Taxi

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…Hear…

Sandino no sabe por qué se fue ni en qué condiciones. Sabe lo que ella le dijo. Y Verónica podía ser embustera y sincera en la misma frase, en el mismo pálpito. Uno mismo y su reflejo. Sandino sabía que ella iba a ser así. Por uno de esos laberínticos y absurdos mecanismos de lealtades masculinas, Sandino siguió yendo al bar de Héctor a pesar de que estuvo acostándose con Verónica el suficiente tiempo como para que aquél pensara que la burla estaba institucionalizada y luego, al dejar la mujer a ambos, cada uno fue para el otro el nexo con la Verónica desaparecida. «Héctor no es buena gente. De acuerdo, pero ¿eso mejora algo? ¿Dice algo bueno de mí?». Para la mujer no cabía la posibilidad de que el embarazo fuera de Héctor, y Sandino no preguntó nada: entendió que era suyo porque daba por hecha la honestidad de Vero. Lo que Sandino no sabe es si se fue sola o con el crío dentro. Según Vero, lo perdió. Abortó una semana después de decírselo al taxista. Ella era un reloj y la falta era importante. Y además eran las tetas, el nuevo desbarajuste. Se sentía responsable porque siempre la habían juzgado demasiado deprisa y ella había sido, de largo, su peor juez. Sandino siguió frecuentando el bar. Verónica era una bestia capaz de llegar hasta el final de las cosas. De no engañar, pero entregando su piloto automático por si los demás aceptaban esa versión funcional de ella. Y la solían aceptar. Héctor lo hizo. Sandino, en cierto modo, también. Héctor la había maltratado. En una de esas trifulcas, Verónica perdió un hijo y creyó —sin razón médica, sólo su propia intuición— que no podría tener más. Pero, de un modo indescifrable para Sandino, siguió con Héctor, que cambió en lo del maltrato. Entre ellos existía una dependencia que Sandino no atinaba a entender. A Verónica no le gustaba hablar de ello y Sandino tampoco quería saber. «¿Qué piensas?». «Lo que piense yo da igual. Además, pienso tonterías». «Las mismas que yo, pero si las digo yo entrarás en pánico. ¿Sabes? Para mí quizá es la última oportunidad y además te quiero. No ha sido con uno con el que te descontrolas». Una mañana, la mujer llamó con voz lejana, que todo había ido bien, que ya estaba. Que luego hablarían. Y lo hizo. Y se vieron. Y hablaron de aquello que no estaba como una ausencia, como algo que debía estar pero no podía estar. Dos semanas más tarde, Verónica desapareció. Primero muerta. Luego, lo de Madrid, lo de que si un novio mensajero. Y Sandino no supo más de Verónica. Al principio con alivio. Luego, con pena. A ratos, con rabia y dolor, un poso triste y perenne. Todo mezclado ahora. Como los personajes en su mente. Su padre preguntando a la abuela Lucía quién es él y Verónica respondiendo «se llama Nadie» a una niña, porque los dos estaban convencidos de que sería una niña y Verónica, al parecer, era infalible en según qué cosas.

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