenta y le pasa el auricular a Sandino, que le explica a la que, efectivamente, es su hija lo que ha pasado con su madre, dónde se encuentran.

—Mi padre me ha llamado hace un rato. Mamá ha salido de casa sin decir nada. Él creía que había bajado a comprar. Últimamente tiene vacíos. Pero no tan severos. Le están haciendo pruebas. ¿Dónde la ha recogido?

—En Diputació. Casi en plaza Urquinaona.

—Al lado de casa. ¿Y qué hacen tan lejos?

—Ella decía que vivía por aquí. Por la rambla del Raval. En la calle de la Luna.

—Dios mío. Allí vivió de niña. Con mis abuelos. Hasta que se casó. Imagínese el tiempo que hará.

—¿Qué hacemos? ¿La esperamos aquí? ¿Se la llevo hasta su domicilio?

—Estoy trabajando. En Encarnació, en Gràcia. Es un estudio de arquitectura, pero ya voy yo. Llego en nada con la moto y… Antes llamo a mi padre o…

En ese momento, Emad está intentando entrar en el hotel. El portero anda poniéndole problemas para dejarle pasar.

—Escuche. Deme la dirección de sus padres. La llevo hasta allí. Usted, eso sí, esté esperándonos.

Sandino cuelga y sale de inmediato al exterior del hotel para aclarar la situación con Emad, quien, con dos o tres de sus acompañantes, están insultando al portero tan imponente como ridículo dentro de su uniforme y su fatua dignidad.

—Son amigos míos. Joder, nos están ayudando con la señora.

A Emad no parece importarle su intervención. Deja el móvil y las llaves del taxi en las manos de su propietario sin intercambiar con Sandino una palabra o esperar un gracias que de todos modos llegaría tarde.

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