Taxi

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Viernes » 29. Junkie slip

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Junkie slip

—Van y vienen a través de las vías del tren, pero el tren no les asusta, puedes creerme. Como dicen ellas: el tren avisa, los hombres, no. Mataron a la Niñata. Mataron a la colombiana, a Anita. Trataron de estrangular a la Evarista. Nadie sabe nada de la Mónica. Los hombres que se acercan a la ladera de la montaña, en la avenida Mare de Déu del Port, son lo peor y saben que a quien encuentran son mujeres que aceptarán cualquier cosa. De todos modos lo de la Niñata, lo de la Evarista, lo de la Mónica y algunas otras es obra de un solo hombre, el Calvo. Eso lo saben ellas. Lo sabe la policía. Lo saben las muertas y las dadas por muertas, como la Evarista. Lo sabe la juez, pero adujo falta de pruebas para lo de la Mónica y lo de la Ana. El Calvo, Daniel, loco de atar, violento, con su tienda de campaña en la propia ladera hasta hace nada, cuando lo metieron en la cárcel, y desde hace un mes en la calle. Bueno, voy a ser justa. La juez no puede hacer nada. La ley exige pruebas y sin cuerpo es difícil. Está la doctrina del Nani, pero no se atreve. Por el momento. Todo eso, como siempre, está ahí. Esa montaña no deja de ser una vergüenza, pero esta ciudad hace muy bien lo de no ver lo que no quiere ver. ¿Hace mucho que eres taxista?

—Poco. Pero mi padre ya era taxista y mis abuelos también.

—Una saga. Sandino te llamas, ¿no? ¿Y qué? ¿Te gusta esto de ser taxista?

—No lo sé. A veces pienso que me gusta el taxi, pero no verme como taxista.

—Si te sirve de consuelo, tampoco yo sé aún después de mil años si me gusta o no ser periodista. Ni pensarme como periodista ni la mayoría de mis compañeros me gustan.

Sandino recogió a esa mujer grande y segura de sí, de su cuerpo, de su manera de moverse con él. La está llevando a la redacción de La Vanguardia, en Diagonal casi tocando Francesc Macià. La escuchó hablar por el móvil y supo que era quien había hecho los reportajes sobre el asesino de la montaña de Montjuïc.

—En realidad, me encanta eso, cuando la gente habla sin tapujos, porque quiere justicia, dejar de ser los miserables. Entonces mola ser periodista. Como la Constança, la portuguesa que ejerce de puta allí. ¿Has ido viendo las entrevistas? Es todo un personaje. Me quedo aquí. Una vez tuve un novio rico, muy rico. Y cuando llevábamos un tiempo me propuso algo que tampoco vamos a recordar, vamos. Pero recuerdo que, quédate con el cambio, bueno, que sé que no puedes aparcar por aquí, me dijo que un tío que paga cinco euros como están pagando los que van allí, que el otro día un camionero se presentó enseñando un par de cigarrillos a cambio de que se la mamaran: ¿te lo puedes creer? Me decía aquel novio que un tío que hace eso, que humilla pagando un euro, tres a alguien, y ese alguien acepta y la tiene de rodillas, lo que le pone es la humillación, vejarlas, sentirse poderoso. Lo de la mamada es lo de menos. ¿Tienes una tarjeta con tu teléfono? ¿Puedo llamarte mañana?

Sandino niega tener tarjeta, pero le facilita el número de teléfono. Ella lo memoriza en su aparato. Mañana ha de volver para el último reportaje con la Constança, ya de noche, y seguirá sin moto. Perfecto.

—Cuento contigo.

Cuando la deja, el taxista sigue por el lateral hasta Muntaner y una pareja lo detiene. Se suben. Dan una dirección que conoce. También a la pareja, aunque no los haya visto nunca antes. Sandino ha sido él y ha sido ella. Él se llama Max y ella… Él no dice su nombre en ningún momento. Van a encerrarse en una de las habitaciones de Le Petit Paris. Ella parece nerviosa, pero luego Sandino se percata de que no son nervios sino enfado, probablemente hartazgo. Max se mueve inquieto en su asiento. Sandino reconoce el lenguaje no verbal de la mujer y sabe que ella ya no quiere ir o verle, pero no sabe cómo hacerlo, cómo escapar de la telaraña. Está paralizada porque aún no sabe en qué momento cambió la luz, su historia de pasión se convirtió en un hacer funcionar el lavaplatos. Probablemente Max quiere ir y al mismo tiempo estar ya de vuelta. «Nunca sé qué quieres, nunca sé qué estás pensando», parece leerse en su cabeza, piensa el taxista. Max habla luego de su mujer sin decir su nombre. Eso molesta a su acompañante.

—¿Por qué quieres que la traiga aquí entre nosotros? —pregunta Max.

—Porque existe. Porque es real. Di su nombre, dilo cuando hables de ella. Di «Merche me espera para cenar, por eso podemos follar una hora y nada más». Di eso. Quizá así me sentiré mejor.

Él no lo hace. No dice el nombre. No dice Merche. En ningún momento. Se lo calla. Bajan del coche.

Se queda cerca del meublé y atiende las llamadas que le han ido haciendo, vaciando el contestador.

—¿Cuándo vendrás a vernos? Nos tienes que explicar lo de las monjas y eso. ¿Podrás llevarme al médico el lunes por la mañana? Lo tengo a las diez.

—Dejaré a las niñas y te pasaré a buscar.

—No sé qué hacer. Parece que me odie. Sólo tiene diez años. ¿Qué he hecho mal? ¿Cuándo nos vemos? Ya sé que estás muy liado, pero un momento tendrás. El martes estaré sola. No, es igual, no he dicho nada. Siempre soy yo. Si puedes el martes, me dices. Yo ya no te diré nada.

—Voy a estar en Francia. Cuando vuelva te llamo. Te lo prometo. De verdad.

—Al final no me dieron el trabajo. Ya no sé qué hacer. Tú ¿qué tal?

—Yo, bien. Como siempre: bien.

—Dime que me quieres como me querías antes.

—Te quiero como te quería antes.

Sandino dentro del taxi, zona de carga y descarga, enfrente de Le Petit Paris, lanzando una y otra vez por el móvil la pelota fuera del campo con el único objetivo de ganar tiempo, otra mano de cartas para seguir en la partida.

Son algo más de las diez de la noche. Piensa que debería ir regresando a casa y esperar en la puerta a Lola. Piensa que quizá debiera decirle que se ha dejado las llaves, pero no soportaría en estos momentos su detestable sensación de superioridad. Pone en contacto el motor híbrido y entonces la ve. Saliendo del hotel de alquiler de habitaciones. Es ella. No hay duda. Sale sola. Tiene esa pinta de hippy noble que va de Anita Pallenberg a Kate Moss. Vestido suelto, escote pegado al cuerpo, una chupa de cuero negro estrecha, falda larga aparentemente económica con un corte de vestido disimuladamente muy caro. Todo premeditadamente casual. Unos metros detrás de ella sale un hombre abriendo los brazos, disculpándose o pidiendo explicaciones. Ella mira a un lado y otro buscando taxi. Sandino desaparca y va hacia la mujer. Ella hace el gesto de subir cuando su amante la coge del brazo. Ella se le encara con frialdad, controlando la situación. Es obvio que él ha cometido un error fatal. O que ella ha esperado la oportunidad de que lo cometiera. O lo ha fingido. O se ha sentido profundamente ofendida. Es lo mismo: la vajilla se ha roto allí dentro. Sandino no escucha lo que le dice, pero el hombre —treinta años, bronceado, atractivo, con gafas de montura roja, vestido de una manera cara e informal, delgado, pelo muy corto— sabe que no ha de insistir, que sólo conseguirá empeorarlo todo. Presiente que algo de dignidad en ese momento quizá le permita volver a quedar con esa mujer que le gusta tanto, a la que quizá ame. Volver a tenerla el tiempo justo para empezar a olvidarla.

La puerta se cierra con un golpe violento que hace que la mujer pida disculpas al taxista.

—No te preocupes, Nat.

La mujer no puede disimular la sorpresa y la contrariedad que el azar le ha servido. Nunca se había encontrado en esta situación: ser descubierta por el testigo y no por el detective ni por el cliente que le paga. Repasa mentalmente los últimos minutos antes de entrar en el taxi de Sandino y renuncia a pensar que éste no lo ha visto todo y que, por tanto, no lo sabe todo. Tras unos segundos, Llámame Nat se recompone. Va a mostrar su sentido pragmático cuando es Sandino quien se adelanta:

—¿Estás bien?

—Un poco descolocada, ahora, la verdad.

—No te preocupes. No pasa nada —le dice el taxista mientras baja por calle Lleida en dirección al Paral·lel para buscar una arteria que les lleve a BCN-Johannesburgo.

Pasa casi un minuto hasta que él decide tomar la iniciativa.

—¿Tienes hambre?

—No tengo muchas ganas, Sandino. En serio. Quizá otro día.

—No habrá otro día. Se ha abierto una brecha en el terremoto. Tomamos una cerveza y ya está. Yo tampoco puedo quedarme mucho.

La mujer lo mira a los ojos por el retrovisor. Sandino repara en que ha impregnado el taxi del perfume de piscina llena de globos.

—Supongo que si me niego utilizarás el chantaje puro y duro.

—No me empujes a hacerlo —contesta Sandino bromeando con el tono de la voz.

—Vale. Una cerveza me irá bien. Quizá hasta dos. Al fin y al cabo, tengo canguro pagado varias horas más.

Sandino cambia de ruta a passeig Colón, rotonda, sube por Via Laietana, rotonda, y deja el taxi en el aparcamiento de debajo de la catedral. Caminan juntos. «Hacemos buena pareja», piensa Sandino. Lo cierto es que ella parece sentirse cómoda. El taxista está nervioso y contento. Su vida anterior ha sido borrada: se siente como un insecto que sólo vivirá unas horas. Pocas. Y esa fatalidad, paradójicamente, le inocula una alegre sensación de vivir de un modo urgente.

—Perdona, yo siempre hago buena pareja con cualquiera.

—Buena pareja tipo la Dama y el Vagabundo.

—Doctor Jekyll y mister Hyde.

—Simon y Garfunkel.

Los pasos de ambos resuenan en la plaza de la Catedral, aún bastante frecuentada, con gente llenando terrazas y restaurantes, agotando los últimos minutos de boutiques que deberían haber cerrado ya. Suben las escaleras y toman el pasaje a la derecha, donde suena un argentino y su tango, que se mezcla con la voz potente de un tenor escondido tras la siguiente esquina de aquel tramo del Gótico, probablemente a la altura de Sant Domènec del Call, pero, antes de llegar, Sandino coge de la mano a Natalia y la introduce por el pasaje del Palau Episcopal en dirección a Sant Felip Neri. De una manera quizá un tanto ingenua, el taxista pretendía mostrar a la princesa un rincón de la Barcelona que nunca pisa gente como ella. Se equivoca. Ella compra jabones artesanos en ese local y un aniversario de bodas se hospedó con su marido todo un fin de semana en ese hotel de lujo ubicado en la misma plaza. Llámame Nat dice lo primero, pero se calla lo segundo. Sandino se deja inundar por la tentación de besarla a la altura de la fuente, con los ojos cerrados pensando que al abrirlos se le clavarán como metralla de bomba de las paredes de la iglesia. Pero no se atreve. No quiere perder nada de lo que siente en esos momentos. Esa noche, ese momento de la noche cuando no existe más que esa borrachera de estar en el único sitio donde quieres estar con una persona a la que apenas conoces y que es expectativa, certeza, intuición, y tú te sientes su ángel guardián, su perdición, su stalker, claro. Su manera de buscar problemas al otro, de moverle el mundo de sitio, de hacerle creer que hay otra manera, que si lo deseas, cuando vuelvas a donde vuelvas, aquello no será ya más ni un refugio ni un paraíso sino, en el mejor de los casos y a partir de ahora, sólo un escondite.

En el barrio judío, cerca de la sinagoga pequeña, se detienen en un bar que es poco más que un pasillo profundo. En la puerta, un viejo hace silbar a un canario de plástico; el camarero, moreno, asiático, gato nocturno, sonríe ante la pareja. Todo el mundo ama a los amantes. Ni queriendo engañaría a nadie: el ladrón es él y ella, el botín. Sus ropas la delatan. Cómo se mueve, cómo habla, la risa cuando la suelta. Suben al piso de arriba. Piden dos cervezas. Luego, otras dos.

—Tú también estás casado, ¿no?

—No, ya no.

Ella no sigue por ahí. Su mirada está en otro sitio. También reconoce esa noche como otras anteriores. La noche embriagada de las posibilidades. La noche de las carreteras negras, abiertas por un coche con música maravillosa y el olor a estíos que parecían abrirse como conchas. La noche de los besos nuevos. La noche de recuperar aquella que creías que eras, la que no hacía componendas, la que deseaba y amaba, amaba y denostaba cuando dejaba de amar. La noche de cuando no tenías dos niñas y un canguro a horas y un marido que habrá llamado a tu móvil apagado y volverá a hacerlo y hacerlo, adicto a un control enfermizo y alcoholizado que él niega ejercer.

Sandino bromea, pero ella no le está escuchando. El viejo sigue con el trino. Una gorda ha entrado y combate a florete con el moreno antes de meterse en la cocina. No hay música en el local y si la hay, el volumen es inaudible. Tampoco hay televisor. Un bar estrecho. El escondite más estrecho del mundo. Llámame Nat no le ha escuchado porque estaba decidiendo si dice o no lo que siente en esos momentos. Momentos confusos si tienes en cuenta que ha saltado de la cama de un hombre al que amó y deseó, al que probablemente aún quiere y desea, pero que nada de eso le parece comparable al aquí y el ahora de esta mentira con otro hombre al que le gusta gustar.

—Ya no me acordaba de lo agradable que es tontear con alguien que te gusta.

Sandino acerca su cara a la de Llámame Nat, que no la retira y abre una risa. Sandino la apaga con un beso. Luego otro. Y otro.

—Besas corto.

—¿Qué?

—Sí, besas bien, pero besas corto. ¿No te lo han dicho nunca? —Sandino niega, riéndose ahora él—. ¿Qué pasó? ¿Algún trauma con un beso largo de la adolescencia? A mí puedes contármelo.

—Yo beso normal.

—Besas corto. No pasa nada. Bien, pero corto. Yo beso largo.

—¿Otra cerveza aquí o vamos a otro lado?

—¿No tenías que estar en otro sitio?

—¿Qué hora es?

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