Taxi

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Jueves » 19. The sound of sinners

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The sound of sinners

Follar con Marta le ha quitado las pocas posibilidades de descanso que el insomnio en esta enésima noche le podría conceder. Se acordó de dejar la cama para la propietaria del piso. Marta duerme en el sofá y Sandino cierra los ojos en el sillón. Quizá haya dado una cabezada y no lo recuerde. Ahora está mirando a Marta, con curiosidad. No sabe nada de ella: no puede ni fantasear. Nunca lo ha abandonado del todo la idea de que cada mujer que desea, quiere o ama es un lugar en el que guarecerse. Un número de la suerte. Un hospital para moribundos.

Se ducha. Tiene la ropa limpia en el coche. Debería cambiarse antes de recoger a las niñas. Va hacia el dormitorio y trata de pensar en qué lugar debe de haber guardado Sofía el documento que acredite la entrega de la bolsa a la comisaría, si es que es cierto que lo hizo. No lo encuentra. Desiste. Regresa al sofá y enciende la tele sin sonido para no despertar a Marta. Una vieja película. Alguien debería rescatar a Jeanne Moreau de las aguas del Sena. Sombreros y más sombreros. Ruidos en la cerradura. No está para hablar. Apaga el televisor y finge estar dormido en el sofá.

Sofía viene acompañada por Jesús y patosamente borracha. Ambos tratan, en la medida de sus posibilidades, de no hacer ruido. Fracasan, pero Marta no parece despertarse. La taxista consigue llegar al baño. Estertores. Vomita o caga o todo a la vez. Sofía sale con el torso desnudo en dirección a su dormitorio. Se cruza con Jesús: ahora es su turno. Sandino no puede evitar verle las tetas. Grandes, separadas, buenas. Se queda en bragas y se lanza sobre su cama. Para Sandino, ver a una mujer desnuda sigue siendo una revelación. En nada, Sofía empieza a roncar. En el baño, el chorro de la ducha empieza a caer.

Esperará a ver qué punto lleva el iluminado, si se puede fiar de dejarlo consciente al lado de dos personas dormidas y con toda una casa para fisgonear, romper o robar. Son casi las siete de la mañana. Trata de despertar a Marta. Ésta reacciona, pero no está por la labor, de ponerse en marcha, así que Sandino se desentiende de ella. La chica ya es mayorcita para saber qué hacer y despertar cuando se le dice. Va a la cocina. Tomaría un café, pero hay que prepararlo y no quiere perder tanto tiempo. Abre la nevera para certificar que no le apetece comer nada, pero se forzará porque no recuerda cuándo lo hizo por última vez, al menos algo decente. Coge un poco de queso, una loncha de york reseco, pan Bimbo mantenido frío. Cuando cierra la puerta de la nevera se alegra de que Sofía sea tan predecible. Sujeto con un imán está el papel amarillo de la comisaría. Se lo guarda en el bolsillo de la camisa. Sentado en una de las sillas de la cocina, espera que salga del baño Jesús. No tarda en hacerlo.

—¿Qué tal?

—Bien, muy bien. Muy divertido. Estuvimos hasta que cerraron.

—¿Te quedas aquí?

—Sí. Luego me iré a la estación para ir hacia Arenys.

Sandino cree que puede quedarse tranquilo. No le ve prendiendo fuego al piso ni rebuscando una bolsa con dinero y pastillas, pero quién sabe. Tampoco puede predecirlo todo.

—Me voy.

Ruidos en el comedor: Marta.

—Espera. Me quedé algo tuyo. —Jesús desaparece y cuando regresa lo hace con Marta y la urna de la abuela Lucía.

—¿Hay café? —dice Marta.

—No.

—¿Me puedes acercar?

—Hice lo que pude. Ahora sé que con incinerados no funciona.

Sandino reprime alzar la voz por temor a despertar a Sofía; acercarla sería ya demasiado esfuerzo para un tipo apenas apuntalado a estas horas. Por su lado, Marta, casi vestida, sabe que Sandino ha oído su pregunta, que el silencio del taxista es negativo y vuelve al comedor en busca de su calzado para irse por sus propios medios. Jesús ha dejado la urna encima de la mesita, al lado de un cesto con un par de naranjas, un limón y un melocotón medio enmohecido. Sandino opta por no decir nada. Sólo quiere coger a su abuela y no volver a encontrarse con el pirado ese nunca más. Cuando levanta la urna nota algo que le hace destapar el recipiente.

—No sé cómo decir esto, Jesús, para que parezca menos gilipollas de lo que es, pero creo que aquí sólo hay un cuarto de mi abuela.

—¿Sí?

—¿Te pregunto dónde está el resto, o va a dar igual?

—No lo entenderías.

La mano de Sandino abofetea de un modo tan inesperado la cara de Jesús, con un ruido casi cómico, de payasos fingiendo la actuación, que ninguno de los dos sabe cómo reaccionar después.

—Pero ¿tú eres imbécil? Joder, es mi abuela. Es la madre de mi padre. ¿Qué has hecho con ella?

—No vuelvas a pegarme nunca más. ¿Lo entiendes? Tu abuela ya no está ahí. Son cenizas: ella ya se fue.

—¿Y el resto, hijo de puta? ¿Tengo que esperar que barran el Psycho para recuperarla?

Sandino coge la urna, se levanta y sale del piso. Baja a la estampida las escaleras, y en la calle va en busca del coche. Está furioso y cansado. Superado, harto, sin saber qué hacer a continuación. Entre los edificios comprueba que está amaneciendo. Los bares aún están cerrados. Ya en el Toyota, circula cruzando en verde sin apurar, tratando de tranquilizarse y casi en solitario todos los semáforos de Via Júlia hasta Aiguablava y desde la comisaría situada frente al barrio de la Trinitat vuelve a Llucmajor y enfila Virrei Amat. Quizá pueda decir a sus padres que las monjas se quedaron las cenizas, pero Josep fue taxativo: quería tener a su madre cerca. Pasa por el mercado de la Mercè, que en su casa nunca llamaron así, sino por la plaza de al lado, Virrei Amat, abierta a uno de los lados de Fabra i Puig.

Su hermano Víctor vive por allí. Podría llamarle y explicarle lo que ha pasado. En sus buenos momentos, Víctor es lúcido y resolutivo y le encantará investirse del papel de hacedor de soluciones.

De crío le encantaba acompañar a su madre a Virrei porque, piensa ahora, era el reino de las mujeres, como también lo era el comedor de su casa cuando las vecinas venían a pasar la tarde. Eran todas, en mayor o menor medida, a uno u otro lado del mostrador, mujeres ruidosas y desacomplejadas, sin miedo a lo que pensara nadie ni, especialmente, miedo a los hombres. Cariñosas, ordinarias, zalameras, gordas, flacas, feas, guapas, decididas y certeras con las palabras, que te podían atravesar como una flecha al reparar en ti y mirarte, al niño bueno que acompañaba a mamá, que le llevaba el carrito, o al sinvergüenza que se colaba en la tanda o se apoyaba donde no debía. Era el lugar y eran ellas. Era todo aquello, erótico, obsceno y abiertamente sexual para Sandino, muy lejos del luto de las viejas del vecindario, del bajar la voz, del cerrar las puertas, de las conversaciones a medio empezar y ya acabadas, de salones y dormitorios, los retazos de algo que oías en la habitación de tus padres, discusiones, quejas y ocasionalmente risas, el clac de la abuela Lucía cuando les espiaba para saber con quién y de qué hablaban por teléfono. Le encantaba cuando paraban con su madre a desayunar dentro del mercado. El divertido camarero, que permanecía con vida sólo para trabajar allí y, si acaso, ganar dinero. A Sandino le fascinaba porque se le permitía tratar de seducir a clientas, pescateras, carniceras y fruteras de un modo impune. Sandino no podía imaginar mejor trabajo que ése. Mitad del año, camarero en Virrei Amat, y la otra mitad, Leonard Cohen en la isla de Hydra, bromea para sí Sandino, ya mucho más calmado.

Es probable que el bar del mercado esté abierto. Recuerda su nombre: Dama. Sería proustiano tomarse el café allí. No le cuesta aparcar en una de las zonas azules alrededor del mismo. Se lleva consigo la urna dentro de una bolsa de La Central que ha encontrado en el maletero. No quiere más sustos con la abuela.

La puerta principal aún está cerrada pero consigue entrar por la lateral, donde ya hay gente llegando desde Mercabarna. Reconoce a las primeras de cambio aquel lugar, parecido a como lo recordaba, pequeño, aunque de crío le parecía enorme. La persiana del bar está a medio alzar. Lo regenta una mujer agitanada y su hijo, heavy de perilla, exhibiendo dignamente resaca o sueño. Empiezan a llegar los encargos de cafés y pastas para los dependientes, llevados por tipos con jerséis que Sandino reconoce de las tiendas donde su madre siempre compra regalos de aniversario y Reyes: rombos y bolas en las mangas, beiges, negros y marrones. El camarero pone los servilleteros de Cacaolat y ésa parece la señal de que empieza todo. Sandino se pide un café con leche sólo para que se lo sirvan en un vaso largo de cristal. Sentado a la barra, acierta a saber que sirven carne de potro y que la bacaladería sigue estando en el mismo rincón que recordaba. Tres mujeres, una de unos cuarenta y las otras podrían ser sus hijas, se balancean al son de una música que sólo ellas oyen mientras cientos de ojos muertos las miran incrédulos entre el hielo, incapaces de entender la bella crueldad de las bailarinas. Las carcajadas casi enmudecen las campanadas de la ermita de al lado, Amor de Dios. Son carcajadas de vida implacable por encima del resbalarse de pulpos y calamares sobre el hielo, goteando sangre roja, casi tan roja como la de las paradas de carne, algo más allá, y esos dedos que entran dentro de los cuerpos y sacan los órganos mientras la conversación siempre era otra, nunca eran penas o muerte sino la glorificación de tener un cuerpo y disfrutarlo y vender para comprar, dinero rápido, comer bien y tratar de que no te den lo que no quieres que te den, perejil de regalo, y todos los colores del mundo en la frutería, y ésos andan peleados, y aquéllos liados y unas torradas con mermelada para la Imma y un café con leche con donut para la Dolors y un caraja para el Xavier. El hijo de la dueña del Dama sirve el café con leche a Sandino y le repite el chiste que ha tratado de hacer a su madre y a un cliente, sin mucha suerte:

—¿Me da un billete de metro? No sé si tengo tan largos.

Sandino sonríe. Al menos, que sepa que él lo ha pillado. El café con leche está delicioso y eso lo pone de buen humor; el ruido del mercado, con sus cajas y sus voces, y su arrastrar de maderas y género mostrado, mitad prosa mitad verso y Lola ya no está y qué ganas tienes de volver a ver a Llámame Nat dentro de un rato, apenas una hora, y Marta, que te la has olvidado en casa de Sofía y toda esa euforia Casanova que, a veces, te embarga.

Llama a Víctor, que ya anda despierto. Se interna por las callejas enfrente del mercado, pasa por el bar La Columna, cerrado sin apertura prevista, y recuerdo de tardes de dados, novias, cervezas y mochila. Calle Sant Ferran, el bloque aún conserva el símbolo franquista del Ministerio de la Vivienda. Timbrazo. Espasmo eléctrico. En el ascensor se mira la pinta y ve el destrozo: todos y cada uno de sus años se le han dibujado en las facciones, en el pelo aún húmedo. Le pedirá una camisa limpia porque la bolsa con lo que sacó de su casa se ha quedado en el coche. La resaca le jode las tripas. Necesita otro café o simplemente comer algo más que esa bola de pan Bimbo y el queso de cal de Sofía. Le viene a la mente la hostia que ha dado al iluminado ese y se sonríe. Como siempre, su autocontrol: no cerró el puño, no se abalanzó sobre él. Esa prestación que tanto valoran los demás y tanto empieza a odiar él. Se recuerda hasta el culo de éxtasis y él frenándolo. Reventando de deseo y buscando un condón. Con ganas de violencia, de dejarse llevar por el impulso de golpear, herir, destrozar y reprimiéndolo todo, tornando rabia por enfado, victoria por armisticio.

Cuando llega al rellano del segundo piso, la puerta de Víctor está entreabierta. Entra y sigue por el pasillo forrado con estanterías de libros con un orden imposible de fotografía, pintura, filosofía barata, bestseller, autoayuda, clásicos incontestables, esoterismo y novela negra. De fondo, Beyoncé. Víctor sigue teniendo sus golpes. Sandino llega hasta el comedor. Su hermano está embutido en un pijama Cary Grant y sentado a la mesita de la cocina. Detrás de él, el cartel de Persona que le ha acompañado en todas las mudanzas hasta el día de hoy.

Acaba de preparar café y Sandino se derrite sobre la silla libre.

—¿Has desayunado?

—Mal y por etapas.

—¿De dónde vienes? Tienes mala pinta. —Sandino no contesta—. ¿Has visto qué mierda de tasación han hecho los del Santander? ¿La has visto o no?

Sandino niega con la cabeza mientras Víctor le sirve el café con leche y él coge una de las palmeras que aquél acaba de ofrecerle mientras le explica que ha desayunado en el Dama.

—Qué marciano eres. ¿No has dormido en casa? ¿Qué pasa? ¿Qué pasa con Lola?

—Nada.

—Tío, aún no son las ocho de la mañana y tú y yo, que podemos pasar un año y dos sin vernos, estamos en mi cocina desayunando palmeritas.

Sandino reconoce una explicación a su hermano. Quizá hasta le vaya bien.

—Creo que se ha acabado.

—¿Otra vez?

—Esta vez va en serio. Es ella. Tenemos que quedar para hablar. Supongo que esta noche.

—Y tú ¿qué vas a hacer? Seguro que pondrás el desfibrilador y arrancarás el cadáver de las garras de la muerte. De todos modos, Jose, si tienes que conseguir una sustituta, te aseguro que tienes una pinta horrible.

—Te iba a pedir una camisa. —Víctor asiente—. Pero escúchame, vengo por otra cosa.

El taxista saca la urna de la bolsa.

—Ha habido un problema. Te lo podría explicar y nos íbamos a reír un rato, pero lo cierto es que la urna casi está vacía de las cenizas de la abuela.

—Joder, Jose…

Víctor echa un vistazo dentro de la urna.

—Había pensado decir a los papas que se la han quedado las monjas. La mama me hizo ir a verlas.

—No. El papa quiere a la abuela con él y es lógico que la quiera entera.

—No sé qué hacer.

—Eres un puñetero desastre. Y menos mal que tú eres el hijo que todo lo hace bien, y yo, Don Problemas.

Víctor se levanta y abre uno de los cajones del mueble de la cocina. Saca una bolsa para congelar alimentos. Se pone al lado de su hermano y la abre. Sandino entiende que quiere que ponga las cenizas que quedan dentro de esa bolsa. Lo hace con cuidado, evitando que se derrame nada. Víctor se va de la cocina. Sandino oye puertas que se abren y cierran y ve llegar a su hermano con un saco de arena para el gato.

—Y perfumada.

Víctor deja caer la arena dentro de la urna hasta un poco más de la mitad. Sandino entiende que ha de poner ahora él las que están en la bolsita de plástico y así lo hace.

—Hemos calculado mal: aún faltan.

Víctor se deja caer sobre la silla. Su hermano piensa que lo está disfrutando y mucho.

—En fin, a grandes males…

El hermano menor de Sandino saca del bolsillo de su pijama un paquete de Winston y un mechero con el que golpea la mesita. Luego ofrece un cigarrillo a Sandino, que lo coge, y a continuación él toma otro. Empiezan a fumar. Al taxista, Víctor se le asemeja al gato de Cheshire, aunque más goloso que enigmático.

—Creo que a ella esta despedida le habría gustado.

—¿Conoces el Psycho…?

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