Taxi

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Jueves » 24. Washington bullets

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Washington bullets

Se sobresalta cuando el timbrazo del teléfono le despierta. Al principio, no reconoce la habitación ni el lugar. Del baño aparece Verónica, recién duchada pero con el cabello seco, vestida, aún descalza. Sandino se ha quedado traspuesto el tiempo de su ducha. Al desconcierto, al teléfono, le sobresalta la presencia de Verónica, que no es más que Inés. No es la primera vez que le pasa. Va a rachas. Como si dependiera de que ella quisiera ser recordada, revelada, confundida en otras caras, en alguna manera de andar por la calle, en esa cola de caballo. Hay rachas en que cree verla por todas partes. Últimamente está en una de esas rachas.

Llaman de recepción del hotel Regàs. Las horas abonadas han sido superadas. Deberán pagar suplemento. Sandino está dispuesto a pagar si consigue enlazar el sueño.

—Diles media hora, una hora.

Inés tapa el auricular con la mano para decirle que ella no puede quedarse más. Son casi las once y su marido sale a esa hora del trabajo. Ha de llegar a casa antes que él.

—Dilo de todas maneras. Necesito dormir un poco.

Así lo hace. Le conceden lo que queda hasta completar una hora extra. Un zapato, otro, un beso en la boca. Se despiden. «Ojalá que para siempre», piensa con impune crueldad Sandino. La mujer sale. Oye sus pasos en el pasillo, bajando las escaleras. Trata Sandino de cerrar los ojos, pero se le inundan por dentro de recuerdos. De Inés, de Mireia, sus cuerpos mezclados, la rutina de su placer en una forma tan escabrosa de hacerse hoy daño que se sorprende que ellas no lo notaran. La piel morena de Mireia, sus pechos, ese olor suyo, fuerte, tan característico, su necesidad de sentirse deseada, la boca grande, el dejarse ir, pero también su egoísmo, su afectada manera de fingir pasión, necesidad en contraste con la despreocupación al salir de Le Petit Paris, y luego, el cuerpo pálido y dejado de Inés, sus piernas fuertes y cortas, su pelo estirado, su perfume, su dolor buscado, la honra a salvo, la necesidad de analizar sus orgasmos, su después qué, su en qué estás pensando, los celos pasados, presentes y futuros, el regalo que ha comprado a su marido antes de la cita en el hotel Regàs, en el otro extremo de la ciudad. En nada se olvidará de todo. De sus olores, del deseo, de esos instantes en que no fue nada ni nadie. También de ésta y de aquella habitación, concesiones a películas románticas idiotas, noches soñadas por estúpidos, box de hospital o cámara indiscreta detrás del espejo, sólo así podría entenderse esa imagen en movimiento de unos troncos quemándose en una chimenea. Treinta y siete segundos Moebius empalmados unos a otros en el televisor. Una grabación ridícula, absurda, risible que alguien encontrará maravillosa al simular un polvo sobre la alfombra, al lado del hogar en la casa de la playa. Un líquido se mueve en un artefacto bajo una luz verde que se torna morada, verde otra vez. Sandino sabe apagar todas las luces de la habitación menos ésa. Debería levantarse y desenchufar el Solaris, pero se resiste porque le gustaría aprovechar esos treinta, cuarenta, cincuenta minutos de más. En eso vuelve a sonar el teléfono. Al parecer, se ha quedado dormido o lo están engañando con las horas. Qué más da. A la ducha. Le duele el pene. Tiene un arañazo en un hombro y se siente como un lastimero perro mojado y enfermo. Se viste. Pulsa la tecla correcta y le dicen que puede salir. En recepción abona la hora extra y sale de la prisión del placer por horas.

Le sienta bien el aire fresco de la noche. Baja la ventanilla y hasta cree oler el mar en la brisa que llega desde el puerto. Transeúntes arriba y abajo, sombras, todo gente envidiable porque Sandino les imagina una vida más tranquila, un eje distinto del de su polla sobre el que girar la noria del día a día. Hombres y mujeres que acuden casi corriendo a sus respectivos hogares como previendo un habitual bombardeo nocturno. Perros, niños e IKEA. Cenas, amigos y carne descongelándose en la nevera. Ropa de color, vidrio reciclado y alguien que confía en ti entre las sábanas de tu misma cama, años y años en una especie de acto contra natura. En la intemperie, ojos clavados en el suelo. En la soledad, casas con fantasma, con ecos, con huecos de gatos conocidos en el sofá del comedor y todas las sitcoms del mundo para hacerte sentir esperanzado, joven y divertido.

Uno siempre quiere lo que no tiene y no es lo que parece. Todo eso lo sabe Sandino, pero en este momento no le sirve. No tiene fuerza para la lucidez o el cinismo. Porque sabe que está fuera y fuera hace frío.

A escasos metros de donde tiene el Toyota aparcado se da cuenta de que uno, no, los dos retrovisores están destrozados, cristal y cuello. Es el único vehículo de toda la fila que ha sido dañado. Mala suerte o un aviso. Instintivamente, mira a un lado y a otro y no ve a nadie que pudiera parecerle sospechoso. No sabe quién, pero sí por qué. Se sube al auto y se pone en circulación. Se acerca a cada taxi con el que se encuentra, pero ninguno es de los que busca. Se deja caer por el Renaissance, en Consell de Cent con Llúria, pero la parada está vacía.

Debería avisar a Sofía, pero no lo hará.

Decide aparcar ese incidente y noquearse con el trabajo mientras piensa dónde dormir esa noche. Quizá pueda hablar con Víctor o con su madre, pero se decanta por reservar una habitación en un Ibis o un Fórmula 1 y no tener que dar explicaciones innecesarias.

El insomnio empieza a ser un problema para la vista, con las luces ya encendidas, las de la propia ciudad, las de sus máquinas en movimiento y las de Navidad, cuyo encendido se ha decidido adelantar más de dos meses por deseo de los comercios. Colores, latigazos de luz, faros y semáforos le lastiman los ojos, le indican que los reflejos, ya de por sí cansados de tantas horas acumuladas, no pueden contar con su visión, porque circula en piloto automático.

Puede pasar cualquier cosa.

Atropellar, colisionar.

Debería parar.

Debería dormir.

Debería volver a casa.

Sin pensarlo más, apaga la luz verde y toma Valencia hasta Cartagena, bordea el hospital de Sant Pau hasta ronda del Guinardó y de allí a su domicilio. Baja los pisos del aparcamiento y deja el coche en su plaza. Sólo eso casi le hace ya feliz.

No sabe qué le dirá a Lola.

No sabe cómo lo recibirá.

No sabe nada de nada, pero está ahí.

Sólo que no quiere estar en la calle, dando vueltas sin sentido, de aquí para allá, no quiere encontrarse a Sebas y los demás en ese estado, no quiere sentir el cuerpo como una máquina de follar sin tacto ni olfato, sin sabor ni alma, una res marcada, un púgil noqueado.

Quiere volver a su casa con su mujer, su mundo, su playa, su país, sus ruidos y sus libros, sus canciones, sus costumbres, su comida y sus medicinas.

Quiere gritar, como en los juegos de crío: ¡casa!

Quiere parar, rendirse, caer y oír cómo le caen encima las paletadas de tierra, muerto o dormido, hoy eso ya no importa.

Ya en la portería, recoge el correo —bancos, óptica, ofertas de electrónica— y sube en el ascensor hasta el rellano de su piso. No llama al timbre: abre. Da una voz, pero nadie contesta. Hay una luz encendida. En el pasillo distingue que es la de la cocina. Vuelve a llamar a Lola, pero nadie contesta. Habitación por habitación, Sandino certifica que su mujer no está en casa. Se ha debido de dejar la luz encendida por descuido. Quizá le hayan cambiado el turno y salga a medianoche o esté cenando con amigos. Quizá tampoco ésta sea ya del todo su casa y duerma fuera.

Saca algo de la nevera. Restos de una tortilla de patatas del súper y un par de peras. Se sienta a la mesa de la cocina, que es el lugar determinado por Lola para ese tipo de cenas. Por eso mismo, Sandino infringe la ley de Lola, se levanta y va hasta el sofá para tumbarse, ver la televisión y cenar allí mismo. Una modalidad de cena en un escenario que Lola no aprobaría. Antes de sentarse echa un vistazo a las estanterías y no ve ninguna razia digna de mención. Sigue siendo su casa.

Enciende el televisor. Se lleva a la boca un trozo de tortilla. Debería haberla calentado. Le sigue doliendo la polla, joder. Enciende el móvil. Quejas de Inés por lo que antes hacían después de follar —escribirse— y ahora no. Sin noticias de Sofía, y Lola lleva sin conectarse desde hace cuatro horas. Un par de mensajes de voz. Uno, breve, de su madre. En el otro mensaje, nadie habla. Es muy largo. Demasiado. Apropiado para una paranoia. Mejor desconectar.

Decide esperar a que Lola regrese. Dormirá en casa. Deja a medias la cena: se le ha quitado el hambre sin motivo aparente.

Los gritos de unos americanos obesos desde la televisión lo despiertan. No recuerda en qué momento se quedó dormido, pero la casa sigue sin Lola. Se ducha, se cambia de muda. Al volver, en la televisión dos tipas con cara de muertas se lo están montando en un sofá.

Esa casa ya no puede ser ni su casa ni la de Lola. Debería quemarla.

El Toyota le resulta más acogedor. Su pelo húmedo se despeina por el aire que entra a ráfagas por la ventanilla.

La noche es otra mentira, pero no importa.

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